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Era normal que fuera yo el se presentara en la biblioteca de mi abuelo para charlar con él, hojear sus libros o, simplemente, hacerle compañía. Sin embargo, un día fue él el que me llamó y me dijo: “querido nieto, ya sabes que tengo muchos años y siento que la naturaleza ha trazado ya casi todo su curso. Te quedaste huérfano en temprana edad y sé que he sido para ti más que un reverente anciano el padre ausente. Estás dotado de grandes cualidades, pero te he de decir que no siempre la virtud lleva a la felicidad. Debes administrar la generosidad con la astucia suficiente para que el egoísta no cobre ventaja. Sé que esto es fácil de decir, pero muy difícil de amarrar. A modo de ejemplo y huyendo de cualquier tentación moralizante propia de los que creen que sus principios están escritos en tablas indelebles, te contaré una leyenda babilónica que permite la reflexión sin descuidar el entretenimiento”. Y mi abuelo comenzó la siguiente narración:
Un zapatero que antes fue comerciante, tenía un cachorro de perro que se llamaba Marduck y una gata cumplida en años que se llamaba Baltasar. Estamos en Babilonia en el año 605 a.c., riquísima ciudad, poblada por más de 300.000 almas, cruce de caravanas, lugar de lujuria para unos, depósito de la felicidad para otros, ombligo de civilizaciones para los más, centro del Mundo. Gobernaba el gran Nabucodonosor II. El ingenuo zapatero, aunque gran amante de los animales, daba de comer a la vez a sus animalitos antes de ir a su tarea de echar suelas de esparto a los zapatos y coserlos con finas cuerdas traídas de Arabia. Y cuando se quedaban solos, la astuta gata cogía entre sus dientes todas las tajadas de carne y pescado que podía, saltaba la valla que separa la zapatería y a los pies de la misma enterraba las viandas para que su familia minina, que no tenían la suerte de tener un amo -3 gatitos y sus ancianos padres-, pudieran comer algún bocado al cabo del día. Y la gata decía para sus adentros: “lo siento joven chucho, pero eres de otra raza y antes están los míos. Además no soporto tu olor y ese trato de favor y esas babas que se le caen a nuestro amo cuando juega contigo; en cambio conmigo y, a pesar de ser un ser superior como felino que soy, pariente de tigres y leones, apenas me pasa la mano por el lomo dos o tres veces al día. No, no soporto esta discriminación”. Y pasaron unos meses y el pobre cachorro estaba cada vez más escuálido, fruto del poco comer y de su mucha actividad, y un día era tan fuerte el hambre que se escapó de la casa. El zapatero quedó compungido y, en cambio, la gata parecía cada vez más oronda. Sin embargo el cachorro tuvo suerte y dio a parar en casa de un cocinero que cocinaba para el ejército del rey. Ni qué decir tiene que enseguida recuperó el peso, la salud y la felicidad. Pero el perro añoraba la casa de su más tierna aunque hambrienta infancia y a su amo anterior, y un día mirándose en un friso que reflejaba parcialmente su imagen se dijo: “soy lo suficientemente grande para enfrentarme al minino egoísta y juro que me vengaré”. Y volvió a casa del zapatero, su antiguo amo. Éste le reconoció, le abrazó y le dijo: “la fortuna ha querido que encuentres tus orígenes. Aquí estamos, tu amo y tu compañera de los primeros juegos, Baltasar”. Marduck pensó: “este amo es la personificación de la ingenuidad, pero yo le haré despabilar”. Y nada más llegar a la casa sometió a persecución a la gata, ocasionando el máximo estropicio posible entre los enseres de su dueño con el fin de que se cansara de él, de la gata o de ambos y los echara de la casa. Pensaba Marduck: “yo no tengo nada que perder, porque en el peor de los casos volveré con los amos anteriores simulando extravío, donde por cierto se come hasta reventar”. Y, en efecto, llegó el día en el que el amo se cansó, los tomó a los dos por el cuello como cogen las madres de perros y gatos a sus cachorros y les dijo: “Ya no lo soporto más: ambos sois incompatibles. He perdido clientes con vuestras peleas a todas horas, me habéis destruido material y estoy casi arruinado. Ahora tendré que volver a mi antigua profesión de comerciante de telas. Me iré con Marduck porque para ese oficio un perro de tu porte es muy conveniente para evitar a salteadores de caminos y celosos competidores, pero en cuanto a ti, Baltasar, te tengo que dar en adopción, al menos temporalmente, hasta que pueda ahorrar y volver al oficio zapateril”. Y el nuevo comerciante de telas dio en adopción Baltasar a una familia de panaderos no muy lejana de su ya fenecida zapatería.
Y así estuvo el antiguo zapatero un par de años, pero en una reyerta con asaltadores de caminos –que era casi una profesión en la periferia de Babilonia-, quedó cojo y robado su querido Marduck. Y el viejo zapatero tuvo que volver con lo que le había quedado a su antiguo oficio, a su antigua casa y sin sus queridos animalitos. Pasaron unos días y pensó: “me encuentro muy solo sin mis antiguos animalitos. Iré a los panaderos que adoptaron a Baltasar y les contaré lo que ha pasado para ver si se apiadan de mi situación y me devuelven a mi gata”. Así hizo, pero la familia de panaderos, también amantes de los animales, dijeron: “comprendemos tu pesar, pero por encima de nuestras añoranzas está el bien de Baltasar: que decida ella”. La sorpresa para el zapatero fue que la gata no quiso moverse de la casa pensando: “no quiero volver a las andadas, porque no estoy segura que no vuelva el maldito chucho, que además ahora será aún más grande y con mayor genio, que hasta los perros pierden la ingenuidad con la edad”. Pasó el tiempo y un día apareció en la zapatería un perro andrajoso, en los huesos y llenos de heridas, que nadie quería que se le acercara. El bueno del zapatero le recogió, le lavó, le curó, le dio de comer y, cuando hizo todo esto, se dio cuenta de que era Marduck, su querido perro. Y no pasaron muchos días hasta que Baltasar, que hacía sus salidas por la noche como buen felino, se dio cuenta que estaba Marduck de nuevo con su antiguo amo y se dijo: “pensándolo bien, estaba mejor con mi antiguo amo. Aquí me dan de comer, sí, pero siempre estoy sólo en casa porque mis nuevos amos siempre están en la panadería. Ya no tengo familia que alimentar, pero si quiero formar de nuevo una familia debo volver donde solía y comprobar que puedo alimentarla robando y escondiéndola como antes”. Y eso hizo, pero cuando Marduck vio venir a Baltasar a instalarse de huevo al lado de fuego y comprobar que de nuevo le robaba la comida se dijo: “no importa, no quiero nuevas trifulcas que pueda perjudicarme: me dejaré robar, seguiré al minino, descubriré donde esconde la comida, me la comeré y el creerá que se la ha comido sus parientes gatunos”. Baltasar comprobó que la comida enterrada en el día desaparecía en el mismo día o al día siguiente y se dijo: “no importa, servirá para alguien necesitado y en el futuro, cuando tenga familia, la cambiaré de lugar para no ser un ladrón robado”. Y eso hizo y vivieron los 3 en armonía: el zapatero sorprendido de la paz que habían firmado sus animalitos, el gato creyendo que se había salido con la suya y el perro demostrando que la astucia vale más que la fuerza.
Y quiso el destino en su capricho que murieran los 3 en la misma semana. La leyenda dice que enterraron al zapatero, al perro y al gato en la misma tumba, y que un día apareció en su tumba común el siguiente epitafio, sin que nadie supiera quién lo había escrito:
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frente a la astucia, astucia
frente a la bondad, bondad
no las mezcles
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Recuerdo que mi abuelo en sus últimos días me dijo: “si piensas en esta leyenda en tu obrar cotidiano apenas cometerás errores y no conocerás el arrepentimiento, que es un insufrible padecer para los que ya están embarcados en el último viaje”. Al día siguiente de su muerte comprobé que un libro de Bertrand Russell de su biblioteca sobresalía del resto, lo tomé para colocarlo, miré su solapa, su contraportada -como hacía siempre- y me encontré este aforismo de puño y letra de mi abuelo: “la generosidad sin presunción es la última frontera de la libertad”. Él sabía que lo encontraría. Ahora figura como epitafio en la tumba de mi abuelo.
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Antonio Mora Plaza
Era normal que fuera yo el se presentara en la biblioteca de mi abuelo para charlar con él, hojear sus libros o, simplemente, hacerle compañía. Sin embargo, un día fue él el que me llamó y me dijo: “querido nieto, ya sabes que tengo muchos años y siento que la naturaleza ha trazado ya casi todo su curso. Te quedaste huérfano en temprana edad y sé que he sido para ti más que un reverente anciano el padre ausente. Estás dotado de grandes cualidades, pero te he de decir que no siempre la virtud lleva a la felicidad. Debes administrar la generosidad con la astucia suficiente para que el egoísta no cobre ventaja. Sé que esto es fácil de decir, pero muy difícil de amarrar. A modo de ejemplo y huyendo de cualquier tentación moralizante propia de los que creen que sus principios están escritos en tablas indelebles, te contaré una leyenda babilónica que permite la reflexión sin descuidar el entretenimiento”. Y mi abuelo comenzó la siguiente narración:
Un zapatero que antes fue comerciante, tenía un cachorro de perro que se llamaba Marduck y una gata cumplida en años que se llamaba Baltasar. Estamos en Babilonia en el año 605 a.c., riquísima ciudad, poblada por más de 300.000 almas, cruce de caravanas, lugar de lujuria para unos, depósito de la felicidad para otros, ombligo de civilizaciones para los más, centro del Mundo. Gobernaba el gran Nabucodonosor II. El ingenuo zapatero, aunque gran amante de los animales, daba de comer a la vez a sus animalitos antes de ir a su tarea de echar suelas de esparto a los zapatos y coserlos con finas cuerdas traídas de Arabia. Y cuando se quedaban solos, la astuta gata cogía entre sus dientes todas las tajadas de carne y pescado que podía, saltaba la valla que separa la zapatería y a los pies de la misma enterraba las viandas para que su familia minina, que no tenían la suerte de tener un amo -3 gatitos y sus ancianos padres-, pudieran comer algún bocado al cabo del día. Y la gata decía para sus adentros: “lo siento joven chucho, pero eres de otra raza y antes están los míos. Además no soporto tu olor y ese trato de favor y esas babas que se le caen a nuestro amo cuando juega contigo; en cambio conmigo y, a pesar de ser un ser superior como felino que soy, pariente de tigres y leones, apenas me pasa la mano por el lomo dos o tres veces al día. No, no soporto esta discriminación”. Y pasaron unos meses y el pobre cachorro estaba cada vez más escuálido, fruto del poco comer y de su mucha actividad, y un día era tan fuerte el hambre que se escapó de la casa. El zapatero quedó compungido y, en cambio, la gata parecía cada vez más oronda. Sin embargo el cachorro tuvo suerte y dio a parar en casa de un cocinero que cocinaba para el ejército del rey. Ni qué decir tiene que enseguida recuperó el peso, la salud y la felicidad. Pero el perro añoraba la casa de su más tierna aunque hambrienta infancia y a su amo anterior, y un día mirándose en un friso que reflejaba parcialmente su imagen se dijo: “soy lo suficientemente grande para enfrentarme al minino egoísta y juro que me vengaré”. Y volvió a casa del zapatero, su antiguo amo. Éste le reconoció, le abrazó y le dijo: “la fortuna ha querido que encuentres tus orígenes. Aquí estamos, tu amo y tu compañera de los primeros juegos, Baltasar”. Marduck pensó: “este amo es la personificación de la ingenuidad, pero yo le haré despabilar”. Y nada más llegar a la casa sometió a persecución a la gata, ocasionando el máximo estropicio posible entre los enseres de su dueño con el fin de que se cansara de él, de la gata o de ambos y los echara de la casa. Pensaba Marduck: “yo no tengo nada que perder, porque en el peor de los casos volveré con los amos anteriores simulando extravío, donde por cierto se come hasta reventar”. Y, en efecto, llegó el día en el que el amo se cansó, los tomó a los dos por el cuello como cogen las madres de perros y gatos a sus cachorros y les dijo: “Ya no lo soporto más: ambos sois incompatibles. He perdido clientes con vuestras peleas a todas horas, me habéis destruido material y estoy casi arruinado. Ahora tendré que volver a mi antigua profesión de comerciante de telas. Me iré con Marduck porque para ese oficio un perro de tu porte es muy conveniente para evitar a salteadores de caminos y celosos competidores, pero en cuanto a ti, Baltasar, te tengo que dar en adopción, al menos temporalmente, hasta que pueda ahorrar y volver al oficio zapateril”. Y el nuevo comerciante de telas dio en adopción Baltasar a una familia de panaderos no muy lejana de su ya fenecida zapatería.
Y así estuvo el antiguo zapatero un par de años, pero en una reyerta con asaltadores de caminos –que era casi una profesión en la periferia de Babilonia-, quedó cojo y robado su querido Marduck. Y el viejo zapatero tuvo que volver con lo que le había quedado a su antiguo oficio, a su antigua casa y sin sus queridos animalitos. Pasaron unos días y pensó: “me encuentro muy solo sin mis antiguos animalitos. Iré a los panaderos que adoptaron a Baltasar y les contaré lo que ha pasado para ver si se apiadan de mi situación y me devuelven a mi gata”. Así hizo, pero la familia de panaderos, también amantes de los animales, dijeron: “comprendemos tu pesar, pero por encima de nuestras añoranzas está el bien de Baltasar: que decida ella”. La sorpresa para el zapatero fue que la gata no quiso moverse de la casa pensando: “no quiero volver a las andadas, porque no estoy segura que no vuelva el maldito chucho, que además ahora será aún más grande y con mayor genio, que hasta los perros pierden la ingenuidad con la edad”. Pasó el tiempo y un día apareció en la zapatería un perro andrajoso, en los huesos y llenos de heridas, que nadie quería que se le acercara. El bueno del zapatero le recogió, le lavó, le curó, le dio de comer y, cuando hizo todo esto, se dio cuenta de que era Marduck, su querido perro. Y no pasaron muchos días hasta que Baltasar, que hacía sus salidas por la noche como buen felino, se dio cuenta que estaba Marduck de nuevo con su antiguo amo y se dijo: “pensándolo bien, estaba mejor con mi antiguo amo. Aquí me dan de comer, sí, pero siempre estoy sólo en casa porque mis nuevos amos siempre están en la panadería. Ya no tengo familia que alimentar, pero si quiero formar de nuevo una familia debo volver donde solía y comprobar que puedo alimentarla robando y escondiéndola como antes”. Y eso hizo, pero cuando Marduck vio venir a Baltasar a instalarse de huevo al lado de fuego y comprobar que de nuevo le robaba la comida se dijo: “no importa, no quiero nuevas trifulcas que pueda perjudicarme: me dejaré robar, seguiré al minino, descubriré donde esconde la comida, me la comeré y el creerá que se la ha comido sus parientes gatunos”. Baltasar comprobó que la comida enterrada en el día desaparecía en el mismo día o al día siguiente y se dijo: “no importa, servirá para alguien necesitado y en el futuro, cuando tenga familia, la cambiaré de lugar para no ser un ladrón robado”. Y eso hizo y vivieron los 3 en armonía: el zapatero sorprendido de la paz que habían firmado sus animalitos, el gato creyendo que se había salido con la suya y el perro demostrando que la astucia vale más que la fuerza.
Y quiso el destino en su capricho que murieran los 3 en la misma semana. La leyenda dice que enterraron al zapatero, al perro y al gato en la misma tumba, y que un día apareció en su tumba común el siguiente epitafio, sin que nadie supiera quién lo había escrito:
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frente a la astucia, astucia
frente a la bondad, bondad
no las mezcles
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Recuerdo que mi abuelo en sus últimos días me dijo: “si piensas en esta leyenda en tu obrar cotidiano apenas cometerás errores y no conocerás el arrepentimiento, que es un insufrible padecer para los que ya están embarcados en el último viaje”. Al día siguiente de su muerte comprobé que un libro de Bertrand Russell de su biblioteca sobresalía del resto, lo tomé para colocarlo, miré su solapa, su contraportada -como hacía siempre- y me encontré este aforismo de puño y letra de mi abuelo: “la generosidad sin presunción es la última frontera de la libertad”. Él sabía que lo encontraría. Ahora figura como epitafio en la tumba de mi abuelo.
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Antonio Mora Plaza
Madrid, 30 de junio de 2008
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