5 jun 2008

La Leyenda del Guacamayo

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Esta historia me la contó mi abuelo. No haré ningún comentario. Dice así:

Hace 2 días que estaba en mi casa de Lima, en Perú, y cuando tomaba la pluma para contarles la increíble historia de un ave de vivos colores, el pecho azul y verde, las plumas exteriores azules brillantes y la cola roja que es conocido por guacamayo, se me ha posado en el alféizar de la ventana un ave de estas características. La cosa no tendría mayor importancia si no fuera por 2 hechos que relato a continuación: que me disponía a contarles precisamente una leyenda sobre esta ave que no espero sea creída ni por el más creyente en leyendas ni desmentida por el más incrédulo de los escépticos; y que el ave que se posaba en la ventana me saludó con estas palabras: “soy Celso Gomes, investigador y extravagante”. Es conocida la capacidad de aprendizaje de estas aves y sus dotes de imitación de la voz humana o de cualquier sonido, pero lo que me dejó impávido fue lo que dijo a continuación: “creo que ya he pagado mi culpa y anhelo la libertad como la más libre de las aves y como el más soñador de los humanos. El emperador ha muerto y sin embargo…”. Les contaré la leyenda a continuación para que puedan hilvanar los hechos con la urdimbre de la memoria.

Cuenta la leyenda que un día el emperador inca, descendiente del Sol como todos los emperadores, se adentró por tierras conquistadas por su pueblo, los quichuas, a lules y tonocotes, cuando en uno de sus paseos en parihuelas se le acercó un viejo que le dijo: “suplico ¡oh señor emperador! por mi hijo que ha sido condenado a muerte”. El emperador le preguntó: “cual ha sido su ofensa”, a lo que el anciano contestó: “tener hambre y robar para el y para la familia, porque llevamos un mes sin alimento por las malas cosechas”. El emperador parecía consternado, pero esta fue su respuesta: “comprendo tu inmenso pesar por la vida de su hijo, pero yo tengo que respetar las leyes que yo mismo he impuesto; de lo contrario no sería un legislador respetado, sino un déspota arbitrario”. Y el emperador se alejo en su liviano trono sostenido por 12 funcionarios del Templo del Sol. El anciano se tendió en el suelo desesperado, hundiendo su cabeza en el barro hasta casi perder el sentido y los miembros de la tribu que allí estaban congregados quedaron mudos y cabizbajos. Pero apenas anduvo la comitiva una distancia que la leyenda no precisa, cuando uno de los funcionarios tropezó he hizo caer a todos hasta dar con el emperador en el barro. Los funcionarios se temieron lo peor por haber provocado el contacto del decesdiente del sol con el suelo. Por el contrario, mandó el emperador volver sobre sus pasos y llegar de nuevo hasta donde el anciano aún permanecía ahora arrodillado y le dijo: “apenado anciano, no puedo ir contra la justicia sobre los humanos, pero es potestad mía decidir sobre el resto de los seres vivos. Tu hijo, tú y tu familia vendréis a mi palacio, pero tu hijo no podrá tener forma humana mientras yo viva: será convertido en un ave maravillosa, de vivos colores y de incansable piar. Esa es mi última palabra y no hay réplica posible”. El noble anciano asintió con la cabeza y así ocurrió. Una vez en el palacio, un mago enseñó al converso guacamayo a hablar, puesto que hasta entonces y según la leyenda, estas aves eran cantarinas pero no habladoras ni imitadoras. Toda la familia trabajó en el templo del emperador hasta que este murió y desde entonces todas la aves imitadoras, loros, papagayos y calándrias, han aprendido tan noble arte del guacamayo-ladrón y transmitido a generaciones futuras.

Quedó consternada de nuevo la familia, sin trabajo ante la muerte del emperador, pensando de nuevo que su único camino para sobrevivir sería el robo, pero al menos les consolaba el hecho de que, de acuerdo con la sentencia del emperador, su hijo volvería a la forma humana una vez muerto aquél.

Y aquí acaba la leyenda que estoy traduciendo del quechua. Hasta hace dos días no tenía despejada la duda de qué fue del hijo ladrón convertido en guacamayo y de su familia, pero ahora la duda se ha transformado en asombro y consternación: ¿el ave que tengo en el alfeizar de la ventana es el hijo-ladrón transmutado en guacamayo? ¿Si es así, porqué no se cumplió la palabra del emperador? ¿Quizá sea inmortal y su muerte una falsa leyenda? No lo sé y lo que es peor: no sé qué hacer con tan parlanchina ave, ni como tratarla, si como ave o como humana. Creo que arrastraré la duda toda mi vida.

Lo único que sé de cierto de esta historia es que mi abuelo tenía una casa en Lima.

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Antonio Mora Plaza

Madrid, 29 de mayo de 2008

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