5 jun 2008

Las lágrimas de mi abuelo

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Mi abuelo era alto, muy alto, recio, barbudo y siempre iba muy bien trajeado, porque decía que el buen traje evita las posturas banales del cuerpo y del alma. Yo eso nunca lo entendí del todo, y de lo que creo entender, no lo comparto. Presumía además de no haber llorado nunca, ni siquiera cuando se murió su madre. Cuando me lo contó le dije que no me lo creía y el me contestó: “llorar es un acto de egoísmo y de arrepentimiento. Lloras no por la persona que ha muerto sino por el estado en el que queda tu espíritu cuando algo así acontece; es señal de arrepentimiento, porque piensas que nunca más podrás buscar en esa persona su beneplácito cuando creas que no obraste bien con élla en vida y el egoísmo pudo más que tu generosidad”. Era difícil seguir a mi abuelo cuando soltaba peroratas como esta, pero nunca se le podía acusar de ocurrente o improvisador, porque a todo contestaba como si lo tuviera ya pensado. Un día que se lo hice notar me dijo: “para tener algunas respuestas has de multiplicar las preguntas ad infinitum”. No había manera con él. Vuelvo al caso de su afirmación de que nunca había llorado, porque encontré un escrito en una página en blanco de un libro del físico alemán Werner Heisenberg titulado “La imagen de la naturaleza en la física actual” que demuestra lo contrario. Tengo que hacer notar que mi abuelo era un gran amante de los animales y estaba en contra de cualquier zoo, de cualquier domesticación, de cualquier aprovechamiento por el género humano del mundo animal. Era, consecuentemente, vegetariano. Quizá era radical, pero siempre consecuente. Veamos su testimonio:

Un día recogí un perro abandonado. Era pequeño, peludo, negro y muy inteligente, con su nariz negra como el betún, sus ojos vivarachos y su cabeza inclinada. La gente del barrio, las vecinas siempre me decían lo mismo: “ya veras cuando te falte, le vas a echar de menos y le llorarás”. Yo, por aquel entonces, estaba asustado por ese futuro que me vaticinaban estas pitonisas de ocasión. Un día me sobrina le hizo un retrato al óleo, lo enmarqué y lo colgué en mi habitación a espaldas de mi mesa de trabajo. Así lo tuve muchos años. Y en efecto llegó el día en el que Peludo –así le puse de nombre- se puso malito y se murió. Todo lo vivo muere. Yo siempre le traté lo mejor posible: le sacaba 3 veces al día, le tenía siempre la comida echada, pero siempre le daba de comer de lo mío porque le gustaba más. Vivió como un rey… canino. Y el día que murió empecé a sentirme culpable y no sabía porqué. Me decía: “si le traté lo mejor que pude en vida”. Empecé a darle vueltas del porqué de mi estado de ánimo y aunque no podía pensar con claridad porque no tenía claro dónde acaba la razón y empezaba el sentimiento, llegué a una conclusión: me sentía culpable porque no le lloré ni en el día de su muerte ni en los muchos que siguieron. Las vecinas se habían equivocado. ¿Seguro? Un día entraron los ladrones y se llevaron el cuadro de Peludo creyendo que era de un valor fuera de lo común: al menos eso supongo que debieron pensar porque no se llevaron otra cosa. Y desde entonces no pasa el día que no se me salten las lágrimas cuando miro el hueco de la pared donde estaba colgado. ¡Por favor, que alguien me lo explique!

Yo no entiendo bien el comportamiento de mi abuelo, pero no pongo en duda la veracidad de su testimonio. Un psicólogo al que hice llegar el escrito me dijo que era posible tal cosa sin caer en ninguna patología, aunque yo no recuerdo su explicación. ¿Qué opina el lector?

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Antonio Mora Plaza

Madrid, 3 de junio de 2008

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