En la ya referida biblioteca de mi abuelo había algunos libros del viejo arte de la alquimia, el arte por excelencia de muchos pueblos: de chinos, indios, babilonios, egipcios, árabes, etc. Hojeando varios de ellos me llamó la atención uno por sus excelentes dibujos de los aparatos que usaban estos predecesores, tanto de científicos como de charlatanes: destiladores, alambiques, atanores, redomas, morteros, etc. Abrí por una página al azar y esto fue lo que me encontré. Decía el texto que un día un alquimista de Toledo, ciudad de tantas culturas, de tanta historia, de tantos conversos, le dijo a su ayudante: “tengo que salir a casa de un nobiliario señor y te dejo al cuidado de todo. No toques ningún preparado, especialmente el contenido en la vasija de barro. Es un destilado reciente del alambique nuevo, que dicen que es mágico y como tal lo he comprado, porque ya sabes que los legos en la materia confunden y nos confunden magia con alquimia, magos y charlatanes con nosotros, los alquimistas honrados. Volveré al caer la noche”. El ayudante, que no era tan honrado como suponía el viejo alquimista, miró el contenido de la vasija que su maestro le señalara y quedó asombrado del fulgor áureo que tenía. Pensó que su maestro había tenido éxito en su intento, como todo alquimista que se preciara, de convertir algún metal innoble en precioso metal y se lo llevó a su casa sin intención de volver: es decir, lo hurtó.
El viejo alquimista, que tardó más de lo esperado, se encontró por la mañana sin su preciada vasija, su anhelado precipitado y su engañoso ayudante y montó en cólera. Salió a buscarlo y así estuvo durante 3 días infructuosamente. Al cuarto día se enteró de que un joven había perecido en su casa sin señales de haber sido golpeado o envenenado, sin motivo aparente de muerte, pero con un hecho singular: las uñas de sus dedos se habían convertido en oro. El alquimista ahora sintió miedo al pensar que pudieran relacionarle con él y que su profesión, trabajo, incluso su vida, estuvieran en peligro. Pensó en la vasija de barro. Afortunadamente no se encontró nada que pudiera relacionarle con él, puesto que el ayudante acudía sólo por la noche y siempre solo al taller. Pasaron los días y el viejo alquimista fue encontrando la paz y sosiego que requería su profesión. Siguió con sus experimentos y preparados, utilizando la fórmula secreta heredada nada menos que de Hermes Trimegisto y Helvetius. Así obtuvo un nuevo preparado en una nueva vasija de barro de cuello ancho.
Decía que todo fue así hasta que un día sucedió algo terrible: su apreciado gato Tritón apareció muerto al lado de la chimenea. Al enorme disgusto por la muerte de su minino se añadió una sorpresa doble: el gato estaba tendido plácidamente y con la misma cara de satisfacción que cuando le acariciaba y aquél le respondía con ronroneos; y la segunda sorpresa fue mayor: las uñas del gato y todos los dientes estaban duros y fulgurantes. Los examinó y no hubo duda: eran de oro a pesar de su brillo. Procedió a disecar a su querido animal para tenerle siempre presente cuando de nuevo otra sorpresa: no sólo eran de oro las uñas y los dientes sino todo su esqueleto y se preguntó: “si esto es así, donde esté enterrado mi deshonesto ayudante hay una verdadera fortuna”. A veces la codicia hace presa de los seres humanos y hasta el más honrado se ve arrastrado por el diablo de la tentación y nuestro viejo alquimista buscó durante días la tumba de su ayudante-ladrón hasta que la encontró. Tampoco fue difícil porque, dada las extrañas circunstancias de su muerte, no fue enterrado en el amplio lugar del cementerio dedicado a los que fallecen en gracia, sino el apartado para los que han llevado una vida de pecado, para los falsos conversos, impíos y adoradores de falsos ídolos. Y cuando, acompañado de una carreta tirado por un caballo percherón, procedía al desentierro de su joven ayudante, un alguacil le vio, le detuvo, le llevo al justicia y fue condenado a 10 años de prisión por hurto; y gracias que no fue condenado por sacrílego, por no ser la tumba de un cristiano o converso.
Una vez en la cárcel pidió al alcalde de la prisión que le trajeran todos sus aparatos de alquimia, sus preparados y sus innobles metales. Se sentía viejo y enfermo y pensaba que no saldría vivo de allí y se dijo: “puesto que no tengo ya salida de este sitio y no tengo miedo a la muerte comprobaré yo mismo esta calcificación áurea de mis experimentos. Pasaré a la historia de la alquimia puesto que mi vida ya lo es”. Extrañamente el alcalde cedió a su petición, pensando quizá que nada tenía que perder de ese mago –porque para él todo eso era magia- y sí que ganar en el caso de que el alquimista tuviera éxito antes de que el Altísimo se lo llevara a su seno o Satán a su madriguera. No pasaron muchos días cuando los rudos carceleros de la prisión se encontraron al alquimista muerto, pero lo que les dejó asombrados fue su expresión: estaba sentado plácidamente en el jergón de paja de su celda, una sonrisa cruzaba su cara de lado a lado y el libro de Thot a sus pies. Había también no muy lejos una vasija de barro exhalando un fulgor áureo, un alambique vacío pero aún caliente y una nota de amarillo brillante que decía: “he sido el primero y el último: el primero de la nueva ciencia y el último de la vieja alquimia”. También fue enterrado muy cerca de su ayudante-ladrón por mago y suicida.
El autor de este relato no dice en qué lugar del cementerio están enterrados ambos, pero yo, que nací en Toledo y donde ahora sé dónde están. A veces voy a ese lugar y piso sus tumbas y siempre tengo que evitar la tentación que el lector puede imaginarse.
Sobre este relato le pregunté a mi abuelo si la historia era inventada o había algo de verdad y me contestó: “eso no tiene importancia. La dificultad en la literatura es contar algo que sea a la vez verosímil y soprendente. Casar ambas es muy difícil: si se consigue surge el arte. Y esto vale para todas las artes”. Asentí con la cabeza y me quedé pensando. Mi abuelo tenía siempre la virtud –o la maldad- de hacerme pensar sin saber muy bien si era por la profundidad de su pensamiento o por la intriga con que lo exponía. Si lo tiene el Diablo en su seno seguro que será un buen compañero de tertulia.
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Antonio Mora Plaza
Madrid, 1 de junio de 2008
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