6 jun 2008

El tesoro de la flota

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Siempre escuché con curiosidad y satisfacción las historias que me contaba mi abuelo. Bueno, siempre no. Esta es una excepción. De esta me arrepiento, de esta maldigo el día que me la contó y cómo de forma inesperada fui protagonista. Al final se verá porqué. La reconstruiré fiado de mi memoria, puesto que de esta no guardo escrito alguno.

La historia se remonta al saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596 y su intento frustrado de apoderarse de la flota de las indias presta para zarpar a su destino. Allí y en Puerto Real fueron quemados y hundidos muchos barcos de la flota por los propios marinos para impedir que ingleses y holandeses se apoderaran de los muchos tesoros que guardaban en sus entrañas. De allí surgieron muchas leyendas sobre tesoros hundidos y nunca recuperados. Una de estas me la contó mi abuelo. Decía que una familia gaditana que había seguido con una barcaza a unos de los galeones antes de hundirse pudo subir a la cubierta del barco y apoderarse de un cofre lleno de piedras preciosas engastadas en oro. Mi abuelo siempre omitía los nombres propios para –según él- no comprometer a nadie. Así era mi abuelo, muy radical para lo bueno y para lo ¿malo?. Pero dice la leyenda que ese tesoro estaba maldito por haberse obtenido en aquellas circunstancias: con robo y aprovechamiento de la desgracia de toda una ciudad. El caso es que un día los propietarios gaditanos decidieron venderlo a un rico comerciante de Cáceres que había hecho su fortuna en las Indias, o dicho de otra manera, era lo que se conocía por un indiano. El comerciante pagó la extraordinaria cifra de 5.000 ducados y cuando estaba haciendo la transacción ante el Colegio Notarial de Cáceres, el rico indiano le preguntó al cabeza de familia gaditano porqué no se quitaba los guantes y éste respondió: “es una antigua costumbre de las familias nobiliarias de Cádiz. Supersticiones en las que la libertad de obrar queda atrapada como la polilla a la luz de la vela; a veces para siempre. No crea que no es incómodo para un comerciante; supongo que usted tendrá también alguna costumbre que no cuadre con la razón”. El indiano asintió con la cabeza pero no dijo nada, y cuando ya habían firmado los legajos e iban a estrecharse las manos como era costumbre para indicar que el honor también tiene su papel, el indiano le quitó un guante y lo que vio le estremeció: tenía la mano descarnada y ennegrecida. El comerciante gaditano dijo que se trataba de una rara enfermedad de la piel, excusó sus prisas alegando que le esperaba su familia porque hacía más de un mes que estaba lejos de élla y se fue.

Cuando todo acabó el indiano se llevó el cofre a su mansión de Trujillo y lo dejó en el patio a la vista de todos porque le podía más la presunción que el temor a los ladrones. Eso sí, dejó a su custodia 2 podencos de pura raza entrenados sólo para la guarda. Y cuando familiares y visitantes le preguntaban si podían ver el tesoro él siempre contestaba lo mismo: “su valor está sujeto a plazo; tiempos vendrán”. En realidad, y aunque presumía de valiente, algún temor irracional le corría por todo el cuerpo y hasta por el fino traje. Pero como quiera que la tentación y la curiosidad son la llave de muchas desgracias, uno de los invitados que conocía a los podencos desde pequeños les engatusó, se acercó al cofre, lo abrió y cogió a la vez que miraba un puñado de piedras preciosas. El curioso dio un grito espantoso diciendo: “¡mis manos, mis ojos!” y de él nunca más se supo, aunque cueste creerlo. Bueno, nunca más no, porque pasado cierto tiempo apareció un ciego con las manos vendadas que pedía como un pordiosero pero que hablaba como un licenciado de Palencia. Muchos sospecharon que era el mismo, pero nunca pudo probarse. Lo que sí dice la leyenda es que el indiano caído en desgracia logró vender el cofre con su maldito tesoro a otro comerciante de Medinaceli que se había hecho rico con el comercio de la lana. Éste, aunque no se sabe cómo, logro sacar las piedras preciosas del oro que las aferraban y fundir este último con la intención de venderlo; y cuando estaba en esa tarea en la fragua de un amigo, empezó a sentirse mareado sin poder casi respirar y al tercer día se lo llevo el Altísimo –al menos eso deseaba la familia-. Sin duda fueron los gases de la fundición. Lo curioso es que esta vez los ojos y las manos quedaron indemnes. La familia del de Medinaceli no quiso saber nada del maldito tesoro o lo que quedara de él y vendió el oro a un rico escultor italiano que se decía heredero en artes del mismísimo Donatello. Fundió el escultor las piezas y creó una estatua que más que brillar fulguraba y tanto era su brillo con ser de ser de oro la escultura que el escultor en poco tiempo quedó ciego, y a pesar de lo cual decía: “para un escultor las manos son los ojos y sus dedos son su vista. En poco estimo el ver para mi trabajo y en mucho gano con no ser testigo de la maldad de este mundo y de las miserias de los corazones que lo habitan”. Decía mi abuelo que el consuelo es el bálsamo de la desesperación y no seré yo quien le lleve la contraria. Pero, como siempre ocurre, los hijos del escultor no pensaban lo mismo, enterraron la escultura en sus tierras de Toledo y las vendieron sin decir nada. Dice la leyenda que desde entonces las tierras de los cigarrales están malditas y buena parte de las muertes en Toledo a lo largo de su rica historia no se debieron a la brutalidad de alanos, visigodos, árabes, muladíes, cristianos o judíos que lo habitaron, ni a las pestes, ni a las hambrunas, sino a las tierras de un ciego escultor que quedaron malditas. Perdón por el anacronismo histórico, pero las leyendas no entienden de historia.

Todo esto son sólo pinceladas de una leyenda que un día le contó a mi abuelo un amigo suyo. Un día se presentó a casa de mi abuelo el amigo cuando me contaba una leyenda de un pájaro parlanchín e imitador que en tierras de América llaman guacamayo. El caso me sorprendió porque el amigo llevaba unos finos guantes en el mes de junio. Hablaron de unas tierras en Toledo. Recuerdo que se quitó uno de los guantes y por el ademán debió enseñar la mano izquierda a mi abuelo, pero yo quedaba a la espalda y no pude ver nada. Cuando se fue tomé un guante que se había dejado el amigo y me lo puse. Mi abuelo que me vio me soltó un grito atronador: “quítate eso, maldito curioso”. Luego de disculparse por el exabrupto me contó la leyenda. Desde entonces me miro las manos continuamente y a veces creo tenerlas más ennegrecidas que el resto del cuerpo. Desde entonces es una obsesión que me persigue. Incluso en pleno invierno no me pongo guantes para poder ver mis manos continuamente. Sí, estoy arrepentido de conocer esta leyenda.

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Antonio Mora Plaza

Madrid, 6 de junio de 2008

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