11 jun 2008

La Indiana

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Un día le hice notar a mi abuelo que en sus relatos orales o escritos, o en las notas que había dejado en los libros nunca, o casi nunca, aparecían personajes femeninos, ni tampoco algún amorío propio de la juventud. Mi abuelo se quedó meditando y me dijo: “es cierto y no tengo ahora una explicación. Para compensar te relataré una historia donde la protagonista es una mujer”. A continuación expongo el relato que deseo que mi pobre ingenio no apague al brillante orador que era mi abuelo Berto.
Dice una leyenda sevillana que llegó a Sevilla un rico castellano que había hecho su fortuna comerciando con el trigo de su reino. Corría el año 1717 y aún en las Españas no se habían cerrado las heridas por las guerras de sucesión a la corona. Nuestro rico comerciante, que aún era joven y soltero, quería cumplir con el rito o el deseo –que cada cual lo cuadre como mejor quiera- de ir a Sevilla, la ciudad de las maravillas, que como dijo el poeta “bien valía un doblón por describilla”. Era justo el año en el que su Casa de Contratación perdía el monopolio sobre el comercio americano por decisión del nuevo rey Felipe V. Y quiso la fortuna –o más bien el infortunio, que esto es opinable- que se encontrara con unos indianos en la Casa de Contratación, dueños de un barco, que según los deseos del castellano les llevaría a las Indias; y quiso la misma diosa que le mostraran los indianos –padre e hijo- un retrato al óleo de la hija y hermana. El comerciante quedó tan prendado que les dijo a ambos: “juro que invertiré mi tiempo y mi fortuna hasta conseguir casamiento con tal beldad, humana representación de la diosa Afrodita”. Los dos familiares se miraron nada sorprendidos, esbozaron una sonrisa, y el padre dijo: “no es necesario una fortuna, pero sí tiene su tiempo y su valor traerla desde Lima, ciudad donde tienen asiento nuestras vidas. Ella es aún casi una niña, pero ante tan noble y principal persona sólo júbilo nos produce su deseo”. Quedáronse discutiendo los pormenores que debían llevar ante el altar al comerciante y la indiana ausente. La leyenda dice que el primero pagó una fuerte cantidad para llenar todos los gastos que hicieran posible sus deseos y se despidieron con la promesa no escrita de que en la próxima flotilla que viniera de Nueva España traerían a la bella indiana para los desposorios. Pero pasaron 6 meses y los indianos no aparecieron; y 2 años después no daban señales de vida. Visto lo cual, el rico castellano, de nombre Sebastián García de Cienfuegos, marchó a Cádiz, tomó un barco, navegó hasta Perú y recorrió Lima hasta dar con la bella nativa del retrato, cuyo nombre era Dolores. Pero se encontró con algo más: que ni era de noble cuna, ni era una niña que no pudiera contraer nupcias –incluso sin contar los 2 años de espera-, ni la familia tenía la menor intención de casarla porque ya lo estaba con un campesino bien acomodado, aunque no rico, de la bella ciudad andina. Y el rico comerciante castellano, que aspiraba a algún título nobiliario porque la sola fortuna le sabía a poco, se dijo: “padre e hijo merecen morir por la estafa que se me ha hecho a mi persona y a mi honor, y porque estoy seguro de que no soy el único”. No obstante pensó que con mal pie empezaría una boda si la consorte tuviera que lamentar la pérdida de sus seres queridos y dejó su odio para mejor ocasión. Un día se hizo el encontradizo con Dolores, le explicó sus sentimientos y le contó la historia que conocía de sus parientes y la bella indiana le dijo: “ruego por los cielos y sus círculos donde habitan seres celestiales que no hagas ningún daño a mi familia por sus mentiras. Somos una familia venida a menos y con muchas deudas contraídas por negocios ruinosos. Mi padre y hermano han obrado mal, pero dejad que el Altísimo los juzgue; yo me casaré con vos, a pesar de que mi corazón no os pertenezca”. El aspirante a noble le contestó: “nada más lejos que compartir fortuna y lecho con alguien que no me desea. Estaré aquí 2 años más e intentaré con mis artes que Cupido haga de las suyas, y quizá entonces sea otra la opinión de la más bella de las andinas diosas”. Pasaron, no 2, sino 3 años, y cuando parecía que lo había conseguido –eso creía él-, la bella indiana se negó a marcharse con el castellano alegando que lo primero era su familia y luego su felicidad, porque la segunda no se podía dar sin la primera. El comerciante de trigo, que era conocido por sus ataques de furia, la aferró por el cuello con ánimo de dar salida más a su ira que de hacerla grave daño, pero fue tal su exceso que perdió el mínimo control debido hasta que la bella quedó inmóvil; y con Dolores en sus brazos se dijo: “debo volver a España, pero no puedo dejar a padre e hijo estafando a castellanos y no castellanos; además, la única manera de recuperar mi fortuna será a costa de la vida de los estafadores”. Además no tenía una explicación de la muerte de la bella indiana para sus parientes; pensó también que su pecado era muy grande, su ofensa imperdonable y que no merecía seguir viviendo después de todo aquello. Y así decidió que compraría un barco con el resto de su fortuna, embarcaría con engaños al padre y al hermano y a él mismo, y lo hundiría en medio de la mar. Y así hizo, pero fuera porque la fortuna estaba de su lado o porque aún no había llegado su hora, increíblemente se despertó después de la explosión de la santa bárbara del barco agarrado a un tablón y siendo recogido por otro barco que hacía la misma ruta. Todo parecía indicar que era el único superviviente. El capitán del barco era una mujer que portaba un vestido largo y ocultaba parcialmente su rostro con una capucha y acercándose a él le dijo: “aunque pienses lo contrario, esto no es obra de la fortuna”. El castellano le preguntó porqué ocultaba su rostro y su cuello y élla le contestó: “no puedo enseñarte mi rostro porque tiene cicatrices de un incendio y mi cuello señales de un bruto furioso. Estás salvado, no por la generosidad de quien os habla, sino para que vivas en la desesperación y el arrepentimiento lo que te resta de vida por asesino”. Tan injustas le parecieron estas palabras –aunque no exentas de verdad- de la capitana que, no pudiendo de nuevo dominar su furia, mató a su guardián e intentó quitarla la capucha; élla se resistió y se zafó de él, pero con tan mala suerte que calló para atrás, se golpeó la nuca y murió. El castellano, ahora ya sin oposición, le quitó la capucha y lo que vio le llenó de desesperación: ¡era la bella indiana!, la que creía que había sido víctima de su furia en tierra, ahora lo era en medio de la mar más por el azar que por su deseo. Arrepentido y desesperado, en efecto, se tiró al mar para acabar con tanto desacierto, con tanta sinrazón que le dominaba. Pero cuando el destino no hace diana es inútil forzarlo y el castellano despertó en el Guadalquivir en una chalupa. Había sido recogido por otro barco de nuevo ya cerca de las costas gaditanas. Y así acabaron los intentos de desposorio del rico comerciante y las vidas de los indianos. Hizo construir una estatua toda de oro y plata en honor de Dolores que el tiempo y la codicia no han perdonado. Y dice la leyenda que desde la muerte del furioso merodea por los campos de Castilla un fantasma que repite continuamente: “¡oh Satán, llévame a tu guarida que otra cosa no merezco!”.
A medida que me iba contando mi abuelo la leyenda apareció en mí una inquietud que no se debía ni a la intriga de la historia ni al sosiego con que la contaba. No sabía porqué hasta que llegó mi abuela Francisca y dijo: “a ver, nieto y abuelo, la cena está lista para los dos”. En efecto hoy comía en casa de mis abuelos, pero lo que pasó de la inquietud al asombro fue ver a mi abuela: ahora caí que siempre llevaba un grueso pañuelo de seda aferrado a su garganta y que nunca había visto su cuello; además tenía señales de antiguas quemaduras en su rostro. Yo no tengo carácter para soportar la curiosidad sin darla satisfacción y un día pregunté a mi abuela Francisca cómo había conocido al abuelo mirando fijamente su cuello; élla me contestó mientras tocaba su pañuelo con sus dedos y los apretaba contra la prenda: “en trágicas circunstancias. A tu abuelo le debo todo: le debo la vida… y la muerte, y el me debe la muerte… y la vida. Pero no quiero hablar de eso; cuando los recuerdos no nos hacen felices es mejor no sacarlos a pasear”. Tengo que decir que mi abuela era muy lacónica y estas frases eran muy largas para lo que acostumbraba, todo lo contrario que mi abuelo, que gustaba del verbo pomposo, del adjetivo brillante y de la metáfora sorprendente.
Yo estoy intrigado por esta historia, por ciertos anacronismos históricos, por el pañuelo y las heridas de mi abuela, por la falta de concreción de la historia –como la de los indianos-, por lo pueril de algunas concreciones, y por el esfuerzo de mi abuelo en emplear un lenguaje que no es propio de nuestro tiempo. Parecería que hubiera situado la leyenda en una época que no es la suya.
No he vuelto a hablar de todo esto con ellos porque parecen más felices en el olvido que en la memoria. Cosas de la edad, supongo.
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Antonio Mora Plaza
Madrid, 10 de junio de 2008

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