Hasta ahora he reconstruido historias que me contaba mi abuelo o que aparecían en libros que había heredado, pero apenas he dicho nada de él. Se llamaba Humberto, aunque les llamábamos Berto y era linotipista y lo tenía a gala; en cambio ocultaba que estudió en la Universidad. Era muy culto y coleccionaba libros. Era un narrador de historias y un día le pregunté si lo que contaba era vivido o inventado y me contestó: “si no fueras mi sobrino te diría que esa pregunta es un tanto impertinente, pero te diré que es lo mismo, porque la memoria no distingue entre lo uno y lo otro”. El decía que era un “ateo panteísta” y como quiera que yo le señalara que eso podía ser contradictorio me dijo: “se puede tener fe y ser agnóstico porque la fe no consiste sólo en creer lo que no ves o lo que la ciencia aún no explica, sino en creer en lo que puede existir aunque no exista; consiste en creer que todo lo real es racional y todo lo racional es o puede ser real si está exento de contradicción”. Yo no le entendía del todo, pero siempre le escuchaba con atención y respeto. En otra ocasión le espeté: “abuelo, qué piensas de la muerte”. Mi abuelo, circunspecto, me contestó con una pregunta: “¿tu recuerdas no haber existido?”. Le dije que no con la cabeza y él, extendiendo el dedo índice me contestó: “entonces siempre estamos vivos, de una o de otra manera”. Ahora mi abuelo no está entre nosotros, pero hojeando uno de sus libros dejó escrito en una contraportada esta minibiografía que transcribo a continuación:
Recuerdo siendo niño emplazar a un compañero que yo tenía por listo y leído: “pues yo me propongo leerlo todo, hasta el Ramayana y el Mahabarata”. Estábamos entonces en los estudios primarios o similares, antes de hacer el ingreso al bachillerato elemental. Luego fui creciendo, acabé el bachillerato y sentía que no podía cumplir mi propósito porque, paradójicamente, debía estudiar para aprobar y acabar los estudios. No lo pasé mal en los pocos años de Universidad, pero las ilusiones primeras se fueron apagando poco a poco cual candil que consumiera su mecha. También me sentía frustrado y culpable porque al estudiar lo que me obligaba la carrera era tiempo perdido para el sueño de mi niñez y, cuando satisfacía mis deseos, mi conciencia me torturaba pensando en los perjuicios que ello ocasionaba a mis intereses más inmediatos. Así transcurrieron mis estudios, con la sensación de perder el tiempo hiciera lo que hiciera. Trabajé durante 40 años en una imprenta y en un trabajo que no me gustaba y con unos compañeros que no me aportaron nada. Me jubilé tempranamente y he leído todo lo que he podido, todo lo que ha caído en mis manos, porque a casi nada hago ascos, y sin embargo siento que el mar de lo desconocido ha inundado las pequeñas islas de mis lecturas. He perdido tanta vista que apenas puedo leer y recuerdo con añoranza las noches que a la luz de un candil, a hurtadillas, debajo de las sábanas, como un ladrón que robara tiempo al sueño, me permitieron disfrutar de mis primeros libros. Ahora que siento próximo mi final y que soy capaz de mirar a la cara a la “vieja dama”, pienso que aquella promesa que hice tan temprana y temerariamente, ese pequeño delirio de grandeza, ha condicionado mi vida y no me ha hecho ni más sabio ni más feliz, y que la mejor promesa no vale un ardite. Este es el resumen, lección y epitafio de toda una vida. Por cierto, aquel compañero de la niñez murió también de niño, pero yo lo he sabido ahora, ya anciano.
No hago comentario alguno al texto porque se comenta solo, pero recuerdo poco antes de morir que le pregunté con pena no disimulada si había sido feliz y me dijo: “sí, lo he sido, porque no puedo imaginar nada que me gustaría hacer que no haya hecho o intentado. Toma nota”. ¡Qué grande era mi abuelo!, siempre tenía una contestación para todo, pero no era una simple ocurrencia, sino que era fruto de la reflexión cuya semilla era la experiencia.
Ahora que estoy huérfano de abuelo apenas tengo respuestas para tantas preguntas.
Antonio Mora Plaza
Madrid, 1 de junio de 2008
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