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Antonio Mora Plaza
en abril de 1997
Me llamo... mi nombre no tiene importancia. Soy profesor de Historia en un viejo Instituto madrileño y me hallo próximo a la jubilación. No doy más datos porque mi biografía no tiene importancia, pero sí poseo un diario que apenas comprende 2 semanas de la vida de su autor y que un día me diera un seco camarero del Café Comercial, al que no he vuelto a ver. En el se cuenta una historia tan extraña, tan fantástica, que se diría que es inventada si no fuera porque yo conocí a su autor y protagonista, y puedo garantizar su veracidad. Ambos coincidimos en unas oposiciones al Instituto. Nunca conseguimos nuestros objetivos, él por falta de tiempo y yo por exceso de él. He tenido el diario en mi poder durante 10 años con la vana esperanza de encontrar a su dueño. Ahora que sale a la luz siento dar descanso a mi conciencia. El lector entenderá porqué.
COMIENZA EL DIARIO
¡Qué monótonos y tediosos resultan la mayor parte de los días de nuestra existencia! ¿Qué ingenuos los que buscan eso que llaman la felicidad? ¿Por qué hemos de encontrar algo así si sólo somos el resultado de una infinidad de condiciones casi irrepetibles? ¿Qué mérito tenemos siquiera como especie para merecer semejante Olimpo? Durante mucho tiempo tuve pensamientos como estos hasta que aconteció un hecho tan singular que sólo escribiéndolo quizá pueda eludir lo pernicioso de su recuerdo. Tenía la edad en la que ya no se espera que suceda algo que no seamos capaces de imaginar. Y, sin embargo, yo tuve la suerte -¿la desgracia?- de ser testigo y protagonista de un acontecimiento singular.
Todo empezó con un sueño. Soñé que hojeaba un libro de Matemáticas en una librería de la Gran Vía de Madrid. Debía preparar unos exámenes para... pero eso no viene al caso. ¡Soñaba con dejar el trabajo de asegurador de entierros en la muy prestigiosa empresa Santa Lucía! Tenía ante mí el misterioso teorema del punto fijo, ese teorema que pretende convencernos de que en todas las cosas hay algo que nunca cambia, que permanece en el mismo lugar, fiel a sí mismo. Intentaba imaginar cómo sería la vida en un punto así, inamovible. ¿Cómo veríamos el Universo? Con el libro en la mano y con una rodilla en el suelo sentí el roce de una tela o vestido en la nuca. ¡Tan sólo su recuerdo compensa la banalidad de toda una vida! Volví la cabeza a mi izquierda y a pesar de la rapidez del movimiento sólo pude percibir las formas de una mujer tras una elegante túnica blanca de multitud de pliegues que la tapaba desde la cabeza a los pies. Sus movimientos parecían majestuosos, como si en lugar de andar se deslizara. Hasta ese momento no había visto su rostro puesto que ella se alejaba de mí. Volví al libro para seguir de nuevo con ese Universo imaginado desde un punto que nunca cambia. Una vez leí que Einstein imaginó a los 15 años cómo vería el Universo cabalgando a lomos de un fotón y sentí deseos de emularle. Vanidad de vanidades. De nuevo torné la cabeza a mi derecha más para dar tregua a la imaginación que para buscar la agradable visión que había tenido apenas hacía unos instantes cuando contemplé el rostro y la figura de la más bella mujer que jamás vi.: su cara era del color de la ceniza, su cejas arqueadas, casi perfectas. Unos ojos almendrados, entornados y tan negros, que incluso contrastaban con el color de su piel. Su boca pequeña, pero sensual, como la de un cuadro de Murillo; y su nariz parecía esculpida, como trabajada en alabastro. Adornaba su cabeza una cinta roja que sujetaba una esmeralda; al menos a mi me pareció esmeralda, aunque yo no entendía nada de piedras y menos preciosas. Y sin embargo nadie parecía sorprendido por tan elegante y singular criatura. Ahora se movía suavemente, de un lado para otro, tocando los libros pero sin cogerlos. Un leve dolor en mi rodilla derecha me recordó que no había cambiado de posición desde hacía unos minutos. Volví un instante la cabeza antes de cerrar el libro para leer la página abierta cuando algo sucedió tan rápidamente, tan inesperadamente, que no estoy seguro de poder reconstruirlo. La elegante criatura había movido bruscamente su cabeza, sus ojos se habían abierto del todo e iniciaba un movimiento con sus pies como si quisiera huir de algo. Parecía nerviosa. Yo me levanté y dirigí la mirada a ese supuesto lugar dónde ella dirigía la suya y no vi nada de especial: la sala estaba llena de gente que me pareció normal, ensimismada en el hojeo de libros, indiferente a su presencia, como si no percibieran su existencia. Cuando de nuevo posé mi vista en ella parecía ya más relajada. Entonces sucedió: se volvió hacia mí, como si buscara ayuda, como si me conociera. En un alarde de valentía había decidido dejar el libro en su lugar y dirigirme hacia ella cuando vino lo más sorprendente: ella se volvió casi de espaldas a mí y quedó paralizada. Sus pies no se movían, tampoco sus brazos, que permanecían apoyados en una de las mesas de la librería como si tuviera miedo a caerse. En un instante supe que allí había algo que permanecía inédito a los ojos de los presentes excepto para los de la bella criatura cuya sola presencia desentonaba en un lugar tan anodino: más tarde pude averiguar lo erróneo de la hipótesis. La vida, pensé, es un conjunto de supuestos, hipótesis o condiciones. Al fin y al cabo si existimos, es por un cúmulo de cosas parecidas. Hubiera seguido con reflexiones tan pueriles de no ser porque la elegante criatura, presa del pánico, había iniciado una rápida carrera hacia la puerta de salida. Entonces se volvió de nuevo hacia mí y pronunció una frase tan absurda por el momento como inexplicable por su contenido:
--¡GUÁRDATE DE LOS HARAPIENTOS!.-
No podía moverme y por unos instantes sólo pude contemplar como desaparecía de mi vista. Entonces pensé que para siempre, pero no fue así: el destino había hecho ya sus planes. Y cuando, recuperado de esa especie de catarsis e cuando había iniciado una tímida carrera en pos de su estela, fui detenido por un empleado de la librería enfundado en una bata blanca.
--Perdone señor, pero la salida es por la puerta del fondo: ésta es la de la entrada.
¿Fue un sueño?.
Como todos los días antes de la entrada al trabajo, había ido a cumplir el rito del desayuno en el Café Comercial. Pedí lo de siempre: un café con una tostada que embadurnaba ampliamente con mantequilla y más moderadamente con mermelada, a ser posible de ciruela. Allí me encontré al ya muy avezado en años y batallas... D. Francisco (perdón que omita sus apellidos). Personaje de novela, vivió la Guerra Civil, un largo exilio en Puerto Rico, unas oposiciones frustradas, en parte por motivos políticos, y media docena de desengaños amorosos. Yo deducía que esa eran sus obsesiones por las veces que las mencionaba.
--Buenos días. Tome lo que quiera. Hoy no le permito que pague -fueron sus palabras al verme en el café.-
--Firmaría tener su espíritu jovial a su edad.-
--Tengo la impresión de que me tilda de viejo.-
--No, le tildo de egoísta. Usted pretende tenerlo todo: la juventud en el corazón y los años en la cabeza.-
El viejo opositor se había alejado para pedir su desayuno y yo me había sentado en una de las mesas del viejo café, en una de esas mesas de mármol y patas de hierro de las que ya apenas quedan, esas mesas que ellas solas son testigos de otras épocas; la espiral de sus patas son la misma espiral de la que Arquímedes desvelare su secreto, con su punto de arranque pero sin final, envolviéndose sobre sí misma como lo haría una serpiente infinita ante un peligro. De él dicen que detuve a los romanos con sólo su ingenio, construyendo espejos reflectores, palancas y otros artilugios; y sin embargo, el más grande matemático de la antigüedad, el que demostrara el área de la esfera, la cuadratura de la parábola o la medida del círculo, no pudo evitar la espada de un romano en las arenas de Siracusa. ¡Me repugnaba pertenecer a la misma especie que el romano de la espada!
--¿Cómo lleva su oposición?-
Sin darme cuenta el viejo opositor se había sentado en la mesa.
--Mal, como siempre. Además ayer ocurrió algo que me impide mantener la atención en el estudio. Aún no estoy seguro de que sólo haya sido un sueño.
No pude evitar contar lo acontecido.
--¡Así que Cupido ha hecho de las suyas! Mantén tu mente ocupada y piensa que el tiempo es el mejor bálsamo para la enfermedad que te aqueja. Te lo dice un experto.-
--Creo que Cupido tiene mojado su carcaj. ¿Por qué no se casó? Si le parece indiscreta la pregunta no la conteste.-
Quedó pensativo. Las palabras que siguieron dieron al traste con el tono jocoso que había mantenido el viejo D. Francisco -.
--Quizá porque siempre preferí vivir de proyectos que de realidades: cuando era joven no quería ataduras y ahora que soy viejo no las encuentro; quizá porqué nunca puse mucho empeño; quizá simplemente porque no estaba escrito. ¿Usted cree en el destino?-
No era su intención hacer una pregunta sino más bien eludir el tema de su soltería, pero yo no desaproveché la ocasión para satisfacer mi vanidad con una respuesta que al menos fuera sorprendente.-
--El destino es la probabilidad de lo inevitable.-
--Debo irme. Me espera un cerro de exámenes para corregir. ¡A veces resultan divertidos! En uno de ellos un alumno confundió Alejandro Magno con Carlomagno. ¡Convertir al discípulo de Aristóteles en emperador de Occidente 1000 años después despierta la imaginación del más positivista de los historiadores!-
--Le diré lo que opino de su materia y espero que no se moleste: para mí la Historia es una colección arbitraria de acontecimientos de los que son protagonistas siempre las mismas personas; un potaje con los mismos garbanzos y guisado por el mismo cocinero. Así, Carlomagno podría ser la reencarnación del otro... Magno ¿no lo cree?-
--¡Caramba! si esta noche no duermo será por su culpa. Hasta la próxima y ya sabe: "cuidadito con los harapientos".-
Su educación le impidió un comentario a mi comentario estúpido. De nuevo solo ante la mesa de mármol, el mismo material en cuyas oquedades esculpiera Miguel Ángel sus estatuas, pensaba en alto. "Guárdate de los harapientos". Parecía un aviso pero carecía de sentido. ¿Porqué prevenirme de algo a sabiendas que desconocería de qué o quien debía guardarme?.
Soñé -¿otro sueño?- que estaba en un cementerio en el que sólo había una tumba; sí, tan sólo una. Quizás para el sueño un campo enrejado lleno de cipreses es suficiente para describir un camposanto. En la mitad geométrica del mismo yacía una joven boca abajo sobre un zócalo de mármol que constituía su tumba. No podía ver su cara, lo mismo que no veía el rostro de un extraño personaje vestido con levita que se interponía vuelto de espaldas entre la joven yaciente y yo. Completaban el velatorio una multitud silenciosa y estática de extraños animales erguidos, mitad humanos, mitad animales, pulcramente vestidos con chaqueta y corbata en su mitad superior, pero unidos en su otra mitad de tal manera que parecían un amasijo informe de carne. Al principio no reparé en ello pero, por encima de sus relucientes cuellos de camisa dignos de cualquier ejecutivo de la City, asomaban sus cabezas en forma de animales que se repetían tres en tres. Una de ellas semejaba un elefante porque disponía de tres colmillos y una trompa enrollada sobre si misma como las espirales de las mesas en las que desayunaba y, a veces... meditaba; de la segunda hubiera jurado en un primer momento que se trataba de una vulgar cabra. Sin embargo, un examen más atento -y no recuerdo si fue durante el sueño o en el letargo que acompaña su despertar- me llevó a la conclusión que no era tal: más tarde averiguaría de qué animal se trataba. Del tercero, de enormes ojos y hocico afilado, no había duda: era un dragón, el mismo dragón que rinden tributo en sus fiestas ingleses y catalanes, el dragón de San Jorge. Tal era la quietud que respiraba la escena que apenas pude distinguir lo que ocurrió en apenas unos segundos: de entre los congregados se abalanzaron tres de sus formas y clavaban unas finísimas dagas en el moreno cuerpo de la joven. De ella no salía sangre sino un viscoso líquido que los congregados se prestaban a beber. Todos los seres repetían monótonamente una palabra: "soma", "soma", "soma". Al intentar abalanzarme sobre el lecho mortuorio del camposanto mi angustia se convirtió en desesperación: sin saberlo había estado fuera de la verja que delimitaba el cementerio y, al intentar subir por los barrotes, estos parecían doblarse, dirigiendo sobre mí su curvatura. Inmóvil contemplo el final de la escena. Ahora los informes seres han desaparecido dejando una ristra de chaquetas y corbatas por el suelo, y un súbito viento se lleva en remolinos los restos de la joven y su zócalo que en polvo se había convertido. De pronto todo ha desaparecido: el extraño personaje vuelto de espaldas que no se ha movido a lo largo del sueño, los trajes esparcidos, el viento caótico y las rejas que me aprisionaban; todo, excepto el rostro vuelto de la joven que permanecía intacto a las agujas de los informes seres. Arrastrándome penosamente, como si un pesado lastre sujetara mis piernas, logro acercarme a lo que quedaba de ella. Y cuando mis manos se posaban con infinito cuidado sobre el negro pelo de la decapitada una voz surgió no sé de dónde: "¡GUÁRDATE DEL TERCER EXTRANJERO!". Después me encontré despierto, empapado en sudor y con la almohada sobre mi cabeza.
Eran las 3 de la mañana y no podía dormir. Me levanté y decidí anotar los avatares del sueño sin quitar ni poner nada, sin interpretarlo por el momento, tal y como hacía mi ídolo vienés en sus libros sobre los Sueños. Debía hacerlo rápidamente porque yo sabía que por cada minuto que pasara despierto las imágenes se difuminarían, los colores desaparecerían y las sensaciones vividas en la morada de Morfeo se tornarían menos angustiosas, más llevaderas. En un principio había tomado un bolígrafo liviano para darle más brío a la escritura, pero no había pasado de la primera línea cuando decidí proseguir con otro más pesado. Padecía del fetichismo de las formas cual avezado escritor. La mayor parte de ellos hacen de su trabajo un rito: la pluma, el lápiz, el bolígrafo o el teclado con los que escribían son un personaje más o quizá el demiurgo bajo el cual se protegen; el papel en blanco o la pantalla de ordenador, el enemigo que se destruye anegando su virginal vacío; el lugar y el momento, las constantes menos desagradables de la existencia. Con una pluma más pesada iría más despacio pero a cambio me evitaría añadir lo que no estaba en el sueño y también evitaría meditar sin escribir sobre su significado.
Casi había acabado cuando sonó el timbre. Miré por la mirilla y abrí la puerta.
--¡Vaya horas de llamar! ¿Pasa algo?-
Envuelto en una manta y tiritando estaba "Guille", el ex-drogadicto que vivía en el mismo portal y con el que había hecho amistad. Justo en ese momento alguien cubierto con una cazadora pasaba a nuestro lado hacia el piso de arriba.
--Tengo el mono. Sólo quería pedirte que...-
Apenas podía decir dos palabras seguidas. Le invité a pasar y nos sentamos frente al radiador.
--Prosigue. ¿Quieres un café copa para entrar en calor, un té, algo...?.-
Guille miraba en su derredor como si buscara algo. De pronto su mirada se posó sobre mi perchero.
--Cuando me da el síndrome no aguanto el frío. Te compro tu abrigo si me haces un precio razonable.-
No esperaba que un ex-drogadicto con claros síntomas de abstinencia se preocupara en horas tan intempestivas por una transacción comercial.
--Es tuyo. Ya me darás lo que puedas. Además debo compensarte por traerme el pan a casa todos los días. Puedes quedarte a dormir en el sofá.-
--Ya estoy mejor. Me subo a mi guarida y muchas gracias. En una semana tendrás diez talegos.-
Con el abrigo puesto, la manta a cuestas y tras el portazo con el que siempre regalaba Guille sus visitas, pude oír sus palabras a través de la puerta: "mas cuidado oiga y a ver si miramos, no". También como alguien bajaba las escaleras velozmente. Unos segundos más tarde aún pude oír la puerta de Guille cerrarse; luego el silencio. En aquel momento sólo era un acontecimiento más del día y no le di mayor importancia.
Apenas dos seguros eran un pobre bagaje en mi historial de asegurador, pero había tenido días peores: mi cabeza no estaba para convencer a incautos ciudadanos sobre las bondades de un seguro de entierro. Acabado el trabajo me dirigí ¿retorné? a esa librería de la Gran Vía que amenazaba convertirse en una obsesión. Ya en el piso tercero me detuve en la misma sección donde estaba el libro cuyo teorema del punto fijo se resistía a mis visitas. Me arrodillé, tomé un libro cualquiera, cerré los ojos y esperé de nuevo esa sensación que tan felizmente turbara mi conciencia y exaltara mis sentidos. No hubo tal. Torné la cabeza a mi derecha buscando lo que sabía que no hallaría. No había mucha gente porque se acercaba la hora de cierre. Como no encontraba el libro que aquel día tuve en mis manos decidí comprar otro semejante a sabiendas que no hay dos libros iguales. Con el libro ya en la mano busqué a un empleado de la casa. Mi sorpresa fue que no encontré a nadie que portara una bata blanca tal y como vestía el empleado que detuvo mi carrera el día del... encuentro.
--No veo a ningún empleado. Deseo comprar un libro que hace tres días se hallaba en la sección de Álgebra -fueron mis palabras a la señorita alojada tras la Caja-.
--Yo mismo le atenderé, señor -escuché a mis espaldas.-
--Deseo un libro que...-
No pude continuar porque en ese momento sufrí una especie de descarga eléctrica y la sangre parecía inundar todas mis vísceras. Fue algo irracional, inexplicable, como si no pudiera controlar la maquinaria biológica de que estaba hecho: el supuesto empleado que ofrecía sus servicios no portaba ninguna bata, ninguna indumentaria que lo hiciera distinto de cualquier otro visitante.
--Deseo un libro que ya no está donde estaba y que no recuerdo su título exacto, ni su autor, pero conozco el tema, sus capítulos, incluso podría recitar su prólogo de memoria. Se el lugar que ocupaba hace tres días.-
Hierático y con una sonrisa socarrona quedó el empleado. Por mi parte había perdido el interés por el texto.
--Veo que me habla en serio y en serio le contento: imposible localizarlo-
--Comprendo. Le haré una pregunta mucho más fácil: ¿cómo es que hoy no llevan ustedes sus batas de empleados como hace tres días?-
--¿Se encuentra usted bien?-
--Lo estoy. Si me contesta me iré ¿qué le parece?-
--Desde que trabajo en esta casa siempre se ha vestido de calle, señor.-
Volví la espalda al empleado y salí sin despedirme de la librería; mi educación había quedado por los suelos.
Era domingo. Estaba en el madrileño Rastro con la intención de proveerme del abrigo que echaba en falta tras la visita de Guille. El día era soleado y una barahúnda de gente subía y bajaba por la calle de Cascorro de tal manera, que apenas podía dar dos pasos seguidos sin tropezar con alguien o recibir algún codazo. Ni rastro -¡paradoja!- de lo que buscaba. Parecía acabada mi visita a este bazar adoquinado cuando al margen izquierdo de la calle me encontré con el soportal que da acceso a la plaza que a modo de ábside parece aliviar la corriente humana: las Galerías Piquer. Allí, adosados al recinto, se hallan varias decenas de tiendas de antigüedades, en algunos casos, o de cosas simplemente viejas, en la mayoría; relojes varados en el tiempo, butacones de forros ajados, cuadros cuyo marco valen mas que la tela que contienen, espejos ornados de desconchados bajorrelieves, arcones..., arcones que como la chistera del mago, nos intrigan su contenido mientras permanecen cerrados, pero que nos defraudan cuando se abren. Siempre que iba al Rastro fingía la sorpresa del encuentro con esta plaza que al igual que los objetos que contenía simulaba también ser antigua y tan sólo era... vieja.
Descansaba al pie de la escalinata que separa el patio de entrada de la circundante galerada cuando oí la voz, el mismo sonido agradable y enigmático que timbró mis oídos en mi primera visita a la librería de la Gran Vía.
--Me llamo Varuni y soy una diosa india.-
No tuve tiempo de volver la cabeza cuando una mano femenina se posaba en mi hombro con delicadeza que contrastaba con la contundencia de sus palabras ¿de nuevo el sueño?
--No te vuelvas: en ello te va la vida. No puedes conocerme. Debes olvidar que me has visto, que alguna ve he existido. Sólo retén mis palabras por el tiempo preciso; luego también deberás olvidarlas. Soy fruto de los amores incestuosos de Yama y Yami, ambos dioses, ambos hermanos. Mahavira, el gran héroe, que castigó a sufrir los vientos monzónicos a las tierras donde prodigaron sus amores: sólo se detendrán cuando la hija de Manu e Ila, descendientes de los dioses hermanos, tome el zumo de los dioses. Yo también soy hija de Manu e Ila. Entonces y sólo entonces podrá salir Yama del terrible lugar donde se encuentra confinado, lo más parecido al Infierno de los cristianos. De nuevo se encontrarán Yama y Yami y engendrarán a Varuni, que tomará de nuevo el soma, el zumo de los dioses, y así continuará en un eterno retorno. El destino de Varuni está escrito y cualquier extranjero que intente cambiarlo seguirá su suerte.-
¿Dónde había escuchado antes la palabra soma?. Sólo por respeto a su persona permanecí de espaldas, pero la mezcla de curiosidad y deseo en contemplar su rostro se acrecentó en el transcurso de la conversación hasta resultar insoportable.
--No es época de dioses ni de supersticiones; no encontrarás en este país a nadie que pueda compartir tus opiniones, ni a entenderlas y, lo que es peor, a respetarlas. Cada cual labra su destino; sólo las circunstancias o el azar lo condicionan o lo tuercen. Respeto tu persona pero no puedo aceptar tus palabras. Los vientos monzónicos tienen una explicación natural. Te tomarán por loca si hablas así de ellos.-
Hasta mis últimas palabras la mano de Varuni había permanecido apoyada en mi hombro derecho; entonces quedó libre y presentí que giraba todo su cuerpo para iniciar una nueva huida, pero esta vez reaccioné a tiempo. En tan breves instantes supe que ningún gesto, ninguna acción podría detenerla: sólo la palabra.
--¿De quién huyes, hija de dioses?-
La pregunta cumplió su objetivo pero no impidió su silencio. Me volví y pude contemplarla de nuevo de espaldas, pensativa. De nuevo volví a la carga.
--¿Porqué he de temer a los harapientos?-
Pasaron unos eternos segundos. Ahora era mi paciencia la que no soportaba su mutismo; ahora oía rasgar la arena. Ella reinició el diálogo.
--Sólo puedo decirte que no temo a la muerte porque la muerte, la desaparición absoluta de una vez y para siempre, no existe; cambian las formas, mudan los destinos, pero la existencia permanece. Yo he de cumplir las leyes del karma, escritas desde siempre, interpretadas por Mahavira. Todas las cosas existen, no han sido creadas, sólo cambian de apariencia. Tu y yo y la infinita variedad que nos rodea son una especie de costra, una impureza del zumo de los dioses que todo lo baña. La misteriosa fuerza que nos ha traído hasta aquí no se debe al azar: alguna vez, en otro momento, hemos formado parte de la misma impureza, del mismo cuerpo; lo que nos une es su recuerdo, la memoria nos cubre. Debes olvidar que me has visto, que ha existido alguien con mi apariencia o de lo contrario tu suerte será la mía. Esta será la última vez que nuestras voces se crucen.-
Varuni se resistía a mis argumentos, por ello tuve que aguzar mi ingenio.
--¿Porqué piensas que la secta a la que perteneces posee la verdad y no las cientos, quizá las miles de sectas, religiones, que en el mundo existen? Todas se proclaman como la verdadera, la única, la salvadora. Piensa que de nacer en otro lugar tus creencias serían otras ¿acaso la verdad depende de la geografía?-
Varuni contestaba con seguridad, incólume a mis argumentos.
--Todas caben en la nuestra; nosotros no buscamos la verdad, eso es tarea de filósofos y científicos. No pretendemos salvar a nadie porque ni el pecado ni la culpa existen para nosotros y, si ambos no existen, tampoco el premio o el castigo. Todo lo que hacemos ha sido escrito alguna vez; nosotros sólo somos sus intérpretes.-
--Si ello es así ¿porqué me avisas de un peligro que no puedo eludir? ¿Acaso está en mi mano sortearlo?-
Meditó unos segundos y...
--Sólo el sentido de nuestra vida es lo que no podemos cambiar. Diré algo más: para nosotros el olvido equivale a la muerte. Olvídalo todo, haz de esto sólo un sueño, y ellos se olvidarán de ti.-
Varuni se alejó con rapidez sin perder su elegancia; de nuevo había iniciado la carrera cuando bajé la cabeza instintivamente al recordar el sonido producido por la hija Yama y Yami en la arena de la plaza; de nuevo sentí la sangre golpear en mis sienes, de nuevo la respiración entrecortada. Sobre la arena quedaba escrito: "y sobre todo guárdate del tercer extranjero". ¡Eran las mismas palabras que oí en el sueño de la decapitada!
Cuando quise reaccionar Varuni era tomada por el brazo a la salida de la galería por alguien que había permanecido allí durante nuestro encuentro. Fuera el azar o la insistencia de Varuni, el caso es que el paciente personaje nunca vio mi rostro.
Era un maldito lunes. De vuelta del trabajo, había recalado de nuevo en el Café Comercial. Eran las 8 de la tarde y aquello estaba tan atestado de gente que apenas oía mis propios pensamientos. Me preguntaba quién era Varuni: la hija de los dioses Yama y Yami que decía ser o sólo una maravillosa esquizofrénica. Cuando imaginaba a los vientos monzónicos movidos por unos caprichosos dioses expiando sus lascivos pecados me inclinaba por la segunda respuesta, pero cuando recordaba su andar majestuoso, el roce de su mano en mi hombro, el tono dulce de su voz y sus ingeniosas respuestas a mis preguntas, apartaba de mí esa hipótesis. ¿Corríamos algún peligro o todo era una invención? ¿Huía Varuni de alguien o sólo de sí misma?
--¿Que desea tomar?-
Era el seco camarero que se había acercado casi por sorpresa.
--Un suizo y...-
--Lo siento, pero de bollería no queda nada.-
--De todas formas, un café con leche.-
--Lo siento, pero se nos ha estropeado la cafetera.-
--Ginebra con tónica.-
--Lo siento, pero sólo servimos bebidas alcohólicas en la barra.-
--¿Porqué no me da la lista de lo que tienen y acabamos antes?-
No se inmutó y si hubiera tardado un segundo más se habría ido sin atenderme.
--¿Le queda cerveza?-
--Sí.-
--Una jarra antes de que se agote, por favor.-
--Sin favor.-
¿Quiénes eran los harapientos? ¿Quién el tercer extranjero? Todo parecía una locura, una invención, como un sueño ¿o sólo era un sueño? Sí, de nuevo el sueño de la decapitada me venía a la mente. Parecía de locos si no fuera porque había dos casualidades que no podían ser obra de Morfeo. ¿Cómo sabía Varuni que en mi sueño aparecía ese "tercer extranjero" del que debía cuidarme? ¿Era también casualidad nuestro encuentro en el Rastro?
Tras 20 minutos de espera...
--Su cerveza, señor.-
--Gracias.-
El camarero comesables había depositado la jarra de un golpe en el mármol y esperaba estirado al borde de la mesa.
--No deseo más.-
--Lo siento, pero debe pagarme ahora: es norma de la casa.-
--Severa norma para tan poco servicio. Veré si me queda dinero.-
--Tenga y quédese con la vuelta...si lo considera merecido.-
Sería banal describir su mirada.
Tomé la jarra con las dos manos. Algo de la espuma se había derramado sobre la mesa por efecto del golpe del camarero y mi precipitación al agarrar la jarra y, sin embargo, contemplada la escena en ese momento, la espuma derramada más parecía obra de las burbujas que buscaban su liberación que de la impericia de ambos. Todo ello me previno sobre relaciones de causalidad que, a veces, atribuimos alegremente a las cosas; simultáneamente, otra imagen se me vino a la mente: si el líquido era la realidad y la espuma la apariencia, mi encuentro con Varuni en la librería, el porqué de su huida apresurada, el falso empleado que detuvo mi persecución, el sueño de la decapitada, el reencuentro en el Rastro, sus advertencias: ¿eran el burbujeante líquido o la desparramada espuma? Nunca pude imaginar que una cerveza diera tanto de sí.
--Aquí tiene su vuelta. Según me indican este sobre lo han dejado para usted.-
Parecía condenado a soportar al estirado camarero.
--Gracias.-
Resultaba insólito pero abrí el sobre y extraje la carta que firmaba el viejo opositor.
"Como no se donde vive y desconozco si tiene teléfono, sólo tengo esta decimonónica manera de comunicarme. He descubierto algo que quizá pueda serle útil en la búsqueda de su Dulcinea india. Harapiento es desde luego un sinónimo de mendigo, pordiosero, andrajoso, pingajoso, y algo menos de zarrapastroso, desaliñado, guiñaposo, astroso, pero podría ser un patronímico y decirse de los naturales de Harappa, ciudad de la india, a orillas del Indo, origen de una rama sincrética del jainismo, una de las grandes religiones del subcontinente asiático. No he podido averiguar nada de la secta pero si del jainismo. Su gran héroe, digamos su dios, se llama Mahavira, que fundó múltiples centros religiosos, ordenó monjes y monjas y murió en Pavapuri, lugar sagrado desde entonces. Al igual que todas las religiones brahmánicas su fin último es la liberación del alma del cuerpo material que lo aprisiona, sea bajo la forma animal, vegetal o mineral. No creen en un dios creador y si en las reencarnaciones de las almas en estos cuerpos que a modo de vestimenta les cubren. Podría alargarme porque sus creencias son fantásticas en los dos sentidos del vocablo, pero lo más inquietante de algunas sectas del jainismo son sus prácticas del sacrificio como método de purificación de ese alma universal que todo lo impregna. Y una cosa más antes de acabar. Ningún miembro que profese el jainismo, incluso el brahmanismo, puede ser el brazo ejecutor del sacrificio: sólo los que ellos llaman extranjeros. Aclarar que extranjero no es el que ha nacido en otro país, sino el que profesa alguna religión no brahmánica. Un saludo y ánimo".
Guardé la carta en el bolsillo de la chaqueta. Los exámenes que debía preparar, el tedioso trabajo, incluso la enigmática hija de Yama y Yami, se alejaban de la esfera de mis preocupaciones: de repente me pareció retornar a la realidad cuando, nueva paradoja, comencé a meditar sobre el sueño de la decapitada que el azar -¿o fue la necesidad?- quiso que lo transcribiera al papel. Temí entonces no ser objetivo, racional, y cometer uno de los dos errores en los que caemos cuando enjuiciamos los hechos: o confundimos la realidad con nuestros deseos y transgredimos, bajo una falsa explicación, las relaciones de causalidad de aquello que no entendemos, o negamos la realidad bajo el pretexto de su imposible explicación racional. Así despachaba yo el problema del conocimiento. "Los sueños son una realización de deseos". El aforismo parecía dar vueltas y vueltas como un alcotán que jamás tomara tierra. Y contra el alcotán surgía amenazante el "tercer extranjero", la frase del sueño que Varuni repitiera en el Rastro y que también aparecía, como un cazador agazapado, en la carta del viejo opositor. Me parecía mucha casualidad, pero era sabido que el azar forma parte de la naturaleza física y, cuando estaba a punto de rendir la fantasía a la razón, recordé que no sólo el maldito "tercer extranjero" afectaba a mis creencias, sino que Varuni llamó "soma" al zumo de los dioses, la bebida liberadora, ¡el mismo nombre que gritaban los informes seres de mi sueño! La estatua del vienés parecía asentada en las frágiles arenas que sustentaban la tumba yaciente de mi sueño.
No podía aguantar más en aquel lugar y apenas con dos tragos me levanté para abandonar el café y respirar el aire fresco, con tal mala fortuna que tiré la jarra al suelo. Muchas miradas se dirigieron hacia los esparcidos trozos de vidrio y un camarero solícito se aprestó a recogerlos.
--Ruego me disculpe. Pagaré la jarra.-
--No se preocupe. Todos los días se rompen de 2 a 3 jarras: es matemático.-
Miré de reojo la sala y cuando me disponía a salir del bar eché un último vistazo al estropicio que había causado: allí pude contemplar como el líquido y la espuma apenas se distinguían el uno de la otra. Entonces salí disparado para evitar nuevas y fútiles reflexiones.
El martes no era mejor día que el lunes. Tras fichar en el trabajo y recogida la ruta de visitas, me disponía a salir del centro de trabajo cuando, a la altura de la puerta, alguien me detuvo por el brazo.
--¿Podría hablar con usted un momento?-
--No voy a comprar nada.-
--Ni yo voy a venderle nada.-
--Salvo que quiera un seguro de entierro a un módico precio no puedo detenerme, lo siento.-
Había apartado amablemente al desconocido cuando de nuevo oí su voz.
--Desearía hablar de Isabel Cabades ¿Le interesa el tema?-
Me detuve y volví sobre mis pasos.
--¿Quién es usted?-
--Mi nombre no tiene importancia, pero si mi cargo y misión. Pertenezco al cuerpo diplomático y deseo, al igual que usted, encontrar a Isabel Cabades. ¿Qué sabe de ella?-
--No conozco a esa señorita.-
--En el mundo de donde procede se le conoce por Varuni ¿le suena más ese nombre?-
Mientras hablaba había llevado su brazo derecho al bolsillo de su chaqueta y mostrado un documento, una especia de carné, con un sello del Ministerio de Asuntos Exteriores.
--¿Porqué la busca? ¿Acaso ha cometido algún delito? ¿Porqué un miembro del cuerpo diplomático y no la policía?-
--Nada ha hecho en contra de las leyes, pero si posee una información muy valiosa y muy... delicada. Supongo que eso contesta a sus preguntas.
--Apenas puedo decir algo más. Ahora le toca a usted: ¿qué sabe de ella?-
--Lo que me ha dicho y nada es lo mismo. Sé que es india, hija de los incestuosos dioses Yama y Yami y de los más terrícolas padres Manu e Ila. La conocí en una librería de la Gran Vía huyendo de alguien y casualmente de nuevo en el Rastro. También se que he de guardarme de los harapientos y del "tercer extranjero", y que mi suerte está escrita. Por cierto: ¿es usted español?-
--Sí, claro.-
--Le haré una confidencia: ¿a que no sabe que faena le he hecho a esta empresa donde trabajo?-
--No lo imagino.-
--Me he suscrito un seguro de entierro.-
--A cambio yo le diré algo que desconoce: su Varuni no es india y nunca ha estado en ese país. Padece de esquizofrenia.-
--¿Y eso cómo se nota?-
--Se pierde el sentido de la realidad.-
--Doble personalidad ¿no es eso?-
--Algo de eso.-
--Entonces no se preocupen por sus palabras porque nadie cree a los locos o a los esquizofrénicos, como usted la llama.-
--Pero sus actos no son fingidos: es cierto que la persiguen.-
--¿Quienes?-
--Si usted lo supiera, también correría peligro.-
--No creo nada de lo que me ha dicho y empiezo a dudar de que pertenezca al diplomático cuerpo de Asuntos... extranjeros.-
--Yo en cambio sí le creo.-
--No le he dicho nada relevante y presiento que ya lo sabía.-
--Lo relevante es lo que no me ha dicho. Le daré un consejo en todo este asunto: cuanto más ignore más seguro.-
--Yo le daré otro: cambie de desodorante porque me huele usted mal.-
El encuentro resultó desagradable aunque lo peor estaba por venir. Eran las 8 de la tarde y volvía a mi casa de la Corredera cuando a uno 20 metros del portal pude ver a dos coches de la policía nacional estacionados en doble fila y con las sirenas en marcha. También había más gente de lo habitual en torno al portal. A la altura del mismo alguien me impedía el paso: era la segunda vez en el mismo día.
--Perdone, pero he de hablar con usted.-
De nuevo alguien sacaba un carné de la chaqueta, esta vez del cuerpo superior de policía nacional. Tras identificarme, el poli prosiguió mecánicamente.
--¿Conocía usted a Guillermo Soto, vecino suyo?-
--Lo conocía.-
--Siento comunicarle que ha muerto de una sobredosis de heroína.-
Me temblaron los pies y busqué instintivamente algo para sentarme. No lo encontré y me apoyé en el muro de la casa.
--¿Donde está?-
--En su casa. Debo pedirle que me acompañe arriba para su identificación-
Allí estaba el bueno de Guille, tumbado en la cama y puesto el abrigo que un día le regalara. No recordaba haberme sentido tan mal como entonces.-
--Es él, no hay duda. Creí que había dejado la droga. Quizá no le ayudé lo suficiente.-
--Era un drogadicto.-
--Era una persona que se drogaba.-
--Es lo mismo. Le diré algo más: cuando muere un drogadicto la misión de la policía es buscar a los posibles camellos, si es que no lo es la propia víctima. Siempre hay un camello por medio y en un 70% de los casos forma parte de su círculo de amistades ¿me comprende?-
--Veo que gusta de las estadísticas. Sin embargo su jornada laboral no ha terminado porque yo no soy ni drogadicto ni camello.-
--Pero si conocerá algunos de sus amigos, incluso algunos serán amigos comunes.-
--No hay amigos comunes.-
--¿Cómo se ganaba la vida su...vecino?-
--No lo sé.-
--No abuse de mi paciencia, colega. Para mí es usted un sospechoso, el único que tengo por ahora. El resto de los vecinos son personas de cierta edad, detalle que les hace muy improbable relacionarles con la víctima.-
--Tenía un puesto en el Rastro. A veces pasaba temporadas en casa de sus padres, porque los drogadictos tienen padres.-
El policía continuó hablando pero yo no le prestaba atención porque había encontrado un par de detalles que no encajaban con una simple sobredosis.
--¡Dos barras de pan!-
--¿Decía?-
--Hay dos barras de pan en aquella bolsa colgada del pomo.-
Señalé al policía la puerta de la cocina.
--¿Y qué? No puedo creer que piense en comer, con su amigo de cuerpo presente.-
--Guille compraba dos barras todos los días: una para él y otra para mí, y antes de entrar en su casa dejaba una de ellas en la mía. El tenía un duplicado de mi llave ¿lo entiende?-
--Sí: que además de pincharse comía de vez en cuando.-
--Le daré otro dato más: el abrigo que tiene puesto se lo di yo.-
--Muy generoso, diría que demasiado.-
--Le he dado los datos, ahora la explicación. Guille fue a la panadería como todos los días y compró dos barras. Alguien le vio y le confundió conmigo porque llevaba mi abrigo, ganó su confianza y le mató con una inyección de heroína en otro lugar y más tarde lo trajo hasta su casa. Quien lo hizo ignoraba que una de las barras tenía otro destino.-
--Entiendo. ¿Y Humphrey Bogart cuando aparece? A mi también me gusta el cine negro: E. Robinson, Cagney, Bonnie and Clyde, Chandler, la Bacall, John Ford, y aún me se muchos mas actores. ¿Quién y porqué quieren matarle?-
--Es una historia extraña.-
--Adelante, no hay prisa.-
Narré al inspector todo lo sucedido desde mi encuentro con Varuni en la librería hasta mi entrevista con el miembro del cuerpo diplomático. Casi había terminado cuando otro policía, este de uniforme, se acercó al irónico inspector y ambos hicieron un aparte. Luego el inspector se dirigió hacia mí. Sus palabras fueron balbucientes.-
--Puede irse: queda libre de sospecha. Si desea protección puede pedirla.-
--Gracias, pero no estoy seguro de quién debo protegerme. ¿Puedo añadir algo personal a todos esto?-
--Inténtelo.-
--Cuando vaya al cine fíjese en los títulos de crédito.-
Me miró con odio pero de ahí no pasó.
Era el quinto día a contar desde la muerte de Guille. Me fui al Rastro de nuevo. Quería reconfortarme en el recuerdo de Varuni, de la suave presión de su mano o el más lejano de su vestido cuando hojeaba el libro. Recordé su graciosa explicación sobre los vientos monzónicos y sus ingeniosas respuestas, defendiéndose de mis preguntas como gato acorralado. Imaginé entonces que un dogal presionaba su cuello hasta estirarlo y, sin embargo, su rostro, que apenas pude ver por un instante, no se inmutaba, ajena a todo mal, a toda amenaza. Al recordar la salida apresurada en la librería, su enigmático aviso sobre los harapientos, o sobre el "tercer extranjero", su proclamada filiación con los dioses y mi conversación con el supuesto miembro del cuerpo diplomático, no podía evitar que surgieran las palabras paranoia, esquizofrenia, locura; pero el falso empleado de la librería, la nota del viejo opositor sobre los sacrificios humanos y la muerte por error de Guille indicaban que había algo más. Que alguien la perseguía era evidente: lo difícil era saber porqué. ¿por loca? ¿por jainista? ¿por saber lo que no debía? ¡Demasiados hilos para una madeja! Pensé y pensé sin encontrar una explicación satisfactoria. Solté la mano de la balaustrada donde me apoyaba y comencé unos tímidos pasos cuando me topé con una sucia y gastada estatua que recordaba vagamente a Cupido con su flecha envenenada de amor y entonces sentí de nuevo correr con fuerza la sangre en las sienes. La flecha del dios del amor me recordó algo que había pasado por alto en mi primer encuentro con Varuni; hasta entonces la recordaba huyendo de alguien, pero en realidad huía de algo, de algo que estaba allí a la vista de los presentes, que no era para los presentes mas que un elemento de la sala, pero no para una supuesta esquizofrénica. ¡Allí, en la librería del primer sueño -¿o no lo fue?- y para señalar la distinción entre hombres y mujeres, había dibujado una flecha en una de las puertas de los servicios, la misma flecha que salía del desdibujado arco de la estatua! La flecha y las dagas de los informes seres de mi sueño representaban una y la misma cosa: las agujas que Varuni sufría en algún centro psiquiátrico del cual, pensaba, se había escapado. Había cogido el hilo de la madeja y era cuestión de no soltarlo.
Me dije a mi mismo: debo salvar a Varuni: ¡al diablo con sus teorías sobre esa inmensa costra que nos cubre, sobre la reencarnación y la inmortalidad! Yo necesitaba su presencia, con su terrenal y dulce apariencia. Además, me dije, si lo conseguía, también la salvaría de sus creencias sobre los incestuosos dioses, de la necesidad del sacrificio, de los malditos vientos monzónicos y de su creencia en su destino malhadado. Para ello debía encontrarme con ella cuanto antes ¿pero cómo?. Entonces se me ocurrió utilizar la prensa para comunicarme con ella. Debía poner un anuncio que fuera breve por la escasez de mis medios pero tan elocuente que no pudiera pasar desapercibido por ella. Quizá también atrajera a los que también querían encontrarla, pero confié en su inteligencia para eludirlos. Tenía ante mis las dos frases que aún permanecían en el reino de lo enigmático a pesar de todo lo ocurrido: “Guárdate de los harapientos y guárdate del tercer extranjero”. En un principio pensé en utilizar la primera, pero recordé las aclaraciones de D. Francisco sobre el uso de los harapientos como un patronímico y lo deseché. El anuncio diría:
REUNIÓN EN EL CAFÉ COMERCIAL
Plaza de Bilbao
de 10 a 15m, día
formar conjunto con el nombre de
GUÁRDATE DEL TERCER EXTRANJERO
No se me ocurrió otra cosa. La brevedad evitaría que los perseguidores de Varuni, en el caso de que lo leyeran y lo reconocieran, tuvieran tiempo de indagar a los clientes del bar; no especificar el día desanimaría a personas ocupadas; que fuera a una hora tan concurrida me haría sumergirme en el anonimato de la masa. Me gasté la liquidación de mi despido en anuncios en un par de diarios madrileños y me cargué de paciencia. Pasaron días y días y Varuni no apareció. Un día, cuando me había arrepentido de gastar inútilmente el dinero en algo así como la recompensa final por un cuarto de vida laboral realmente asquerosa, vi. sentados en la mesa a 3 individuos a cada cual más curioso: uno de ellos, el que parecía más bajito, tenía el pelo moreno y la piel arrugada, era un indígena de la América del Sur; el segundo vestía con chaqueta, corbata y camisa de cuello duro y me resultaba tan conocido como si de un antiguo compañero de colegio fuera; el tercero tenía la misma tez, el mismo rostro cetrino que Varuni. Estaban sentados en una mesa al fondo del bar y por la manera descarada de mirar en su entorno, más parecían ojeadores de una partida de caza que simples clientes. Había pagado y me disponía a levantarme cuando entonces reconocí al individuo encorbatado como... el falso empleado de la librería. Miré en derredor y no vi. a nadie que se parecería, siquiera vagamente, a Varuni. Entonces me dirigí a la puerta de espaldas a los 3 intrusos. Ya en la calle me disponía a entrar en el metro cuando me topé con el carné del diplomático miembro de asuntos extranjeros y una idea rondó por mi cabeza: primero fue como una nube rasgada por la tenue luz de un amanecer, luego como un relámpago en medio de la oscuridad y más tarde una multitud de haces luminosos. Me volví sobre mis pasos y entré de nuevo en el bar. ¡Había pergeñado un plan que cumpliría el deseo de los dioses: la venganza es un plato que se sirve frío pero con el corazón caliente!
--Ruego mes disculpen la tardanza en presentarme, pero debía asegurarme que es el anuncio lo que les ha traído aquí -mientras decía eso mostraba el carné perdido por el diplomático a una distancia suficiente como para que se viera el sello del ministerio, pero no tanto como para que se distinguiera la fotografía-. He sido enviado por el ministerio para reconsiderar el acuerdo verbal que... tenemos hasta el presente. Las cosas han ido demasiado lejos, se nos ha ido de las manos y consideramos que es preferible el riesgo de una posible recuperación de la memoria de Isabel Cabades que mantener un... centro donde se introduce la droga: el acuerdo pueden considerarlo roto.-
Mientras decía esto observaba el rostro de los 3 individuos; ninguno parecía sorprendido por mis palabras a pesar del riesgo que había asumido al suponer sin pruebas terminantes que: existía un centro donde Varuni había sido internada, que los 3 individuos trabajaban en o para el centro en el cual se introducía la droga, y por último, que Varuni había sido testigo de algo que permitía el chantaje a todo un ministerio. Proseguí.
--El acuerdo implicaba tácitamente sólo el internamiento de Isabel Cabades por un tiempo limitado, sin violencias, sometida a lo sumo a tratamiento psiquiátrico y farmacológico hasta la recuperación de su memoria, momento en el que debería quedar en nuestras manos. Sin embargo y, según nuestras noticias, hay un muerto por medio. Mi trato es el siguiente: la persona de Isabel Cabades a cambio de pasaportes e inmunidad dentro del país. Luego deberán abandonarlo en el plazo de un mes.-
Observé de nuevo y no podía creerlo: ningún gesto de sorpresa o contrariedad. El que imaginé indio mantenía la cabeza gacha y los brazos cruzados, el de la tez cetrina permanecía recostado sobre la silla sin pestañear, pero era la presencia del encorbatado la que más me molestaba ¿dónde había visto su rostro? Siguió un silencio angustioso que fue roto por el golpeo de una jarra de cerveza en la mesa.
--Su vino, señor.-
--Yo no he pedido... -al volver la cabeza pude comprobar que se trataba del mismo camarero comesables maestro en derramar el espumoso líquido.-
--Bien, tomaremos vino.-
Tras unos segundos más de insoportable mutismo, el blanco de chaqueta y corbata se puso de pie y comenzó a hablar con notorio acento extranjero.
--Por sus palabras he podido comprobar que su antecesor en el cargo no le ha informado correctamente de la situación. En primer lugar fue el ministerio el que nos obligó a guardar a Varuni internada por la delicada información que guardaba, perdón, guarda en sus ... neuronas; en segundo lugar, la droga no se ha introducido en la clínica como negocio, sino como tratamiento de los ilustres drogadictos cuyos nombres deben permanecer ocultos; en tercer lugar, no necesitamos documentos para salir del país porque nuestros pasaportes están en regla; y por último, diré que desconozco la existencia de un muerto y la relación que pueda tener con nosotros. Yo desconozco el paradero ¿se dice así? de Isabel Cabades. Siento no poder ayudarlo.-
¡Sí, no había duda: era el individuo que detuvo mi persecución de Varuni en la librería! Ahora el inglés se había sentado, el indio de la india permanecía inmutable y el peruano parecía dar muestras de nerviosismo.
--De lo primero le diré que cualquier acuerdo se presta a interpretación y más si no queda escrito; de lo tercero, que sus pasaportes están en regla no lo dudo, pero a pesar de todo no pasarán los controles aduaneros, eso no lo duden. Han de saber que poseemos información que no deja lugar a dudas sobre la introducción de droga en su clínica muy por encima de sus necesidades farmacológicas. Que usted lo desconozca lo disculpa, pero no cambia la realidad; en cualquier caso es usted responsable por acción u omisión. Y que existe un muerto es tan cierto como que existió la madre... perdón, como que estamos aquí.-
Mientras decía esto había observado como el supuesto peruano había deslizado su mano derecha por debajo de la mesa. Su nerviosismo resultaba tan elocuente como su silencio.
--Tengo un arma en mi mano bajo la mesa, señor diplomático -por fin hablaba el peruano-. No creo ninguna de sus palabras, ni me valen sus razones, ni su identificación. Es más, yo creo que es un impostor. Sólo nos ha dicho un nombre concreto, Isabel Cabades, y un hecho concreto: su internamiento en una clínica que seguramente desconoce y por unos motivos que no son como los ha presentado. No perdemos nada con su desaparición.-
Observé entonces que tanto el inglés como el peruano tenían sus vasos de vino a medio llenar mientras el del indio permanecía lleno: era uno de esos momentos donde los segundos se visten con ropaje de eternidad. En ese momento me vino a la mente el sueño de la decapitada y el ritmo cardiaco aumentaba por momentos. Ahora recordaba las tríadas de informes seres, amasijos de carne en su parte inferior, pero distinguibles en su parte superior: el elefante de 3 colmillos, el dragón de afilado hocico y el extraño ser que yo asocié a una cabra hispánica; sí, el elefante de la... india, el dragón de San Jorge... inglés y la ¿llama? ... peruana.
--¿Quien es el personaje de quien Isabel Cabades fue testigo de su dependencia de la droga?-
La pregunta vino del inglés. Apenas tenía unos segundos y debía pensar muy rápido, tanto como nunca lo había hecho. Sería alguien tan importante como para que interviniera el gobierno a través de un ministerio. Debía ser por tanto alguien del mismo rango que el órgano al que representó el diplomático anterior y al que yo falsamente sustituía; al menos debía ser un ministro. Un ministro drogodependiente sería un escándalo, desde luego, pero soportable por cualquier gobierno en el año de 1990. Además, pensé, ningún gobierno hubiera elegido el escándalo seguro de uno de sus miembros al riesgo de aparecer responsable de su ocultación en un futuro próximo. Por los mismos motivos deseché la probabilidad de que fuera algún parlamentario o persona de rango similar. ¿Sería el presidente de gobierno? El jefe de un de gobierno sí tenía suficiente rango como para asumir ese riesgo. En ese momento me vino a la mente el extraño personaje vestido de levita que aparecía en mi sueño de la decapitada, le recordaba más cercano, mas de perfil, como a punto de mostrar su rostro, y cuando iba a pronunciar el nombre que tanto esperaban mis interlocutores y con el fin de mitigar o quizá sólo ocultar mi nerviosismo, tomé la copa de vino y cuando la llevaba a mi boca bajo la penetrante mirada del indio recibí un golpe en el brazo.
--Perdone, señor, cuanto lo siento.-
Era de nuevo el camarero comesables.
--No ha sido nada. Olvídelo.-
Iba a añadir y... olvídenos, pero me callé porque su negligencia me fue doblemente, milagrosamente, beneficiosa. Aquello era como volver a empezar y pensé de nuevo y dudé. ¿No hubiera sido preferible para cualquier gobierno dimitir en pleno ante tal descubrimiento que ocultarlo con tanto riesgo y con tal males artes, dejando a 3 individuos libres en posesión de sus secretos? No, debía ser alguien de más alto rango aún: ¡pero en una democracia monárquica sólo hay un personaje de más alto rango institucional que un presidente! ¡El rey, nuestro soso y dicen que muy humano monarca era un drodependiente! Sería un secreto inevitable.
--¿Será cierto que es un impostor y desconoce al ilustre personaje que tratamos en la clínica?- dijo el inglés descomponiendo un tanto su indumentaria.
--Sólo razones de estado me impiden sean detenidos en unos minutos. Todo sea por nuestro príncipe Felipe, porque de su curación depende el futuro de la monarquía.-
El inglés se recostó en su asiento y el peruano parecía guardar su arma en la cazadora y apoyar los dos brazos en la mesa: era evidente que había alcanzado la verdad la línea de flotación. Sí, había cambiado en el último instante porque pensé que a un rey le puede sustituir un príncipe, pero ningún gobierno en España del color que fuera podría soportar la falta de un heredero cierto. El espectro de la república se abriría para las mentes de muchos españoles hasta hacerse insoportable para el gremio militar. En cualquier caso ambas posibilidades cabían en medio de los argumentos y yo tuve la suerte de acertar. De nuevo el azar haciendo de las suyas.
--Trato hecho: Varuni a cambio de nuestra inmunidad. Una condición: que el nombre de la clínica y los nuestros permanezcan ocultos.-
El inglés miraba a sus compañeros como buscando su complacencia. El peruano asintió de mala manera y el indio de la india por fin habló.
--El trato que usted propone es un imposible.-
--¿Porqué? -preguntó el inglés.-
--Porque Varuni carece de su presencia.-
--¿Eso que significa, maldito indio?-
El peruano era todo intuición y nada paciencia
--Para que ustedes lo entiendan, Varuni ha muerto.-
Me llevé la mano a la frente para así mejor simular sólo preocupación.
--¿Quién lo hizo? -pregunté sin mirar al indio.-
--Yo lo hice. Y con ello he incumplido una de las leyes de la secta de los harapientos a la que pertenezco, cual es la de que ningún brahmánico puede ejecutar lo que está escrito. Con ello estoy también condenado.-
Mientras hablaba el indio llevó su copa a los la boca y se bebió de un trago su contenido.
--Porqué transgredió las leyes en la que cree, porqué no transgredir todas y dejar con su costra... humana a Varuni -pregunté.-
--Varuni habló con un extranjero en el llamado... Rastro. A partir de entonces Varuni quedó dudosa de sus creencias.-
--Ella se lo dijo.-
--Fui testigo, pero no fueron sus respuestas, sino sus preguntas. Un día me preguntó: "¿en qué idioma original fue escrita la leyenda de Yama, Yami y Varuni?". Ese día supe que Varuni dudaba de su destino inevitable.-
--Absurda razón -increpé al indio.-
--El lenguaje no es sólo el ropaje con el que se cubren los pensamientos: es el pensamiento mismo. Preguntar por el idioma es indagar sobre el origen de las cosas, y nuestras leyes no tienen principio ni tienen final, sólo existen en el círculo del eterno retorno. Carecen de idioma original porque el idioma es mudable, pero el pensamiento no-.
En ese momento supe dos cosas: que el peruano mató a Guille y que yo era el tercer extranjero, el tercero no brahmánico tras el inglés y el peruano.
--La reunión por mi parte ha terminado. Esta será la última vez que nos veamos.-
Dicho esto me levanté, di media vuelta y anduve hasta la puerta con pasos tan lentos como mi deseo de abandonar el café me lo permitía. Oí a mi espalda el correr de una silla, desplomarse una mesa y el sonido de varios cuerpos o fardos golpeándose contra algo, y, por último, gente gritando. Salí sin volver la vista. Sentí una angustia en el estómago, un vacío inmenso, un abismo bajo mis pies, como si el asfalto se derritiera, como si los edificios de la plaza se plegaran sobre mí como las páginas de un libro. Luego me perdí entre la multitud.
Sólo un pensamiento: Varuni ha muerto. Volví a la librería del encuentro ¿o fue un sueño? y recorrí en sentido inverso los mismos pasillos y estantes del primer día, tocando con el dedo corazón tantos libros como pude. Busqué el mismo libro del que aún recordaba el color de sus tapas, el tipo de sus letras, el olor de sus páginas y su peso; lo recordaba todo menos su título exacto. Fue en vano. No reconocí a ninguno de los empleados, incluso la cajera no era la misma. Apenas había gente y solo una muchacha de espaldas hojeaba un libro. Por un instante llevé mis deseos más allá de la realidad, pero la muchacha giró levemente su cuerpo y pude distinguir su perfil, sus ojos claros, su boca grande y sus cejas rectilíneas. Sólo su pelo negro me recordaba a Varuni. Me volví en dirección a la salida y en ese momento oí golpear algo contra el suelo y me volví: un libro quedó abierto en las frías losas de la vieja librería a la misma altura que hace un instante volvió su perfil la muchacha de lacia cabellera. Todo estaba en el mismo sitio, los visitantes en la misma posición, todo excepto el libro caído y la muchacha que parecía haberse esfumado. Tres o cuatros pasos y el libro estaba en mis manos: era un libro de Matemáticas. Miré el índice y pude leer en uno de sus epígrafes: "nuevas aportaciones sobre los teoremas del punto fijo". Lo cerré y lo guardé. Me volví de nuevo pero una vez en la puerta la curiosidad pudo más que la pereza y retorné al libro, lo abrí al azar y esto fue lo que apareció ante mis ojos.
"Demasiado tarde. El tiempo hará incompatible tu vida y tus recuerdos. Llegado ese momento, un seco camarero te ayudará a reunirte conmigo en el lugar donde sólo se existe".
Salí de la librería a toda prisa: sabía que nunca volvería a entrar en ella, ni a recorrer sus pasillos, ni a rastrear sus libros, ni a pasar sus hojas.
FINAL
Aquí acaba un diario que apenas comprende dos semanas de la vida de su protagonista. Durante mucho tiempo se comentó el extraño suceso que supuso la muerte de tres extranjeros por envenenamiento allá por el comienzo de los noventa. Según mis noticias el asunto no llegó a esclarecerse nunca del todo, ni se detuvo al autor, ni se desveló las supuestas motivaciones del triple asesinato y nunca se tuvo noticia de la supuesta drogadicción del heredero de la Corona, pero el lector de este diario sabrá la verdadera historia. Yo no volví a ver al que fuera protagonista, aunque estoy seguro que él hubiera preferido ser sólo un simple... espectador.
Antonio Mora Plaza
en abril de 1997
Me llamo... mi nombre no tiene importancia. Soy profesor de Historia en un viejo Instituto madrileño y me hallo próximo a la jubilación. No doy más datos porque mi biografía no tiene importancia, pero sí poseo un diario que apenas comprende 2 semanas de la vida de su autor y que un día me diera un seco camarero del Café Comercial, al que no he vuelto a ver. En el se cuenta una historia tan extraña, tan fantástica, que se diría que es inventada si no fuera porque yo conocí a su autor y protagonista, y puedo garantizar su veracidad. Ambos coincidimos en unas oposiciones al Instituto. Nunca conseguimos nuestros objetivos, él por falta de tiempo y yo por exceso de él. He tenido el diario en mi poder durante 10 años con la vana esperanza de encontrar a su dueño. Ahora que sale a la luz siento dar descanso a mi conciencia. El lector entenderá porqué.
COMIENZA EL DIARIO
¡Qué monótonos y tediosos resultan la mayor parte de los días de nuestra existencia! ¿Qué ingenuos los que buscan eso que llaman la felicidad? ¿Por qué hemos de encontrar algo así si sólo somos el resultado de una infinidad de condiciones casi irrepetibles? ¿Qué mérito tenemos siquiera como especie para merecer semejante Olimpo? Durante mucho tiempo tuve pensamientos como estos hasta que aconteció un hecho tan singular que sólo escribiéndolo quizá pueda eludir lo pernicioso de su recuerdo. Tenía la edad en la que ya no se espera que suceda algo que no seamos capaces de imaginar. Y, sin embargo, yo tuve la suerte -¿la desgracia?- de ser testigo y protagonista de un acontecimiento singular.
Todo empezó con un sueño. Soñé que hojeaba un libro de Matemáticas en una librería de la Gran Vía de Madrid. Debía preparar unos exámenes para... pero eso no viene al caso. ¡Soñaba con dejar el trabajo de asegurador de entierros en la muy prestigiosa empresa Santa Lucía! Tenía ante mí el misterioso teorema del punto fijo, ese teorema que pretende convencernos de que en todas las cosas hay algo que nunca cambia, que permanece en el mismo lugar, fiel a sí mismo. Intentaba imaginar cómo sería la vida en un punto así, inamovible. ¿Cómo veríamos el Universo? Con el libro en la mano y con una rodilla en el suelo sentí el roce de una tela o vestido en la nuca. ¡Tan sólo su recuerdo compensa la banalidad de toda una vida! Volví la cabeza a mi izquierda y a pesar de la rapidez del movimiento sólo pude percibir las formas de una mujer tras una elegante túnica blanca de multitud de pliegues que la tapaba desde la cabeza a los pies. Sus movimientos parecían majestuosos, como si en lugar de andar se deslizara. Hasta ese momento no había visto su rostro puesto que ella se alejaba de mí. Volví al libro para seguir de nuevo con ese Universo imaginado desde un punto que nunca cambia. Una vez leí que Einstein imaginó a los 15 años cómo vería el Universo cabalgando a lomos de un fotón y sentí deseos de emularle. Vanidad de vanidades. De nuevo torné la cabeza a mi derecha más para dar tregua a la imaginación que para buscar la agradable visión que había tenido apenas hacía unos instantes cuando contemplé el rostro y la figura de la más bella mujer que jamás vi.: su cara era del color de la ceniza, su cejas arqueadas, casi perfectas. Unos ojos almendrados, entornados y tan negros, que incluso contrastaban con el color de su piel. Su boca pequeña, pero sensual, como la de un cuadro de Murillo; y su nariz parecía esculpida, como trabajada en alabastro. Adornaba su cabeza una cinta roja que sujetaba una esmeralda; al menos a mi me pareció esmeralda, aunque yo no entendía nada de piedras y menos preciosas. Y sin embargo nadie parecía sorprendido por tan elegante y singular criatura. Ahora se movía suavemente, de un lado para otro, tocando los libros pero sin cogerlos. Un leve dolor en mi rodilla derecha me recordó que no había cambiado de posición desde hacía unos minutos. Volví un instante la cabeza antes de cerrar el libro para leer la página abierta cuando algo sucedió tan rápidamente, tan inesperadamente, que no estoy seguro de poder reconstruirlo. La elegante criatura había movido bruscamente su cabeza, sus ojos se habían abierto del todo e iniciaba un movimiento con sus pies como si quisiera huir de algo. Parecía nerviosa. Yo me levanté y dirigí la mirada a ese supuesto lugar dónde ella dirigía la suya y no vi nada de especial: la sala estaba llena de gente que me pareció normal, ensimismada en el hojeo de libros, indiferente a su presencia, como si no percibieran su existencia. Cuando de nuevo posé mi vista en ella parecía ya más relajada. Entonces sucedió: se volvió hacia mí, como si buscara ayuda, como si me conociera. En un alarde de valentía había decidido dejar el libro en su lugar y dirigirme hacia ella cuando vino lo más sorprendente: ella se volvió casi de espaldas a mí y quedó paralizada. Sus pies no se movían, tampoco sus brazos, que permanecían apoyados en una de las mesas de la librería como si tuviera miedo a caerse. En un instante supe que allí había algo que permanecía inédito a los ojos de los presentes excepto para los de la bella criatura cuya sola presencia desentonaba en un lugar tan anodino: más tarde pude averiguar lo erróneo de la hipótesis. La vida, pensé, es un conjunto de supuestos, hipótesis o condiciones. Al fin y al cabo si existimos, es por un cúmulo de cosas parecidas. Hubiera seguido con reflexiones tan pueriles de no ser porque la elegante criatura, presa del pánico, había iniciado una rápida carrera hacia la puerta de salida. Entonces se volvió de nuevo hacia mí y pronunció una frase tan absurda por el momento como inexplicable por su contenido:
--¡GUÁRDATE DE LOS HARAPIENTOS!.-
No podía moverme y por unos instantes sólo pude contemplar como desaparecía de mi vista. Entonces pensé que para siempre, pero no fue así: el destino había hecho ya sus planes. Y cuando, recuperado de esa especie de catarsis e cuando había iniciado una tímida carrera en pos de su estela, fui detenido por un empleado de la librería enfundado en una bata blanca.
--Perdone señor, pero la salida es por la puerta del fondo: ésta es la de la entrada.
¿Fue un sueño?.
Como todos los días antes de la entrada al trabajo, había ido a cumplir el rito del desayuno en el Café Comercial. Pedí lo de siempre: un café con una tostada que embadurnaba ampliamente con mantequilla y más moderadamente con mermelada, a ser posible de ciruela. Allí me encontré al ya muy avezado en años y batallas... D. Francisco (perdón que omita sus apellidos). Personaje de novela, vivió la Guerra Civil, un largo exilio en Puerto Rico, unas oposiciones frustradas, en parte por motivos políticos, y media docena de desengaños amorosos. Yo deducía que esa eran sus obsesiones por las veces que las mencionaba.
--Buenos días. Tome lo que quiera. Hoy no le permito que pague -fueron sus palabras al verme en el café.-
--Firmaría tener su espíritu jovial a su edad.-
--Tengo la impresión de que me tilda de viejo.-
--No, le tildo de egoísta. Usted pretende tenerlo todo: la juventud en el corazón y los años en la cabeza.-
El viejo opositor se había alejado para pedir su desayuno y yo me había sentado en una de las mesas del viejo café, en una de esas mesas de mármol y patas de hierro de las que ya apenas quedan, esas mesas que ellas solas son testigos de otras épocas; la espiral de sus patas son la misma espiral de la que Arquímedes desvelare su secreto, con su punto de arranque pero sin final, envolviéndose sobre sí misma como lo haría una serpiente infinita ante un peligro. De él dicen que detuve a los romanos con sólo su ingenio, construyendo espejos reflectores, palancas y otros artilugios; y sin embargo, el más grande matemático de la antigüedad, el que demostrara el área de la esfera, la cuadratura de la parábola o la medida del círculo, no pudo evitar la espada de un romano en las arenas de Siracusa. ¡Me repugnaba pertenecer a la misma especie que el romano de la espada!
--¿Cómo lleva su oposición?-
Sin darme cuenta el viejo opositor se había sentado en la mesa.
--Mal, como siempre. Además ayer ocurrió algo que me impide mantener la atención en el estudio. Aún no estoy seguro de que sólo haya sido un sueño.
No pude evitar contar lo acontecido.
--¡Así que Cupido ha hecho de las suyas! Mantén tu mente ocupada y piensa que el tiempo es el mejor bálsamo para la enfermedad que te aqueja. Te lo dice un experto.-
--Creo que Cupido tiene mojado su carcaj. ¿Por qué no se casó? Si le parece indiscreta la pregunta no la conteste.-
Quedó pensativo. Las palabras que siguieron dieron al traste con el tono jocoso que había mantenido el viejo D. Francisco -.
--Quizá porque siempre preferí vivir de proyectos que de realidades: cuando era joven no quería ataduras y ahora que soy viejo no las encuentro; quizá porqué nunca puse mucho empeño; quizá simplemente porque no estaba escrito. ¿Usted cree en el destino?-
No era su intención hacer una pregunta sino más bien eludir el tema de su soltería, pero yo no desaproveché la ocasión para satisfacer mi vanidad con una respuesta que al menos fuera sorprendente.-
--El destino es la probabilidad de lo inevitable.-
--Debo irme. Me espera un cerro de exámenes para corregir. ¡A veces resultan divertidos! En uno de ellos un alumno confundió Alejandro Magno con Carlomagno. ¡Convertir al discípulo de Aristóteles en emperador de Occidente 1000 años después despierta la imaginación del más positivista de los historiadores!-
--Le diré lo que opino de su materia y espero que no se moleste: para mí la Historia es una colección arbitraria de acontecimientos de los que son protagonistas siempre las mismas personas; un potaje con los mismos garbanzos y guisado por el mismo cocinero. Así, Carlomagno podría ser la reencarnación del otro... Magno ¿no lo cree?-
--¡Caramba! si esta noche no duermo será por su culpa. Hasta la próxima y ya sabe: "cuidadito con los harapientos".-
Su educación le impidió un comentario a mi comentario estúpido. De nuevo solo ante la mesa de mármol, el mismo material en cuyas oquedades esculpiera Miguel Ángel sus estatuas, pensaba en alto. "Guárdate de los harapientos". Parecía un aviso pero carecía de sentido. ¿Porqué prevenirme de algo a sabiendas que desconocería de qué o quien debía guardarme?.
Soñé -¿otro sueño?- que estaba en un cementerio en el que sólo había una tumba; sí, tan sólo una. Quizás para el sueño un campo enrejado lleno de cipreses es suficiente para describir un camposanto. En la mitad geométrica del mismo yacía una joven boca abajo sobre un zócalo de mármol que constituía su tumba. No podía ver su cara, lo mismo que no veía el rostro de un extraño personaje vestido con levita que se interponía vuelto de espaldas entre la joven yaciente y yo. Completaban el velatorio una multitud silenciosa y estática de extraños animales erguidos, mitad humanos, mitad animales, pulcramente vestidos con chaqueta y corbata en su mitad superior, pero unidos en su otra mitad de tal manera que parecían un amasijo informe de carne. Al principio no reparé en ello pero, por encima de sus relucientes cuellos de camisa dignos de cualquier ejecutivo de la City, asomaban sus cabezas en forma de animales que se repetían tres en tres. Una de ellas semejaba un elefante porque disponía de tres colmillos y una trompa enrollada sobre si misma como las espirales de las mesas en las que desayunaba y, a veces... meditaba; de la segunda hubiera jurado en un primer momento que se trataba de una vulgar cabra. Sin embargo, un examen más atento -y no recuerdo si fue durante el sueño o en el letargo que acompaña su despertar- me llevó a la conclusión que no era tal: más tarde averiguaría de qué animal se trataba. Del tercero, de enormes ojos y hocico afilado, no había duda: era un dragón, el mismo dragón que rinden tributo en sus fiestas ingleses y catalanes, el dragón de San Jorge. Tal era la quietud que respiraba la escena que apenas pude distinguir lo que ocurrió en apenas unos segundos: de entre los congregados se abalanzaron tres de sus formas y clavaban unas finísimas dagas en el moreno cuerpo de la joven. De ella no salía sangre sino un viscoso líquido que los congregados se prestaban a beber. Todos los seres repetían monótonamente una palabra: "soma", "soma", "soma". Al intentar abalanzarme sobre el lecho mortuorio del camposanto mi angustia se convirtió en desesperación: sin saberlo había estado fuera de la verja que delimitaba el cementerio y, al intentar subir por los barrotes, estos parecían doblarse, dirigiendo sobre mí su curvatura. Inmóvil contemplo el final de la escena. Ahora los informes seres han desaparecido dejando una ristra de chaquetas y corbatas por el suelo, y un súbito viento se lleva en remolinos los restos de la joven y su zócalo que en polvo se había convertido. De pronto todo ha desaparecido: el extraño personaje vuelto de espaldas que no se ha movido a lo largo del sueño, los trajes esparcidos, el viento caótico y las rejas que me aprisionaban; todo, excepto el rostro vuelto de la joven que permanecía intacto a las agujas de los informes seres. Arrastrándome penosamente, como si un pesado lastre sujetara mis piernas, logro acercarme a lo que quedaba de ella. Y cuando mis manos se posaban con infinito cuidado sobre el negro pelo de la decapitada una voz surgió no sé de dónde: "¡GUÁRDATE DEL TERCER EXTRANJERO!". Después me encontré despierto, empapado en sudor y con la almohada sobre mi cabeza.
Eran las 3 de la mañana y no podía dormir. Me levanté y decidí anotar los avatares del sueño sin quitar ni poner nada, sin interpretarlo por el momento, tal y como hacía mi ídolo vienés en sus libros sobre los Sueños. Debía hacerlo rápidamente porque yo sabía que por cada minuto que pasara despierto las imágenes se difuminarían, los colores desaparecerían y las sensaciones vividas en la morada de Morfeo se tornarían menos angustiosas, más llevaderas. En un principio había tomado un bolígrafo liviano para darle más brío a la escritura, pero no había pasado de la primera línea cuando decidí proseguir con otro más pesado. Padecía del fetichismo de las formas cual avezado escritor. La mayor parte de ellos hacen de su trabajo un rito: la pluma, el lápiz, el bolígrafo o el teclado con los que escribían son un personaje más o quizá el demiurgo bajo el cual se protegen; el papel en blanco o la pantalla de ordenador, el enemigo que se destruye anegando su virginal vacío; el lugar y el momento, las constantes menos desagradables de la existencia. Con una pluma más pesada iría más despacio pero a cambio me evitaría añadir lo que no estaba en el sueño y también evitaría meditar sin escribir sobre su significado.
Casi había acabado cuando sonó el timbre. Miré por la mirilla y abrí la puerta.
--¡Vaya horas de llamar! ¿Pasa algo?-
Envuelto en una manta y tiritando estaba "Guille", el ex-drogadicto que vivía en el mismo portal y con el que había hecho amistad. Justo en ese momento alguien cubierto con una cazadora pasaba a nuestro lado hacia el piso de arriba.
--Tengo el mono. Sólo quería pedirte que...-
Apenas podía decir dos palabras seguidas. Le invité a pasar y nos sentamos frente al radiador.
--Prosigue. ¿Quieres un café copa para entrar en calor, un té, algo...?.-
Guille miraba en su derredor como si buscara algo. De pronto su mirada se posó sobre mi perchero.
--Cuando me da el síndrome no aguanto el frío. Te compro tu abrigo si me haces un precio razonable.-
No esperaba que un ex-drogadicto con claros síntomas de abstinencia se preocupara en horas tan intempestivas por una transacción comercial.
--Es tuyo. Ya me darás lo que puedas. Además debo compensarte por traerme el pan a casa todos los días. Puedes quedarte a dormir en el sofá.-
--Ya estoy mejor. Me subo a mi guarida y muchas gracias. En una semana tendrás diez talegos.-
Con el abrigo puesto, la manta a cuestas y tras el portazo con el que siempre regalaba Guille sus visitas, pude oír sus palabras a través de la puerta: "mas cuidado oiga y a ver si miramos, no". También como alguien bajaba las escaleras velozmente. Unos segundos más tarde aún pude oír la puerta de Guille cerrarse; luego el silencio. En aquel momento sólo era un acontecimiento más del día y no le di mayor importancia.
Apenas dos seguros eran un pobre bagaje en mi historial de asegurador, pero había tenido días peores: mi cabeza no estaba para convencer a incautos ciudadanos sobre las bondades de un seguro de entierro. Acabado el trabajo me dirigí ¿retorné? a esa librería de la Gran Vía que amenazaba convertirse en una obsesión. Ya en el piso tercero me detuve en la misma sección donde estaba el libro cuyo teorema del punto fijo se resistía a mis visitas. Me arrodillé, tomé un libro cualquiera, cerré los ojos y esperé de nuevo esa sensación que tan felizmente turbara mi conciencia y exaltara mis sentidos. No hubo tal. Torné la cabeza a mi derecha buscando lo que sabía que no hallaría. No había mucha gente porque se acercaba la hora de cierre. Como no encontraba el libro que aquel día tuve en mis manos decidí comprar otro semejante a sabiendas que no hay dos libros iguales. Con el libro ya en la mano busqué a un empleado de la casa. Mi sorpresa fue que no encontré a nadie que portara una bata blanca tal y como vestía el empleado que detuvo mi carrera el día del... encuentro.
--No veo a ningún empleado. Deseo comprar un libro que hace tres días se hallaba en la sección de Álgebra -fueron mis palabras a la señorita alojada tras la Caja-.
--Yo mismo le atenderé, señor -escuché a mis espaldas.-
--Deseo un libro que...-
No pude continuar porque en ese momento sufrí una especie de descarga eléctrica y la sangre parecía inundar todas mis vísceras. Fue algo irracional, inexplicable, como si no pudiera controlar la maquinaria biológica de que estaba hecho: el supuesto empleado que ofrecía sus servicios no portaba ninguna bata, ninguna indumentaria que lo hiciera distinto de cualquier otro visitante.
--Deseo un libro que ya no está donde estaba y que no recuerdo su título exacto, ni su autor, pero conozco el tema, sus capítulos, incluso podría recitar su prólogo de memoria. Se el lugar que ocupaba hace tres días.-
Hierático y con una sonrisa socarrona quedó el empleado. Por mi parte había perdido el interés por el texto.
--Veo que me habla en serio y en serio le contento: imposible localizarlo-
--Comprendo. Le haré una pregunta mucho más fácil: ¿cómo es que hoy no llevan ustedes sus batas de empleados como hace tres días?-
--¿Se encuentra usted bien?-
--Lo estoy. Si me contesta me iré ¿qué le parece?-
--Desde que trabajo en esta casa siempre se ha vestido de calle, señor.-
Volví la espalda al empleado y salí sin despedirme de la librería; mi educación había quedado por los suelos.
Era domingo. Estaba en el madrileño Rastro con la intención de proveerme del abrigo que echaba en falta tras la visita de Guille. El día era soleado y una barahúnda de gente subía y bajaba por la calle de Cascorro de tal manera, que apenas podía dar dos pasos seguidos sin tropezar con alguien o recibir algún codazo. Ni rastro -¡paradoja!- de lo que buscaba. Parecía acabada mi visita a este bazar adoquinado cuando al margen izquierdo de la calle me encontré con el soportal que da acceso a la plaza que a modo de ábside parece aliviar la corriente humana: las Galerías Piquer. Allí, adosados al recinto, se hallan varias decenas de tiendas de antigüedades, en algunos casos, o de cosas simplemente viejas, en la mayoría; relojes varados en el tiempo, butacones de forros ajados, cuadros cuyo marco valen mas que la tela que contienen, espejos ornados de desconchados bajorrelieves, arcones..., arcones que como la chistera del mago, nos intrigan su contenido mientras permanecen cerrados, pero que nos defraudan cuando se abren. Siempre que iba al Rastro fingía la sorpresa del encuentro con esta plaza que al igual que los objetos que contenía simulaba también ser antigua y tan sólo era... vieja.
Descansaba al pie de la escalinata que separa el patio de entrada de la circundante galerada cuando oí la voz, el mismo sonido agradable y enigmático que timbró mis oídos en mi primera visita a la librería de la Gran Vía.
--Me llamo Varuni y soy una diosa india.-
No tuve tiempo de volver la cabeza cuando una mano femenina se posaba en mi hombro con delicadeza que contrastaba con la contundencia de sus palabras ¿de nuevo el sueño?
--No te vuelvas: en ello te va la vida. No puedes conocerme. Debes olvidar que me has visto, que alguna ve he existido. Sólo retén mis palabras por el tiempo preciso; luego también deberás olvidarlas. Soy fruto de los amores incestuosos de Yama y Yami, ambos dioses, ambos hermanos. Mahavira, el gran héroe, que castigó a sufrir los vientos monzónicos a las tierras donde prodigaron sus amores: sólo se detendrán cuando la hija de Manu e Ila, descendientes de los dioses hermanos, tome el zumo de los dioses. Yo también soy hija de Manu e Ila. Entonces y sólo entonces podrá salir Yama del terrible lugar donde se encuentra confinado, lo más parecido al Infierno de los cristianos. De nuevo se encontrarán Yama y Yami y engendrarán a Varuni, que tomará de nuevo el soma, el zumo de los dioses, y así continuará en un eterno retorno. El destino de Varuni está escrito y cualquier extranjero que intente cambiarlo seguirá su suerte.-
¿Dónde había escuchado antes la palabra soma?. Sólo por respeto a su persona permanecí de espaldas, pero la mezcla de curiosidad y deseo en contemplar su rostro se acrecentó en el transcurso de la conversación hasta resultar insoportable.
--No es época de dioses ni de supersticiones; no encontrarás en este país a nadie que pueda compartir tus opiniones, ni a entenderlas y, lo que es peor, a respetarlas. Cada cual labra su destino; sólo las circunstancias o el azar lo condicionan o lo tuercen. Respeto tu persona pero no puedo aceptar tus palabras. Los vientos monzónicos tienen una explicación natural. Te tomarán por loca si hablas así de ellos.-
Hasta mis últimas palabras la mano de Varuni había permanecido apoyada en mi hombro derecho; entonces quedó libre y presentí que giraba todo su cuerpo para iniciar una nueva huida, pero esta vez reaccioné a tiempo. En tan breves instantes supe que ningún gesto, ninguna acción podría detenerla: sólo la palabra.
--¿De quién huyes, hija de dioses?-
La pregunta cumplió su objetivo pero no impidió su silencio. Me volví y pude contemplarla de nuevo de espaldas, pensativa. De nuevo volví a la carga.
--¿Porqué he de temer a los harapientos?-
Pasaron unos eternos segundos. Ahora era mi paciencia la que no soportaba su mutismo; ahora oía rasgar la arena. Ella reinició el diálogo.
--Sólo puedo decirte que no temo a la muerte porque la muerte, la desaparición absoluta de una vez y para siempre, no existe; cambian las formas, mudan los destinos, pero la existencia permanece. Yo he de cumplir las leyes del karma, escritas desde siempre, interpretadas por Mahavira. Todas las cosas existen, no han sido creadas, sólo cambian de apariencia. Tu y yo y la infinita variedad que nos rodea son una especie de costra, una impureza del zumo de los dioses que todo lo baña. La misteriosa fuerza que nos ha traído hasta aquí no se debe al azar: alguna vez, en otro momento, hemos formado parte de la misma impureza, del mismo cuerpo; lo que nos une es su recuerdo, la memoria nos cubre. Debes olvidar que me has visto, que ha existido alguien con mi apariencia o de lo contrario tu suerte será la mía. Esta será la última vez que nuestras voces se crucen.-
Varuni se resistía a mis argumentos, por ello tuve que aguzar mi ingenio.
--¿Porqué piensas que la secta a la que perteneces posee la verdad y no las cientos, quizá las miles de sectas, religiones, que en el mundo existen? Todas se proclaman como la verdadera, la única, la salvadora. Piensa que de nacer en otro lugar tus creencias serían otras ¿acaso la verdad depende de la geografía?-
Varuni contestaba con seguridad, incólume a mis argumentos.
--Todas caben en la nuestra; nosotros no buscamos la verdad, eso es tarea de filósofos y científicos. No pretendemos salvar a nadie porque ni el pecado ni la culpa existen para nosotros y, si ambos no existen, tampoco el premio o el castigo. Todo lo que hacemos ha sido escrito alguna vez; nosotros sólo somos sus intérpretes.-
--Si ello es así ¿porqué me avisas de un peligro que no puedo eludir? ¿Acaso está en mi mano sortearlo?-
Meditó unos segundos y...
--Sólo el sentido de nuestra vida es lo que no podemos cambiar. Diré algo más: para nosotros el olvido equivale a la muerte. Olvídalo todo, haz de esto sólo un sueño, y ellos se olvidarán de ti.-
Varuni se alejó con rapidez sin perder su elegancia; de nuevo había iniciado la carrera cuando bajé la cabeza instintivamente al recordar el sonido producido por la hija Yama y Yami en la arena de la plaza; de nuevo sentí la sangre golpear en mis sienes, de nuevo la respiración entrecortada. Sobre la arena quedaba escrito: "y sobre todo guárdate del tercer extranjero". ¡Eran las mismas palabras que oí en el sueño de la decapitada!
Cuando quise reaccionar Varuni era tomada por el brazo a la salida de la galería por alguien que había permanecido allí durante nuestro encuentro. Fuera el azar o la insistencia de Varuni, el caso es que el paciente personaje nunca vio mi rostro.
Era un maldito lunes. De vuelta del trabajo, había recalado de nuevo en el Café Comercial. Eran las 8 de la tarde y aquello estaba tan atestado de gente que apenas oía mis propios pensamientos. Me preguntaba quién era Varuni: la hija de los dioses Yama y Yami que decía ser o sólo una maravillosa esquizofrénica. Cuando imaginaba a los vientos monzónicos movidos por unos caprichosos dioses expiando sus lascivos pecados me inclinaba por la segunda respuesta, pero cuando recordaba su andar majestuoso, el roce de su mano en mi hombro, el tono dulce de su voz y sus ingeniosas respuestas a mis preguntas, apartaba de mí esa hipótesis. ¿Corríamos algún peligro o todo era una invención? ¿Huía Varuni de alguien o sólo de sí misma?
--¿Que desea tomar?-
Era el seco camarero que se había acercado casi por sorpresa.
--Un suizo y...-
--Lo siento, pero de bollería no queda nada.-
--De todas formas, un café con leche.-
--Lo siento, pero se nos ha estropeado la cafetera.-
--Ginebra con tónica.-
--Lo siento, pero sólo servimos bebidas alcohólicas en la barra.-
--¿Porqué no me da la lista de lo que tienen y acabamos antes?-
No se inmutó y si hubiera tardado un segundo más se habría ido sin atenderme.
--¿Le queda cerveza?-
--Sí.-
--Una jarra antes de que se agote, por favor.-
--Sin favor.-
¿Quiénes eran los harapientos? ¿Quién el tercer extranjero? Todo parecía una locura, una invención, como un sueño ¿o sólo era un sueño? Sí, de nuevo el sueño de la decapitada me venía a la mente. Parecía de locos si no fuera porque había dos casualidades que no podían ser obra de Morfeo. ¿Cómo sabía Varuni que en mi sueño aparecía ese "tercer extranjero" del que debía cuidarme? ¿Era también casualidad nuestro encuentro en el Rastro?
Tras 20 minutos de espera...
--Su cerveza, señor.-
--Gracias.-
El camarero comesables había depositado la jarra de un golpe en el mármol y esperaba estirado al borde de la mesa.
--No deseo más.-
--Lo siento, pero debe pagarme ahora: es norma de la casa.-
--Severa norma para tan poco servicio. Veré si me queda dinero.-
--Tenga y quédese con la vuelta...si lo considera merecido.-
Sería banal describir su mirada.
Tomé la jarra con las dos manos. Algo de la espuma se había derramado sobre la mesa por efecto del golpe del camarero y mi precipitación al agarrar la jarra y, sin embargo, contemplada la escena en ese momento, la espuma derramada más parecía obra de las burbujas que buscaban su liberación que de la impericia de ambos. Todo ello me previno sobre relaciones de causalidad que, a veces, atribuimos alegremente a las cosas; simultáneamente, otra imagen se me vino a la mente: si el líquido era la realidad y la espuma la apariencia, mi encuentro con Varuni en la librería, el porqué de su huida apresurada, el falso empleado que detuvo mi persecución, el sueño de la decapitada, el reencuentro en el Rastro, sus advertencias: ¿eran el burbujeante líquido o la desparramada espuma? Nunca pude imaginar que una cerveza diera tanto de sí.
--Aquí tiene su vuelta. Según me indican este sobre lo han dejado para usted.-
Parecía condenado a soportar al estirado camarero.
--Gracias.-
Resultaba insólito pero abrí el sobre y extraje la carta que firmaba el viejo opositor.
"Como no se donde vive y desconozco si tiene teléfono, sólo tengo esta decimonónica manera de comunicarme. He descubierto algo que quizá pueda serle útil en la búsqueda de su Dulcinea india. Harapiento es desde luego un sinónimo de mendigo, pordiosero, andrajoso, pingajoso, y algo menos de zarrapastroso, desaliñado, guiñaposo, astroso, pero podría ser un patronímico y decirse de los naturales de Harappa, ciudad de la india, a orillas del Indo, origen de una rama sincrética del jainismo, una de las grandes religiones del subcontinente asiático. No he podido averiguar nada de la secta pero si del jainismo. Su gran héroe, digamos su dios, se llama Mahavira, que fundó múltiples centros religiosos, ordenó monjes y monjas y murió en Pavapuri, lugar sagrado desde entonces. Al igual que todas las religiones brahmánicas su fin último es la liberación del alma del cuerpo material que lo aprisiona, sea bajo la forma animal, vegetal o mineral. No creen en un dios creador y si en las reencarnaciones de las almas en estos cuerpos que a modo de vestimenta les cubren. Podría alargarme porque sus creencias son fantásticas en los dos sentidos del vocablo, pero lo más inquietante de algunas sectas del jainismo son sus prácticas del sacrificio como método de purificación de ese alma universal que todo lo impregna. Y una cosa más antes de acabar. Ningún miembro que profese el jainismo, incluso el brahmanismo, puede ser el brazo ejecutor del sacrificio: sólo los que ellos llaman extranjeros. Aclarar que extranjero no es el que ha nacido en otro país, sino el que profesa alguna religión no brahmánica. Un saludo y ánimo".
Guardé la carta en el bolsillo de la chaqueta. Los exámenes que debía preparar, el tedioso trabajo, incluso la enigmática hija de Yama y Yami, se alejaban de la esfera de mis preocupaciones: de repente me pareció retornar a la realidad cuando, nueva paradoja, comencé a meditar sobre el sueño de la decapitada que el azar -¿o fue la necesidad?- quiso que lo transcribiera al papel. Temí entonces no ser objetivo, racional, y cometer uno de los dos errores en los que caemos cuando enjuiciamos los hechos: o confundimos la realidad con nuestros deseos y transgredimos, bajo una falsa explicación, las relaciones de causalidad de aquello que no entendemos, o negamos la realidad bajo el pretexto de su imposible explicación racional. Así despachaba yo el problema del conocimiento. "Los sueños son una realización de deseos". El aforismo parecía dar vueltas y vueltas como un alcotán que jamás tomara tierra. Y contra el alcotán surgía amenazante el "tercer extranjero", la frase del sueño que Varuni repitiera en el Rastro y que también aparecía, como un cazador agazapado, en la carta del viejo opositor. Me parecía mucha casualidad, pero era sabido que el azar forma parte de la naturaleza física y, cuando estaba a punto de rendir la fantasía a la razón, recordé que no sólo el maldito "tercer extranjero" afectaba a mis creencias, sino que Varuni llamó "soma" al zumo de los dioses, la bebida liberadora, ¡el mismo nombre que gritaban los informes seres de mi sueño! La estatua del vienés parecía asentada en las frágiles arenas que sustentaban la tumba yaciente de mi sueño.
No podía aguantar más en aquel lugar y apenas con dos tragos me levanté para abandonar el café y respirar el aire fresco, con tal mala fortuna que tiré la jarra al suelo. Muchas miradas se dirigieron hacia los esparcidos trozos de vidrio y un camarero solícito se aprestó a recogerlos.
--Ruego me disculpe. Pagaré la jarra.-
--No se preocupe. Todos los días se rompen de 2 a 3 jarras: es matemático.-
Miré de reojo la sala y cuando me disponía a salir del bar eché un último vistazo al estropicio que había causado: allí pude contemplar como el líquido y la espuma apenas se distinguían el uno de la otra. Entonces salí disparado para evitar nuevas y fútiles reflexiones.
El martes no era mejor día que el lunes. Tras fichar en el trabajo y recogida la ruta de visitas, me disponía a salir del centro de trabajo cuando, a la altura de la puerta, alguien me detuvo por el brazo.
--¿Podría hablar con usted un momento?-
--No voy a comprar nada.-
--Ni yo voy a venderle nada.-
--Salvo que quiera un seguro de entierro a un módico precio no puedo detenerme, lo siento.-
Había apartado amablemente al desconocido cuando de nuevo oí su voz.
--Desearía hablar de Isabel Cabades ¿Le interesa el tema?-
Me detuve y volví sobre mis pasos.
--¿Quién es usted?-
--Mi nombre no tiene importancia, pero si mi cargo y misión. Pertenezco al cuerpo diplomático y deseo, al igual que usted, encontrar a Isabel Cabades. ¿Qué sabe de ella?-
--No conozco a esa señorita.-
--En el mundo de donde procede se le conoce por Varuni ¿le suena más ese nombre?-
Mientras hablaba había llevado su brazo derecho al bolsillo de su chaqueta y mostrado un documento, una especia de carné, con un sello del Ministerio de Asuntos Exteriores.
--¿Porqué la busca? ¿Acaso ha cometido algún delito? ¿Porqué un miembro del cuerpo diplomático y no la policía?-
--Nada ha hecho en contra de las leyes, pero si posee una información muy valiosa y muy... delicada. Supongo que eso contesta a sus preguntas.
--Apenas puedo decir algo más. Ahora le toca a usted: ¿qué sabe de ella?-
--Lo que me ha dicho y nada es lo mismo. Sé que es india, hija de los incestuosos dioses Yama y Yami y de los más terrícolas padres Manu e Ila. La conocí en una librería de la Gran Vía huyendo de alguien y casualmente de nuevo en el Rastro. También se que he de guardarme de los harapientos y del "tercer extranjero", y que mi suerte está escrita. Por cierto: ¿es usted español?-
--Sí, claro.-
--Le haré una confidencia: ¿a que no sabe que faena le he hecho a esta empresa donde trabajo?-
--No lo imagino.-
--Me he suscrito un seguro de entierro.-
--A cambio yo le diré algo que desconoce: su Varuni no es india y nunca ha estado en ese país. Padece de esquizofrenia.-
--¿Y eso cómo se nota?-
--Se pierde el sentido de la realidad.-
--Doble personalidad ¿no es eso?-
--Algo de eso.-
--Entonces no se preocupen por sus palabras porque nadie cree a los locos o a los esquizofrénicos, como usted la llama.-
--Pero sus actos no son fingidos: es cierto que la persiguen.-
--¿Quienes?-
--Si usted lo supiera, también correría peligro.-
--No creo nada de lo que me ha dicho y empiezo a dudar de que pertenezca al diplomático cuerpo de Asuntos... extranjeros.-
--Yo en cambio sí le creo.-
--No le he dicho nada relevante y presiento que ya lo sabía.-
--Lo relevante es lo que no me ha dicho. Le daré un consejo en todo este asunto: cuanto más ignore más seguro.-
--Yo le daré otro: cambie de desodorante porque me huele usted mal.-
El encuentro resultó desagradable aunque lo peor estaba por venir. Eran las 8 de la tarde y volvía a mi casa de la Corredera cuando a uno 20 metros del portal pude ver a dos coches de la policía nacional estacionados en doble fila y con las sirenas en marcha. También había más gente de lo habitual en torno al portal. A la altura del mismo alguien me impedía el paso: era la segunda vez en el mismo día.
--Perdone, pero he de hablar con usted.-
De nuevo alguien sacaba un carné de la chaqueta, esta vez del cuerpo superior de policía nacional. Tras identificarme, el poli prosiguió mecánicamente.
--¿Conocía usted a Guillermo Soto, vecino suyo?-
--Lo conocía.-
--Siento comunicarle que ha muerto de una sobredosis de heroína.-
Me temblaron los pies y busqué instintivamente algo para sentarme. No lo encontré y me apoyé en el muro de la casa.
--¿Donde está?-
--En su casa. Debo pedirle que me acompañe arriba para su identificación-
Allí estaba el bueno de Guille, tumbado en la cama y puesto el abrigo que un día le regalara. No recordaba haberme sentido tan mal como entonces.-
--Es él, no hay duda. Creí que había dejado la droga. Quizá no le ayudé lo suficiente.-
--Era un drogadicto.-
--Era una persona que se drogaba.-
--Es lo mismo. Le diré algo más: cuando muere un drogadicto la misión de la policía es buscar a los posibles camellos, si es que no lo es la propia víctima. Siempre hay un camello por medio y en un 70% de los casos forma parte de su círculo de amistades ¿me comprende?-
--Veo que gusta de las estadísticas. Sin embargo su jornada laboral no ha terminado porque yo no soy ni drogadicto ni camello.-
--Pero si conocerá algunos de sus amigos, incluso algunos serán amigos comunes.-
--No hay amigos comunes.-
--¿Cómo se ganaba la vida su...vecino?-
--No lo sé.-
--No abuse de mi paciencia, colega. Para mí es usted un sospechoso, el único que tengo por ahora. El resto de los vecinos son personas de cierta edad, detalle que les hace muy improbable relacionarles con la víctima.-
--Tenía un puesto en el Rastro. A veces pasaba temporadas en casa de sus padres, porque los drogadictos tienen padres.-
El policía continuó hablando pero yo no le prestaba atención porque había encontrado un par de detalles que no encajaban con una simple sobredosis.
--¡Dos barras de pan!-
--¿Decía?-
--Hay dos barras de pan en aquella bolsa colgada del pomo.-
Señalé al policía la puerta de la cocina.
--¿Y qué? No puedo creer que piense en comer, con su amigo de cuerpo presente.-
--Guille compraba dos barras todos los días: una para él y otra para mí, y antes de entrar en su casa dejaba una de ellas en la mía. El tenía un duplicado de mi llave ¿lo entiende?-
--Sí: que además de pincharse comía de vez en cuando.-
--Le daré otro dato más: el abrigo que tiene puesto se lo di yo.-
--Muy generoso, diría que demasiado.-
--Le he dado los datos, ahora la explicación. Guille fue a la panadería como todos los días y compró dos barras. Alguien le vio y le confundió conmigo porque llevaba mi abrigo, ganó su confianza y le mató con una inyección de heroína en otro lugar y más tarde lo trajo hasta su casa. Quien lo hizo ignoraba que una de las barras tenía otro destino.-
--Entiendo. ¿Y Humphrey Bogart cuando aparece? A mi también me gusta el cine negro: E. Robinson, Cagney, Bonnie and Clyde, Chandler, la Bacall, John Ford, y aún me se muchos mas actores. ¿Quién y porqué quieren matarle?-
--Es una historia extraña.-
--Adelante, no hay prisa.-
Narré al inspector todo lo sucedido desde mi encuentro con Varuni en la librería hasta mi entrevista con el miembro del cuerpo diplomático. Casi había terminado cuando otro policía, este de uniforme, se acercó al irónico inspector y ambos hicieron un aparte. Luego el inspector se dirigió hacia mí. Sus palabras fueron balbucientes.-
--Puede irse: queda libre de sospecha. Si desea protección puede pedirla.-
--Gracias, pero no estoy seguro de quién debo protegerme. ¿Puedo añadir algo personal a todos esto?-
--Inténtelo.-
--Cuando vaya al cine fíjese en los títulos de crédito.-
Me miró con odio pero de ahí no pasó.
Era el quinto día a contar desde la muerte de Guille. Me fui al Rastro de nuevo. Quería reconfortarme en el recuerdo de Varuni, de la suave presión de su mano o el más lejano de su vestido cuando hojeaba el libro. Recordé su graciosa explicación sobre los vientos monzónicos y sus ingeniosas respuestas, defendiéndose de mis preguntas como gato acorralado. Imaginé entonces que un dogal presionaba su cuello hasta estirarlo y, sin embargo, su rostro, que apenas pude ver por un instante, no se inmutaba, ajena a todo mal, a toda amenaza. Al recordar la salida apresurada en la librería, su enigmático aviso sobre los harapientos, o sobre el "tercer extranjero", su proclamada filiación con los dioses y mi conversación con el supuesto miembro del cuerpo diplomático, no podía evitar que surgieran las palabras paranoia, esquizofrenia, locura; pero el falso empleado de la librería, la nota del viejo opositor sobre los sacrificios humanos y la muerte por error de Guille indicaban que había algo más. Que alguien la perseguía era evidente: lo difícil era saber porqué. ¿por loca? ¿por jainista? ¿por saber lo que no debía? ¡Demasiados hilos para una madeja! Pensé y pensé sin encontrar una explicación satisfactoria. Solté la mano de la balaustrada donde me apoyaba y comencé unos tímidos pasos cuando me topé con una sucia y gastada estatua que recordaba vagamente a Cupido con su flecha envenenada de amor y entonces sentí de nuevo correr con fuerza la sangre en las sienes. La flecha del dios del amor me recordó algo que había pasado por alto en mi primer encuentro con Varuni; hasta entonces la recordaba huyendo de alguien, pero en realidad huía de algo, de algo que estaba allí a la vista de los presentes, que no era para los presentes mas que un elemento de la sala, pero no para una supuesta esquizofrénica. ¡Allí, en la librería del primer sueño -¿o no lo fue?- y para señalar la distinción entre hombres y mujeres, había dibujado una flecha en una de las puertas de los servicios, la misma flecha que salía del desdibujado arco de la estatua! La flecha y las dagas de los informes seres de mi sueño representaban una y la misma cosa: las agujas que Varuni sufría en algún centro psiquiátrico del cual, pensaba, se había escapado. Había cogido el hilo de la madeja y era cuestión de no soltarlo.
Me dije a mi mismo: debo salvar a Varuni: ¡al diablo con sus teorías sobre esa inmensa costra que nos cubre, sobre la reencarnación y la inmortalidad! Yo necesitaba su presencia, con su terrenal y dulce apariencia. Además, me dije, si lo conseguía, también la salvaría de sus creencias sobre los incestuosos dioses, de la necesidad del sacrificio, de los malditos vientos monzónicos y de su creencia en su destino malhadado. Para ello debía encontrarme con ella cuanto antes ¿pero cómo?. Entonces se me ocurrió utilizar la prensa para comunicarme con ella. Debía poner un anuncio que fuera breve por la escasez de mis medios pero tan elocuente que no pudiera pasar desapercibido por ella. Quizá también atrajera a los que también querían encontrarla, pero confié en su inteligencia para eludirlos. Tenía ante mis las dos frases que aún permanecían en el reino de lo enigmático a pesar de todo lo ocurrido: “Guárdate de los harapientos y guárdate del tercer extranjero”. En un principio pensé en utilizar la primera, pero recordé las aclaraciones de D. Francisco sobre el uso de los harapientos como un patronímico y lo deseché. El anuncio diría:
REUNIÓN EN EL CAFÉ COMERCIAL
Plaza de Bilbao
de 10 a 15m, día
formar conjunto con el nombre de
GUÁRDATE DEL TERCER EXTRANJERO
No se me ocurrió otra cosa. La brevedad evitaría que los perseguidores de Varuni, en el caso de que lo leyeran y lo reconocieran, tuvieran tiempo de indagar a los clientes del bar; no especificar el día desanimaría a personas ocupadas; que fuera a una hora tan concurrida me haría sumergirme en el anonimato de la masa. Me gasté la liquidación de mi despido en anuncios en un par de diarios madrileños y me cargué de paciencia. Pasaron días y días y Varuni no apareció. Un día, cuando me había arrepentido de gastar inútilmente el dinero en algo así como la recompensa final por un cuarto de vida laboral realmente asquerosa, vi. sentados en la mesa a 3 individuos a cada cual más curioso: uno de ellos, el que parecía más bajito, tenía el pelo moreno y la piel arrugada, era un indígena de la América del Sur; el segundo vestía con chaqueta, corbata y camisa de cuello duro y me resultaba tan conocido como si de un antiguo compañero de colegio fuera; el tercero tenía la misma tez, el mismo rostro cetrino que Varuni. Estaban sentados en una mesa al fondo del bar y por la manera descarada de mirar en su entorno, más parecían ojeadores de una partida de caza que simples clientes. Había pagado y me disponía a levantarme cuando entonces reconocí al individuo encorbatado como... el falso empleado de la librería. Miré en derredor y no vi. a nadie que se parecería, siquiera vagamente, a Varuni. Entonces me dirigí a la puerta de espaldas a los 3 intrusos. Ya en la calle me disponía a entrar en el metro cuando me topé con el carné del diplomático miembro de asuntos extranjeros y una idea rondó por mi cabeza: primero fue como una nube rasgada por la tenue luz de un amanecer, luego como un relámpago en medio de la oscuridad y más tarde una multitud de haces luminosos. Me volví sobre mis pasos y entré de nuevo en el bar. ¡Había pergeñado un plan que cumpliría el deseo de los dioses: la venganza es un plato que se sirve frío pero con el corazón caliente!
--Ruego mes disculpen la tardanza en presentarme, pero debía asegurarme que es el anuncio lo que les ha traído aquí -mientras decía eso mostraba el carné perdido por el diplomático a una distancia suficiente como para que se viera el sello del ministerio, pero no tanto como para que se distinguiera la fotografía-. He sido enviado por el ministerio para reconsiderar el acuerdo verbal que... tenemos hasta el presente. Las cosas han ido demasiado lejos, se nos ha ido de las manos y consideramos que es preferible el riesgo de una posible recuperación de la memoria de Isabel Cabades que mantener un... centro donde se introduce la droga: el acuerdo pueden considerarlo roto.-
Mientras decía esto observaba el rostro de los 3 individuos; ninguno parecía sorprendido por mis palabras a pesar del riesgo que había asumido al suponer sin pruebas terminantes que: existía un centro donde Varuni había sido internada, que los 3 individuos trabajaban en o para el centro en el cual se introducía la droga, y por último, que Varuni había sido testigo de algo que permitía el chantaje a todo un ministerio. Proseguí.
--El acuerdo implicaba tácitamente sólo el internamiento de Isabel Cabades por un tiempo limitado, sin violencias, sometida a lo sumo a tratamiento psiquiátrico y farmacológico hasta la recuperación de su memoria, momento en el que debería quedar en nuestras manos. Sin embargo y, según nuestras noticias, hay un muerto por medio. Mi trato es el siguiente: la persona de Isabel Cabades a cambio de pasaportes e inmunidad dentro del país. Luego deberán abandonarlo en el plazo de un mes.-
Observé de nuevo y no podía creerlo: ningún gesto de sorpresa o contrariedad. El que imaginé indio mantenía la cabeza gacha y los brazos cruzados, el de la tez cetrina permanecía recostado sobre la silla sin pestañear, pero era la presencia del encorbatado la que más me molestaba ¿dónde había visto su rostro? Siguió un silencio angustioso que fue roto por el golpeo de una jarra de cerveza en la mesa.
--Su vino, señor.-
--Yo no he pedido... -al volver la cabeza pude comprobar que se trataba del mismo camarero comesables maestro en derramar el espumoso líquido.-
--Bien, tomaremos vino.-
Tras unos segundos más de insoportable mutismo, el blanco de chaqueta y corbata se puso de pie y comenzó a hablar con notorio acento extranjero.
--Por sus palabras he podido comprobar que su antecesor en el cargo no le ha informado correctamente de la situación. En primer lugar fue el ministerio el que nos obligó a guardar a Varuni internada por la delicada información que guardaba, perdón, guarda en sus ... neuronas; en segundo lugar, la droga no se ha introducido en la clínica como negocio, sino como tratamiento de los ilustres drogadictos cuyos nombres deben permanecer ocultos; en tercer lugar, no necesitamos documentos para salir del país porque nuestros pasaportes están en regla; y por último, diré que desconozco la existencia de un muerto y la relación que pueda tener con nosotros. Yo desconozco el paradero ¿se dice así? de Isabel Cabades. Siento no poder ayudarlo.-
¡Sí, no había duda: era el individuo que detuvo mi persecución de Varuni en la librería! Ahora el inglés se había sentado, el indio de la india permanecía inmutable y el peruano parecía dar muestras de nerviosismo.
--De lo primero le diré que cualquier acuerdo se presta a interpretación y más si no queda escrito; de lo tercero, que sus pasaportes están en regla no lo dudo, pero a pesar de todo no pasarán los controles aduaneros, eso no lo duden. Han de saber que poseemos información que no deja lugar a dudas sobre la introducción de droga en su clínica muy por encima de sus necesidades farmacológicas. Que usted lo desconozca lo disculpa, pero no cambia la realidad; en cualquier caso es usted responsable por acción u omisión. Y que existe un muerto es tan cierto como que existió la madre... perdón, como que estamos aquí.-
Mientras decía esto había observado como el supuesto peruano había deslizado su mano derecha por debajo de la mesa. Su nerviosismo resultaba tan elocuente como su silencio.
--Tengo un arma en mi mano bajo la mesa, señor diplomático -por fin hablaba el peruano-. No creo ninguna de sus palabras, ni me valen sus razones, ni su identificación. Es más, yo creo que es un impostor. Sólo nos ha dicho un nombre concreto, Isabel Cabades, y un hecho concreto: su internamiento en una clínica que seguramente desconoce y por unos motivos que no son como los ha presentado. No perdemos nada con su desaparición.-
Observé entonces que tanto el inglés como el peruano tenían sus vasos de vino a medio llenar mientras el del indio permanecía lleno: era uno de esos momentos donde los segundos se visten con ropaje de eternidad. En ese momento me vino a la mente el sueño de la decapitada y el ritmo cardiaco aumentaba por momentos. Ahora recordaba las tríadas de informes seres, amasijos de carne en su parte inferior, pero distinguibles en su parte superior: el elefante de 3 colmillos, el dragón de afilado hocico y el extraño ser que yo asocié a una cabra hispánica; sí, el elefante de la... india, el dragón de San Jorge... inglés y la ¿llama? ... peruana.
--¿Quien es el personaje de quien Isabel Cabades fue testigo de su dependencia de la droga?-
La pregunta vino del inglés. Apenas tenía unos segundos y debía pensar muy rápido, tanto como nunca lo había hecho. Sería alguien tan importante como para que interviniera el gobierno a través de un ministerio. Debía ser por tanto alguien del mismo rango que el órgano al que representó el diplomático anterior y al que yo falsamente sustituía; al menos debía ser un ministro. Un ministro drogodependiente sería un escándalo, desde luego, pero soportable por cualquier gobierno en el año de 1990. Además, pensé, ningún gobierno hubiera elegido el escándalo seguro de uno de sus miembros al riesgo de aparecer responsable de su ocultación en un futuro próximo. Por los mismos motivos deseché la probabilidad de que fuera algún parlamentario o persona de rango similar. ¿Sería el presidente de gobierno? El jefe de un de gobierno sí tenía suficiente rango como para asumir ese riesgo. En ese momento me vino a la mente el extraño personaje vestido de levita que aparecía en mi sueño de la decapitada, le recordaba más cercano, mas de perfil, como a punto de mostrar su rostro, y cuando iba a pronunciar el nombre que tanto esperaban mis interlocutores y con el fin de mitigar o quizá sólo ocultar mi nerviosismo, tomé la copa de vino y cuando la llevaba a mi boca bajo la penetrante mirada del indio recibí un golpe en el brazo.
--Perdone, señor, cuanto lo siento.-
Era de nuevo el camarero comesables.
--No ha sido nada. Olvídelo.-
Iba a añadir y... olvídenos, pero me callé porque su negligencia me fue doblemente, milagrosamente, beneficiosa. Aquello era como volver a empezar y pensé de nuevo y dudé. ¿No hubiera sido preferible para cualquier gobierno dimitir en pleno ante tal descubrimiento que ocultarlo con tanto riesgo y con tal males artes, dejando a 3 individuos libres en posesión de sus secretos? No, debía ser alguien de más alto rango aún: ¡pero en una democracia monárquica sólo hay un personaje de más alto rango institucional que un presidente! ¡El rey, nuestro soso y dicen que muy humano monarca era un drodependiente! Sería un secreto inevitable.
--¿Será cierto que es un impostor y desconoce al ilustre personaje que tratamos en la clínica?- dijo el inglés descomponiendo un tanto su indumentaria.
--Sólo razones de estado me impiden sean detenidos en unos minutos. Todo sea por nuestro príncipe Felipe, porque de su curación depende el futuro de la monarquía.-
El inglés se recostó en su asiento y el peruano parecía guardar su arma en la cazadora y apoyar los dos brazos en la mesa: era evidente que había alcanzado la verdad la línea de flotación. Sí, había cambiado en el último instante porque pensé que a un rey le puede sustituir un príncipe, pero ningún gobierno en España del color que fuera podría soportar la falta de un heredero cierto. El espectro de la república se abriría para las mentes de muchos españoles hasta hacerse insoportable para el gremio militar. En cualquier caso ambas posibilidades cabían en medio de los argumentos y yo tuve la suerte de acertar. De nuevo el azar haciendo de las suyas.
--Trato hecho: Varuni a cambio de nuestra inmunidad. Una condición: que el nombre de la clínica y los nuestros permanezcan ocultos.-
El inglés miraba a sus compañeros como buscando su complacencia. El peruano asintió de mala manera y el indio de la india por fin habló.
--El trato que usted propone es un imposible.-
--¿Porqué? -preguntó el inglés.-
--Porque Varuni carece de su presencia.-
--¿Eso que significa, maldito indio?-
El peruano era todo intuición y nada paciencia
--Para que ustedes lo entiendan, Varuni ha muerto.-
Me llevé la mano a la frente para así mejor simular sólo preocupación.
--¿Quién lo hizo? -pregunté sin mirar al indio.-
--Yo lo hice. Y con ello he incumplido una de las leyes de la secta de los harapientos a la que pertenezco, cual es la de que ningún brahmánico puede ejecutar lo que está escrito. Con ello estoy también condenado.-
Mientras hablaba el indio llevó su copa a los la boca y se bebió de un trago su contenido.
--Porqué transgredió las leyes en la que cree, porqué no transgredir todas y dejar con su costra... humana a Varuni -pregunté.-
--Varuni habló con un extranjero en el llamado... Rastro. A partir de entonces Varuni quedó dudosa de sus creencias.-
--Ella se lo dijo.-
--Fui testigo, pero no fueron sus respuestas, sino sus preguntas. Un día me preguntó: "¿en qué idioma original fue escrita la leyenda de Yama, Yami y Varuni?". Ese día supe que Varuni dudaba de su destino inevitable.-
--Absurda razón -increpé al indio.-
--El lenguaje no es sólo el ropaje con el que se cubren los pensamientos: es el pensamiento mismo. Preguntar por el idioma es indagar sobre el origen de las cosas, y nuestras leyes no tienen principio ni tienen final, sólo existen en el círculo del eterno retorno. Carecen de idioma original porque el idioma es mudable, pero el pensamiento no-.
En ese momento supe dos cosas: que el peruano mató a Guille y que yo era el tercer extranjero, el tercero no brahmánico tras el inglés y el peruano.
--La reunión por mi parte ha terminado. Esta será la última vez que nos veamos.-
Dicho esto me levanté, di media vuelta y anduve hasta la puerta con pasos tan lentos como mi deseo de abandonar el café me lo permitía. Oí a mi espalda el correr de una silla, desplomarse una mesa y el sonido de varios cuerpos o fardos golpeándose contra algo, y, por último, gente gritando. Salí sin volver la vista. Sentí una angustia en el estómago, un vacío inmenso, un abismo bajo mis pies, como si el asfalto se derritiera, como si los edificios de la plaza se plegaran sobre mí como las páginas de un libro. Luego me perdí entre la multitud.
Sólo un pensamiento: Varuni ha muerto. Volví a la librería del encuentro ¿o fue un sueño? y recorrí en sentido inverso los mismos pasillos y estantes del primer día, tocando con el dedo corazón tantos libros como pude. Busqué el mismo libro del que aún recordaba el color de sus tapas, el tipo de sus letras, el olor de sus páginas y su peso; lo recordaba todo menos su título exacto. Fue en vano. No reconocí a ninguno de los empleados, incluso la cajera no era la misma. Apenas había gente y solo una muchacha de espaldas hojeaba un libro. Por un instante llevé mis deseos más allá de la realidad, pero la muchacha giró levemente su cuerpo y pude distinguir su perfil, sus ojos claros, su boca grande y sus cejas rectilíneas. Sólo su pelo negro me recordaba a Varuni. Me volví en dirección a la salida y en ese momento oí golpear algo contra el suelo y me volví: un libro quedó abierto en las frías losas de la vieja librería a la misma altura que hace un instante volvió su perfil la muchacha de lacia cabellera. Todo estaba en el mismo sitio, los visitantes en la misma posición, todo excepto el libro caído y la muchacha que parecía haberse esfumado. Tres o cuatros pasos y el libro estaba en mis manos: era un libro de Matemáticas. Miré el índice y pude leer en uno de sus epígrafes: "nuevas aportaciones sobre los teoremas del punto fijo". Lo cerré y lo guardé. Me volví de nuevo pero una vez en la puerta la curiosidad pudo más que la pereza y retorné al libro, lo abrí al azar y esto fue lo que apareció ante mis ojos.
"Demasiado tarde. El tiempo hará incompatible tu vida y tus recuerdos. Llegado ese momento, un seco camarero te ayudará a reunirte conmigo en el lugar donde sólo se existe".
Salí de la librería a toda prisa: sabía que nunca volvería a entrar en ella, ni a recorrer sus pasillos, ni a rastrear sus libros, ni a pasar sus hojas.
FINAL
Aquí acaba un diario que apenas comprende dos semanas de la vida de su protagonista. Durante mucho tiempo se comentó el extraño suceso que supuso la muerte de tres extranjeros por envenenamiento allá por el comienzo de los noventa. Según mis noticias el asunto no llegó a esclarecerse nunca del todo, ni se detuvo al autor, ni se desveló las supuestas motivaciones del triple asesinato y nunca se tuvo noticia de la supuesta drogadicción del heredero de la Corona, pero el lector de este diario sabrá la verdadera historia. Yo no volví a ver al que fuera protagonista, aunque estoy seguro que él hubiera preferido ser sólo un simple... espectador.
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