19 jul 2008

Los brishanianos

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Cuando estaba pasando mi adolescencia tuve que ir variando notablemente mi opinión sobre mi abuelo. Yo, hasta entonces, creía que era eso que de mayor me he enterado que se llama un “ratón de biblioteca”. En efecto, siempre le veía ahí, hojeando, leyendo, acariciando sus queridos libros, y creía que mi abuelo formaba parte de la biblioteca al igual que las butacas, su querido perro “Lanas”, que siempre le acompañaba, y los miles de libros que acumulaba. Con el tiempo me he ido convenciendo de que eso fue así en sus últimos años, cuando su vigoroso espíritu había cedido el testigo a la celosa naturaleza y había coincidido con el despertar de mi curiosidad. La longevidad de mi abuelo dio para mucho hasta su muerte en 1975. Cuando le señalaba que debía salir más a la calle y prodigarse en la tertulia me decía: “Tu sólo conoces al abuelo desde los 80 años, no a la persona que se acerca al centenario. Yo he sido más un Aviraneta que un Menéndez y Pelayo: no te dejes llevar por tus sentidos que tanto mal hacen a la razón, porque los primeros llevan a las pasiones sin pasar por los sentimientos, que son hijos del escepticismo. Sólo te puedo contar una ínfima parte de mis andanzas, mis trabajos, mis dedicaciones, mis servicios, porque, incluso su mero conocimiento, puede ser peligrosos. Sólo soy lo que un día decidí parecer que soy por mero instinto de conservación. A ello me han llevado mis ideales, porque sin ellos somos barquillos en el mar de las dudas. Ideales sin dogmatismos, sin catecismos de cualquier tipo. Toledo es una encrucijada de la historia, agua brava que el cansino paso de los siglos ha convertido en remansada y… olvidada. Es el lugar ideal para mí, aunque no tanto quizá para un joven como tú”. Y mi abuelo siguió con otras consideraciones que se apartan de esta historia. Yo no estaba convencido de ello hasta que hojeando un libro del poeta Manuel Altolaguirre me encontré una ajada carta que decía:
“Han pasado muchos años, pero al fin hemos dado en vida con el que no la mereció por su traición. Juramos entonces venganza, pero nuestro Dios nos la niega. Queremos justicia para vos o para vuestros descendientes, porque el mal no se repara ni con el perdón ni con el olvido. Firmado: los brishanianos”.
La verdad es que me quedé frío y paralizado, pero incluso entonces me dije: “Este caso lo tengo que resolver sin molestar a mi abuelo, porque su vejez y su persona no lo merecen. Tarde o temprano él no estará y yo he de seguir con las muchas dudas y las pocas certezas que es esta cosa que llamamos vida. Pero todo sin precipitarme”. Y eso hice. Seguí hojeando libros, leyendo partes de ellos y, sobre todo, parándome en tantas y tantas notas que había dejado mi abuelo en sus miles de libros, porque no había uno solo que estuviera libre de su pluma. Tengo que decir, no obstante, que mis pesquisas estaban encalladas –verbo que será luego proverbial-, sin ningún avance hasta que un día le enseñé la carta que había encontrado a mi abuela. La leyó y me dijo: “Mira, no des preocupaciones al abuelo que ya nos queda poco tiempo de él. Investiga lo que quieras, sobre todo la parte que te toca. Hace muchos años que recibimos este tipo de amenazas. Tu abuelo apenas me contaba nada, pero recuerdo que un día del último año del pasado siglo me dijo: “Francisca, debemos dejar todo aquí y hacer las Indias: en España corremos peligro. Tengo algún amigo en Lima y allí nos iremos. Soy deudor de mi pasado y hay cosas que no puedo reparar. Algún día sabrás de ellas”. Pasaron los años y volvimos a España y las cartas dejaron de llegar, pero el año pasado y este hemos vuelto a recibir otras parecidas. El abuelo esta vez las ha destruido. Con los años todos nos volvemos avestruces; ya sabes: escondemos la cabeza porque ni tenemos vigor, ni nos asusta casi nada, porque ya contemplamos a la dama blanca de frente, sin temor. Este es el caso de tu abuelo y el mío. Yo creo recordar oír a tu abuelo algo relacionado con la mar. Ahí está el secreto. Tú, si quieres, persevera, porque debes saber qué es todo esto”.
Se puede entender cómo otra vez volví febrilmente a buscar todos los libros que hablaran del mar, de la mar, directa o indirectamente, cualquier libro que tuviera relación con el mundo de Neptuno. Pasaron los libros y los días y todo fue infructuoso. Sí, había muchos libros sobre la mar, pero nada de cartas guardadas, anotaciones, subrayados, nada que estuviera relacionado con la carta y la firma tan extraña de los brishanianos. Nada, hasta que un día de pronto esa cortinilla que nos tapa la vista y nos cierra la mente se descorrió por casualidad -o porque todos los caminos del mar estaban agotados- y pensé: “la abuela habla de la mar refiriéndose al libro y el abuelo del mar”, y me vino de golpe el precursor de Darwin, el naturalista francés Lamarck, que hablaba de los caracteres adquiridos y menos de la selección natural del teólogo inglés metido a científico. En este caso la homofonía había sido mi aliada. Busqué un libro sobre el naturalista francés titulado Philosophie Zoologique y la luz se hizo: encontré otra carta que decía:
“Sólo 2 supervivientes, tú y yo. Yo un simple marinero, pero tú en misión diplomática por orden del mismo Martínez Campos. Te debo la vida gracias a tu traición, pero has sacrificado muchas vidas de compañeros y amigos. La mía es suficiente para el perdón, pero no para la justicia, y si ésta no surge del mazo de los jueces saldrá de la voluntad del que os escribe. Firmado: marinero Posada”.
El marinero Posada debía desconocer que en España los jueces no usan mazo, pero lo que sí era cierto es yo que estaba lejos de descifrar todo el misterio porque me faltaba al menos una fecha para poder bucear en la historia, y porque me resistía a pensar que pudieran tener fundamento semejantes acusaciones. Le enseñé a mi abuela la carta y me dijo: “Muchos libros se quedaron en Lima. Quizás escribiendo al amigo de tu abuelo, si es que vive, o a sus descendientes, puedan ayudarte”. Dicho y hecho. Pasó más de un mes y recibí un sobre procedente de la capital peruana con una carta de salutación de uno de los hijos, porque su padre -el amigo de mi abuelo- ya había fallecido; iba acompañada de otra muy arrugada y amarillenta que decía:
“Tu misión principal, Humberto, es limar asperezas con el sultán de Marruecos por el incidente Margallo, respetando el tratado de Melilla y con el savoir faire de las concesiones económicas acordadas. Secundariamente, tienes también, en la medida de lo posible, que estar el día 10 en la botadura del Carlos V. Firmado: el ministro de la Guerra Arsenio Martínez Campos”.
Como en todas las anteriores cartas, la fecha había desaparecido, pero los datos históricos eran inequívocos; no así la interpretación de los hechos y la implicación de mi abuelo en ellos; y quiero decir que era tal el sentido del deber con el Estado de mi abuelo que no le importó seguir las instrucciones del mismo general que acabó con el sexenio democrático. Volviendo a la carta de Lima, había también una copla escrita al reverso más legible; era evidente que se había escrito mucho después, aunque no me parecía letra del abuelo. La copla decía:

“El diez de marzo todos los gaditanos
alzan la vista allá al horizonte
porque muchos de su hermanos
están en un barco que ha perdido el norte”

Han pasado 5 años desde la última carta y casi un año de la muerte de mi abuelo y nada hemos recibido. Todo parecía olvidado; todo parecía indicar que los años habían dormido a la fiera; quizá el perdón, quizá la desaparición de esa –no sé como llamarla- firma de los brishanianos y de ese tal marinero Posada; quizá a ambos se los había tragado la tierra o también la mar. Pero no, porque cuando el diablo enreda puedes tener de todo menos sosiego. Hoy, en mi casa, he recibido la carta que a continuación transcribo:
“Sabemos de la muerte de tu abuelo. Ahora somos libres de actuar, porque los descendientes no están inmunes de la culpa de su predecesor. Quizá no estés al corriente de los hechos. El 10 de marzo de 1895 el barco Reina Regente desapareció en el mar a 3 millas de Tánger. Perecieron 412 hombres. Su misión fue llevar a Tánger al sultán de Marruecos Sidi Brisha, cosa que hizo el día anterior. Sólo hubo 3 supervivientes: 2 marineros que se quedaron en tierra y un perro terranova que fue rescatado por un barco inglés. Uno de los marineros se llamaba Posada; el otro marinero se apellidaba Navaro, tu abuelo, porque tu abuelo se llama Humberto Navarro Ortega, y no Ortega Navarro. Tu abuelo no era un marinero, sino un diplomático y no se quedó en tierra por casualidad, sino por orden del mismo ministro de la Guerra D. Arsenio Martínez Campos. Tu abuelo sabía que no se podía forzar al buque a estar el día siguiente en la botadura del crucero Carlos V, y lo sabía porque tenía información telegráfica del ministro de la Guerra. Pero para nosotros lo que resulta insoportable es la ofensa Margallo a nuestro Sultán. Ahora los descendientes de tu abuelo habéis heredado la necesidad del perdón y de la reparación. Firmado: los brishanianos”.
Los primeros días de la llegada de esta carta no podía dormir y apenas paraba en casa; con el tiempo me fui acostumbrando. Un día, en tiempos del dictador, me dirigí por escrito a la Administración, al Ministerio de Defensa, pidiendo investigación y protección. No me contestaron, pero recién estrenada la democracia recibí una carta del Ministerio de Defensa fechada en 1983, cuando creo recordar que era ministro el Sr. Narcís Serra. Transcribo sólo la parte de interés:
“… nunca ha existido peligro real para su abuelo y su familia, porque hace tiempo que, fruto de la colaboración con el monarca alauita, fueron detenidos los miembros de la secta de los brishanianos y están en la cárcel cumpliendo condena por otros motivos. Las cartas fueron escritas desde la cárcel. No tenemos conocimiento del marinero Posada, pero por ley de vida tiene que haber muerto o ser un anciano de más de 100 años. Agradecemos en nombre del Ministerio de Defensa y del Gobierno los servicios prestados por su abuelo al Estado. Descanse en paz”.
Era de agradecer, pero lo que nadie puede hacer –ni siquiera la Administración del Estado- es volver atrás en el tiempo y cambiar la vida de mi abuelo y su familia. Todas sus vidas estuvieron condicionadas por ese hecho y con dudas sobre su honorabilidad. Yo no tengo ninguna de que mi abuelo obró con honestidad, con sentido del deber y anteponiendo lo que más apreciaba: la vida propia y ajena. Sé que los hechos y sus interpretaciones dejan dudas. Yo no puedo resolver lo que ni siquiera la historia ha resuelto. Sólo puedo recordar a mi abuelo cuando me decía: “obra de tal manera que tu conciencia no conozca el arrepentimiento. Huye de códigos, patrias y banderas: quédate sólo con tu conciencia y duerme”. Y eso es lo que he hecho a lo largo de mi vida. Gracias abuelo, gracias también, abuela.
El lector pensará -como yo creía entonces- que todo habría acabado ya, aunque con muchas dudas que, como esas moscas que revolotean incansables en torno a tu cabeza, nada puedes hacer contra ellas. Así me sentía al cabo de los meses cuando un día me avisaron de que debía ir urgente a casa de mi abuela. Me temí lo peor, pero no fue tal: mi abuela estaba bien, aunque ya con muchas limitaciones. Llegué y me dijo: “Nieto, tengo una sorpresa para ti. Ve a la biblioteca que hay una persona que quiere conocerte. Os dejo a solas”. Eso hice y me encontré a un anciano sentado en el sofá con un bastón y unos ojos que, como diría Quevedo, parecían avecinados en el cogote. Le saludé, no le permití que se levantara y yo a su vez me senté en la butaca. Estas fueron sus palabras: “Eres sin duda el nieto de Humberto. Ya me ha comentado tu abuela que eres ingeniero y que estás escribiendo una biografía de tu abuelo. Yo puedo servirte en esa tarea porque yo le conocí en su juventud en Tánger y… ”. Yo en ese momento me inclinaba para preguntarle lo obvio, pero no hubo necesidad porque continuó: “Perdón, soy un maleducado porque no me he presentado. Ya la cabeza me funciona como los viejos fogones, solo a ratos. Mi nombre de pila no tiene importancia, pero te diré mi apellido y mi actividad cuando la naturaleza era más generosa conmigo: soy el marinero Posada”. Di un respingo y me incorporé casi sin darme cuenta. El siguió: “Quizá te sorprenda mi presencia aquí y ahora, pero los viejos no tenemos los mismos patrones que los jóvenes porque la edad todo lo aplana y hasta los corazones más volcánicos cesan en su actividad o se aletargan para siempre. Iré ahora al grano. Durante mucho tiempo hemos sabido de las actividades de tu abuelo y de su estancia en Lima y en Toledo. No había secreto para nosotros. Tu abuelo creyó que yendo allende los mares se libraría de nosotros. En verdad que se libró, pero no fue por su alejamiento. Hubo al principio una coincidencia de intereses: los brishanianos querían vengarse de la ofensa Margallo contra el Sultán en España y yo quería justicia por la muerte de 412 marineros, en su gran mayoría camaradas míos. Al principio no tenía dudas de la culpabilidad de tu abuelo sobre ello, porque al seguir las instrucciones del ministro de la Guerra se propició una travesía peligrosa por las condiciones del buque y un retorno forzado por la orden de estar presente en la botadura del nuevo buque de la armada española, el Carlos V, orgullo de los astilleros andaluces. Pero con el tiempo muchas dudas fueron recalando en mi corazón, hasta que ya no pude asegurar que tu abuelo fuera libre de obrar de otra manera. Y yo mismo fui el que denunció a los brishanianos por otras actividades para impedir su venganza. A ellos, los 412 marinos les importaban un bledo; a ellos lo único que les movía era el asunto Margallo, el incidente de la agresión de este militar al Sultán. De ahí la carta que me ha enseñado tu abuela del Ministerio de Defensa de 1983. Yo soy un marinero de honor y no un justiciero de sierra y trabuco. Quería que supieras todo esto y estoy a tu servicio por el bien de esa biografía que tanto deseas. He hablado con tu abuela y cuento con su beneplácito. Ahora quiero saber tu opinión”. Al fin podía hablar, porque en toda esta historia nunca aparecía mi propia opinión, cosa por otra parte saludable, porque la raya que separa al anónimo amanuense que deber ser el narrador de un personaje impertinente es muy tenue y quebradiza. Estas fueron mis palabras: “Agradezco su cambio de opinión y el coraje de su denuncia. Probablemente ello ha salvado la vida a mi abuelo y su familia. En cambio, yo no puedo templar su conciencia: ésa es suya hasta el último día. Si tiene alguna deuda es con ellos, no conmigo. Puedo ofrecerle mis respeto por su ancianidad; por el resto sólo puedo ofrecerle mi silencio. No puedo reparar sus errores porque usted tampoco puede hacerlo con sus consecuencias. Eso es todo”. Y ahí acabó la conversación.
Han pasado 2 años y el marinero Posada ha muerto. Mi abuelo y él fueron amigos en su juventud, pero sus ideales y las circunstancias les hicieron enemigos. Ahora la tumba les ha igualado, les ha reconciliado, ¿o no? Yo tengo mi propia opinión, que probablemente no coincidirá con la del lector.


Antonio Mora Plaza
Madrid, 17 de julio de 2008

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