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Yo siempre había observado que las personas mayores suelen ser más conservadoras que los jóvenes, y no sólo en lo que atañe a la política, a la religión o a la moral, sino en otro aspectos más triviales. Por ejemplo, no suelen ser dados a cambiar de mobiliario, a innovar en el vestir o a cambiar del trayecto diario: parecería que todo ello les resguarda de la descarga emocional de la sorpresa. Todo esto viene a cuento porque un día que entré en la biblioteca de mi abuelo me encontré un viejo mueble-instrumento que emitía una música nada desagradable. Se trataba de un viejo gramófono y era la primera vez que, desde que tengo eso que llaman uso de razón, veía una modificación de los muebles en la biblioteca. Al ver a mi abuelo recostado en el sofá medio extasiado y sin un libro en la mano le pregunté que cómo era posible que tuviera las manos desocupadas, huérfanas de lectura y me dijo: “Nieto, yo soy incapaz de leer y oír los sones del pentagrama, y menos aún si es Bach quien llena el aire con sus notas”. Aproveché entonces para intentar ponerle en un brete e interrogarle por sus gustos musicales y autores favoritos. Yo nunca le había visto escuchar música y el pequeño demonio que todos llevamos dentro me salió a relucir. Esta fue su contestación: “Los grandes de la música no tienen jerarquía estética; todo depende del momento y de cada sensibilidad. Así, ocurre que Wagner aturde cuando buscas concentración, Verdi te rescata de la trivialidad, Beethoven absorbe cuando pides distracción, Mozart o Tchaikosqui emocionan cuando necesitas serenidad. Son sólo algunos ejemplos. Sin embargo, mi favorito es Bach, porque te invita a la compañía cuando huyes de la soledad; distrae sin absorber, al revés que el gran sordo, y emociona con moderación, a diferencia del genio vienés”. ¡No había manera con mi abuelo! Decidí entonces cambiar de tercio, pero sin abandonar mis aviesas –aunque creo que veniales- intenciones de pillarle en un renuncio, en una duda, en una contrariedad, y le dije lo siguiente: “Abuelo, siempre me ha llamado la atención que seáis de conducta tan poco convencional, de moral tan abierta, tan anárquica, tan poco sujeta a códigos y cánones y, sin embargo, hayáis sido un servidor del Estado. No os lo reprocho, porque me siento orgulloso de ser su nieto por esto y por tantas cosas, y tampoco os lo reprocharía aunque no se acomodara a mis ideas por el inmenso respeto que me merecéis”. Pensé entonces que un exceso de adulación no desentonaba con la verdad que entrañaban mis palabras, pero que me podían servir para distraer su entendimiento con el despertar de la emoción. Mi abuelo pensó unos segundos antes de contestar y dijo: “Prefiero un código, por dogmático que sea, a la arbitrariedad del poder sin norma”. Y se calló. Cerró los ojos unos instantes, dio una calada a su pipa, acarició a Lanas, su perro sempiterno y me dijo remedando a Rubén Darío: “Nieto, te voy a contar un cuento. Érase una vez…”. Y así comienza la leyenda:
… en Babilonia, el reino más importante de Mesopotamia a comienzos del reinado de Hammurabi, 18 siglos antes de la era cristiana. Un sumerio y un acadio han ido a parar a la cárcel: el primero es farmacéutico y ha sido acusado de robar un dromedario; el segundo –el acadio- es un noble acusado de intentar impedir la subida al trono del gran legislador, el Rey de las Cuatro Regiones, y de blasfemar contra el dios Marduk. Su ofensa es mucha y merece la muerte, pero como no hay legislación, su pena depende de los carceleros; lo mismo ocurre con el farmacéutico sumerio. Al día siguiente de su prisión el farmacéutico se lamentaba en estos términos: “¡Qué adversa ha sido la diosa fortuna conmigo! Tantos años sirviendo bien al rey con mis preparados y que de tal manera estaba considerado y tan bien me pagaron mis servicios él y los muchos nobles a los que atendí, que hasta he podido reunir dos cofres llenos de perlas, pendientes, collares y brazaletes de oro que tengo enterrados en una duna cerca de un oasis cerca de Nippur…”. Y sin esperar que acabara su soliloquio el sumerio, el noble acadio se levantó del duro suelo de la prisión y le dijo: “Vez que de nada te sirven aquí tus tesoros cuando carecemos de el principal de ellos: la libertad. No ha sido la fortuna adversa, ni podemos inculpar a los dioses de nuestro infortunio, porque entonces deberíamos creer en dioses injustos y, para eso, yo prefiero no creer en ellos. La culpa es de la falta de unas leyes que eliminen la arbitrariedad de los gobernantes, de los poderosos, de los propietarios de esclavos. Yo he sido acusado de atentar contra el rey cuando mi delito es discrepar de sus decisiones”. Nada parecía cambiar en la cárcel hasta que un día, cuando llevaban cumplidos dos años de condena sin ver el Sol y dejados a pan y cerveza, el noble acadio oyó a uno de los carceleros lo siguiente: “No sólo debemos impedir que escapen, sino que mueran. Respondemos de ello con nuestras vidas. A partir de ahora debemos mejorar su alimento con legumbres y frutas”. El noble acadio se lo contó al sumerio que hasta ese momento dormía en el jergón de paja, se quedó reflexionando por unos segundos y entonces le dijo al noble acadio: “Ahora ya sé cómo salir de aquí”. El acadio, que era un escéptico, se sonrió y se quedó como estaba: sentado y apoyado en la pared de adobe. El sumerio, molesto por la incredulidad del compañero de cárcel -aunque fuera acadio- sacó de un forro de su raída túnica una minúscula bolsita de cuero, le quitó el hilo que la cosía, se tomó su contenido y gritó: “Carcelero, he tomado un veneno y moriré en cuestión de horas si no tomo el antídoto, y sólo yo sé dónde está”. El acadio esta vez se levantó como pudo sin saber qué decir o qué hacer. Uno de los carceleros entró, le miró al sumerio y le dijo: “Entonces vendrás conmigo a donde está ese antídoto que pregonas, te lo tomarás y volveremos aquí”. El sumerio asintió con la cabeza y dejó sólo al acadio. Y cuando habían recorrido la mitad del trayecto en mula hasta la ciudad de Kish, el sumerio se detuvo cansado y le dijo al carcelero: “Cerca de aquí tengo escondido un tesoro que yo te indicaré. Si me dejas libre cuando lleguemos a él tú podrás quedártelo, seguir el camino hasta Nippur y más allá y dejar ese infame oficio; yo, mientras tanto, llegaré a la ciudad de Kish, tomaré el antídoto y volveré sobre mis pasos de nuevo a la cárcel”. El carcelero soltó una carcajada y dijo: “Qué garantías tengo yo de que vuelvas al mísero lugar de donde vienes, insolente sumerio. Soy un guerrero, pero no un estúpido”. El sumerio contestó: “Cierto, no tienes ninguna garantía, pero tampoco tienes nada que perder. Tú, cuando alcances Nippur estarás fuera de la jurisdicción de Babilonia y serás rico, ¿qué te importa mi suerte? Por otro lado, si tienes la tentación de matarme no se habrá cumplido la segunda condición de tu misión como carcelero y te buscarán para matarte; en cambio, si yo tomo el antídoto y cumplo mi palabra, tanto mi persona como el acadio ahora en prisión estaremos allí y vivos y sólo te echaran de menos tus compañeros, incluso insultarán a tu familia por tu desprecio, pero tu ofensa no será tanta como para buscarte y matarte. Con el tiempo lo olvidarán, porque su misión estará cumplida”. El carcelero se quedó estupefacto, le miró a los ojos al sumerio y dijo: “Sea, tu ganas y yo… también. Vayamos al tesoro y serás libre”. Y así hicieron: el carcelero encontró el tesoro y lo cargó en la mula hasta Nippur; el sumerio se dirigió a la cárcel directamente a donde estaba el acadio y esto lo hizo por dos motivos: porque era mentira que hubiera tomado un veneno y porque quería proponerle el mismo juego al acadio en vista de que había funcionado una vez. Pero cuando ya estuvo en la cárcel y cuando le propuso al acadio huir juntos con la misma treta que él había usado éste respondió: “Yo no quiero arriesgar mi vida porque la valoro en mucho. Un golpe de suerte puede darnos la libertad en tiempos tan agitados como estos, donde hasta los carceleros tienen enemigos. No escaparé. Yo soy noble y no tengo donde huir. Mi paciencia es grande, aquí se come bien y nos han cambiado de estancia a mejor, como has podido comprobar. Repite la jugada y te deseo toda la suerte que el dios Marduk te pueda otorgar”. Y así repitió el sumerio, confiado en que un segundo tesoro que tenía escondido no muy lejos del otro serviría de reclamo para el nuevo carcelero. Éste sintió la misma tentación que el anterior y ambos, el nuevo carcelero y el sumerio, se dirigieron a Kish para desempolvar el segundo tesoro que allí debería estar, en una duna cerca de un pequeño oasis. Pero cuando llegaron al lugar donde el sumerio suponía que estaba el preciado cofre se encontró que no había nada: el anterior carcelero, llevado por su codicia, había levantado varias dunas alrededor de la que estaba enterrado el primer tesoro, había encontrado el segundo y se lo había llevado. El nuevo carcelero montó en cólera, desenvainó su espada y mató al pobre sumerio. ¿Y que pasó con el segundo preso, el acadio? Dice la leyenda que estuvo 40 años en la cárcel, que salió cuando una revuelta dejó sin carcelero la cárcel y se vio libre; libre sí, pero ciego de 40 años sin ver el Sol, viejo, sin dientes, sin fuerza y sin tener con que sustentarse. Dicen que volvió a la cárcel, buscó los restos de la farmacopea del compañero sumerio -del que creía que había conseguido la libertad- se tomó todas las bolsas de cuero con preparados de su amigo y murió. En efecto, entre ellas había algunas que eran letales: el noble acadio prefirió el suicidio a una muerte lenta. Y dice la leyenda que cuando el gran Hammurabi supo de estos hechos, ocupó el resto de su vida en crear un código que eliminara la arbitrariedad de los gobernantes hacia los gobernados. También se supo que las acusaciones contra el sumerio y el noble acadio, ambas, eran falsas, sin fundamento: ambos eran inocentes. Y por último, dice la leyenda que el carcelero avaro, por cargar la mula con los dos cofres, la reventó y la pobre murió en pleno desierto y, tras el inocente animal, le tocó el turno al mismo carcelero, porque el desierto no perdona la codicia y es tumba de los ambiciosos.
El abuelo, tras tomar un respiro preguntó al nieto: “¿Cuál fue la decisión más acertada? El sumerio tomó tres decisiones arriesgadas: engañar al primer carcelero, volver a la cárcel a por su compañero e intentar engañar al segundo carcelero; el acadio esperó un golpe de suerte que sólo se produjo cuando ya la naturaleza daba fin a su ciclo. La pregunta que te he hecho no tiene respuesta; la única pregunta válida es la de ¿tú y los demás tús semejantes al tuyo qué harían?”. Me quedé reflexionando un rato y le dije que no tenía respuesta y mi abuelo añadió: “No la tienes porque aun cuando pareciera que ambos podían elegir, era tal el riesgo de su elección, que la libertad de elegir se desmoronaba como un azucarillo en un café de Arabia. Esa es muchas veces la libertad a la que estamos abocados en el mundo en el que vivimos. Los dos presos vivían en un país sin códigos; de saber cada uno su condena quizá hubieran obrado de otra manera, porque su condena al menos no estaría sujeta a la arbitrariedad. Más vale un mal código que la arbitrariedad del poder, del poderoso, del adinerado, del carcelero, del religioso, del militar, del creyente, del pariente, incluso del generoso, porque puede dejar de serlo. De ahí mis servicios al Estado, a pesar de que tienes razón en cuanto mi antipatía por todo tipo de códigos, normas y leyes”.
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Antonio Mora Plaza
Madrid, 24 de julio de 2008
Yo siempre había observado que las personas mayores suelen ser más conservadoras que los jóvenes, y no sólo en lo que atañe a la política, a la religión o a la moral, sino en otro aspectos más triviales. Por ejemplo, no suelen ser dados a cambiar de mobiliario, a innovar en el vestir o a cambiar del trayecto diario: parecería que todo ello les resguarda de la descarga emocional de la sorpresa. Todo esto viene a cuento porque un día que entré en la biblioteca de mi abuelo me encontré un viejo mueble-instrumento que emitía una música nada desagradable. Se trataba de un viejo gramófono y era la primera vez que, desde que tengo eso que llaman uso de razón, veía una modificación de los muebles en la biblioteca. Al ver a mi abuelo recostado en el sofá medio extasiado y sin un libro en la mano le pregunté que cómo era posible que tuviera las manos desocupadas, huérfanas de lectura y me dijo: “Nieto, yo soy incapaz de leer y oír los sones del pentagrama, y menos aún si es Bach quien llena el aire con sus notas”. Aproveché entonces para intentar ponerle en un brete e interrogarle por sus gustos musicales y autores favoritos. Yo nunca le había visto escuchar música y el pequeño demonio que todos llevamos dentro me salió a relucir. Esta fue su contestación: “Los grandes de la música no tienen jerarquía estética; todo depende del momento y de cada sensibilidad. Así, ocurre que Wagner aturde cuando buscas concentración, Verdi te rescata de la trivialidad, Beethoven absorbe cuando pides distracción, Mozart o Tchaikosqui emocionan cuando necesitas serenidad. Son sólo algunos ejemplos. Sin embargo, mi favorito es Bach, porque te invita a la compañía cuando huyes de la soledad; distrae sin absorber, al revés que el gran sordo, y emociona con moderación, a diferencia del genio vienés”. ¡No había manera con mi abuelo! Decidí entonces cambiar de tercio, pero sin abandonar mis aviesas –aunque creo que veniales- intenciones de pillarle en un renuncio, en una duda, en una contrariedad, y le dije lo siguiente: “Abuelo, siempre me ha llamado la atención que seáis de conducta tan poco convencional, de moral tan abierta, tan anárquica, tan poco sujeta a códigos y cánones y, sin embargo, hayáis sido un servidor del Estado. No os lo reprocho, porque me siento orgulloso de ser su nieto por esto y por tantas cosas, y tampoco os lo reprocharía aunque no se acomodara a mis ideas por el inmenso respeto que me merecéis”. Pensé entonces que un exceso de adulación no desentonaba con la verdad que entrañaban mis palabras, pero que me podían servir para distraer su entendimiento con el despertar de la emoción. Mi abuelo pensó unos segundos antes de contestar y dijo: “Prefiero un código, por dogmático que sea, a la arbitrariedad del poder sin norma”. Y se calló. Cerró los ojos unos instantes, dio una calada a su pipa, acarició a Lanas, su perro sempiterno y me dijo remedando a Rubén Darío: “Nieto, te voy a contar un cuento. Érase una vez…”. Y así comienza la leyenda:
… en Babilonia, el reino más importante de Mesopotamia a comienzos del reinado de Hammurabi, 18 siglos antes de la era cristiana. Un sumerio y un acadio han ido a parar a la cárcel: el primero es farmacéutico y ha sido acusado de robar un dromedario; el segundo –el acadio- es un noble acusado de intentar impedir la subida al trono del gran legislador, el Rey de las Cuatro Regiones, y de blasfemar contra el dios Marduk. Su ofensa es mucha y merece la muerte, pero como no hay legislación, su pena depende de los carceleros; lo mismo ocurre con el farmacéutico sumerio. Al día siguiente de su prisión el farmacéutico se lamentaba en estos términos: “¡Qué adversa ha sido la diosa fortuna conmigo! Tantos años sirviendo bien al rey con mis preparados y que de tal manera estaba considerado y tan bien me pagaron mis servicios él y los muchos nobles a los que atendí, que hasta he podido reunir dos cofres llenos de perlas, pendientes, collares y brazaletes de oro que tengo enterrados en una duna cerca de un oasis cerca de Nippur…”. Y sin esperar que acabara su soliloquio el sumerio, el noble acadio se levantó del duro suelo de la prisión y le dijo: “Vez que de nada te sirven aquí tus tesoros cuando carecemos de el principal de ellos: la libertad. No ha sido la fortuna adversa, ni podemos inculpar a los dioses de nuestro infortunio, porque entonces deberíamos creer en dioses injustos y, para eso, yo prefiero no creer en ellos. La culpa es de la falta de unas leyes que eliminen la arbitrariedad de los gobernantes, de los poderosos, de los propietarios de esclavos. Yo he sido acusado de atentar contra el rey cuando mi delito es discrepar de sus decisiones”. Nada parecía cambiar en la cárcel hasta que un día, cuando llevaban cumplidos dos años de condena sin ver el Sol y dejados a pan y cerveza, el noble acadio oyó a uno de los carceleros lo siguiente: “No sólo debemos impedir que escapen, sino que mueran. Respondemos de ello con nuestras vidas. A partir de ahora debemos mejorar su alimento con legumbres y frutas”. El noble acadio se lo contó al sumerio que hasta ese momento dormía en el jergón de paja, se quedó reflexionando por unos segundos y entonces le dijo al noble acadio: “Ahora ya sé cómo salir de aquí”. El acadio, que era un escéptico, se sonrió y se quedó como estaba: sentado y apoyado en la pared de adobe. El sumerio, molesto por la incredulidad del compañero de cárcel -aunque fuera acadio- sacó de un forro de su raída túnica una minúscula bolsita de cuero, le quitó el hilo que la cosía, se tomó su contenido y gritó: “Carcelero, he tomado un veneno y moriré en cuestión de horas si no tomo el antídoto, y sólo yo sé dónde está”. El acadio esta vez se levantó como pudo sin saber qué decir o qué hacer. Uno de los carceleros entró, le miró al sumerio y le dijo: “Entonces vendrás conmigo a donde está ese antídoto que pregonas, te lo tomarás y volveremos aquí”. El sumerio asintió con la cabeza y dejó sólo al acadio. Y cuando habían recorrido la mitad del trayecto en mula hasta la ciudad de Kish, el sumerio se detuvo cansado y le dijo al carcelero: “Cerca de aquí tengo escondido un tesoro que yo te indicaré. Si me dejas libre cuando lleguemos a él tú podrás quedártelo, seguir el camino hasta Nippur y más allá y dejar ese infame oficio; yo, mientras tanto, llegaré a la ciudad de Kish, tomaré el antídoto y volveré sobre mis pasos de nuevo a la cárcel”. El carcelero soltó una carcajada y dijo: “Qué garantías tengo yo de que vuelvas al mísero lugar de donde vienes, insolente sumerio. Soy un guerrero, pero no un estúpido”. El sumerio contestó: “Cierto, no tienes ninguna garantía, pero tampoco tienes nada que perder. Tú, cuando alcances Nippur estarás fuera de la jurisdicción de Babilonia y serás rico, ¿qué te importa mi suerte? Por otro lado, si tienes la tentación de matarme no se habrá cumplido la segunda condición de tu misión como carcelero y te buscarán para matarte; en cambio, si yo tomo el antídoto y cumplo mi palabra, tanto mi persona como el acadio ahora en prisión estaremos allí y vivos y sólo te echaran de menos tus compañeros, incluso insultarán a tu familia por tu desprecio, pero tu ofensa no será tanta como para buscarte y matarte. Con el tiempo lo olvidarán, porque su misión estará cumplida”. El carcelero se quedó estupefacto, le miró a los ojos al sumerio y dijo: “Sea, tu ganas y yo… también. Vayamos al tesoro y serás libre”. Y así hicieron: el carcelero encontró el tesoro y lo cargó en la mula hasta Nippur; el sumerio se dirigió a la cárcel directamente a donde estaba el acadio y esto lo hizo por dos motivos: porque era mentira que hubiera tomado un veneno y porque quería proponerle el mismo juego al acadio en vista de que había funcionado una vez. Pero cuando ya estuvo en la cárcel y cuando le propuso al acadio huir juntos con la misma treta que él había usado éste respondió: “Yo no quiero arriesgar mi vida porque la valoro en mucho. Un golpe de suerte puede darnos la libertad en tiempos tan agitados como estos, donde hasta los carceleros tienen enemigos. No escaparé. Yo soy noble y no tengo donde huir. Mi paciencia es grande, aquí se come bien y nos han cambiado de estancia a mejor, como has podido comprobar. Repite la jugada y te deseo toda la suerte que el dios Marduk te pueda otorgar”. Y así repitió el sumerio, confiado en que un segundo tesoro que tenía escondido no muy lejos del otro serviría de reclamo para el nuevo carcelero. Éste sintió la misma tentación que el anterior y ambos, el nuevo carcelero y el sumerio, se dirigieron a Kish para desempolvar el segundo tesoro que allí debería estar, en una duna cerca de un pequeño oasis. Pero cuando llegaron al lugar donde el sumerio suponía que estaba el preciado cofre se encontró que no había nada: el anterior carcelero, llevado por su codicia, había levantado varias dunas alrededor de la que estaba enterrado el primer tesoro, había encontrado el segundo y se lo había llevado. El nuevo carcelero montó en cólera, desenvainó su espada y mató al pobre sumerio. ¿Y que pasó con el segundo preso, el acadio? Dice la leyenda que estuvo 40 años en la cárcel, que salió cuando una revuelta dejó sin carcelero la cárcel y se vio libre; libre sí, pero ciego de 40 años sin ver el Sol, viejo, sin dientes, sin fuerza y sin tener con que sustentarse. Dicen que volvió a la cárcel, buscó los restos de la farmacopea del compañero sumerio -del que creía que había conseguido la libertad- se tomó todas las bolsas de cuero con preparados de su amigo y murió. En efecto, entre ellas había algunas que eran letales: el noble acadio prefirió el suicidio a una muerte lenta. Y dice la leyenda que cuando el gran Hammurabi supo de estos hechos, ocupó el resto de su vida en crear un código que eliminara la arbitrariedad de los gobernantes hacia los gobernados. También se supo que las acusaciones contra el sumerio y el noble acadio, ambas, eran falsas, sin fundamento: ambos eran inocentes. Y por último, dice la leyenda que el carcelero avaro, por cargar la mula con los dos cofres, la reventó y la pobre murió en pleno desierto y, tras el inocente animal, le tocó el turno al mismo carcelero, porque el desierto no perdona la codicia y es tumba de los ambiciosos.
El abuelo, tras tomar un respiro preguntó al nieto: “¿Cuál fue la decisión más acertada? El sumerio tomó tres decisiones arriesgadas: engañar al primer carcelero, volver a la cárcel a por su compañero e intentar engañar al segundo carcelero; el acadio esperó un golpe de suerte que sólo se produjo cuando ya la naturaleza daba fin a su ciclo. La pregunta que te he hecho no tiene respuesta; la única pregunta válida es la de ¿tú y los demás tús semejantes al tuyo qué harían?”. Me quedé reflexionando un rato y le dije que no tenía respuesta y mi abuelo añadió: “No la tienes porque aun cuando pareciera que ambos podían elegir, era tal el riesgo de su elección, que la libertad de elegir se desmoronaba como un azucarillo en un café de Arabia. Esa es muchas veces la libertad a la que estamos abocados en el mundo en el que vivimos. Los dos presos vivían en un país sin códigos; de saber cada uno su condena quizá hubieran obrado de otra manera, porque su condena al menos no estaría sujeta a la arbitrariedad. Más vale un mal código que la arbitrariedad del poder, del poderoso, del adinerado, del carcelero, del religioso, del militar, del creyente, del pariente, incluso del generoso, porque puede dejar de serlo. De ahí mis servicios al Estado, a pesar de que tienes razón en cuanto mi antipatía por todo tipo de códigos, normas y leyes”.
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Antonio Mora Plaza
Madrid, 24 de julio de 2008
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