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Cuando escribo estas líneas hace ya dos años que mi abuelo nos dejó. A veces ocurren cosas, coincidencias, que para su explicación tenemos que recurrir a ese depósito de ignorancia que llamamos casualidad o probabilidad. Hace unos días que estaba en la biblioteca de mi abuelo leyendo un librillo de Kant sobre la paz perpetua y cuando acabé me vino a las mientes que mi abuelo jamás me había contado algún amorío real. Es verdad que me narró la historia de la “Indiana”, pero con ello eludía mi verdadera intención cuando mostraba mi extrañeza ante la falta de personajes femeninos en sus relatos; en realidad fue una manera de salir del paso. Ahora que redacto estas líneas tampoco pude entender cuál fue el mecanismo mental que me llevó a relacionar a Kant con la palabra amor. Volviendo atrás en el tiempo de nuevo a la biblioteca de mi abuelo, en esas estaba cuando ocurrió que, hojeando el libro, me encontré en sus últimas páginas la siguiente nota de mi abuelo: “Cuando leas esto en muy pocos minutos alguien llamará a la puerta, te contará una historia que sin ser cierta no es falsa y siendo imposible al final no la verás como tal. Escúchala, pero sé sólo espectador y no dejes que tu corazón aturda con su latir tu juicio. ¡En este caso elude, nieto, elude, que yo no estaré para ayudarte!”.
Mi abuelo en vida era sorprendente a veces, enigmático las más y volcánico siempre, pero esta vez sobrepasaba todo lo imaginable. Me quedé unos larguísimos minutos mirando la puerta y con el libro caído deseando como nunca que oscureciera. Pasó el tiempo de esta guisa y cuando me levantaba para avisar a mi abuela –ya muy anciana- de que me iba, sonó el timbre de la puerta y una mujer aún joven, vestida convencionalmente, vino hacia la biblioteca acompañada de mi abuela, se sentó en una de las butacas de la sala y estas fueron sus palabras: “Eres sin duda el nieto preferido de tu abuelo Humberto Ortega. Yo me llamo ahora Isabel Cremades. Estoy muy asustada porque he recibido amenazas por teléfono desde hace dos años. Ahora también por escrito, como puedes ver en esta nota”. Esto es lo que decía: “Has roto la cadena de muchas almas transmigrantes con tu atroz crimen. La tuya no puede descansar en paz y debemos evitar su transmigración. Firmado: La secta de los poligonales”.
Yo no me había recuperado de la enorme ¿casualidad? de la nota de mi abuelo en un libro de Kant y la llegada de esta mujer, cuando el relato me dejó atónito, con la boca abierta, sin saber qué decir. Pasaron unos minutos, se ahondó el silencio y cuando el paso del tiempo se me hacía insufrible le pregunté lo obvio: “¿Isabel, qué relación tienes o has tenido con mi abuelo?”. Su respuesta me remató: he sido su primera novia”. Me erguí en el sillón, bebí agua y le contesté: “cuéntame lo que quieras, que yo intentaré colar la razón por algún lado”. Este fue su relato:
“Decía que mi nombre actual es Isabel Cremades, pero soy tan sólo el alma transmigrante de Teresa de Velasco, descendiente de la menina Isabel de Velasco que pintara Velázquez en el cuadro famoso. Tu abuelo sabía cómo se pintó el cuadro por algo más que simples deducciones. Yo fui, es decir Teresa de Velasco fue, el primer –y quizá el último también- amor de tu abuelo. Yo, es decir Teresa entró en la secta de los pitagóricos llevada a partes iguales por la curiosidad, madre de la ciencia, y por el amor, padre del género humano. Fui, o fue, la primera mujer que entró en la secta, porque hasta entonces estaba vedada para nosotras, las mujeres, traicionando así sus orígenes, porque se tiene registrado a Teano como la primera mujer matemática y pitagórica. Pero no todos lo aceptaron, especialmente la secta de los poligonales –herederos de los acusmáticos-, más tradicionales en sus actitudes, más dogmáticos en sus creencias, más gregarios en su liderazgo, y se opusieron a toda adecuación a los tiempos modernos; rechazaron cualquier duda sobre la transmigración, cualquier avance en la Aritmética; se quedaron en Pitágoras, Platón, Tales y Euclides; extrañan a Arquímedes, rechazan los infinitorum, abjuran de Cantor y sus transfinitos, desconocen a Gödel; para ellos cualquier Savonarola engendra su Torquemada. Y, en lo que a Isabel afecta, rechazan de plano la pertenencia de las mujeres a la secta. Tu abuelo luchó por cambiar eso y lo consiguió sólo con los pitagóricos. A pesar de todo, todo parecía encauzado hasta que en una sesión de la secta el maestro de ceremonias nos comunicó un oráculo de su alma transmigrante:
El fuego de la heterodoxia acabará con la heterodoxia, entonces la heterodoxia de la heterodoxia apagará el fuego… con su sangre.
Desconocíamos en absoluto que podía significar eso hasta que un día se quemó la casa del maestro de los poligonales y gran parte de sus obras y enseres. Los poligonales culparon, claro está, a Isabel de Velasco y a tu abuelo del suceso por su heterodoxia y su valor al enfrentarse al dogmatismo como Teseo al Minotauro. Pero algo falló, porque Isabel pereció en el incendio y las dudas quedaron flotando: ¿qué hacía Isabel en esa casa?, ¿su muerte fue un accidente?, ¿era culpable o tan sólo una víctima?. Con tu abuelo no se atrevieron por su poder y su personalidad, pero la venganza insatisfecha impregnó para siempre la convivencia de unos y otros: todo permaneció como en un murmullo lacerado. Todo lo recuerdo como si lo hubiera vivido. De hecho lo viví, porque yo soy a la vez Teresa e Isabel”.
Permanecí impávido escuchando la voz dulce de Isabel y pensé que lo primero que tenía que conseguir era aclarar lo de la transmigración de su alma desde la de Teresa, pero antes de que pudiera interrogarla me dijo: “ya sé que no crees en lo de la transmigración, pero te daré algunos datos. Tu abuelo estuvo en Harappa donde sufrió una profecía, cerca de su casa de Toledo hay un cementerio con un alquimista áureo enterrado, “la paz perpetua” es su libro de cabecera, es adicto a la moral kantiana, se casó con Francisca y tuvo 7 hijos… “, y así un largo etcétera, con datos cada vez más precisos de la vida de mi abuelo, sus intimidades, sus deseos, sus manías: nadie que no hubiera estado con él podía conocer su intimidad, sus gustos, sus principios, nadie quien no hubiera sido Teresa de Velasco. Pasé con élla las 2 horas más agradable de mi vida charlando de todo: de mi abuelo sobre todo, de nosotros, de la finitud de la vida, de cómo el dogmatismo de sectas y religiones engendran perversión, odio, guerra y muerte, en definitiva, de la catolicidad de las creencias. Cuando nos despedimos sentí que Cupido había estado revoloteando por nuestras cabezas, jugueteando caprichosamente con sus dardos que hieren pero casi nunca matan. Prometimos vernos a la semana siguiente.
Han pasado 3 años y ya no quedan ni mi abuela ni sus animalitos, yo he acabado mis estudios, he conocido la angustia y la insatisfacción, pero no he vuelto a ver a Isabel Cremades: el Hades, quizá Neptuno, quizá Satán, quizá otro ser angelical haya recibido su alma para vivir entre nosotros, y quizá quiera el destino que un día me haga compañero de Isabel. Todo esto lo pensaba –o mejor, lo deseaba- en la biblioteca de mi abuelo cuando, hojeando el libro de Kepler sobre los cielos, me encontré esta nota de él escrita en la última página: “a veces, hasta las personas más inteligentes y los corazones más puros naufragan ante sectas y religiones porque el conocimiento es un islote en el mar de las creencias; también porque las grandes preguntas no resisten el juicio de la duda y sucumben al corazón como la polilla a la luz”. Sólo me quedaba la satisfacción -a la vez que el temor- de haber descifrado el oráculo: el fuego de la heterodoxia es el incendio supuestamente provocado por la heterodoxa Teresa de Velasco, que acabará –sólo lo intentará- con los heterodoxos poligonales; ello justificará que estos últimos –heterodoxos respecto a los pitagóricos- persigan a Teresa de Velasco hasta su muerte -con su sangre-. Pero las sombras de la duda apagaron para mí las ilusiones de la juventud: si Teresa había muerto en el incendio, los poligonales perseguirían a su alma transmigrante, es decir, a Isabel Cremades.
Han pasado aún más años y ni rastro de Isabel. Tenía razón como siempre mi abuelo: la historia, sin ser cierta para un juicio racional, no es falsa y, siendo imposible, no la acepté nunca como tal. Prefiero la esperanza de lo irracional a la certeza de la razón. ¡Cuánto he echado de menos a mi abuelo en toda esta historia!
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 8 de julio de 2008
Cuando escribo estas líneas hace ya dos años que mi abuelo nos dejó. A veces ocurren cosas, coincidencias, que para su explicación tenemos que recurrir a ese depósito de ignorancia que llamamos casualidad o probabilidad. Hace unos días que estaba en la biblioteca de mi abuelo leyendo un librillo de Kant sobre la paz perpetua y cuando acabé me vino a las mientes que mi abuelo jamás me había contado algún amorío real. Es verdad que me narró la historia de la “Indiana”, pero con ello eludía mi verdadera intención cuando mostraba mi extrañeza ante la falta de personajes femeninos en sus relatos; en realidad fue una manera de salir del paso. Ahora que redacto estas líneas tampoco pude entender cuál fue el mecanismo mental que me llevó a relacionar a Kant con la palabra amor. Volviendo atrás en el tiempo de nuevo a la biblioteca de mi abuelo, en esas estaba cuando ocurrió que, hojeando el libro, me encontré en sus últimas páginas la siguiente nota de mi abuelo: “Cuando leas esto en muy pocos minutos alguien llamará a la puerta, te contará una historia que sin ser cierta no es falsa y siendo imposible al final no la verás como tal. Escúchala, pero sé sólo espectador y no dejes que tu corazón aturda con su latir tu juicio. ¡En este caso elude, nieto, elude, que yo no estaré para ayudarte!”.
Mi abuelo en vida era sorprendente a veces, enigmático las más y volcánico siempre, pero esta vez sobrepasaba todo lo imaginable. Me quedé unos larguísimos minutos mirando la puerta y con el libro caído deseando como nunca que oscureciera. Pasó el tiempo de esta guisa y cuando me levantaba para avisar a mi abuela –ya muy anciana- de que me iba, sonó el timbre de la puerta y una mujer aún joven, vestida convencionalmente, vino hacia la biblioteca acompañada de mi abuela, se sentó en una de las butacas de la sala y estas fueron sus palabras: “Eres sin duda el nieto preferido de tu abuelo Humberto Ortega. Yo me llamo ahora Isabel Cremades. Estoy muy asustada porque he recibido amenazas por teléfono desde hace dos años. Ahora también por escrito, como puedes ver en esta nota”. Esto es lo que decía: “Has roto la cadena de muchas almas transmigrantes con tu atroz crimen. La tuya no puede descansar en paz y debemos evitar su transmigración. Firmado: La secta de los poligonales”.
Yo no me había recuperado de la enorme ¿casualidad? de la nota de mi abuelo en un libro de Kant y la llegada de esta mujer, cuando el relato me dejó atónito, con la boca abierta, sin saber qué decir. Pasaron unos minutos, se ahondó el silencio y cuando el paso del tiempo se me hacía insufrible le pregunté lo obvio: “¿Isabel, qué relación tienes o has tenido con mi abuelo?”. Su respuesta me remató: he sido su primera novia”. Me erguí en el sillón, bebí agua y le contesté: “cuéntame lo que quieras, que yo intentaré colar la razón por algún lado”. Este fue su relato:
“Decía que mi nombre actual es Isabel Cremades, pero soy tan sólo el alma transmigrante de Teresa de Velasco, descendiente de la menina Isabel de Velasco que pintara Velázquez en el cuadro famoso. Tu abuelo sabía cómo se pintó el cuadro por algo más que simples deducciones. Yo fui, es decir Teresa de Velasco fue, el primer –y quizá el último también- amor de tu abuelo. Yo, es decir Teresa entró en la secta de los pitagóricos llevada a partes iguales por la curiosidad, madre de la ciencia, y por el amor, padre del género humano. Fui, o fue, la primera mujer que entró en la secta, porque hasta entonces estaba vedada para nosotras, las mujeres, traicionando así sus orígenes, porque se tiene registrado a Teano como la primera mujer matemática y pitagórica. Pero no todos lo aceptaron, especialmente la secta de los poligonales –herederos de los acusmáticos-, más tradicionales en sus actitudes, más dogmáticos en sus creencias, más gregarios en su liderazgo, y se opusieron a toda adecuación a los tiempos modernos; rechazaron cualquier duda sobre la transmigración, cualquier avance en la Aritmética; se quedaron en Pitágoras, Platón, Tales y Euclides; extrañan a Arquímedes, rechazan los infinitorum, abjuran de Cantor y sus transfinitos, desconocen a Gödel; para ellos cualquier Savonarola engendra su Torquemada. Y, en lo que a Isabel afecta, rechazan de plano la pertenencia de las mujeres a la secta. Tu abuelo luchó por cambiar eso y lo consiguió sólo con los pitagóricos. A pesar de todo, todo parecía encauzado hasta que en una sesión de la secta el maestro de ceremonias nos comunicó un oráculo de su alma transmigrante:
El fuego de la heterodoxia acabará con la heterodoxia, entonces la heterodoxia de la heterodoxia apagará el fuego… con su sangre.
Desconocíamos en absoluto que podía significar eso hasta que un día se quemó la casa del maestro de los poligonales y gran parte de sus obras y enseres. Los poligonales culparon, claro está, a Isabel de Velasco y a tu abuelo del suceso por su heterodoxia y su valor al enfrentarse al dogmatismo como Teseo al Minotauro. Pero algo falló, porque Isabel pereció en el incendio y las dudas quedaron flotando: ¿qué hacía Isabel en esa casa?, ¿su muerte fue un accidente?, ¿era culpable o tan sólo una víctima?. Con tu abuelo no se atrevieron por su poder y su personalidad, pero la venganza insatisfecha impregnó para siempre la convivencia de unos y otros: todo permaneció como en un murmullo lacerado. Todo lo recuerdo como si lo hubiera vivido. De hecho lo viví, porque yo soy a la vez Teresa e Isabel”.
Permanecí impávido escuchando la voz dulce de Isabel y pensé que lo primero que tenía que conseguir era aclarar lo de la transmigración de su alma desde la de Teresa, pero antes de que pudiera interrogarla me dijo: “ya sé que no crees en lo de la transmigración, pero te daré algunos datos. Tu abuelo estuvo en Harappa donde sufrió una profecía, cerca de su casa de Toledo hay un cementerio con un alquimista áureo enterrado, “la paz perpetua” es su libro de cabecera, es adicto a la moral kantiana, se casó con Francisca y tuvo 7 hijos… “, y así un largo etcétera, con datos cada vez más precisos de la vida de mi abuelo, sus intimidades, sus deseos, sus manías: nadie que no hubiera estado con él podía conocer su intimidad, sus gustos, sus principios, nadie quien no hubiera sido Teresa de Velasco. Pasé con élla las 2 horas más agradable de mi vida charlando de todo: de mi abuelo sobre todo, de nosotros, de la finitud de la vida, de cómo el dogmatismo de sectas y religiones engendran perversión, odio, guerra y muerte, en definitiva, de la catolicidad de las creencias. Cuando nos despedimos sentí que Cupido había estado revoloteando por nuestras cabezas, jugueteando caprichosamente con sus dardos que hieren pero casi nunca matan. Prometimos vernos a la semana siguiente.
Han pasado 3 años y ya no quedan ni mi abuela ni sus animalitos, yo he acabado mis estudios, he conocido la angustia y la insatisfacción, pero no he vuelto a ver a Isabel Cremades: el Hades, quizá Neptuno, quizá Satán, quizá otro ser angelical haya recibido su alma para vivir entre nosotros, y quizá quiera el destino que un día me haga compañero de Isabel. Todo esto lo pensaba –o mejor, lo deseaba- en la biblioteca de mi abuelo cuando, hojeando el libro de Kepler sobre los cielos, me encontré esta nota de él escrita en la última página: “a veces, hasta las personas más inteligentes y los corazones más puros naufragan ante sectas y religiones porque el conocimiento es un islote en el mar de las creencias; también porque las grandes preguntas no resisten el juicio de la duda y sucumben al corazón como la polilla a la luz”. Sólo me quedaba la satisfacción -a la vez que el temor- de haber descifrado el oráculo: el fuego de la heterodoxia es el incendio supuestamente provocado por la heterodoxa Teresa de Velasco, que acabará –sólo lo intentará- con los heterodoxos poligonales; ello justificará que estos últimos –heterodoxos respecto a los pitagóricos- persigan a Teresa de Velasco hasta su muerte -con su sangre-. Pero las sombras de la duda apagaron para mí las ilusiones de la juventud: si Teresa había muerto en el incendio, los poligonales perseguirían a su alma transmigrante, es decir, a Isabel Cremades.
Han pasado aún más años y ni rastro de Isabel. Tenía razón como siempre mi abuelo: la historia, sin ser cierta para un juicio racional, no es falsa y, siendo imposible, no la acepté nunca como tal. Prefiero la esperanza de lo irracional a la certeza de la razón. ¡Cuánto he echado de menos a mi abuelo en toda esta historia!
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 8 de julio de 2008
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