15 jul 2008

La Pupila de la Aurora

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El mismo día que se murió mi abuelo había decidido escribir sus memorias porque las creía de sumo interés. Había vivido 101 años a plena lucidez y con una actividad inusitada en muchos campos y distintas profesiones y sabía que aún me esperaban muchas sorpresas, aunque quizá no tanta como la que aquí se verá. La biografía, decía mi abuelo, “si no es hagiografía, es una disculpa para hablar de historia, también de la microhistoria de la que hablaba el otro gran Don Miguel”. A mi abuelo no le eran muy simpáticos los historiadores que interpretaban la historia, porque sostenía que esta es una sucesión aleatoria de hechos ligados por la lógica –en el mejor de los casos-, los gustos y manías de cada historiador; estaba en contra de las teoría de las decadencias porque justificaban los nazismos de toda laya, de los biólogos de la historia –a pesar de que Toynbee era una de sus lecturas favoritas-, porque no entendía cómo podía encorsetarse lo que nos pasa a los humanos con la lógica de la biología: le parecía mucha casualidad; lo estaba también de los historicistas, porque llenaban el saco de la historia a bulto, según caen en su fondo hechos, batallas, fechas y… sufrimientos”. Decía que “lo que se llama historia es un puchero donde los historiadores cuecen acontecimientos soportables para paladares amaestrados desde la escuela”. Ya he comentado que mi abuelo era radical y también un buen… comensal. A pesar de todo había decidido investigar su pasado el mismo día de su entierro. Fue el día más triste de mi vida porque conversar con mi abuelo me permitía decidir en el qué hacer sin pensar en el qué soy: ahora lo tenía que pensar todo. En el duelo me llamó la atención una anciana que iba en una silla de ruedas -y no por esa desgraciada circunstancia-, sino porque su cara, aún tersa a pesar de su edad, me resultaba familiar. Una vez en casa de mi abuela le pregunté quién era y su respuesta me sorprendió, aunque más por la serenidad de sus palabras que por su significado: “Su nombre en España es Guillermina y fue el amor no consumado de tu abuelo porque nunca pudieron disfrutar de ello por circunstancias. Me ha dicho que tiene escritas sus memorias y que escandalizarán y sorprenderán al mundo y, especialmente, a Europa, pero que había esperado a la muerte del abuelo para evitarle a su edad cualquier contrariedad, cualquier sufrimiento”. La cosa quedó ahí pero, como quiera que la curiosidad intafisfecha impide el sosiego, yo iba todos los días a la biblioteca de mi abuelo a buscar ese documento, esa fotografía que me resultaba familiar. A la quinta semana de enredar con mis pesquisas abrí un libro de Asín Palacios y en él había una carta que decía: “Siento que tus días de danza y baile hayan terminado porque las mieles de la juventud ya apenas endulzan el paladar de la madurez. Puedes iniciar una nueva vida de relajación y estudio, a la par que transmitir lo que la experiencia y la reflexión te han enseñado. Nunca es tarde”. Lo que me sorprendió fueron las últimas palabras de la carta: “Sé que has vivido con el trauma de aquel simulacro; fue un acto criminal y un escarnio a la dignidad por actos que no has cometido. Yo he creído siempre en tu inocencia. Ahora lo que importa es el presente: el pasado es cuestión que atañe a la memoria y el futuro no existe, es sólo deseo de perdurar; sólo existe el presente y con él hay que bregar. Siempre estaré ahí: presente si me llamas, ausente si no me necesitas. Firmado: de Humberto a Margareta”. Lo sorprendente era el parecido de la foto del escrito en el libro y la persona en silla de ruedas que mi abuela dijo llamarse Guillermina.
Pasaron unos días en los que me hice más si cabe el encontradizo con mi abuela y un día que ella estaba leyendo en la biblioteca un ajado libro de Victoria Kent me decidí: “Abuela, creo que deberíamos hablar sobre el abuelo. He decidido escribir una biografía de él aunque se pierda en el inmenso baúl de lo que nunca es objeto de comercio y tú serías mi mayor y mejor fuente de información. Ahora que él no está te diré que, entre otras andanzas que yo no me atrevo a contarte, pertenecía a la secta de los poligonales y que a ti te lo ocultó desde el principio. Y ahora está el asunto de Guillermina o Margareta. Dime algo que quieras de lo que sepas”. Mi abuela sonrió maliciosamente y me dijo: “Eres encantador porque aún conservas la ingenuidad de la juventud acompañada de su vigor. Yo he sabido siempre las andanzas de tu abuelo: las de las sectas –en plural-, las amorosas, los simples amoríos insatisfechos, sus servicios al Estado, sus misiones para el gobierno de la República en los pocos años que la dejaron. Te diré que su gran amor fue Teresa de Velasco, la pequeña menina descendiente de la velazqueña. Luego ha tenido aventuras que sólo sirvieron para alimentar un ego mermado por los años; el de Guillermina fue el último amor. El me ocultaba estas cosas para no preocuparme y yo me dejaba engañar para que no se ocupara de lo inevitable: tu abuelo antes se cortaba una mano que darme un disgusto”. Le pregunté que cómo sabía lo de la secta y me dijo: “Sabes que, como ahora, yo leo por las tardes en la biblioteca, a veces con él presente y otras sin él; también que él no escribía en ningún diario sino que lo hacía en el primer libro que pillaba, porque su prodigiosa memoria le permitía saber donde estaban escritas sus ocurrencias a lo largo de más de 80 años. Además tenía un ligero temblor de manos desde muy joven y nunca dejaba los libros bien colocados, con lo que era muy fácil adivinar dónde escribía; luego yo los colocaba bien y él siempre pensó que su mal no le afectaba para esa tarea. Fácil, no crees. Me voy a la cocina y tú decide si te quedas o te vas”. Y cuando ya se levantaba le pregunté por la misteriosa señora en silla de ruedas que llamaba Guillermina y me dijo: “Así la llamo porque así se llama, pero nada puedo más decirte porque tengo una promesa que cumplir, pero te puedo asegurar que en la biblioteca hay suficiente material para que averigües lo que quieras. Sólo te pido que ni me lo cuentes ni me interrogues más sobre el tema y ya sabes que a veces las cosas no son lo que parecen”. Y así hice y sin más le di un beso a mi abuela y me fui a mi casa.
Se puede imaginar el lector la febril búsqueda que acometí en la semana siguiente en la biblioteca de mi abuelo antes de iniciar el pesado trabajo de hablar con todas las personas que conoció él, tarea casi ímproba. No sé porqué me rectifiqué a mi mismo y me dije: “Creo andar errado. Creo que nada tienes que ver el asunto de la señora Guillermina o Margareta y la secta de los poligonales. Esto traspasa fronteras aunque aún carezca de evidencias”. Durante una semana recorrí las páginas de cientos de libros de una biblioteca ya de 5.000 volúmenes. La tarea era ardua, porque mi abuelo escribía en el primero trozo en blanco que encontraba. El solía decir que en materia de lecturas era anarquista, en el trabajo perfeccionista, en política radical, en religión ausente, en amistades perseverante, en amores contumaz y en temas de moral, entre kantiano y lascivo. Ahora maldecía yo su libresco anarquismo. Sin embargo, o tuve suerte o quizá la merecí, porque al quinto día encontré una nota que decía: “No habrá fusilamiento, pero sí simulacro. Vivimos tiempos muy difíciles y ya no podemos ocultar que estamos perdiendo la guerra o, desde luego, no la estamos ganando. Nuestras tropas están en el límite y la moral baja. Nuestras sociedades son muy conservadoras y la inquietud ante la situación militar es insoportable. Necesitamos levantar la moral. A veces una acción ejemplar vale más que cientos de discursos patrióticos. Firmado: el embajador francés en España en octubre de 1917”.
En la hemeroteca repasé en periódicos españoles y franceses los acontecimientos de 1917 que me pudieran dar una pista y aparté definitivamente a los pitagóricos de mis preocupaciones. Al principio andaba entre la negra espesura, pero a medida que leía, la aurora echaba a codazos a la oscuridad y los rayos del Sol empezaban a iluminarme. Cada vez tenía más claro cuál era el acontecimiento que consternó a toda Europa y en el que estaba involucrado de alguna manera mi abuelo, pero aún veía muy lejos la solución definitiva. Y en esas estaba, debatiéndome entre dudas y certezas, cuando un día que estaba en la biblioteca ahora de mi abuela me dijo: “Nieto, hay una persona que quiere hablar contigo. No te muevas que estará aquí en cinco minutos”. Esperé como pude y en pocos minutos oí una silla de ruedas y vi entrar con un acompañante a la misteriosa señora del entierro: Guillermina para mi abuela, Margareta para mi abuelo. Sin mediar palabra me dijo: “Sé que el querido nieto de Francisca está escribiendo una biografía de su abuelo. Yo formo parte de su historia, pero te pido que encuentres lo que encuentres e interpretes como lo interpretes, no publiques nada sobre mí; y si tu curiosidad y determinación no pueden ocultar tus hallazgos, te pido que lo dejes en la ambigüedad que protege lo que no queremos que aflore. Hay dos posibles soluciones y tengo derecho a mi pasado, a la intimidad en el presente y a la dignidad de mi memoria en el futuro. La mayor parte de las personas viven en el claroscuro de los sentimientos, pero yo viví en el blanco y negro de las pasiones. No me arrepiento de nada porque ningún mal hice y, a pesar de ello, satisfice mis deseos y cumplí con mis ideales. Sé que quieres saber si soy Guillermina o Margareta, la holandesa. Esa es la ambigüedad que te pido. La historia no se puede modificar, sólo interpretar. Puedes ser fiel a la memoria de tu abuelo y a mi dignidad: que lo consigas depende de tu inteligencia. Me voy. Suerte con tu trabajo y recuerda nuestra conversación”. Y se fue. Lo menos que puedo decir es que tenía una idea peculiar de la palabra “conversación”.
Por mi parte había llegado a la mitad de la solución del problema. Traslado una simple nota de un periódico de la época: “En el día de hoy -15 de octubre de 1917- ha sido fusilada Margaretha Geertruida Zelle, más conocida como Mata-Hari. La famosa bailarina había sido acusada de espiar para el ejército alemán. Tenía 41 años”.
Durante mucho tiempo se habló de su vida licenciosa, de sus múltiples y notables amantes, de la muerte de su hijo, de su paso por todos los grandes países y escenarios europeos –estuvo en Madrid poco antes de su muerte-, y se especuló si el fusilamiento fue de verdad, si fue sólo un simulacro o si se fusiló realmente a una doble engañada. Al poco tiempo aparecieron muchos supuestos dobles que decían ser la verdadera Mata-Hari o, como ella misma se llamaba, La Pupila de la Aurora. Quizá la autobiografía que está escribiendo Guillermina –¿o es Margareta?- lo aclare todo. Yo, por lo que ella me dijo, no lo creo. Yo sé que la solución está en la biblioteca de mi abuelo porque él conoció en su juventud a la verdadera Margaretha, ¿pero dónde está?: en una carta, en una nota en un libro, en una página cualquiera, en la parte interior de una solapa, en una clave quizá esté la respuesta. O quizá deba dejar la cosa como está, porque la verdad sea tan insoportable que sea preferible la injusticia de la mentira. No tengo la respuesta y mi abuelo no está.
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 14 de julio de 2008

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