27 ago 2008

Leyenda apócrifa del Amazonas

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Decía mi abuelo Berto que la dificultad del relato, cuento o leyenda es doble: por un lado ha de ser autocomprensivo, pero sin hojarasca. Todo ha de servir al conjunto y proceder como el escultor que ha de eliminar lo que sobra para conseguir su obra; la otro dificultad es la de lo inevitable de la moraleja, por lo que sólo debemos aspirar a despojarla del prejuicio del dogma y de la creencia hasta contemplarla descarnada, kantiana, para que sirva de modelo universal desde la libertad del creador. Este relato que encontré escrito en las últimas páginas en blanco de un libro de Wittgenstein pretende ser, según mi abuelo, un ejemplo de ello. Veámoslo:

Dice la leyenda que, cuando despuntaba el nuevo siglo XVI, arribó a las costas amazónicas una nave portuguesa comandada por el capitán Fernando de Sousa, que tenía fama de fanfarrón y mujeriego, y una tripulación de hasta 30 marineros. El capitán estimaba mucho a sus marinos porque solía decirles que “eran más compañeros de fatigas que simple tropa marinera”. Dice la leyenda que cuando tomaron tierra en la ribera donde habitan los indios tupís les dijo: “¡No hemos venido aquí a la conquista de tierras para otros, aunque sean nuestros monarcas, y menos aún para nobles que luego las administren y se lleven los frutos de nuestros esfuerzos y nuestras vidas, sino para otro tipo de conquista. Es aquí fama la belleza de las indias tupíes, altas, morenas, de piel tostada, de ojos grandes y perfectas cejas. Esa será la única conquista, el único tesoro que nos llevaremos de regreso a nuestra patria. Tenemos dos semanas para dejar a Cupido vacío su carcaj!”. Y así ocurrió, enamorando a cuanta india se le ponía en su camino, al igual que el resto de sus compañeros marineros. Sé que le resultará extraño al lector este comportamiento del capitán y su tripulación, pero no todo en la conquista fueron búsqueda de tesoros y eldorados para administrar porque, como decía mi abuelo Berto “el hombre –y la mujer- son un caleidoscopio de deseos e intereses donde todas la situaciones imaginables son posibles con tal de que no transgredan los límites de la verosimilitud, y aún ésta queda a veces renqueante antes hechos y hazañas nunca imaginados”. Pero sigamos con la leyenda, porque sucedió que se enamoró el tal Fernando de Sousa de una india llamada Ciguapa que superaba en belleza al resto de las indias y a todas las mujeres que había conocido el capitán, cuya cifra pasaba del centenar. La primera semana era todo alcohol y placer, felicidad en definitiva para los rudos marineros, pero ocurrió que entrada la segunda semana muchos indios e indias empezaron a enfermar sin causa aparente. La historia ha descubierto posteriormente que ello era debido a la desprotección que tenían los indios de las enfermedades contagiosas que portaban los europeos, inmunes estos a todas ellas. Ocurrió entonces que la bella Ciguapa enfermó también y cuando sintió que su final se acercaba llamó al capitán para declararle su amor y decirle su última voluntad de acuerdo con las costumbres de su tribu. Y eso hizo, pero no pasó ni un minuto del encuentro –que sería el último- de los enamorados, cuando el capitán salió despavorido de los brazos de su prometida y se internó en la selva como huyendo no se sabe de qué. Y no había pasado una semana cuando encontraron sus compañeros muerto al capitán, atravesado su pecho con una flecha por una tribu enemiga y con una carta aferrada a sus manos que había escrito apresuradamente. Decía la carta: “Mis marineros y compañeros, casi moribundo quiero explicar –aunque no justificar- mi comportamiento y deciros que corréis un grave peligro. Es costumbre en este pueblo que cuando la amada muere el hombre ha de ser enterrado vivo con ella para que así crezca el árbol tamba-tayá, cuyas hojas nacen pegadas dos a dos. Sólo os queda la huida. Tomad el barco cuanto antes, porque de lo contrario los amables indios tupíes os obligarán a casaros y ya sabéis el final. Mis fuerzas me abandonan… ”. Temerosos habían quedado los marineros, muchos de ellos ya comprometidos, cuando algo ocurrió que les dejó ya petrificados: una ola gigante se abalanzó sobre la costa y se tragó la hermosa nao en la que habían venido. Y aquí acaba la leyenda, al menos tal como la dejó escrita mi abuelo.

Era curioso lo de mi abuelo: tan brillante en la oratoria y tan parco, aunque preciso, en la escritura. El decía que era por influencia de Kant, cosa que yo no discuto porque apenas he leído nada del filósofo alemán, pero quizá el lector avezado pueda entenderlo y entenderle. No obstante, decía él que hacía excepción de la metáfora porque sin élla no existe literatura, sólo mero oficio de funcionario. Mi abuelo era siempre radical, pero siempre coherente.
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 27 de agosto de 2008

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