26 ago 2008

Leyenda apócrifa andina de Huiracocha

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Tengo que hacer una puntualización al lector antes de comenzar: todas los relatos, cuentos y leyendas que me relataba mi abuelo o que yo he reconstruido a trozos -porque a trozos aparecen en páginas en blanco de los libros de su biblioteca-, son siempre versiones muy libres, a veces puramente inventadas o sólo inspiradas en mitos y leyendas de los cinco continentes. Este es también el caso de esta leyenda. Una vez me señaló mi abuelo que Cervantes decía que las dos únicas cosas por las que merece arriesgar la vida son el honor y la libertad; sustituya el lector el honor por la verdad y se harán una idea –quizá vaga- del pensamiento de mi abuelo. En esta leyenda quiso ejemplificar él algo más, porque sostenía que, aunque hay que perseguir la libertad como el lobo persigue a su presa, es decir, con constancia y astucia, la mayor parte de las veces esa libertad, esas supuestas posibilidades de elección, son una falacia, son mera propaganda reaccionaria. Y sin embargo y a pesar de todo –decía él- “hay que ser siempre libre como el cóndor para cazar los bienes que merecen nuestra labrada libertad”. Aunque a mí, como a mi abuelo, nos repugna la caza, la analogía es pertinente: quién no está al acecho nunca cazará nada. Esta leyenda es un ejemplo. Sé que es sólo una leyenda, pero sostenía mi abuelo que “mitos y leyendas, si son arte, deben ser forzosamente la exacerbación de pasiones y sentimientos de la condición humana: exageradas hasta lo infinito si se quiere, pero siempre verosímiles, acomodados a ese género capaz de lo atroz miserable y de la creación grandiosa que es el humano”. Por supuesto que todos estos pensamientos los apuntaba casi a hurtadillas, porque tuve siempre la intuición de que acabaría escribiendo una biografía de mi abuelo, aunque sólo fuera para mi solaz satisfacción. Ya sin más preámbulo ahí va la leyenda:

Cuenta la leyenda que Cuniraya Huiracocha, que era un semidios de los andes peruanos, se convirtió en un mendigo, se vistió como tal y anduvo entre los hombres. Tenía un fin: dejar embarazada a la más hermosa de las mujeres de la región, Cahuillaca, para perpetuarse en la inmortalidad. Para ello se convirtió en un pájaro y voló hasta el árbol conocido por el Lúcumo e introdujo en la lúcuma, que es su fruto, su semen; a continuación hizo que cayera maduro al lado de la bella andina; y tal es el olor del fruto que le resultó irresistible y se lo comió. Dice la leyenda que así se quedó embarazada la bella Cahuillaca. Y cuando llevaba ocho meses de embarazo convocó a los habitantes del poblado, los huicas, para determinar quién quería reconocerse como padre de la futura criatura. Sin embargo, nadie quiso asumir la paternidad por temor a que apareciera el verdadero padre, puesto que nadie sabía cómo y de quién se había quedado embarazada la bella andina. Bueno, nadie no, porque entonces apareció el semidios Huiracocha convertido en mendigo y dijo ser él el padre. Nadie le creyó, y Cahuillaca se sintió tan humillada por ambas cosas: por no encontrar padre entre los huicas y por las pretensiones del supuesto mendigo, y como quiera que las tradiciones se imponen como el principio de inercia a los individuos, a la bella andina sólo le quedó elegir entre dos males: o la aceptación del mendigo como padre de su hija o… el suicidio. Y Cahuillaca no dudó: se lanzó desde los acantilados de Pachacamac al mar y… desapareció.
Huiracocha anduvo errante, desesperado por no saber a ciencia cierta la suerte de su amada y la del fruto de sus amores. Y cuando mayor era su desesperación se le posó un halcón en su hombro y le susurró al oído: “Huiracocha, Señor de la tierra firme, yo puedo llevarte donde están tus seres queridos, pero tú tendrás que descubrir qué ha sido de ellos”. El semidios aceptó, disminuyó de tamaño para la travesía y el halcón le llevó volando hasta los dos islotes contiguos y gemelos que sombreaban las costas de Pachacamac. El halcón, que gustaba del acertijo y de la metáfora, soltó a Huiracocha en uno de los dos islotes y le dijo que si quería encontrar lo que más deseaba debía guiarse a partir de ahora por lo que sigue:

“Has de pensar más que caminar,
aún más has de sentir que pensar,
y todavía más has de creer que sentir”

Pero Huiracocha, que era un semidios rencoroso, le dijo al halcón: “Eres de las aves de presa la más rápida, la mejor cazadora, pero nada me has dicho que no supiera o que sea útil para mis fines, y me has dejado aquí, en estos dos islotes sólo y sin provisiones, a sabiendas que ahora sólo dispongo de mi condición humana para sobrevivir. Sin embargo, no he perdido mi condición de profeta, soy un Tiresias de los Andes, y te digo y profetizo que a partir de ahora tú y los de tu especie perderéis la condición de animal sagrado y venerado, estaréis sujeto a las leyes de la caza, tanto las del cazador como las de la presa, y tendréis en los humanos vuestro peor enemigo”. Y en efecto, a partir de ese momento muchos halcones, en su peregrinar por los aires, cayeron abatidos por las flechas de los hombres en esta parte del mundo y en otras muchas, porque Huiracocha hubo inventado el arco, la ballesta y las flechas y se los entregó a guerreros, nobles y cazadores como Prometeo hizo con el fuego.
Andaba ahora errante el otrora semidios por las escarpadas laderas de los dos islotes cuando se encontró un zorro que le venía siguiendo desde hace días, y el semidios le esperó, le cercó nada menos que al rey de la astucia y le preguntó si él sabía donde estaban sus seres queridos. El astuto animal contestó: “Apenas hablo tu idioma porque el don de lenguas no me ha sido otorgado, pero te aconsejo que no salgas de estas tierras porque tarde o temprano caminarás sobre ellos”. Huiracocha entendió que en esos islotes estaban muertos y enterrados Cahuillaca y su hija, y el semidios, al que le podía más el rencor que la mejor de sus virtudes, le profetizó lo siguiente: “Astuto animal, hasta ahora no tienes igual en el rastreo y en el ocultamiento, y eso te hace casi inmune como presa, pero yo te maldigo por las malas noticias que me traes y te digo que a partir de ahora tendréis los de tus especie un terrible enemigo: el propio hombre, porque seréis también cazados por jaurías de perros y por hombres a caballo -que son la peor de las jaurías-, os disecarán y seréis exhibidos en casas nobiliarias por hombres sin escrúpulos que pasan por corteses y educados”. Y, en efecto, así ha venido sucediendo en el mundo desde la profecía de Huiracocha.
Errante de nuevo y a punto de volverse loco porque si no encontraba a su amada y no reconocía a su hija lo perdía todo: a su amada, a su hija, su condición de semidios y su perpetuación en la inmortalidad. Fue entonces, en ese punto, que se encontró con la más majestuosa de las aves andinas y la que más alto vuela: el cóndor. Huiracocha se dirigió a la orgullosa ave y le dijo: “Majestuosa y altiva ave, dime si están vivos los seres que más quiero, llévame con ellos y te recompensaré dotando de todo tipo de pequeños roedores y otras presas las nevadas montañas donde proyectas tu sombra. Sácame de estos dos islotes que tantas horas y días los he recorrido sin encontrar ni sombra de mi amada y de nuestro común vástago”. El cóndor accedió sin rechistar y le llevó por los aires de nuevo al continente, y cuando le hubo depositado en tierra firme le dijo: “No te he llevado la contraria porque es famoso tu rencor de entre todos los andinos dioses y porque estás dotado del don de la profecía -que en tu caso es de maldición- y lo que tú anuncias se cumple como la noche sucede al día y como el hielo de las montañas precede al agua de los ríos; creo, sin embargo, que has cometido un error abandonando los dos islotes, porque nunca has estado más cerca de tus seres queridos. Piensa en las palabras del halcón al que tanto has maltratado”. Y Huiracocha le contestó: “No esperaba de tu noble volar esas palabras, porque sé ahora que tu me has traído hasta aquí a sabiendas de que era un error. No puedo maldecirte porque los dioses te protegen, pero no esperes nada de mí cuando te falten presas a las que cazar y cobijos donde guarecerse cuando azuce el frío en el invierno”. El cóndor, levantando el vuelo con dificultad, le contestó a su vez: “Máximo ha sido m¡ esfuerzo al traerte aquí y no puedo repetir semejante hazaña. Yo soy mortal, como tú lo serás por rencoroso y desconfiado”. Y el cóndor se alejó majestuoso confundiéndose con las picos de las escarpadas montañas.
Por último se encontró Huiracocha con una tortuga gigante que en otras latitudes llaman galápago y le dijo: “Seguro, majestuoso y lento animal de tierra y mar, llévame, te suplico, a los islotes que sombrean Pachacamac y te buscaré frutas sabrosas en los árboles donde tu boca no llega y te espantaré a toda suerte de aves de presa que buscan hundir sus afilados picos en tus partes carnosas”. La tortuga accedió, pero cuando estaban en medio de la mar, entre las costas de Pachacamac y los islotes, les vieron el halcón y el cóndor vituperados por el semidios y se lanzaron contra tan singular navío y tan inexperto navegante. Entonces la tortuga tuvo la tentación de sumergirse para eludir el peligro, como era habitual, pero en ese intento Huiracocha hubiera perecido porque no sabía nadar y tenía suspendido la condición de semidios. Huiracocha casi le suplicó de esta manera a la sabia tortuga: “Si no te sumerges y me llevas sano y salvo a los islotes, yo te protegeré con mi arco y mi carcaj repleto de flechas, y cuando estés en la isla también lo haré, porque eres a la vez guía en la tierra por tu sabiduría y navío en el mar por tu seguridad”. La tortuga contestó sacando la cabeza del grandioso caparazón: “Ves como es más fructífera la generosidad que el egoísmo; te creas enemigos porque tus innobles pasiones nieblan tu juicio y oradan tu conciencia”. Y así hicieron durante muchas jornadas en los islotes, comiendo la tortuga frutas y hojas que nunca pudo imaginar protegido por el rencoroso semidios, y éste limpiando las impurezas de su alma hasta resurgir un nuevo ser mitológico noble y generoso, aunque mortal por el momento.
Pero aún así, el nuevo semidios no encontraba a sus amores. Y un día en el que había anidado en su alma la resignación dio con un puma que le miraba fijamente. Huiracocha se le acercó porque a nada temía y le miró a su vez con la misma fijeza. Pasó al menos un amanecer hasta que el puma rompió el silencio: “Sí, eso que estás pensando, por más increíble que parezca, es la realidad. La sabia tortuga no ha querido decirte nada porque teme perder tu protección, incluso que el rencor vuelva a ti, pero yo, que no te tengo miedo ni a ti ni a tus profecías te digo que tus seres queridos no están en esos islotes, son esos islotes. El halcón, el zorro, el cóndor y la tortuga han deseado decírtelo, pero han temido tu rencor cuando la nobleza no te acompañaba. Sé que deseas además la perpetuación en tu inmortalidad, pero para eso has de escuchar a Ciguapa, la tortuga, compendio de sabiduría, templanza y generosidad”. Y cuando el puma se retiraba a lo frondoso de la selva apareció Ciguapa y le dijo al resignado Huiracocha: “Si quieres la perpetuación de tu especie en la inmortalidad debes inseminar la tierra de cada islote, porque no sabes ni sabemos cuál es el de tu amada Cahuillaca y cuál el de tu hija”. A lo cual Huiracocha respondió horrorizado: “Eso jamás lo haré sin saber cuál es cuál, porque supondría el más terrible de los pecados; antes me arrancaría los ojos y me tiraría de lo alto de estas escarpadas montañas hasta sus laderas para ser devorado, incluso vivo, por las aves de rapiña”. Y la tortuga, reflexiva y casi temerosa, le contestó: “Sólo lo sabía el zorro por su condición de animal terrestre y rastreador, pero ha sido cazado por bárbaros extranjeros venidos del Norte, cumpliéndose tu maldición. Y si no inseminas esta tierra no tendrás descendencia y perderás tu condición de inmortal. Es tuya la decisión: si tienes suerte, vivirás en las nevadas montañas de los dioses con tu mujer y tu hija; de no tenerla, o serás inmortal, pero arrastrarás el pecado para siempre por la violación de tu hija, o perderás la inmortalidad y envejecerás y enfermarás cual mortal, que es tu condición actual”. Y dice la leyenda que todos los inviernos un grito aterrador surgen de los islotes que sombrean Pachacamac, se eleva hasta las cumbres nevadas del Perú y se extiende por todos los Andes hasta aturdir a todos los seres vivos que lo habitan.
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 25 de agosto de 2008

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