27 ago 2008

En una cárcel en Babilonia

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Un sumerio y un acadio han ido a la cárcel hace 18 siglos: el primero es un farmacéutico acusado de robo; el acadio, un noble acusado de conspirar contra el Emperador. Un día el acadio oye: “Carceleros, respondéis con vuestras vidas del cumplimiento de sus condenas y también de sus vidas”. El acadio se lo comenta al sumerio. El sumerio medita y, de pronto, se le ilumina la cara, sonríe, coge una bolsita de los bolsillos de su levita, toma su contenido, escribe una nota y cae aparentemente muerto. El acadio llama al carcelero y éste encuentra la nota al sumerio que dice: “Sé dónde está el antídoto; apenas tenemos un atardecer. Sacadme de aquí o moriré y moriréis, carceleros”.
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 25 de agosto de 2008

Historia del Beduino

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Había en Bagdad un beduino burlón y un día se encontró una botella, la frotó y dijo: ”vamos mago vidrioso, hazte presente que te pediré un imposible, a ver si eres capaz de cumplirlo”. El genio apareció y le dijo: “huidizo beduino, pídeme lo que quieras”. “Sea -dijo el beduino-, hazme a la vez alto y bajo, guapo y feo, bueno y malo”, pensando que ello era un imposible. ”Sea –le contestó el mago-, serás un espejo”. En efecto, el espejo reflejaba, no la realidad, sino los deseos de los que se miraban, y así, los bajitos no se veían como tales, los feos se atusaban hasta parecer galanes y los malos, de puro mirarse, se olvidaban de cualquier arrepentimiento.
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 23 de junio de 2008

Leyenda apócrifa del Amazonas

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Decía mi abuelo Berto que la dificultad del relato, cuento o leyenda es doble: por un lado ha de ser autocomprensivo, pero sin hojarasca. Todo ha de servir al conjunto y proceder como el escultor que ha de eliminar lo que sobra para conseguir su obra; la otro dificultad es la de lo inevitable de la moraleja, por lo que sólo debemos aspirar a despojarla del prejuicio del dogma y de la creencia hasta contemplarla descarnada, kantiana, para que sirva de modelo universal desde la libertad del creador. Este relato que encontré escrito en las últimas páginas en blanco de un libro de Wittgenstein pretende ser, según mi abuelo, un ejemplo de ello. Veámoslo:

Dice la leyenda que, cuando despuntaba el nuevo siglo XVI, arribó a las costas amazónicas una nave portuguesa comandada por el capitán Fernando de Sousa, que tenía fama de fanfarrón y mujeriego, y una tripulación de hasta 30 marineros. El capitán estimaba mucho a sus marinos porque solía decirles que “eran más compañeros de fatigas que simple tropa marinera”. Dice la leyenda que cuando tomaron tierra en la ribera donde habitan los indios tupís les dijo: “¡No hemos venido aquí a la conquista de tierras para otros, aunque sean nuestros monarcas, y menos aún para nobles que luego las administren y se lleven los frutos de nuestros esfuerzos y nuestras vidas, sino para otro tipo de conquista. Es aquí fama la belleza de las indias tupíes, altas, morenas, de piel tostada, de ojos grandes y perfectas cejas. Esa será la única conquista, el único tesoro que nos llevaremos de regreso a nuestra patria. Tenemos dos semanas para dejar a Cupido vacío su carcaj!”. Y así ocurrió, enamorando a cuanta india se le ponía en su camino, al igual que el resto de sus compañeros marineros. Sé que le resultará extraño al lector este comportamiento del capitán y su tripulación, pero no todo en la conquista fueron búsqueda de tesoros y eldorados para administrar porque, como decía mi abuelo Berto “el hombre –y la mujer- son un caleidoscopio de deseos e intereses donde todas la situaciones imaginables son posibles con tal de que no transgredan los límites de la verosimilitud, y aún ésta queda a veces renqueante antes hechos y hazañas nunca imaginados”. Pero sigamos con la leyenda, porque sucedió que se enamoró el tal Fernando de Sousa de una india llamada Ciguapa que superaba en belleza al resto de las indias y a todas las mujeres que había conocido el capitán, cuya cifra pasaba del centenar. La primera semana era todo alcohol y placer, felicidad en definitiva para los rudos marineros, pero ocurrió que entrada la segunda semana muchos indios e indias empezaron a enfermar sin causa aparente. La historia ha descubierto posteriormente que ello era debido a la desprotección que tenían los indios de las enfermedades contagiosas que portaban los europeos, inmunes estos a todas ellas. Ocurrió entonces que la bella Ciguapa enfermó también y cuando sintió que su final se acercaba llamó al capitán para declararle su amor y decirle su última voluntad de acuerdo con las costumbres de su tribu. Y eso hizo, pero no pasó ni un minuto del encuentro –que sería el último- de los enamorados, cuando el capitán salió despavorido de los brazos de su prometida y se internó en la selva como huyendo no se sabe de qué. Y no había pasado una semana cuando encontraron sus compañeros muerto al capitán, atravesado su pecho con una flecha por una tribu enemiga y con una carta aferrada a sus manos que había escrito apresuradamente. Decía la carta: “Mis marineros y compañeros, casi moribundo quiero explicar –aunque no justificar- mi comportamiento y deciros que corréis un grave peligro. Es costumbre en este pueblo que cuando la amada muere el hombre ha de ser enterrado vivo con ella para que así crezca el árbol tamba-tayá, cuyas hojas nacen pegadas dos a dos. Sólo os queda la huida. Tomad el barco cuanto antes, porque de lo contrario los amables indios tupíes os obligarán a casaros y ya sabéis el final. Mis fuerzas me abandonan… ”. Temerosos habían quedado los marineros, muchos de ellos ya comprometidos, cuando algo ocurrió que les dejó ya petrificados: una ola gigante se abalanzó sobre la costa y se tragó la hermosa nao en la que habían venido. Y aquí acaba la leyenda, al menos tal como la dejó escrita mi abuelo.

Era curioso lo de mi abuelo: tan brillante en la oratoria y tan parco, aunque preciso, en la escritura. El decía que era por influencia de Kant, cosa que yo no discuto porque apenas he leído nada del filósofo alemán, pero quizá el lector avezado pueda entenderlo y entenderle. No obstante, decía él que hacía excepción de la metáfora porque sin élla no existe literatura, sólo mero oficio de funcionario. Mi abuelo era siempre radical, pero siempre coherente.
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 27 de agosto de 2008

26 ago 2008

Leyenda apócrifa andina de Huiracocha

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Tengo que hacer una puntualización al lector antes de comenzar: todas los relatos, cuentos y leyendas que me relataba mi abuelo o que yo he reconstruido a trozos -porque a trozos aparecen en páginas en blanco de los libros de su biblioteca-, son siempre versiones muy libres, a veces puramente inventadas o sólo inspiradas en mitos y leyendas de los cinco continentes. Este es también el caso de esta leyenda. Una vez me señaló mi abuelo que Cervantes decía que las dos únicas cosas por las que merece arriesgar la vida son el honor y la libertad; sustituya el lector el honor por la verdad y se harán una idea –quizá vaga- del pensamiento de mi abuelo. En esta leyenda quiso ejemplificar él algo más, porque sostenía que, aunque hay que perseguir la libertad como el lobo persigue a su presa, es decir, con constancia y astucia, la mayor parte de las veces esa libertad, esas supuestas posibilidades de elección, son una falacia, son mera propaganda reaccionaria. Y sin embargo y a pesar de todo –decía él- “hay que ser siempre libre como el cóndor para cazar los bienes que merecen nuestra labrada libertad”. Aunque a mí, como a mi abuelo, nos repugna la caza, la analogía es pertinente: quién no está al acecho nunca cazará nada. Esta leyenda es un ejemplo. Sé que es sólo una leyenda, pero sostenía mi abuelo que “mitos y leyendas, si son arte, deben ser forzosamente la exacerbación de pasiones y sentimientos de la condición humana: exageradas hasta lo infinito si se quiere, pero siempre verosímiles, acomodados a ese género capaz de lo atroz miserable y de la creación grandiosa que es el humano”. Por supuesto que todos estos pensamientos los apuntaba casi a hurtadillas, porque tuve siempre la intuición de que acabaría escribiendo una biografía de mi abuelo, aunque sólo fuera para mi solaz satisfacción. Ya sin más preámbulo ahí va la leyenda:

Cuenta la leyenda que Cuniraya Huiracocha, que era un semidios de los andes peruanos, se convirtió en un mendigo, se vistió como tal y anduvo entre los hombres. Tenía un fin: dejar embarazada a la más hermosa de las mujeres de la región, Cahuillaca, para perpetuarse en la inmortalidad. Para ello se convirtió en un pájaro y voló hasta el árbol conocido por el Lúcumo e introdujo en la lúcuma, que es su fruto, su semen; a continuación hizo que cayera maduro al lado de la bella andina; y tal es el olor del fruto que le resultó irresistible y se lo comió. Dice la leyenda que así se quedó embarazada la bella Cahuillaca. Y cuando llevaba ocho meses de embarazo convocó a los habitantes del poblado, los huicas, para determinar quién quería reconocerse como padre de la futura criatura. Sin embargo, nadie quiso asumir la paternidad por temor a que apareciera el verdadero padre, puesto que nadie sabía cómo y de quién se había quedado embarazada la bella andina. Bueno, nadie no, porque entonces apareció el semidios Huiracocha convertido en mendigo y dijo ser él el padre. Nadie le creyó, y Cahuillaca se sintió tan humillada por ambas cosas: por no encontrar padre entre los huicas y por las pretensiones del supuesto mendigo, y como quiera que las tradiciones se imponen como el principio de inercia a los individuos, a la bella andina sólo le quedó elegir entre dos males: o la aceptación del mendigo como padre de su hija o… el suicidio. Y Cahuillaca no dudó: se lanzó desde los acantilados de Pachacamac al mar y… desapareció.
Huiracocha anduvo errante, desesperado por no saber a ciencia cierta la suerte de su amada y la del fruto de sus amores. Y cuando mayor era su desesperación se le posó un halcón en su hombro y le susurró al oído: “Huiracocha, Señor de la tierra firme, yo puedo llevarte donde están tus seres queridos, pero tú tendrás que descubrir qué ha sido de ellos”. El semidios aceptó, disminuyó de tamaño para la travesía y el halcón le llevó volando hasta los dos islotes contiguos y gemelos que sombreaban las costas de Pachacamac. El halcón, que gustaba del acertijo y de la metáfora, soltó a Huiracocha en uno de los dos islotes y le dijo que si quería encontrar lo que más deseaba debía guiarse a partir de ahora por lo que sigue:

“Has de pensar más que caminar,
aún más has de sentir que pensar,
y todavía más has de creer que sentir”

Pero Huiracocha, que era un semidios rencoroso, le dijo al halcón: “Eres de las aves de presa la más rápida, la mejor cazadora, pero nada me has dicho que no supiera o que sea útil para mis fines, y me has dejado aquí, en estos dos islotes sólo y sin provisiones, a sabiendas que ahora sólo dispongo de mi condición humana para sobrevivir. Sin embargo, no he perdido mi condición de profeta, soy un Tiresias de los Andes, y te digo y profetizo que a partir de ahora tú y los de tu especie perderéis la condición de animal sagrado y venerado, estaréis sujeto a las leyes de la caza, tanto las del cazador como las de la presa, y tendréis en los humanos vuestro peor enemigo”. Y en efecto, a partir de ese momento muchos halcones, en su peregrinar por los aires, cayeron abatidos por las flechas de los hombres en esta parte del mundo y en otras muchas, porque Huiracocha hubo inventado el arco, la ballesta y las flechas y se los entregó a guerreros, nobles y cazadores como Prometeo hizo con el fuego.
Andaba ahora errante el otrora semidios por las escarpadas laderas de los dos islotes cuando se encontró un zorro que le venía siguiendo desde hace días, y el semidios le esperó, le cercó nada menos que al rey de la astucia y le preguntó si él sabía donde estaban sus seres queridos. El astuto animal contestó: “Apenas hablo tu idioma porque el don de lenguas no me ha sido otorgado, pero te aconsejo que no salgas de estas tierras porque tarde o temprano caminarás sobre ellos”. Huiracocha entendió que en esos islotes estaban muertos y enterrados Cahuillaca y su hija, y el semidios, al que le podía más el rencor que la mejor de sus virtudes, le profetizó lo siguiente: “Astuto animal, hasta ahora no tienes igual en el rastreo y en el ocultamiento, y eso te hace casi inmune como presa, pero yo te maldigo por las malas noticias que me traes y te digo que a partir de ahora tendréis los de tus especie un terrible enemigo: el propio hombre, porque seréis también cazados por jaurías de perros y por hombres a caballo -que son la peor de las jaurías-, os disecarán y seréis exhibidos en casas nobiliarias por hombres sin escrúpulos que pasan por corteses y educados”. Y, en efecto, así ha venido sucediendo en el mundo desde la profecía de Huiracocha.
Errante de nuevo y a punto de volverse loco porque si no encontraba a su amada y no reconocía a su hija lo perdía todo: a su amada, a su hija, su condición de semidios y su perpetuación en la inmortalidad. Fue entonces, en ese punto, que se encontró con la más majestuosa de las aves andinas y la que más alto vuela: el cóndor. Huiracocha se dirigió a la orgullosa ave y le dijo: “Majestuosa y altiva ave, dime si están vivos los seres que más quiero, llévame con ellos y te recompensaré dotando de todo tipo de pequeños roedores y otras presas las nevadas montañas donde proyectas tu sombra. Sácame de estos dos islotes que tantas horas y días los he recorrido sin encontrar ni sombra de mi amada y de nuestro común vástago”. El cóndor accedió sin rechistar y le llevó por los aires de nuevo al continente, y cuando le hubo depositado en tierra firme le dijo: “No te he llevado la contraria porque es famoso tu rencor de entre todos los andinos dioses y porque estás dotado del don de la profecía -que en tu caso es de maldición- y lo que tú anuncias se cumple como la noche sucede al día y como el hielo de las montañas precede al agua de los ríos; creo, sin embargo, que has cometido un error abandonando los dos islotes, porque nunca has estado más cerca de tus seres queridos. Piensa en las palabras del halcón al que tanto has maltratado”. Y Huiracocha le contestó: “No esperaba de tu noble volar esas palabras, porque sé ahora que tu me has traído hasta aquí a sabiendas de que era un error. No puedo maldecirte porque los dioses te protegen, pero no esperes nada de mí cuando te falten presas a las que cazar y cobijos donde guarecerse cuando azuce el frío en el invierno”. El cóndor, levantando el vuelo con dificultad, le contestó a su vez: “Máximo ha sido m¡ esfuerzo al traerte aquí y no puedo repetir semejante hazaña. Yo soy mortal, como tú lo serás por rencoroso y desconfiado”. Y el cóndor se alejó majestuoso confundiéndose con las picos de las escarpadas montañas.
Por último se encontró Huiracocha con una tortuga gigante que en otras latitudes llaman galápago y le dijo: “Seguro, majestuoso y lento animal de tierra y mar, llévame, te suplico, a los islotes que sombrean Pachacamac y te buscaré frutas sabrosas en los árboles donde tu boca no llega y te espantaré a toda suerte de aves de presa que buscan hundir sus afilados picos en tus partes carnosas”. La tortuga accedió, pero cuando estaban en medio de la mar, entre las costas de Pachacamac y los islotes, les vieron el halcón y el cóndor vituperados por el semidios y se lanzaron contra tan singular navío y tan inexperto navegante. Entonces la tortuga tuvo la tentación de sumergirse para eludir el peligro, como era habitual, pero en ese intento Huiracocha hubiera perecido porque no sabía nadar y tenía suspendido la condición de semidios. Huiracocha casi le suplicó de esta manera a la sabia tortuga: “Si no te sumerges y me llevas sano y salvo a los islotes, yo te protegeré con mi arco y mi carcaj repleto de flechas, y cuando estés en la isla también lo haré, porque eres a la vez guía en la tierra por tu sabiduría y navío en el mar por tu seguridad”. La tortuga contestó sacando la cabeza del grandioso caparazón: “Ves como es más fructífera la generosidad que el egoísmo; te creas enemigos porque tus innobles pasiones nieblan tu juicio y oradan tu conciencia”. Y así hicieron durante muchas jornadas en los islotes, comiendo la tortuga frutas y hojas que nunca pudo imaginar protegido por el rencoroso semidios, y éste limpiando las impurezas de su alma hasta resurgir un nuevo ser mitológico noble y generoso, aunque mortal por el momento.
Pero aún así, el nuevo semidios no encontraba a sus amores. Y un día en el que había anidado en su alma la resignación dio con un puma que le miraba fijamente. Huiracocha se le acercó porque a nada temía y le miró a su vez con la misma fijeza. Pasó al menos un amanecer hasta que el puma rompió el silencio: “Sí, eso que estás pensando, por más increíble que parezca, es la realidad. La sabia tortuga no ha querido decirte nada porque teme perder tu protección, incluso que el rencor vuelva a ti, pero yo, que no te tengo miedo ni a ti ni a tus profecías te digo que tus seres queridos no están en esos islotes, son esos islotes. El halcón, el zorro, el cóndor y la tortuga han deseado decírtelo, pero han temido tu rencor cuando la nobleza no te acompañaba. Sé que deseas además la perpetuación en tu inmortalidad, pero para eso has de escuchar a Ciguapa, la tortuga, compendio de sabiduría, templanza y generosidad”. Y cuando el puma se retiraba a lo frondoso de la selva apareció Ciguapa y le dijo al resignado Huiracocha: “Si quieres la perpetuación de tu especie en la inmortalidad debes inseminar la tierra de cada islote, porque no sabes ni sabemos cuál es el de tu amada Cahuillaca y cuál el de tu hija”. A lo cual Huiracocha respondió horrorizado: “Eso jamás lo haré sin saber cuál es cuál, porque supondría el más terrible de los pecados; antes me arrancaría los ojos y me tiraría de lo alto de estas escarpadas montañas hasta sus laderas para ser devorado, incluso vivo, por las aves de rapiña”. Y la tortuga, reflexiva y casi temerosa, le contestó: “Sólo lo sabía el zorro por su condición de animal terrestre y rastreador, pero ha sido cazado por bárbaros extranjeros venidos del Norte, cumpliéndose tu maldición. Y si no inseminas esta tierra no tendrás descendencia y perderás tu condición de inmortal. Es tuya la decisión: si tienes suerte, vivirás en las nevadas montañas de los dioses con tu mujer y tu hija; de no tenerla, o serás inmortal, pero arrastrarás el pecado para siempre por la violación de tu hija, o perderás la inmortalidad y envejecerás y enfermarás cual mortal, que es tu condición actual”. Y dice la leyenda que todos los inviernos un grito aterrador surgen de los islotes que sombrean Pachacamac, se eleva hasta las cumbres nevadas del Perú y se extiende por todos los Andes hasta aturdir a todos los seres vivos que lo habitan.
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 25 de agosto de 2008

13 ago 2008

Leyenda apócrifa de Teseo y el Minotauro


Era tan estricto mi abuelo con sus horarios que rara vez dormía fuera de los acostumbrados: al menos eso era lo que me comentaba mi abuela, otorgando a tal conducta su beneplácito. Fue por ello que un día que le pillé transpuesto en su sillón de la biblioteca, no pude resistir la tentación de curiosear el libro que tenía en sus manos. Ya se sabe que la curiosidad es la madre de la ciencia, pero es también madrastra del infortunio y hechicera de la maldad. Vi que estaba escrito un título en una hoja en blanco del libro del Fausto que forzosamente me llamó la atención: “Tratado de la mentira”, y un subtítulo que decía: “Notas sueltas”. Entonces recordé que mi abuelo me dijo una vez algo así como que “si alguna vez escribo algo serio para su edición será sobre la mentira”, y añadió muy serio y moviendo el dedo índice: “La mentira es la madre de la civilización, consuelo de la desigualdad, sosiego del moribundo, bálsamo de la injusticia. La mentira permite al general mandar a la muerte a sus soldados a sabiendas que su sacrificio será inútil; es sustento del matrimonio; exonera a los curas del pecado por vender la vida eterna futura a los pobres a cambio de que acepten la terrenal sin protestas; permite a unos hacer las guerras por su patria para que otros mueran por ella; da pie al proverbio de que ganarás el pan con el sudor de tu frente aunque sea de otro la panadería; ser jefe al peor dotado y medrar al incapaz; llevar al asilo al abuelo con la promesa de que estará mejor que en su casa; pagar al médico por el consuelo;…” y así un largo etcétera que omito para no cansar al lector, al que también hay que darle descanso, incluso para la verdad, sobre todo para la verdad. Entonces decidí no importunarle y tomé un libro de Castilla del Pino sobre la depresión, que era de los últimos que había incorporado mi abuelo a su biblioteca. Se despertó y aún con la modorra del despertar me abroncó diciendo: “No leas lo que es aún un borrador, porque cada uno tiene que ser el extintor de sus ilusiones y no los demás, y nunca antes de tiempo. Ya sabes que a veces he mentido a tu abuela, pero nunca por capricho, sino por salvaguardar un bien superior. No es honesto, pero ni lo soy, ni lo busco: somos un mar de imperfecciones con islotes de virtud. Para que veas que la mentira es necesaria, te contaré una leyenda sobre Teseo y el Minotauro que no encontrarás en los libros de mitología, porque estos están adulterados por las creencias, gustos y manías de los historiadores. Dice así: “Cuentan que en la antigua Creta había un monstruo con cuerpo de hombre pero cabeza de toro, que custodiaba un laberinto construido por otro ser mitológico, Dédalo, y que la derrota de Atenas ante el rey Minos obligaba a los atenienses al sacrificio de 7 doncellas todos los años a manos del monstruo. Dice la leyenda que la princesa Ariadna, que era hermana del Minotauro, se enamoró de Teseo y le pidió en prueba de su recíproco amor que le matara. Teseo, que no se arredraba ante nada, aceptó. Hasta ahí una de las versiones heterodoxas, pero nada se dice sobre cómo entró Teseo en el laberinto. Habla la mitología oficial del ovillo de hilo que dio Ariadna a su amado, pero se omite que el laberinto tenía 2 entradas, una de ellas cerrada y la otra abierta, custodiada por un beocio, que como se sabe eran guerreros sin escrúpulos y mentirosos. Pero además el beocio era guardián y prisionero a la vez, porque estaba vigilado desde 2 torres por sendos arqueros lacedemonios que no permitían su huida y obligaban al guardián del monstruo a abrir la puerta a cualquier aspirante a héroe que quisiera matarlo con tal de que adivinara cuál era la puerta que llevaba al Minotauro; de no adivinarla, los arqueros lacedemonios matarían al aspirante. Una sola cosa se le concedía a este: un deseo que no contradijera estas normas. ¿Qué harías tú, mi más querido nieto, para sortear al guardián y a los arqueros lacedemonios, entrar en el laberinto y matar al Minotauro sin riesgo alguno?”. ¡Cómo disfrutaba mi abuelo con ponerme en un brete, sobre todo desde que yo tenía el título de ingeniero! El sabía de mi afición por los juegos de ingenio, pero nunca me puso en uno tan difícil, porque lo que tiene de apócrifa -me dijo mi abuelo- es precisamente que todo lo hizo Teseo sin correr riesgo por su vida, en contra de lo que cuenta la mitología oficial, que tiende a la heroicidad como la abeja a la miel. Y mi abuelo continuó: “Teseo, que era tan ingenioso como Ulises y tan fuerte como Aquiles, llegó al laberinto, alzó la vista a los arqueros lacedemonios a la vez que agarraba por un hombre al guardián beocio y dijo estas palabras: . Se miraron los arqueros lacedemonios y dieron el consentimiento al guardián beocio y este llamó a otro guardián para ejercer su oficio en la puerta cerrada que hasta entonces estaba sin custodia. Y cuando esto quedó hecho, habló de nuevo Teseo: . Se miraron ambos guardianes asombrados por la pregunta; el segundo guardián se acercó al primero y le cuchicheó al oído y luego volvió sobre sus pasos a su puerta. Entonces el primer guardián le dijo al Teseo: . Y Teseo habló de tal manera que dejó asombrados a beocios y lacedemonios: . Y eso hizo el guardián primero. Y si la respuesta primera hubiera sido la contraria, contraria habría sido la puerta también, con lo cual el ingenioso Teseo se aseguraba entrar en el laberinto sin temor a las flechas de los arqueros. Y si Teseo se hubiera dirigido al segundo guardián, la solución hubiera sido simétrica, porque simétrica es la situación. Ves, querido nieto, como el uso de la mentira llevó a Teseo a la verdadera puerta sin riesgo alguno”. Yo hice todos los esfuerzos por no parecer sorprendido y le cuestioné el resto: “De acuerdo abuelo, pero matar al monstruo, a pesar del ingenio y la fuerza de Teseo, sí tenía riesgo”. Y mi abuelo se sonrió y añadió: “Las provocaciones de Teseo a los beocios lo eran para obligarles a la respuesta y aprender su voz. El sabía que el guardián primero y único hasta que pidió al segundo guardián era el que le entregaba las doncellas al monstruo y el que le daba de comer tiernos corderos y no le atacaba, porque podía en el monstruo más el contemplar al proveedor de su disfrute que la furia que le provocaba su presencia. Entonces, cuando se hizo de noche, se acercó Teseo al Minotauro y le dijo: . Y se acercó el Minotauro a la bandeja de carnes tan olorosas que no distinguió a quién la traía, y poco que le importaba, porque ante la comida y las doncellas, podía más el instinto que la razón, era más toro que hombre; y cuando se agachó, Teseo alzó su hermosa espada conquistada a un noble espartano y le cortó la cabeza antes de que el Minotauro probara bocado alguno”. Y mi abuelo guardó silencio, esperando mis palabras, refugiándose en el sillón y con una sonrisa que yo no acertaba a explicar. Pensé y le dije: “Bien abuelo, también esta vez la mentira sirvió para engañar al Minotauro, pero se te ha olvidado a Ariadna y su hilo, ¿cómo salió Teseo del laberinto, porque si lo era, también lo era para él?”. Y mi abuelo, irguiéndose, me dijo: “Te estaba esperando. Veo que sabes algo de mitología: ¡lástima que sea la oficial! Ariadna y su hilo no pintan nada en todo esto; eso se ha añadido a la historia para no dejarla huérfana de personajes femeninos. No tiene sentido lo del hilo porque Teseo correría el riesgo de que los guardianes beocios lo cortaran o lo confundieran y lo negaran luego, porque eran cobardes y mentirosos. Teseo volvió a la mentira y comenzó a andar a través del laberinto, y cuando tenía que elegir entre la izquierda y la derecha preguntaba chillando a cualquiera de los beocios que le dijera qué dirección era la buena para salir del laberinto; Teseo, a cada respuesta de cualquiera de los 2 guardianes beocios hacía lo contrario, porque los guardianes no podía evitar mentir y, en caso de no hacerlo, los arqueros lacedemonios hubieran acabado con ellos. Ves como de nuevo tuvo que recurrir a lo contrario de cada respuesta: esta vez la mentira era por obra y no por palabra”. Y de nuevo mi abuelo esperó la mía. Yo le dije: “Bien, si acaba aquí la historia yo debo irme a mi casa porque bastante molestias os he ocasionado por hoy”. Y mi abuelo me replicó contrariado: “Aún no ha acabado, porque cuando los arqueros lacedemonios vieron salir a Teseo con la cabeza del Minotauro a sus espaldas dispararon sendas flechas a los beocios y acabaron con ellos”. A lo cual yo le repliqué que no lo entendía, porque los guardianes beocios cumplieron con su deber, y mi abuelo a su vez me dijo repanchingándose en la butaca: “Porque los lacedemonios, como ya había advertido Teseo, eran tan mentirosos como los beocios y no cumplieron su promesa de respetar la vida de estos, aunque estos, los beocios, respetaran las normas. Teseo cumplió su deseo en un mar de mentiras. Su causa era buena, porque desde entonces ya no hubo más tributos y sí más felicidad en las casas de muchos atenienses”. Y acabó la reunión en la biblioteca cuando le contesté: “Me quedo a cenar, abuelo. La abuela me ha invitado, pero te he mentido en lo de irme a casa porque nos está esperando con los platos puestos y no sabía qué hacer para abreviar tu historia, magnífica y ejemplar por otra parte”.
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Antonio Mora Plaza
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Madrid, 11 de agosto de 2008

Peludo, hasta siempre

Peludo, hasta siempre

la luz es el optimismo de la razón

la luz es el optimismo de la razón

muros, ni para lamentaciones

muros, ni para lamentaciones

¿Por qué?

¿Por qué?

planchando la oreja

planchando la oreja

¿naturaleza muerta?

¿naturaleza muerta?

el mamífero perfecto

el mamífero perfecto