3 nov 2008

Leyenda apócrifa del Nopal

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Antonio Mora Plaza
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Llevaba yo largo tiempo reflexionando sobre la diferencia que hay entre la justicia y la venganza, porque no siempre pensaba que la frontera estaba trazada con claridad. Yo quería aclararme por mí mismo, pero sabía que acabaría preguntando a mi abuelo Berto su opinión. Estaba claro que mi curiosidad superaba con creces la línea que separa las ideas de las convicciones y como no sabía cómo comenzar el interrogatorio, pregunté a mi abuelo si era un problema de buenos y malos. Era una simpleza, pero tuve respuesta: “Claro que no es un problema de buenos y malos, aunque así se presente siempre. La conciencia en la que estamos educados no soporta los claroscuros y necesitamos de los extremos como las aves necesitan del aire para su vuelo. La diferencia entre la justicia y la venganza no lo da lo que hagas sino en nombre de quién lo hagas. Sólo desde la soberanía de un Estado democrática pueden existir personas que tengan esa tarea. Cuando eso no se da, la calificación de buenos y malos permite a los justicieros ejercitar la venganza acallando las bocas de la conciencia con el vocablo justicia. Te contaré un relato que parece una cosa, pero es otra, porque el deseo de justicia hace buenos a los que ejercitan la venganza. Dice la leyenda que…

…cuando el que fuera considerado siglos después dios de la Guerra, el belicoso Huitzilopochtli, dejó abandonada a su hermana y esposa, la dulce Malinalxochitl, embarazada de su hijo Copil, el que fuera luego también guerrero. Y terrible fue porque no había afrenta mayor para el pueblo llamado por los conquistadores “aztecas” que el abandono de la mujer por su marido, y más aún entre la casta de los nobles. Y sin embargo, la dulce esposa tuvo la entereza de fundar todo un reino llamado Malinalco, a la par que criaba a su hijo en la idea de la justicia y no de la venganza, porque decía la esposa y madre -cuyo nombre significa flor de malinalli- “que la venganza lleva a la conciencia al pozo de las serpientes para el resto de las vidas”. Y la madre llevó a su hijo a la escuela llamada calmecac, y le educó como un noble en la tradición del pueblo tolteca, sin olvidar la historia y leyendas de los pueblos que le precedieron, los teotihuacanos y olmecas; recibió también formación en astronomía, mitología, religiones y en el arte del cultivo de la tierra. En todo destacaba, pero donde no tenía igual era en el arte de la guerra, tanto en la estrategia como en la pelea cuerpo a cuerpo, teniendo como armas y enseñas su escudo llamado chimalli y su maza provista de puntas, de nombre macana. Y siempre se preguntaba: “¿Qué razones tuvo mi padre para abandonarnos?”. El nunca las supo, pero dice la apócrifa leyenda que estos fueron los pensamientos de su padre, el que fuera adorado como dios de la Guerra, el gran Huitzilopochtli:
“Sé que los dioses Quetzalcoatl y Tezcatlipoca, antepasados míos y creadores del Universo Sagrado, no aprobarían mi conducta, pero esta tierra, hecha de mares y lagunas, me angosta y mi corazón sufre tras cada anochecer, y ni fiestas ni sacrificios colman mis deseos y llevan la paz a mi espíritu: me nacieron guerrero y estoy destinado a la conquista. Partiré a esa tarea sigilosamente cuando el Sol se esconda en el horizonte. A otros dioses se les ha otorgado el poder del fuego, a cuatro árboles sostener los cielos y la tierra, otros son los patronos de la vida, de la lluvia, del viento, de los alimentos, de la virilidad. Yo he sido destinado a la guerra y no puedo eludirla, y ni el amor a mi esposa y hermana, y al de nuestro común vástago me retendrá un día más; no estoy hecho para la administración de pueblos; tampoco para la vida familiar. Sé que nunca tendré su perdón y espero que sepa educar al hijo común en la comprensión de lo ocurrido”.
Pero dice la leyenda que el dios de la Guerra –que así se le conoció en el devenir de los siglos- fue un dios cruel, que asolaba ciudades, vidas y enseres allí donde pasaba; que quemaba bosques y desviaba ríos, y con ello hacía rendir a los habitantes de los pueblos por donde dejaba su huella. Todo ello llegaba a oídos de Copil, el hijo de ambos, y eso hacía crecer más el odio hacia su padre, que ya se había encargado su madre de inocularle. Y esto es lo que pensaba la madre cuando la abandonó encinta:
“¡Oh hermano y esposo, cuánto me has ofendido! Ahora que espero un hijo, que es fruto de tu simiente, dejas estas tierras, abandonas a este pueblo y a esta futura madre. No es bastante para ti la luz y el aire de estas tierras; tampoco es suficiente el amor de estas gentes que te consideran casi un nuevo dios, a pesar de que no andamos faltos de ellos. No podías compartir conmigo el trono en la Gran Pirámide y el sumo sacerdocio en el Templo Mayor, y vivir en paz con otros pueblos. La paz, cuando es posible, es fruto de la lucha interior entre la obligación de la dignidad que surge de la razón y el deseo de sobrevivir que nace del corazón. Pero tú, esposo y hermano, tienes el mismo corazón que los sacrificados en los templos: ninguno. Hiérvete la sangre cuando nadie la derrama, sea cual sea la causa; no conoces el descanso y la vida para ti es una sucesión de batallas: extrañas el amor, desprecias la amistad, no soportas la familia, confundes la justicia con la venganza. Como todos los guerreros, estás condenado a vencer siempre o desaparecer en la última batalla. ¡Dioses protectores de la Luna y el Sol, no permitáis que nos enfrentemos entre nos, porque no habría vencedor ni sobrevivientes!”.
Y el hijo, Copil, siguó creciendo en edad, tamaño y sabiduría, y un día que despertó agitado le dijo esto a su madre: “He tenido, madre, un sueño extraño; un sueño de esos que los brujos interpretan como premonitorios, y era que yendo de caza tras un venado al que había herido previamente con una lanza, se volvió contra mí; yo pude esquivarle, en cambio nada pude hacer con un extraño pájaro semejante al colibrí, pero con ojos humanos, que me atravesó el pecho y me salió por la espalda, porque llevaba un afilado pico de… obsidiana, a la par que decía: . ¿Crees madre que debería ir a un sacerdote o al chamán para que me dijera qué significa?”. Y la madre, sentándose en una silla de piedra que a pocos metros de su cabaña estaba, le dijo: “Los dioses juegan con nosotros a través de los sueños. A veces se comportan como niños porque su inmortalidad es alimento para el tedio y cuando se aburren se infiltran a través de nuestros oídos para burlarse de nosotros. No los tomes en serio y sigue el camino que has comenzado, porque estás llevado a grandes tareas dignas de dioses”. Copil quedó conforme, pero sus pensamientos iban en otra dirección y así lo cuenta la leyenda: “¡Dame fuerzas, Sol, dios de dioses, para cumplir lo que hay que cumplir! He sido educado por mi madre para la justicia, pero a veces esta se muestra tan huidiza que nos deja sólo el cortado camino de la venganza. Haré lo que tengo que hacer con la una o con la otra. Quiero que mi madre se sienta orgullosa de mí. Me he convertido en un luchador, pero sólo las batallas te convierten en un guerrero. Yo quiero ir más allá, ganar la guerra y gobernar la paz, y para esto no me han educado. Pero eso aún está lejos, y mientras tanto seguiré fortaleciendo mi cuerpo y mi mente para que cuando llegue el momento tenga decisión y habilidad”.
Pasó el tiempo y muchas escaramuzas se sucedieron entre los ejércitos de Huitzilopochtli y de Malinalxochitl sin que nada decisivo ocurriera, hasta que un día una avanzadilla del ejército del futuro dios de la Guerra dio con la retaguardia del ejército de la esposa con tan mala suerte que ella se encontraba allí y fue capturada. Entonces Huitzilopochtli habló a su esposa de esta manera: “No puedo olvidar que un día yacimos juntos, que aún eres mi esposa y que tenemos un común descendiente. Quiero la paz con vos, aunque no pueda evitar la guerra con los demás. Tampoco quiero pelear con vuestro hijo. Reconozco que sois una madre ejemplar porque pensáis en el futuro y no sólo en el presente; queréis mi muerte a manos de nuestro hijo y le habéis preparado para hacer del parricidio algo deseable; y todo ello para que pueda dormir sin que el dios de los sueños alborote su dormir y pueda sobrevivir al arrepentimiento. Sois a la vez dulce y fría, pasional a veces, calculadora otras. No os conozco, me resultáis extraña. Llamad a vuestro hijo para que pueda verle, porque nunca me ha sido dado contemplarle”. Y la madre y esposa le contestó: “Todo está profetizado y no tiene marcha atrás. Ahora es el tiempo monocorde de lo que está escrito en el día y la hora, y nada puede hacerse: sembraste vientos y te vuelven huracanes. Aún podrás ver por última vez a tu hijo, porque no quiero que lo que ha de hacerse no sea, parezca, ni tenga una brizna de venganza. Llamaré a nuestro hijo”.
Pero este fue el error de la madre y reina, porque cuando se hubo presentado el joven guerrero desarmado a ver a su padre, no tuvo este escrúpulos de apresarle diciéndole: “Hubiera querido que fueras mi huésped y no mi prisionero. Eres mi hijo, pero no puedo conquistar tierras y vencer en batallas pensando que tengo siempre un cuchillo de… obsidiana sobre mi pecho que en cualquier momento puede herir mi corazón. No quiero que seas más mi enemigo sino mi aliado en la conquista. No he nacido para sembrar el maíz o el frijol; tampoco para administrar en tiempos de paz. Mi oficio es la conquista y la guerra es el instrumento. No quiero que pelees a mi lado, sino que administres a los pueblos conquistados. Sé que te han educado para fines que no quiero pronunciar, pero aún eres joven y puedes cambiar”. A esto contestó el hijo y joven guerrero: “Yo también soy un guerrero, solo que yo no busco la conquista sino la justicia; la paz es el fin y la guerra el peor instrumento, aunque a veces sea inevitable; no quiero administrar haciendas, sino dirigir pueblos. Y para todo esto, aztecas como vos son el peor enemigo, porque nunca tenéis descanso, nunca acabáis y la guerra la convertís en instrumento y fin al mismo tiempo. No os reconozco ni como padre, ni como guerrero justo; sí como enemigo, sí como padre cruel. Todas la tierras, lagunas, mares y cerros que divisan nuestra vista y ocupan nuestros pensamientos no son bastantes para sobrevivir ambos. Debéis elegir”.
Cuenta la leyenda que pasaron soles y lunas y el joven guerrero seguía prisionero de su padre; que la madre hubo escapado y forjado un ejército que quería casi invencible por adiestramiento y número; que hubo un general llamado Tezcatlipoca que andando el tiempo se convirtió en un dios que fue conocido como el dios de la guerra nocturna, que dotó a los guerreros de la esposa, Malinalxochitl, de armas temibles, de tácticas eficaces y de sabios estrategas. Sin embargo, la esposa, que el tiempo la había hecho ganar en sabiduría y perder en dulzura, alargaba cada vez más el tiempo del enfrentamiento directo con el cruel esposo porque sabía de lo que era capaz con su hijo prisionero; cada vez que llegaba a esa posibilidad recordaba el sueño del colibrí de pico de obsidiana que su hijo le había contado y sabía –aunque no su hijo- que eso era precisamente lo que significaba Huitzilopochtli: colibrí. ¿Era el sueño de su hijo un deseo o una premonición? Pronto tendría la respuesta, porque estas eran las reflexiones del padre y captor de Copil: “Esta situación no puede durar mucho más. Tener prisionero a mi hijo no hace más que retardar mis conquistas y alargar el enfrentamiento definitivo con los ejércitos de su madre; dejarle escapar supondría estar en el futuro bajo la doble amenaza para mi vida y mi misión del hijo y de la madre: con ambos vivos nunca habrá una victoria definitiva, nunca una derrota suficiente. ¡Oh dioses del Inframundo, porqué me hicisteis libre y ahora no puedo elegir!”.
Pasaba el tiempo y los ejércitos de la madre de Copil iban cercando a los del cruel padre y éste tomó una decisión. Primero se vistió con sus atavíos guerreros: su escudo de plumas de águila, su lanza-dardos azul turquesa, pintó su cuerpo con franjas diagonales, fijó sus plumas en su cabeza y colocó sus sandalias de plumas en sus pies; luego subió las escaleras del Templo Mayor junto con su hijo y estos fueron sus pensamientos:
“¡Dioses Tezcatlipoca y Quetzalcoatl, ancestros míos! Me habéis entregado el poder de la vida y la muerte en la conquista. Mi oficio es la guerra y a ella estoy condenado: un dios condenado que no por ello deja de serlo. Antepasados míos, ¿por qué habéis puesto en mi camino a mi propio hijo? Dotado como estoy de la habilidad y sigilo de la serpiente, de la fiereza y precaución del jaguar, de la determinación y altivez del águila, mi corazón duda en este momento, y de nada me sirven esas habilidades para lo que ha de venir. Mi hijo, mi propio hijo se ha rebelado contra mí instigado por su madre, a la que un día amé. ¡Nunca imaginé que los propios dioses dudasen y sintieran escalofríos! La duda, sembradora del barbecho en las conciencias, es propia de los mortales; la acción sin reflexión lo es de quien no teme a la muerte. Ahora yo dudo. ¡Divinidades ancestrales, guiar mi mano y no dejad espacio al pensamiento!”. Y diciendo estas palabras levantó el cuchillo de obsidiana, lo hundió en el pecho de su hijo y le arrancó el corazón.
Fue su famoso general Tezcatlipoca el encargado de dar la terrible noticia a la reina en pleno campo de batalla, ataviada como estaba con el traje y plumas de guerrero. Estos fueron sus pensamientos:
“¡Dadme fuerzas, mis dioses Tiáloc y Coyolxauhqui! ¡Mi hijo muerto a manos de su progenitor! Aspirante a dios de la Guerra, ganador de batallas, habéis sembrado la semilla de la venganza y yo la recogo con gusto y haré que dé sus frutos. Nada puedo hacer contra un dios si ya es esa vuestra condición, pero todo cuanto toquéis, miréis u os dé sombra será arrasado a sangre y fuego; no habrá justicia, y el límite es el ensañamiento inútil. ¡Me distéis un hijo y ahora me lo quitáis! Si tú eres inmune, no lo son tus guerreros y seguidores, y ellos también tienen madres y hermanos. A todos buscaré y todos quedarán con la duda del porqué de su sacrificio”.
Y cuenta la leyenda que la madre, guerrera a pesar suyo, cumplió su palabra. Recuperó las cenizas de su hijo y las esparció en los llanos de Chapultepec. Con ello convirtió en una inmensa ciénaga las otrora fértiles tierras; luego atrajo a los guerreros de su marido, hermano y fraticida, y dejó que se hundieran a miles bajo gritos atronadores; a los que sobrevivieron los sacó los ojos para que deambularan por los cerros hasta que fueron devorados por las alimañas; a los sacerdotes del futuro dios de la Guerra les cortó la lengua y los enterró vivos debajo de la Gran Pirámide porque no podía matarlos; y a los familiares de los derrotados les hizo prisioneros y los entregó a sus soldados para que fueran sacrificados cuando la ocasión fuera propicia. Y donde fueron a parar las cenizas de Copil brotó una nueva planta: el nopal.

A otras leyendas han llegado más atenuados o trastocados los hechos. Todas son leyendas, pero las ciénagas de Chapultepec guardan su secreto. ¿Y qué fue de la madre guerrera?: nada, las leyendas guardan silencio, pero hay silencios que son un griterío”.

Madrid, 16 de octubre de 2008

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