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Antonio Mora Plaza
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Esta es, según mi abuelo, la leyenda original del Fausto. Decía él, desde su sempiterna pipa, que los germanos, celosos de sus tradiciones y leyendas, echaron a Don Juan -el Burlador de Tirso- a tierras meridionales porque soportan todos los mitos salvo el mito del… libertino. Al final de la leyenda se verá algunos comentarios de mi abuelo Berto. Así comienza la leyenda:
“¡Oh dioses del Olimpo, musas caprichosas! Tantos años dedicado al estudio de todas las artes y las ciencias y apenas soy el guijarro de Newton, el afán de Aristóteles, nada del genio de Gauss, una brizna de la valentía de Galileo, un aliento de Miguel Ángel, un suspiro de Leonardo, tan sólo una pincelada de Velázquez; todo lo cambiaría por ser el autor de un hexámetro del vate ciego, por un terceto del divino toscano, por un soneto del genial bardo, por un sólo personaje del inmortal manco, por una sola escena del áureo barroco. Nada he inventado o descubierto realmente valioso, aunque creo saber todo lo que se sabe y haber leído todo lo importante, todo aquello que debemos llevar en nuestro equipaje en el último trayecto. Todo lo que sé es un islote en el mar de lo desconocido. Esta historia siempre se repite, y, a la postre, tan sólo queda de nosotros –y en el mejor de los casos- una biografía que nadie leerá. Soy viejo y ya no tengo tiempo ni para hallar respuestas que me satisfagan y, menos aún, para las preguntas pertinentes. Si pudiera volver atrás, a la adolescencia, a los quince años, o quizá antes, cuando sólo me hacía preguntas que tenían respuestas; ahora, después de 70 años sin que halla pasado ni una hora sin estudio, sólo tengo respuestas para lo trivial, lo cotidiano, lo esperado, y estoy metido en la jaula del sentido común, de lo ortodoxo. ¿Cómo he llegado a esto? ¡Dame Satán la gran pregunta y déjame que busque y… muera dilucidando… la respuesta!”.
Así hablaba y sentía Fausto, el hombre del septentrión, allí, en teutonas tierras, allí, más allá del Danubio, donde se aúnan el bosque, el frío y la reflexión. Así reflexionaba el anciano profesor universitario desde su gabinete, desde donde veía a sus paisanos solazarse en parques cercanos, corretear a los niños, pasear a los mayores y sonreír de las picardías de los adolescentes: era un lugar de paz en medio del griterío. Fausto se consideraba afortunado por todo esto, pero sentía cercano su final, dudaba si había tenido sentido su vida y eso asolaba su alegría. Y de pronto algo rompió la monotonía de lo cotidiano, porque una luz rojiza apareció a su espalda y la estancia se lleno de un olor azufroso: sus ojos pudieron contemplar cómo un extraño personaje de capa negra y cara enrojecida decía estas inesperadas palabras:
“¡Sea, Fausto, soy el que soy!, siempre presente cuando se me invoca con como tú lo has hecho: con sabiduría, templanza y oportunidad. Soy el gran apostador; soy el que nunca rehúye la pelea; el ladrón de la mentira; el que prefiere la guerra a la paz si sólo desean la paz quienes no pueden evitar la guerra; soy el maestro del odio cuando se encarcela el amor; el maestro del vicio cuando la virtud anda huérfana; y, sobre todo, soy la envidia, la envidia por encima de todo. La envidia es el carruaje que pasa a destiempo, pero que tarde o temprano, o lo tomamos o nos atropella. Mis vicios son las falsas virtudes de otros y mis virtudes son los vicios que los demás se niegan a sí mismos. El hombre es un espejo al que no queréis asomaros por miedo a reconoceros. Sé de tus deseos y los haré realidad durante un tiempo; conocerás las respuestas adecuadas a las preguntas pertinentes: a partir de ahí, investiga y dame respuestas. A cambio te daré la juventud mientras aprendes y te regalaré el amor con la persona que deseas. La palabra que se lee en tu frente –resignación- desaparecerá y otras vendrán a ocupar su lugar: pasión, ilusión, esperanza; volverás a ser joven durante un tiempo: más no te puedo otorgar. También volverás al amor, pero luego, a cambio, tendré tu alma, porque de estos robos yo me alimento. Quiero tu alma como compañera, porque estoy sólo, muy sólo en mi morada. Necesito un compañero con quien discutir, pelear, odiar y, quizá, temer: ¡prefiero el miedo a la soledad! ¡Nadie más propicio que tú en afanes y conocimientos! Medita mis palabras y si aceptas sellaremos con sangre y azufre nuestro pacto, que es como se hace en las tierras, o, mejor dicho, en los lugares de donde vengo. Perdonad, aún no os he dicho mi nombre: soy Mefistófeles, el Candente. Piensa y decide: tu alma por las grandes preguntas, la juventud de nuevo para las respuestas y el amor para evitar la melancolía”.
Y el personaje que decía llamarse Mefistófeles, el Candente, desapareció tras una nueva nube, pero esta vez dejó en su estela un agradable olor a incienso. Y Fausto salió del gabinete para incorporarse a la alegría de la campiña, pero se sorprendió con la energía con la que había salido de su casa y su alegría aún fue mayor cuando se le acercó una joven de no mucho más de veinte años y le habló en estos términos:
“Os he contemplado en otras ocasiones y nunca me he atrevido a presentarme: me llamo Margarita y soy alumna suya de Física. Estoy decidida a estudiar esa materia porque provocáis tal curiosidad en mí con vuestras explicaciones que apenas duermo esperando que llegue el día siguiente para conocer vuestras respuestas; maldigo la noche porque sustituye a la aurora, pero a la vez la amo porque es sólo su predecesora. Es un sentimiento contradictorio, para el cual seguro que vos tenéis respuesta. ¿Cómo sabéis tanto siendo aún joven? Desearía teneros como profesor de todas las materias, porque a su lado todos los demás profesores no salen de lo trivial, de lo esperado, y eso me aburre sobremanera. ¡Si tuviera dinero sería mi profesor particular! Si necesitáis ayuda o servicio llamadme y allí estaré. Ahora he de irme porque mis tíos, con los que vivo, son severos con las comidas y la puntualidad. Espero veros mañana en el aula”. Y Fausto siguió andando y de pronto se detuvo al recordar las palabras de la joven y meditó: “Ahora que caigo, creo recordar que me ha dicho que era muy joven para mi sabiduría, yo, el anciano resignado. Y además siempre me había visto joven, cosa imposible. Me acercaré al río para verme”. Y cuando esto aconteció tuvo que sentarse en la hierba y recuperar la respiración, porque el susto fue extraordinario y la sorpresa indescriptible: ¡era un joven de no más de 30 años! Sí, el extraño personaje había cumplido su palabra y en el inesperado monólogo anterior, la joven dejaba el camino allanado para que se cumpliera la palabra toda del rojizo personaje y se dijo: “¡Ten mi alma y da sentido a mi corpórea existencia!”. Entonces, preso ya de tanta emoción, se sentó en un banco donde había una persona enfundada en una túnica que le cubría todo el cuerpo y con una capucha que le tapaba la cara. Y no hubo pasado apenas unos segundos que le permitieran recuperar el resuello cuando el extraño personaje se dirigió a él antes de sentarse y le dijo: “Buen señor, soy un lisiado para este mundo, ayudadme a levantarme, tendedme la mano”. Y eso hizo Fausto, y cuando ambas palmas de la mano se juntaron, sintió que la suya, incluso el brazo, le quemaba. El extraño personaje se levantó y ya se alejaba mientras Fausto dirigió su mirada a la palma de la mano y allí, marcado y oliendo a azufre, se leía: “Esta es mi sangre, el pacto está sellado”. Fausto levantó la vista para buscar al extraño personaje, pero ya había desaparecido. No hacía falta porque Fausto sabía quién era.
Pero el día guardaba más sorpresas, aunque no del mismo calibre, porque una vez vuelto a su gabinete vio como alguien de su misma edad, pero impecablemente vestido, con botas hasta la rodilla, sombrero de ala, espada en ristre, moreno y algo estirado, se acercaba a la joven alumna que antes le había hablado. Fausto no pudo oír sus palabras a la joven, pero la leyenda dice que fueron más o menos estas:
“Ha tiempo que os contemplo con el cuidado necesario para no molestar vuestros encantos y con la distancia suficiente para no enturbiar vuestros pensamientos. ¡Sois tan hermosa que no puedo evitaros!, aunque sé que vuestro corazón se acompasa con el de otro que es joven a vuestros ojos y deseable a vuestro corazón. Debéis saber que las apariencias engañan y, a veces, engañan con estrépito. Vengo de tierras lejanas, de tierras meridionales donde el Sol baña los cuerpos desnudos y el mar los acaricia; de tierras donde Cupido tira a discreción sus dardos envenenados de… amor. Allí el amor y el hechizo son la misma cosa; allí los duendes y las brujas se bañan en el mismo líquido y beben de las mismas fuentes; de donde vengo sentamos a Satán en nuestra mesa con tal de que sea nuestro huésped. No puedo apartar mis ojos de los vuestros porque son luminarias de la enlutada noche y dan envidia al Sol en la aurora. ¡Oh noche de San Juan, mi personaje por una oportunidad! Sabed que no puedo volver con las manos vacías: ¡no puedo ser infiel a mi creador! ¡Mi alma por una cita!: ¿aceptáis?”. Y Margarita, saliendo de su sorpresa, se sentó en un banco con el atrevido desconocido y estas fueron sus palabras:
“Sé quién sois y la fama que arrastráis con vos, pero eso no es para mí objeción ni aliciente. Tenéis razón, mi corazón es de otro su compás, mis pasos tienen el trazo hecho, mis deseos marcado el vuelo. Ya conoceréis a Fausto, el joven sabio de esta comarca, tan septentrional para vos. Sin embargo, no por ello traicionéis vuestra fama de burlador, porque no quiero quitaros la esperanza si tan cerca de mí la depositáis: el atrevimiento merece su recompensa, aunque no sea siempre la esperada. Vos, más que atractivo, me resultáis divertido; me movéis a la risa, y es sabido –o eso dicen- que no hay mejor cebo para pescar en el corazón de una mujer que la risa. No sé la razón. Quizá porque la risa sea como el portillón de un castillo ante las flechas de… Cupido: perseverad en la risa, porque no pocos castillos se han rendido ante tales asaltos, meridional de negros ojos. Además, que no me resultéis atractivo no significa que no seáis guapo y valeroso. Ya sabéis, los gustos son como las pinturas de un museo: todas son valiosas, pero cada uno establece con ellas su propia jerarquía. Ahora me tengo que ir y ya sabéis: perseverad”.
Pasaron los días y no sabía Fausto como iniciar su duelo dialéctico con Mefistófeles porque se hacía las preguntas tradicionales: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Y pensó Fausto que con esas dudas, expresadas de forma tan genérica, no daría un paso a las grandes preguntas que tienen significativas respuestas. Invocó entonces a Mefistófeles y este se avino a su llamada y le habló en estos términos:
“En efecto mi… joven amigo, para ser hondos en las respuestas, debemos ser precisos con las preguntas. Sois perspicaz, porque esas preguntas están formuladas desde la vaguedad y, ante ésta, las respuestas han de ser forzosamente anodinas. Ahí van tres preguntas para caminar por la senda de la sabiduría: ¿Puede existir un sistema de conocimientos donde todas las preguntas -tengan o no respuesta en cada momento- puedan tener solución sin caer en la contradicción? ¿Cuál es la frontera entre lo inerte y la vida? ¿Cómo saber si existe una frontera al conocimiento científico? Estudiad, meditad, perseverad y no os olvidéis dormir: limpiar vuestra mente con el sueño. Divertíos también, porque tenéis tiempo para todo, no hay plazo fijo: sólo cuando consideréis que tenéis las respuestas últimas me entregaréis vuestra alma. Me voy, que me espera mucho trabajo, porque la bondad cada vez se reparte más a quien no la merece, y así el mundo anda descarriado. Además, sospecho que tendré antes de lo esperado un encuentro desagradable. Adiós… joven profesor”.
Quedó Fausto intrigado por las últimas palabras y por eso siguió con la mirada a Mefistófeles. Para su asombro, vio a través de la ventana de su gabinete cómo saludaba a un moreno personaje, con espada al cinto y de actitud arrogante: era el mismo que hubo hablado con Margarita. Vio a continuación cómo ambos –el Burlador y el Candente- se subían a una barca del hermoso lago y se dirigían al centro; vio cómo ambos se erguían y parecían discutir. Fausto nunca supo su conversación, pero la leyenda dice que esta fue más o menos como sigue:
Mefistófeles- “Hace tiempo que llegó vuestra fama meridional a este septentrión. Iberos y germanos fueron pesadilla de Roma. Antes llevaba vuestras cuentas, maestrillo de burlas, amores y desafíos, pero ahora estoy ocupado en otros menesteres. Decid que os aflige”.
Don Juan- “No conozco la pena y como confesor os diré que sois una calamidad, porque para vos la palabra secreto es sinónimo de mostrenco. También sé yo de vuestro aleteo, comprador de almas. Sé que algo tramáis y he venido desde la sepultura donde descansa mi fama para impedíroslo, aprendiz de mago”.
Mefistófeles- “¡En verdad que sois atrevido! ¿Y con qué fuerzas contáis? ¿Cuáles son vuestros aliados? Sólo tenéis una vieja espada oxidada y aburrida de permanecer en la vaina desde la noche que matasteis al Comendador. Sois como la fama, un personaje de múltiples lenguas y oídos”.
Don Juan- “Dejémonos de valentonadas que tanto desentonan a nuestra edad. Sé que andáis detrás del alma de Fausto, el famoso profesor teutón. He venido a impedíroslo. Tengo carta del Hades, vuestro homólogo en el Olimpo griego y vuestro maestro y preceptor antes de que os hubieran cristianizado. Y si tengo que acabar con el cuerpo de Fausto para arrebataros su alma, lo haré: no dudaré ni un momento. Y eso está a mi alcance, rojizo hechicero, porque están trazados los planes y yo soy el instrumento. Mi cuerpo ha tiempo se pudrió, pero mi alma romántica se salvará por la inocencia de Doña Inés, contra la que no podéis nada porque aún no ha nacido. Tus artes brujeriles no me hacen mella, de la misma forma que mis deseos, con ser inmensos, no pueden volveros con Satán. Esto es lo que ocurrirá: el alma y el cuerpo de Fausto se separarán cuando así lo quiera la madre Naturaleza, que tiene sus leyes que no podemos cambiar. Volved con Satán, vuestro semejante”.
Mefistófeles- “¡Qué equivocado estáis de mi misión en la Tierra! Yo soy el mal necesario para que del bien no se alimenten los egoístas, los avaros, los ladrones, los envidiosos, los criminales, los falsos neutrales, los déspotas. Enseño, como Maquiavelo, a hacer de la política, no un ingenuo arte, sino una ciencia donde los buenos deseos de los más no descalabren por los egoísmos de los menos. Hago el mal donde el bien es injusto y, por eliminación, por oquedad, surge la justicia. Fausto quiere conocer las preguntas pertinentes para saber las últimas respuestas y ese deseo es más fuerte que su amor por su alma, que la considera condenada según la románica religión o, simplemente, inexistente. Él no es creyente y poco le importa perder en lo que no cree. A cambio le daré sabiduría y la posibilidad del amor. ¿Y eso es hacer el mal? La bondad, la belleza y la justicia están contadas, y darlos a quien no lo merece es quitarlos al meritorio. Esa es mi profesión, egoísta espadachín, que sólo pensáis en Fausto porque sois el complemento: vos valor y vida, él, estudio y reflexión. Andáis cojo de ilusiones y queréis la otra pierna para vos. ¡Fausto y Don Juan en un solo ser! Demasiado poder. Os vaticino que vos mismo, vuestra furia impedirá ese maridaje y me daréis el comodín para ganar la partida. Pronto nos veremos. Vos movéis. Adiós”.
Nada pudo saber Fausto de esta conversación por más que contemplara a ambos desde su gabinete como discutían acaloradamente, pero nunca sin descomponer la figura. Ya todo parecía en calma porque la noche se avecinaba y niños, jóvenes y mayores ya enfilaban a sus casas azorados por las horas y ateridos por el frío que parecía adueñarse de todo. Fausto se sentó de espaldas a la ventana, pero por un momento le pareció ver a la joven Margarita pasar veloz y desaparecer y pensó: “¡Ah deseos, como os presentáis tan alocados si sois tan efímeros! He visto lo que he querido ver, sin duda. La felicidad nunca es completa y por hoy no soporto más emociones. Iré a dormir”. Lo que no sabía el sabio es que no fue lo que vio una alucinación, sino que realmente Margarita se había propuesto entrar y declarar su amor, pero en el último momento se había arrepentido. Luego se sentó en su puerta y estas fueron sus reflexiones:
“¡Nereidas y Afroditas, os siento tan cerca y juguetonas! Al fin he encontrado cuando ya no buscaba y la melancolía me había cubierto. He pasado de la niñez a la adolescencia y de esta a la primera madurez con la vana esperanza de encontrar alguien en cuya presencia se erizara mi cabello y se agitara mi corazón, y cuando ya me había resignado ha aparecido lo destinado llamando a mi puerta. ¡Me habéis envenenado, desalmado Cupido, insaciable Venus! Soy su mitad. No era así como me lo había imaginado, porque parece faltarle decisión, como si guardara un secreto que le impidiera dar los pasos que han de darse, ¡pero es tan sabio y tan guapo! Quizá sólo sean meras sensaciones sin fundamento, o quizá sea unas de las características del enamoramiento: alojar en el otro tus propias inseguridades. ¡Diosa del Amor, no hagáis nunca que renuncie a mi dignidad por complaceros! Debo tener la cabeza fría en medio de este mar de sensaciones que todo lo niebla. ¡Sí, eso haré, malditas sirenas que tan bien cantáis y tanto arrastráis con vuestro canto! Caminaré descalza para que no me envuelva la nube y me levante: así sentiré la tierra, sus hierbas, sus piedras, sus imperfecciones. Hay tiempo, pero algo me dice que no está el camino despejado y acechan peligros que aún no puedo descifrar. Volveré mañana, hoy es tarde ya”.
Pasaron unos días sin nuevas visitas, sin nuevos sobresaltos, sin nuevas sorpresas y eso le permitió a Fausto reflexionar ante los problemas que le había planteado Mefistófeles, ese mago maloliente, quizá a pesar suyo, cuando hacía sus apariciones. Sí, porque Fausto aún no estaba convencido de que quién le visitaba fuera el enviado de Satán, el cristianizado Hades, el Osiris del desierto. Y meditó sobre los 3 problemas más o menos en estos términos:
“Tengo dudas acerca de ese rojizo ser que aparece y desaparece como por encanto, pero los problemas planteados no dejan de ser agudos y precisos frente a la generalidad con que los ha planteado siempre la progenie aristotélica y tomista: aquéllas que las ciencias aún –y quizá para siempre- no encuentran respuestas solventes. He meditado sobre el primer problema y tengo la intuición de que nunca habrá un sistema que todo lo explique y donde se resuelvan todas las dudas y problemas. La historia de la Ciencia, las Matemáticas y la Lógica así lo demuestran: las antinomias de Zenón, la inconmensurabilidad de la hipotenusa en un triángulo con un ángulo recto, la imposible resolución de las ecuaciones de quinto grado mediante el Algebra, las geometrías no euclídeas, las contradicciones de la Lógica, los falsos geocentrismos, lo errado del flogisto y del calórico, las contradicciones del binomio onda-partícula, y tantos otros. El segundo problema entraña una dificultad lógica insalvable y todo depende de lo que entendamos por vida e inerte: con unos criterios la frontera estará en un lugar, con otros, con otras definiciones, estará en otro. Ello depende de que no exista un salto desde la materia a la vida y de que ésta no haya sido creada de la Nada por un hipotético Ser Supremo increado, cosa en la que no creo, porque en ciencia creer y pensar son excluyentes. La Ciencia sí podrá algún día dilucidar ese salto porque es un problema científico, es decir es un problema de investigación, explicación teórica y contrastación empírica; en cambio la primera parte del segundo problema entraña una definición, cosa siempre arbitraria: la Ciencia no puede dilucidar un problema que le es ajeno. Del tercero está en juego la posibilidad del conocimiento, pero si la realidad última se nos escapa porque todo instrumento es limitado en su poder de observación y si la materia tiene un límite en su constitución inferior al que puede escrutar el instrumento, nunca podremos saber de que está hecha la materia y de qué estamos hechos nosotros, los petulantes humanos. Pero he de seguir indagando, porque mi insatisfacción ha aumentado con mis descubrimientos: eso era de preveer. ¡Ilumíname, dios Mercurio, dame tu fuego Prometeo, porque creo ahora saber menos que antes!”. Y Fausto, rodeado de aparatos, libros, papeles y legajos, se mesaba los cabellos, suspiraba y, a veces, quedábase inmóvil cual estatua. Por ese motivo, por su concentración y su inmovilidad habituales, le sorprendió el timbre de la puerta; abrió la criada y oyó como la persona que había llamado se presentaba de esta manera: “Buenos días señora, ruego mis excusas, soy Don Juan, el Burlador, porque así se me conoce, y quisiera hablar con el Dr. Fausto”. La criada le llevó al gabinete donde estaba el doctor y estas fueron las palabras de Don Juan:
“No os levantéis. Sé quienes sois y la blasfemia que estáis cometiendo. También sé que no lo sentís porque no sois creyente. Tampoco lo soy yo del dios católico y romano; mi Dios me lo he fabricado a mis hechuras y eso me sirve. Mi misión es salvar vuestra alma y para ello ha de permanecer con el cuerpo hasta que la Naturaleza obre su curso. Pero algo se ha torcido en todo esto, porque debéis renunciar a Margarita. Ella debe quedar fuera del pacto de sangre que habéis firmado con el Candente. No me importa lo que hagáis con vuestro cuerpo: sólo me interesa vuestra alma y Margarita”. A esto respondió Fausto de forma enérgica y desacostumbrada: “Perdisteis la vuestra por andar en pendencias y desafíos, y ahora venís a arrebatarme la mía, que está empeñada para el conocimiento y el amor. Es verdad todo eso es efímero, pero no más que todo lo mortal. No creo en la inmortalidad del alma, ni siquiera en su existencia. Yo soy un hombre de ciencia que tiene la oportunidad que jamás hombre alguno ha tenido: saber las últimas preguntas y sus respuestas, aquello por lo que bregaron Demócrito, Aristóteles, los alquimistas, Giordano Bruno, Copérnico, Galileo, Descartes, Newton, Leibniz, Gauss, nuestro contemporáneo Kant, y un largo etcétera; por todo aquello que sus formidables inteligencias apenas pudieron arañar. Y además tengo el amor de la juventud de nuevo -una segunda oportunidad- en la persona de Margarita, a la que venero como una diosa y deseo como hembra. Nada ni nadie me detendrá, y menos un espadachín de dudosa moralidad como vos. Volved a vuestro hogar si algo así tenéis”. A lo que Don Juan respondió lacónico: “Os veo convertidos en servidor del Diablo por un conocimiento imposible y por un amor efímero. Nos volveremos a ver, y esa vez será la última”. Y Don Juan, el meridional, salió de la casa y se perdió en la neblina del bosque sin dejar ni un momento su altivez, lo que para Fausto era insoportable arrogancia.
Pasaron días, meses y algún año de estudio, sin que la leyenda diga nada significativo de lo que aconteció a los personajes de nuestra historia, hasta que un día apareció Mefistófeles en el gabinete de doctor Fausto con la parafernalia habitual: envuelto en una nube, recogiendo su larga capa e inundando todo de ese olor azufroso insoportable. Pero Fausto estaba aherrojado en los brazos de Morfeo y el Candente no quiso enturbiar su sueño, por lo que dejó el siguiente escrito en su mesa con tinta rojiza:
“El tiempo avanza y espero que avancéis también en el conocimiento de lo que deseáis. Os conseguiré todos los instrumentos que necesitéis para escrutar lo más pequeño, lo que jamás ha visto hombre alguno con el más preciso de los instrumentos; también lo más grande, oteando las estrellas y más allá, el espacio infinito, aquello que ni siquiera con la imaginación ha visto ningún mortal: tanto en lo pequeño como en lo grande, la más desbordante imaginación será sólo un pálido reflejo de lo que os será dado contemplar. He leído vuestros pesquisas de los tres problemas y os adelanto que no andáis descaminado: del primero os diré que no tardará mucho que se demuestre que es un imposible plantear sistemas formales que puedan ser a la vez onmicomprensivos y no contradictorios; de lo segundo, que la vida ha surgido de lo inerte sin duda alguna a través de muchos millones de años de evolución y que estamos hechos todos, vivos e inertes, de los mismos materiales, del mismo polvo estelar; del tercero, se demostrará no pasando ni siquiera dos siglos que hay un límite al conocimiento en forma de incertidumbre en las variables de la Física. Sigue por ese camino y te será concedido el tiempo suficiente para lo que deseáis y todo ello será regado con la generosidad de Eros. Perseverad, seguid así porque hay límite en el tiempo, pero no plazos que cumplir”. Y cuando acabó de escribir meditó Mefistófeles aún sentado esbozando una socarrona sonrisa: “Seguid, perseverad, porque seréis el más sabio de mis tertulianos, pero siempre me deberéis haberos elegido, siempre seré vuestros predecesor, el que os dio las peguntas y los instrumentos”.
Pasó aún más tiempo y todo parecía como si el Candente se hubiera salido con la suya: Fausto estudiaba, investigaba, reflexionaba y, además, disfrutaba del amor de Margarita; Mefistófeles todo lo contemplaba desde lo oscuro sin importunar más al Dr. Fausto con sus visitas y sí lo hacía con notas y furtivas apariciones en la campiña, en clase, en un viaje en el carruaje que el doctor empleaba, disfrazado siempre de respetable ciudadano teutón que iba y venía de su trabajo o del mercado. Así fue hasta que un día hallábase Margarita montando en una barca en el lago de la ciudad -remar era un ejercicio del que disfrutaba-, cuando se le acercó un personaje en otra barca envuelto en una capa y la cabeza gacha, por lo que no pudo reconocerle: era Don Juan, el Burlador, del que no sabía nada hacía ya un tiempo. Don Juan, haciendo honor a la fama de intrépido, saltó a la barca de Margarita a la vez que descubría su cabeza y casi sin presentación le dijo en suave tono:
“Margarita, suma beldad, he estado un tiempo ocupado en otros menesteres porque había dado una oportunidad al destino, pero los plazos ya se han cumplido. Vengo del Infierno donde me mandó mi creador primero, el gran Tirso, al que no guardo rencor alguno porque al fin soy un hijo suyo. Me condenó a la conquista y ese es mi oficio, pero tengo también otros deberes que cumplir. Soy libre y puedo elegir: la eternidad al servicio del Hades o la libertad por la única cosa que merece cambiar lo infinito: el amor. Allí, en el inmenso oscuro, lo he aprendido todo, todo lo que ahora está descubriendo el Dr. Fausto. Y cuando las últimas preguntas y sus respuestas las tenga asidas como la red del pescador a sus capturas, perderá ambas: la libertad y el amor. Yo en cambio puedo elegir y todo lo cambiaría por vos, por la mirada de tus ojos, el perfume de tu cuello o el roce de tus labios. Seré lo que tú quieras que sea: es la única esclavitud que puedo soportar. Tan sólo me quedaré con mi dignidad, esa cualidad que diferencia a las personas de los juguetes, esa frontera donde el destino se despeña”. Asombrada quedó Margarita, pero pudo reponerse a tiempo y contestar no sin esfuerzo, pero sí con convencimiento:
“Ya no soy la que fui, y eso que la que fui repugnaba de amos, desconfiaba de maestros y era precavida de amoríos. Sois figura legendaria en apuestas, amores y desafíos; sí, en amores que duran lo que el olor de las rosas fuera del rosal. Pero no es eso lo que me molesta de vos, atrevido personaje, arrogante para otros, petulante quizá; lo que me molesta es que en vuestro afán de conquista nunca habéis dejado de ser el niño que no soportaba compartir un juguete con sus hermanos; que no regalaba besos sino que los apostaba; que el amor que sentíais -y quizá aún sentís a pesar de los años- es el de Narciso: nunca romperéis el espejo donde os reflejáis porque eso sería vuestra muerte en vida. Yo odio los espejos porque tienen memoria. Aún no eres un hombre, sino un personaje. Me alegro que podáis elegir, pero quedaos con vuestra biografía y volved con Satán, Mefistófeles, Hades u Osiris, que todos son lo mismo y vos su semejante. Pase lo que pase seréis un bello recuerdo, a pesar de todo. Que sea lo que tenga que ser. Yo sólo he nacido para el amor aunque sea efímero. Sí, eso es lo que he elegido, lo efímero, porque yo nunca he dudado entre el amor y la inmortalidad”. A lo que Don Juan contestó de nuevo de forma lacónica: “Podéis elegir tres de estas cuatro cosas: el amor, la dignidad, la libertad o la inmortalidad. Yo soy vuestro instrumento y puedo ser vuestro destino. Pensadlo”.
Y el final de la historia es de sobra conocida. Don Juan se llevó el cuerpo de Fausto a su morada y se fundió con él para aparecer de nuevo en el Romanticismo; Mefistófeles se quedó con su alma para tenerle de compañero de tertulia allí, en el inmenso oscuro; y Margarita… Margarita siguió buscando el amor, pero la leyenda no aclara si lo encontró o su recuerdo fue barbecho para nuevos amores. Por eso, quizá, desde entonces, los enamorados deshojan margaritas: pero esto no forma parte de la leyenda. Otras dicen que Don Juan retó y mató al Dr. Fausto por el amor de Margarita y por ello se quedó con su cuerpo, aunque el quería salvar su alma, tal y como apostó con el Candente.
En manos de un dramaturgo, el final de Margarita hubiera sido el suicidio. Afortunadamente, la historia de Fausto, Don Juan Y Margarita es sólo una leyenda, y en las leyendas el final puede ser descriptivo, a veces sorpresivos, incluso trágico, siempre moralista, pero nunca… conmovedor, porque la leyenda no aspira al aplauso ni a la sorpresa.
Aunque mi abuelo ya nos dejó, nunca olvidaré sus palabras sobre esta leyenda y de seguro que sorprenderán al lector: “Querido nieto, medita en estos personajes y verás que todos ellos son al final… el mismo personaje. Verás, Mefistófeles es el político, Don Juan es la pasión, Fausto la curiosidad; cada uno de ellos está dispuesto a perder su alma: Fausto por la ciencia, Don Juan por el amor, Mefistófeles ya la perdió por el poder; para todos ellos -y a pesar de sus palabras-, la mujer es un instrumento: para Don Juan, para alimentar su ego infinito, para Mefistófeles es un anzuelo para sus fines, para Fausto es un maravilloso complemento. Todos ellos son en verdad complementarios, rasgos exagerados y cercenados del mismo género: el del envidioso, petulante, engreído, ambicioso, egoísta, vengativo y desleal género humano”.
No quiero justificar a mi abuelo, pero ya quedó dicho que era radical, y lo fue desde sus juegos de infancia: según me contó, para él los indios eran los buenos y los conquistadores los malos. Nunca cambió de parecer.
Madrid, 7 de octubre de 2008
Antonio Mora Plaza
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Esta es, según mi abuelo, la leyenda original del Fausto. Decía él, desde su sempiterna pipa, que los germanos, celosos de sus tradiciones y leyendas, echaron a Don Juan -el Burlador de Tirso- a tierras meridionales porque soportan todos los mitos salvo el mito del… libertino. Al final de la leyenda se verá algunos comentarios de mi abuelo Berto. Así comienza la leyenda:
“¡Oh dioses del Olimpo, musas caprichosas! Tantos años dedicado al estudio de todas las artes y las ciencias y apenas soy el guijarro de Newton, el afán de Aristóteles, nada del genio de Gauss, una brizna de la valentía de Galileo, un aliento de Miguel Ángel, un suspiro de Leonardo, tan sólo una pincelada de Velázquez; todo lo cambiaría por ser el autor de un hexámetro del vate ciego, por un terceto del divino toscano, por un soneto del genial bardo, por un sólo personaje del inmortal manco, por una sola escena del áureo barroco. Nada he inventado o descubierto realmente valioso, aunque creo saber todo lo que se sabe y haber leído todo lo importante, todo aquello que debemos llevar en nuestro equipaje en el último trayecto. Todo lo que sé es un islote en el mar de lo desconocido. Esta historia siempre se repite, y, a la postre, tan sólo queda de nosotros –y en el mejor de los casos- una biografía que nadie leerá. Soy viejo y ya no tengo tiempo ni para hallar respuestas que me satisfagan y, menos aún, para las preguntas pertinentes. Si pudiera volver atrás, a la adolescencia, a los quince años, o quizá antes, cuando sólo me hacía preguntas que tenían respuestas; ahora, después de 70 años sin que halla pasado ni una hora sin estudio, sólo tengo respuestas para lo trivial, lo cotidiano, lo esperado, y estoy metido en la jaula del sentido común, de lo ortodoxo. ¿Cómo he llegado a esto? ¡Dame Satán la gran pregunta y déjame que busque y… muera dilucidando… la respuesta!”.
Así hablaba y sentía Fausto, el hombre del septentrión, allí, en teutonas tierras, allí, más allá del Danubio, donde se aúnan el bosque, el frío y la reflexión. Así reflexionaba el anciano profesor universitario desde su gabinete, desde donde veía a sus paisanos solazarse en parques cercanos, corretear a los niños, pasear a los mayores y sonreír de las picardías de los adolescentes: era un lugar de paz en medio del griterío. Fausto se consideraba afortunado por todo esto, pero sentía cercano su final, dudaba si había tenido sentido su vida y eso asolaba su alegría. Y de pronto algo rompió la monotonía de lo cotidiano, porque una luz rojiza apareció a su espalda y la estancia se lleno de un olor azufroso: sus ojos pudieron contemplar cómo un extraño personaje de capa negra y cara enrojecida decía estas inesperadas palabras:
“¡Sea, Fausto, soy el que soy!, siempre presente cuando se me invoca con como tú lo has hecho: con sabiduría, templanza y oportunidad. Soy el gran apostador; soy el que nunca rehúye la pelea; el ladrón de la mentira; el que prefiere la guerra a la paz si sólo desean la paz quienes no pueden evitar la guerra; soy el maestro del odio cuando se encarcela el amor; el maestro del vicio cuando la virtud anda huérfana; y, sobre todo, soy la envidia, la envidia por encima de todo. La envidia es el carruaje que pasa a destiempo, pero que tarde o temprano, o lo tomamos o nos atropella. Mis vicios son las falsas virtudes de otros y mis virtudes son los vicios que los demás se niegan a sí mismos. El hombre es un espejo al que no queréis asomaros por miedo a reconoceros. Sé de tus deseos y los haré realidad durante un tiempo; conocerás las respuestas adecuadas a las preguntas pertinentes: a partir de ahí, investiga y dame respuestas. A cambio te daré la juventud mientras aprendes y te regalaré el amor con la persona que deseas. La palabra que se lee en tu frente –resignación- desaparecerá y otras vendrán a ocupar su lugar: pasión, ilusión, esperanza; volverás a ser joven durante un tiempo: más no te puedo otorgar. También volverás al amor, pero luego, a cambio, tendré tu alma, porque de estos robos yo me alimento. Quiero tu alma como compañera, porque estoy sólo, muy sólo en mi morada. Necesito un compañero con quien discutir, pelear, odiar y, quizá, temer: ¡prefiero el miedo a la soledad! ¡Nadie más propicio que tú en afanes y conocimientos! Medita mis palabras y si aceptas sellaremos con sangre y azufre nuestro pacto, que es como se hace en las tierras, o, mejor dicho, en los lugares de donde vengo. Perdonad, aún no os he dicho mi nombre: soy Mefistófeles, el Candente. Piensa y decide: tu alma por las grandes preguntas, la juventud de nuevo para las respuestas y el amor para evitar la melancolía”.
Y el personaje que decía llamarse Mefistófeles, el Candente, desapareció tras una nueva nube, pero esta vez dejó en su estela un agradable olor a incienso. Y Fausto salió del gabinete para incorporarse a la alegría de la campiña, pero se sorprendió con la energía con la que había salido de su casa y su alegría aún fue mayor cuando se le acercó una joven de no mucho más de veinte años y le habló en estos términos:
“Os he contemplado en otras ocasiones y nunca me he atrevido a presentarme: me llamo Margarita y soy alumna suya de Física. Estoy decidida a estudiar esa materia porque provocáis tal curiosidad en mí con vuestras explicaciones que apenas duermo esperando que llegue el día siguiente para conocer vuestras respuestas; maldigo la noche porque sustituye a la aurora, pero a la vez la amo porque es sólo su predecesora. Es un sentimiento contradictorio, para el cual seguro que vos tenéis respuesta. ¿Cómo sabéis tanto siendo aún joven? Desearía teneros como profesor de todas las materias, porque a su lado todos los demás profesores no salen de lo trivial, de lo esperado, y eso me aburre sobremanera. ¡Si tuviera dinero sería mi profesor particular! Si necesitáis ayuda o servicio llamadme y allí estaré. Ahora he de irme porque mis tíos, con los que vivo, son severos con las comidas y la puntualidad. Espero veros mañana en el aula”. Y Fausto siguió andando y de pronto se detuvo al recordar las palabras de la joven y meditó: “Ahora que caigo, creo recordar que me ha dicho que era muy joven para mi sabiduría, yo, el anciano resignado. Y además siempre me había visto joven, cosa imposible. Me acercaré al río para verme”. Y cuando esto aconteció tuvo que sentarse en la hierba y recuperar la respiración, porque el susto fue extraordinario y la sorpresa indescriptible: ¡era un joven de no más de 30 años! Sí, el extraño personaje había cumplido su palabra y en el inesperado monólogo anterior, la joven dejaba el camino allanado para que se cumpliera la palabra toda del rojizo personaje y se dijo: “¡Ten mi alma y da sentido a mi corpórea existencia!”. Entonces, preso ya de tanta emoción, se sentó en un banco donde había una persona enfundada en una túnica que le cubría todo el cuerpo y con una capucha que le tapaba la cara. Y no hubo pasado apenas unos segundos que le permitieran recuperar el resuello cuando el extraño personaje se dirigió a él antes de sentarse y le dijo: “Buen señor, soy un lisiado para este mundo, ayudadme a levantarme, tendedme la mano”. Y eso hizo Fausto, y cuando ambas palmas de la mano se juntaron, sintió que la suya, incluso el brazo, le quemaba. El extraño personaje se levantó y ya se alejaba mientras Fausto dirigió su mirada a la palma de la mano y allí, marcado y oliendo a azufre, se leía: “Esta es mi sangre, el pacto está sellado”. Fausto levantó la vista para buscar al extraño personaje, pero ya había desaparecido. No hacía falta porque Fausto sabía quién era.
Pero el día guardaba más sorpresas, aunque no del mismo calibre, porque una vez vuelto a su gabinete vio como alguien de su misma edad, pero impecablemente vestido, con botas hasta la rodilla, sombrero de ala, espada en ristre, moreno y algo estirado, se acercaba a la joven alumna que antes le había hablado. Fausto no pudo oír sus palabras a la joven, pero la leyenda dice que fueron más o menos estas:
“Ha tiempo que os contemplo con el cuidado necesario para no molestar vuestros encantos y con la distancia suficiente para no enturbiar vuestros pensamientos. ¡Sois tan hermosa que no puedo evitaros!, aunque sé que vuestro corazón se acompasa con el de otro que es joven a vuestros ojos y deseable a vuestro corazón. Debéis saber que las apariencias engañan y, a veces, engañan con estrépito. Vengo de tierras lejanas, de tierras meridionales donde el Sol baña los cuerpos desnudos y el mar los acaricia; de tierras donde Cupido tira a discreción sus dardos envenenados de… amor. Allí el amor y el hechizo son la misma cosa; allí los duendes y las brujas se bañan en el mismo líquido y beben de las mismas fuentes; de donde vengo sentamos a Satán en nuestra mesa con tal de que sea nuestro huésped. No puedo apartar mis ojos de los vuestros porque son luminarias de la enlutada noche y dan envidia al Sol en la aurora. ¡Oh noche de San Juan, mi personaje por una oportunidad! Sabed que no puedo volver con las manos vacías: ¡no puedo ser infiel a mi creador! ¡Mi alma por una cita!: ¿aceptáis?”. Y Margarita, saliendo de su sorpresa, se sentó en un banco con el atrevido desconocido y estas fueron sus palabras:
“Sé quién sois y la fama que arrastráis con vos, pero eso no es para mí objeción ni aliciente. Tenéis razón, mi corazón es de otro su compás, mis pasos tienen el trazo hecho, mis deseos marcado el vuelo. Ya conoceréis a Fausto, el joven sabio de esta comarca, tan septentrional para vos. Sin embargo, no por ello traicionéis vuestra fama de burlador, porque no quiero quitaros la esperanza si tan cerca de mí la depositáis: el atrevimiento merece su recompensa, aunque no sea siempre la esperada. Vos, más que atractivo, me resultáis divertido; me movéis a la risa, y es sabido –o eso dicen- que no hay mejor cebo para pescar en el corazón de una mujer que la risa. No sé la razón. Quizá porque la risa sea como el portillón de un castillo ante las flechas de… Cupido: perseverad en la risa, porque no pocos castillos se han rendido ante tales asaltos, meridional de negros ojos. Además, que no me resultéis atractivo no significa que no seáis guapo y valeroso. Ya sabéis, los gustos son como las pinturas de un museo: todas son valiosas, pero cada uno establece con ellas su propia jerarquía. Ahora me tengo que ir y ya sabéis: perseverad”.
Pasaron los días y no sabía Fausto como iniciar su duelo dialéctico con Mefistófeles porque se hacía las preguntas tradicionales: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Y pensó Fausto que con esas dudas, expresadas de forma tan genérica, no daría un paso a las grandes preguntas que tienen significativas respuestas. Invocó entonces a Mefistófeles y este se avino a su llamada y le habló en estos términos:
“En efecto mi… joven amigo, para ser hondos en las respuestas, debemos ser precisos con las preguntas. Sois perspicaz, porque esas preguntas están formuladas desde la vaguedad y, ante ésta, las respuestas han de ser forzosamente anodinas. Ahí van tres preguntas para caminar por la senda de la sabiduría: ¿Puede existir un sistema de conocimientos donde todas las preguntas -tengan o no respuesta en cada momento- puedan tener solución sin caer en la contradicción? ¿Cuál es la frontera entre lo inerte y la vida? ¿Cómo saber si existe una frontera al conocimiento científico? Estudiad, meditad, perseverad y no os olvidéis dormir: limpiar vuestra mente con el sueño. Divertíos también, porque tenéis tiempo para todo, no hay plazo fijo: sólo cuando consideréis que tenéis las respuestas últimas me entregaréis vuestra alma. Me voy, que me espera mucho trabajo, porque la bondad cada vez se reparte más a quien no la merece, y así el mundo anda descarriado. Además, sospecho que tendré antes de lo esperado un encuentro desagradable. Adiós… joven profesor”.
Quedó Fausto intrigado por las últimas palabras y por eso siguió con la mirada a Mefistófeles. Para su asombro, vio a través de la ventana de su gabinete cómo saludaba a un moreno personaje, con espada al cinto y de actitud arrogante: era el mismo que hubo hablado con Margarita. Vio a continuación cómo ambos –el Burlador y el Candente- se subían a una barca del hermoso lago y se dirigían al centro; vio cómo ambos se erguían y parecían discutir. Fausto nunca supo su conversación, pero la leyenda dice que esta fue más o menos como sigue:
Mefistófeles- “Hace tiempo que llegó vuestra fama meridional a este septentrión. Iberos y germanos fueron pesadilla de Roma. Antes llevaba vuestras cuentas, maestrillo de burlas, amores y desafíos, pero ahora estoy ocupado en otros menesteres. Decid que os aflige”.
Don Juan- “No conozco la pena y como confesor os diré que sois una calamidad, porque para vos la palabra secreto es sinónimo de mostrenco. También sé yo de vuestro aleteo, comprador de almas. Sé que algo tramáis y he venido desde la sepultura donde descansa mi fama para impedíroslo, aprendiz de mago”.
Mefistófeles- “¡En verdad que sois atrevido! ¿Y con qué fuerzas contáis? ¿Cuáles son vuestros aliados? Sólo tenéis una vieja espada oxidada y aburrida de permanecer en la vaina desde la noche que matasteis al Comendador. Sois como la fama, un personaje de múltiples lenguas y oídos”.
Don Juan- “Dejémonos de valentonadas que tanto desentonan a nuestra edad. Sé que andáis detrás del alma de Fausto, el famoso profesor teutón. He venido a impedíroslo. Tengo carta del Hades, vuestro homólogo en el Olimpo griego y vuestro maestro y preceptor antes de que os hubieran cristianizado. Y si tengo que acabar con el cuerpo de Fausto para arrebataros su alma, lo haré: no dudaré ni un momento. Y eso está a mi alcance, rojizo hechicero, porque están trazados los planes y yo soy el instrumento. Mi cuerpo ha tiempo se pudrió, pero mi alma romántica se salvará por la inocencia de Doña Inés, contra la que no podéis nada porque aún no ha nacido. Tus artes brujeriles no me hacen mella, de la misma forma que mis deseos, con ser inmensos, no pueden volveros con Satán. Esto es lo que ocurrirá: el alma y el cuerpo de Fausto se separarán cuando así lo quiera la madre Naturaleza, que tiene sus leyes que no podemos cambiar. Volved con Satán, vuestro semejante”.
Mefistófeles- “¡Qué equivocado estáis de mi misión en la Tierra! Yo soy el mal necesario para que del bien no se alimenten los egoístas, los avaros, los ladrones, los envidiosos, los criminales, los falsos neutrales, los déspotas. Enseño, como Maquiavelo, a hacer de la política, no un ingenuo arte, sino una ciencia donde los buenos deseos de los más no descalabren por los egoísmos de los menos. Hago el mal donde el bien es injusto y, por eliminación, por oquedad, surge la justicia. Fausto quiere conocer las preguntas pertinentes para saber las últimas respuestas y ese deseo es más fuerte que su amor por su alma, que la considera condenada según la románica religión o, simplemente, inexistente. Él no es creyente y poco le importa perder en lo que no cree. A cambio le daré sabiduría y la posibilidad del amor. ¿Y eso es hacer el mal? La bondad, la belleza y la justicia están contadas, y darlos a quien no lo merece es quitarlos al meritorio. Esa es mi profesión, egoísta espadachín, que sólo pensáis en Fausto porque sois el complemento: vos valor y vida, él, estudio y reflexión. Andáis cojo de ilusiones y queréis la otra pierna para vos. ¡Fausto y Don Juan en un solo ser! Demasiado poder. Os vaticino que vos mismo, vuestra furia impedirá ese maridaje y me daréis el comodín para ganar la partida. Pronto nos veremos. Vos movéis. Adiós”.
Nada pudo saber Fausto de esta conversación por más que contemplara a ambos desde su gabinete como discutían acaloradamente, pero nunca sin descomponer la figura. Ya todo parecía en calma porque la noche se avecinaba y niños, jóvenes y mayores ya enfilaban a sus casas azorados por las horas y ateridos por el frío que parecía adueñarse de todo. Fausto se sentó de espaldas a la ventana, pero por un momento le pareció ver a la joven Margarita pasar veloz y desaparecer y pensó: “¡Ah deseos, como os presentáis tan alocados si sois tan efímeros! He visto lo que he querido ver, sin duda. La felicidad nunca es completa y por hoy no soporto más emociones. Iré a dormir”. Lo que no sabía el sabio es que no fue lo que vio una alucinación, sino que realmente Margarita se había propuesto entrar y declarar su amor, pero en el último momento se había arrepentido. Luego se sentó en su puerta y estas fueron sus reflexiones:
“¡Nereidas y Afroditas, os siento tan cerca y juguetonas! Al fin he encontrado cuando ya no buscaba y la melancolía me había cubierto. He pasado de la niñez a la adolescencia y de esta a la primera madurez con la vana esperanza de encontrar alguien en cuya presencia se erizara mi cabello y se agitara mi corazón, y cuando ya me había resignado ha aparecido lo destinado llamando a mi puerta. ¡Me habéis envenenado, desalmado Cupido, insaciable Venus! Soy su mitad. No era así como me lo había imaginado, porque parece faltarle decisión, como si guardara un secreto que le impidiera dar los pasos que han de darse, ¡pero es tan sabio y tan guapo! Quizá sólo sean meras sensaciones sin fundamento, o quizá sea unas de las características del enamoramiento: alojar en el otro tus propias inseguridades. ¡Diosa del Amor, no hagáis nunca que renuncie a mi dignidad por complaceros! Debo tener la cabeza fría en medio de este mar de sensaciones que todo lo niebla. ¡Sí, eso haré, malditas sirenas que tan bien cantáis y tanto arrastráis con vuestro canto! Caminaré descalza para que no me envuelva la nube y me levante: así sentiré la tierra, sus hierbas, sus piedras, sus imperfecciones. Hay tiempo, pero algo me dice que no está el camino despejado y acechan peligros que aún no puedo descifrar. Volveré mañana, hoy es tarde ya”.
Pasaron unos días sin nuevas visitas, sin nuevos sobresaltos, sin nuevas sorpresas y eso le permitió a Fausto reflexionar ante los problemas que le había planteado Mefistófeles, ese mago maloliente, quizá a pesar suyo, cuando hacía sus apariciones. Sí, porque Fausto aún no estaba convencido de que quién le visitaba fuera el enviado de Satán, el cristianizado Hades, el Osiris del desierto. Y meditó sobre los 3 problemas más o menos en estos términos:
“Tengo dudas acerca de ese rojizo ser que aparece y desaparece como por encanto, pero los problemas planteados no dejan de ser agudos y precisos frente a la generalidad con que los ha planteado siempre la progenie aristotélica y tomista: aquéllas que las ciencias aún –y quizá para siempre- no encuentran respuestas solventes. He meditado sobre el primer problema y tengo la intuición de que nunca habrá un sistema que todo lo explique y donde se resuelvan todas las dudas y problemas. La historia de la Ciencia, las Matemáticas y la Lógica así lo demuestran: las antinomias de Zenón, la inconmensurabilidad de la hipotenusa en un triángulo con un ángulo recto, la imposible resolución de las ecuaciones de quinto grado mediante el Algebra, las geometrías no euclídeas, las contradicciones de la Lógica, los falsos geocentrismos, lo errado del flogisto y del calórico, las contradicciones del binomio onda-partícula, y tantos otros. El segundo problema entraña una dificultad lógica insalvable y todo depende de lo que entendamos por vida e inerte: con unos criterios la frontera estará en un lugar, con otros, con otras definiciones, estará en otro. Ello depende de que no exista un salto desde la materia a la vida y de que ésta no haya sido creada de la Nada por un hipotético Ser Supremo increado, cosa en la que no creo, porque en ciencia creer y pensar son excluyentes. La Ciencia sí podrá algún día dilucidar ese salto porque es un problema científico, es decir es un problema de investigación, explicación teórica y contrastación empírica; en cambio la primera parte del segundo problema entraña una definición, cosa siempre arbitraria: la Ciencia no puede dilucidar un problema que le es ajeno. Del tercero está en juego la posibilidad del conocimiento, pero si la realidad última se nos escapa porque todo instrumento es limitado en su poder de observación y si la materia tiene un límite en su constitución inferior al que puede escrutar el instrumento, nunca podremos saber de que está hecha la materia y de qué estamos hechos nosotros, los petulantes humanos. Pero he de seguir indagando, porque mi insatisfacción ha aumentado con mis descubrimientos: eso era de preveer. ¡Ilumíname, dios Mercurio, dame tu fuego Prometeo, porque creo ahora saber menos que antes!”. Y Fausto, rodeado de aparatos, libros, papeles y legajos, se mesaba los cabellos, suspiraba y, a veces, quedábase inmóvil cual estatua. Por ese motivo, por su concentración y su inmovilidad habituales, le sorprendió el timbre de la puerta; abrió la criada y oyó como la persona que había llamado se presentaba de esta manera: “Buenos días señora, ruego mis excusas, soy Don Juan, el Burlador, porque así se me conoce, y quisiera hablar con el Dr. Fausto”. La criada le llevó al gabinete donde estaba el doctor y estas fueron las palabras de Don Juan:
“No os levantéis. Sé quienes sois y la blasfemia que estáis cometiendo. También sé que no lo sentís porque no sois creyente. Tampoco lo soy yo del dios católico y romano; mi Dios me lo he fabricado a mis hechuras y eso me sirve. Mi misión es salvar vuestra alma y para ello ha de permanecer con el cuerpo hasta que la Naturaleza obre su curso. Pero algo se ha torcido en todo esto, porque debéis renunciar a Margarita. Ella debe quedar fuera del pacto de sangre que habéis firmado con el Candente. No me importa lo que hagáis con vuestro cuerpo: sólo me interesa vuestra alma y Margarita”. A esto respondió Fausto de forma enérgica y desacostumbrada: “Perdisteis la vuestra por andar en pendencias y desafíos, y ahora venís a arrebatarme la mía, que está empeñada para el conocimiento y el amor. Es verdad todo eso es efímero, pero no más que todo lo mortal. No creo en la inmortalidad del alma, ni siquiera en su existencia. Yo soy un hombre de ciencia que tiene la oportunidad que jamás hombre alguno ha tenido: saber las últimas preguntas y sus respuestas, aquello por lo que bregaron Demócrito, Aristóteles, los alquimistas, Giordano Bruno, Copérnico, Galileo, Descartes, Newton, Leibniz, Gauss, nuestro contemporáneo Kant, y un largo etcétera; por todo aquello que sus formidables inteligencias apenas pudieron arañar. Y además tengo el amor de la juventud de nuevo -una segunda oportunidad- en la persona de Margarita, a la que venero como una diosa y deseo como hembra. Nada ni nadie me detendrá, y menos un espadachín de dudosa moralidad como vos. Volved a vuestro hogar si algo así tenéis”. A lo que Don Juan respondió lacónico: “Os veo convertidos en servidor del Diablo por un conocimiento imposible y por un amor efímero. Nos volveremos a ver, y esa vez será la última”. Y Don Juan, el meridional, salió de la casa y se perdió en la neblina del bosque sin dejar ni un momento su altivez, lo que para Fausto era insoportable arrogancia.
Pasaron días, meses y algún año de estudio, sin que la leyenda diga nada significativo de lo que aconteció a los personajes de nuestra historia, hasta que un día apareció Mefistófeles en el gabinete de doctor Fausto con la parafernalia habitual: envuelto en una nube, recogiendo su larga capa e inundando todo de ese olor azufroso insoportable. Pero Fausto estaba aherrojado en los brazos de Morfeo y el Candente no quiso enturbiar su sueño, por lo que dejó el siguiente escrito en su mesa con tinta rojiza:
“El tiempo avanza y espero que avancéis también en el conocimiento de lo que deseáis. Os conseguiré todos los instrumentos que necesitéis para escrutar lo más pequeño, lo que jamás ha visto hombre alguno con el más preciso de los instrumentos; también lo más grande, oteando las estrellas y más allá, el espacio infinito, aquello que ni siquiera con la imaginación ha visto ningún mortal: tanto en lo pequeño como en lo grande, la más desbordante imaginación será sólo un pálido reflejo de lo que os será dado contemplar. He leído vuestros pesquisas de los tres problemas y os adelanto que no andáis descaminado: del primero os diré que no tardará mucho que se demuestre que es un imposible plantear sistemas formales que puedan ser a la vez onmicomprensivos y no contradictorios; de lo segundo, que la vida ha surgido de lo inerte sin duda alguna a través de muchos millones de años de evolución y que estamos hechos todos, vivos e inertes, de los mismos materiales, del mismo polvo estelar; del tercero, se demostrará no pasando ni siquiera dos siglos que hay un límite al conocimiento en forma de incertidumbre en las variables de la Física. Sigue por ese camino y te será concedido el tiempo suficiente para lo que deseáis y todo ello será regado con la generosidad de Eros. Perseverad, seguid así porque hay límite en el tiempo, pero no plazos que cumplir”. Y cuando acabó de escribir meditó Mefistófeles aún sentado esbozando una socarrona sonrisa: “Seguid, perseverad, porque seréis el más sabio de mis tertulianos, pero siempre me deberéis haberos elegido, siempre seré vuestros predecesor, el que os dio las peguntas y los instrumentos”.
Pasó aún más tiempo y todo parecía como si el Candente se hubiera salido con la suya: Fausto estudiaba, investigaba, reflexionaba y, además, disfrutaba del amor de Margarita; Mefistófeles todo lo contemplaba desde lo oscuro sin importunar más al Dr. Fausto con sus visitas y sí lo hacía con notas y furtivas apariciones en la campiña, en clase, en un viaje en el carruaje que el doctor empleaba, disfrazado siempre de respetable ciudadano teutón que iba y venía de su trabajo o del mercado. Así fue hasta que un día hallábase Margarita montando en una barca en el lago de la ciudad -remar era un ejercicio del que disfrutaba-, cuando se le acercó un personaje en otra barca envuelto en una capa y la cabeza gacha, por lo que no pudo reconocerle: era Don Juan, el Burlador, del que no sabía nada hacía ya un tiempo. Don Juan, haciendo honor a la fama de intrépido, saltó a la barca de Margarita a la vez que descubría su cabeza y casi sin presentación le dijo en suave tono:
“Margarita, suma beldad, he estado un tiempo ocupado en otros menesteres porque había dado una oportunidad al destino, pero los plazos ya se han cumplido. Vengo del Infierno donde me mandó mi creador primero, el gran Tirso, al que no guardo rencor alguno porque al fin soy un hijo suyo. Me condenó a la conquista y ese es mi oficio, pero tengo también otros deberes que cumplir. Soy libre y puedo elegir: la eternidad al servicio del Hades o la libertad por la única cosa que merece cambiar lo infinito: el amor. Allí, en el inmenso oscuro, lo he aprendido todo, todo lo que ahora está descubriendo el Dr. Fausto. Y cuando las últimas preguntas y sus respuestas las tenga asidas como la red del pescador a sus capturas, perderá ambas: la libertad y el amor. Yo en cambio puedo elegir y todo lo cambiaría por vos, por la mirada de tus ojos, el perfume de tu cuello o el roce de tus labios. Seré lo que tú quieras que sea: es la única esclavitud que puedo soportar. Tan sólo me quedaré con mi dignidad, esa cualidad que diferencia a las personas de los juguetes, esa frontera donde el destino se despeña”. Asombrada quedó Margarita, pero pudo reponerse a tiempo y contestar no sin esfuerzo, pero sí con convencimiento:
“Ya no soy la que fui, y eso que la que fui repugnaba de amos, desconfiaba de maestros y era precavida de amoríos. Sois figura legendaria en apuestas, amores y desafíos; sí, en amores que duran lo que el olor de las rosas fuera del rosal. Pero no es eso lo que me molesta de vos, atrevido personaje, arrogante para otros, petulante quizá; lo que me molesta es que en vuestro afán de conquista nunca habéis dejado de ser el niño que no soportaba compartir un juguete con sus hermanos; que no regalaba besos sino que los apostaba; que el amor que sentíais -y quizá aún sentís a pesar de los años- es el de Narciso: nunca romperéis el espejo donde os reflejáis porque eso sería vuestra muerte en vida. Yo odio los espejos porque tienen memoria. Aún no eres un hombre, sino un personaje. Me alegro que podáis elegir, pero quedaos con vuestra biografía y volved con Satán, Mefistófeles, Hades u Osiris, que todos son lo mismo y vos su semejante. Pase lo que pase seréis un bello recuerdo, a pesar de todo. Que sea lo que tenga que ser. Yo sólo he nacido para el amor aunque sea efímero. Sí, eso es lo que he elegido, lo efímero, porque yo nunca he dudado entre el amor y la inmortalidad”. A lo que Don Juan contestó de nuevo de forma lacónica: “Podéis elegir tres de estas cuatro cosas: el amor, la dignidad, la libertad o la inmortalidad. Yo soy vuestro instrumento y puedo ser vuestro destino. Pensadlo”.
Y el final de la historia es de sobra conocida. Don Juan se llevó el cuerpo de Fausto a su morada y se fundió con él para aparecer de nuevo en el Romanticismo; Mefistófeles se quedó con su alma para tenerle de compañero de tertulia allí, en el inmenso oscuro; y Margarita… Margarita siguió buscando el amor, pero la leyenda no aclara si lo encontró o su recuerdo fue barbecho para nuevos amores. Por eso, quizá, desde entonces, los enamorados deshojan margaritas: pero esto no forma parte de la leyenda. Otras dicen que Don Juan retó y mató al Dr. Fausto por el amor de Margarita y por ello se quedó con su cuerpo, aunque el quería salvar su alma, tal y como apostó con el Candente.
En manos de un dramaturgo, el final de Margarita hubiera sido el suicidio. Afortunadamente, la historia de Fausto, Don Juan Y Margarita es sólo una leyenda, y en las leyendas el final puede ser descriptivo, a veces sorpresivos, incluso trágico, siempre moralista, pero nunca… conmovedor, porque la leyenda no aspira al aplauso ni a la sorpresa.
Aunque mi abuelo ya nos dejó, nunca olvidaré sus palabras sobre esta leyenda y de seguro que sorprenderán al lector: “Querido nieto, medita en estos personajes y verás que todos ellos son al final… el mismo personaje. Verás, Mefistófeles es el político, Don Juan es la pasión, Fausto la curiosidad; cada uno de ellos está dispuesto a perder su alma: Fausto por la ciencia, Don Juan por el amor, Mefistófeles ya la perdió por el poder; para todos ellos -y a pesar de sus palabras-, la mujer es un instrumento: para Don Juan, para alimentar su ego infinito, para Mefistófeles es un anzuelo para sus fines, para Fausto es un maravilloso complemento. Todos ellos son en verdad complementarios, rasgos exagerados y cercenados del mismo género: el del envidioso, petulante, engreído, ambicioso, egoísta, vengativo y desleal género humano”.
No quiero justificar a mi abuelo, pero ya quedó dicho que era radical, y lo fue desde sus juegos de infancia: según me contó, para él los indios eran los buenos y los conquistadores los malos. Nunca cambió de parecer.
Madrid, 7 de octubre de 2008
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