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Antonio Mora Plaza
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Era en vida mi abuelo Berto un pozo de sorpresas, pero ahora que él nos ha dejado y que estoy escribiendo su biografía he de decir que ese pozo se agranda y casi no se siente el fondo. Así, cuando un día estaba poniendo en claro mis notas sobre la historia de los brishanianos, tomé un conocido libro de Aristóteles sobre la poética y encontré escrito a lo largo de él la historia que ahora daré a conocer. He tenido que reconstruirlo, porque todo estaba en los márgenes del libro y con abundantes tachaduras. Tanto Shakespeare como Calderón escribieron sus obras inspirados en crónicas y relatos diferentes, pero mi abuelo, a lo largo de sus notas, parece indicar que alguna crónica hay olvidada y quizá… perdida que parece demostrar que ambos personajes, Hamlet y Segismundo, estaban mucho más cerca de lo que el genio bardo y el no menos genial barroco parecen indicar en sus obras. Así comienza…
… la leyenda. Segismundo, príncipe de Polonia, está preso en una cueva porque los hados han predicho a su padre, Basilio, rey de Polonia, que le matará y sembrará la discordia, incluso la guerra civil, en su reino. La razón de estado obliga al padre y rey a deshacerse del hijo porque no puede contradecir a los hados; por otro lado, su condición de padre le impide matar a su propio hijo. Segismundo ha nacido y vivido en la cueva y ha sido educado exquisitamente por Clotaldo, ayo y gran chambelán de Polonia. Segismundo se lamenta de la siguiente manera sin saber que tiene dos testigos:
“¡Cruel Hades!, Hécate hechicera, ¿porqué me habéis hecho vuestro compañero en todos estos años? ¡Injusta Temis, baja esa venda de tus ojos, pesa los actos en tus platillos y otorga tu juicio tras su pesada para que vuelva a creer en ti! Notables son tus errores, tus exageraciones, a veces tu liviandad. Conmigo has sido cruel porque nací condenado a vivir en esta cueva por un delito que desconozco haber cometido. Veo ante mí, no sin dificultad, a aves, fieras y peces que sortean peligros, volando, corriendo, nadando, esquivando, ocultándose; sus vidas parecen colgar de un hilo como esa araña en su red, de ese hilo que separa la vida de la muerte; acechan y son acechados, comen y son comidos, nacen y mueren. Sus vidas no son fáciles y, sin embargo, les envidio; envidio desde el más insignificante insecto a la fiera más terrible porque poseen sin saberlo el tesoro más preciado, la perla más hermosa: la libertad. ¡No hagas que reniegue de ti, Señor de todas las criaturas, y dame cuenta de mi delito antes de que la locura invada mis venas, se apodere de mis músculos, arquee mis huesos, insensibilice mi piel y mi corazón, y desate mi furia, alimentada de tantos años de prisión, y me quede sin padre, sea homicida de mis carceleros, vengador de mis jueces! ¡Dadme el porqué para que haya paz en este reino en el futuro! ¡Sí, la paz futura por la libertad ahora!”.
Quien oía a Segismundo era Rosaura, noble procedente del reino de Moscovia. Venía a Polonia disfrazada de hombre a vengarse de quien había recibido la mayor afrenta que puede sufrir una mujer. Oía a Segismundo sin saber quién era y se compadecía de él, y hubiera accedido a la cueva e intentado liberarle si no fuera porque un tercer personaje, alto y muy delgado, también había oído los lamentos de Segismundo, aunque ahora parecía absorto, ensimismado. Rosaura había cambiado de opinión y decidido presentarse al desconocido, cuando vio a otros 2 personajes, vestidos de guerreros que yacían en el suelo. Rosaura no entendía nada y cuando se aprestaba a retirarse de la escena pudo oír al personaje de estatura considerable pronunciar estas palabras:
“Esta era la misión de los esbirros de mi padrastro: entregarme al enemigo inglés con falsas acusaciones para llevarme al patíbulo. Habéis tenido suerte, porque vuestra muerte no ha sido instantánea y tiempo ha habido de retractaros de vuestras vidas homicidas; o quizá no, y el gran Satán os acogerá en su seno. Aparte de estos lamentos que acabo de oír, aquí todo parece en calma, pero es sabido que la calma chicha precede a la tormenta. Madre, ¿cómo habéis podido compartir el lecho con el asesino de mi padre? ¡Los mismos cómicos que plañeron en los funerales de tu marido, mi padre, han cantado en el banquete de vuestra boda! ¿Por qué me obligáis, olímpicos dioses, a la justicia cuando mi corazón se acompasa con la venganza? No puedo ser racional. Dadme ese dulce placer; descorreré la venda de tus ojos, desnivelaré los platillos, porque quiero el regocijo del recuerdo de los detalles que se avecinan; de la ocasión propicia cruelmente buscada. ¡Qué apetitosa miel, qué oloroso incienso, qué suave bálsamo para esta herida que atraviesa mi cuerpo y me lacera! Sólo quiero fijar en la memoria las circunstancias de tiempo, lugar e instrumento de la sabrosa venganza. El mismo Hades, la misma Temis que sale en forma de lamentos de esta cueva han de servir a mis deseos. Ahora todo lo que soy y he sido, mi infancia, mis años de estudios, mi corta experiencia política, todo al servicio de una acción que ha de tener la apariencia de justicia. ¡La suerte está echada y nada puede cambiar lo que el destino ha trazado!”.
Y Hamlet y Rosaura fueron a la par a liberar a Segismundo, al mismo fin pero por distintos caminos. Sin embargo, no estaba aún trazado el momento en el que el príncipe de Polonia pudiera saborear el placer de buscar la aurora y no esperar las migajas de Febo, y fueron apresados ambos por los guardianes de la corte del rey Basilio. Preguntados por el Rey, contestó Rosaura: “Vengo de Moscovia a reparar una ofensa terrible; también para descubrir quién es mi padre, que se dice en la tierra de donde vengo que se halla aquí. Traigo esta espada trabajada en la mejor fragua de la corte y en su empuñadura hay grabados estos signos de estrellas que sólo el causante de mis días puede entender”. Y mientras Rosaura así hablaba, Clotaldo, el gran chambelán de la Corte, guardaba silencio mientras un sudor frío recorría su frente. El rey Basilio se dirigía al otro personaje: “Y vos quién sois, qué buscáis y quiénes son esos guerreros que yacen cerca de donde habéis sido apresados”. Y Hamlet contestaba, no sin cierta dificultad por el desconocimiento del idioma: “Soy el príncipe de Dinamarca, y si estoy aquí es porque el dios Neptuno se ha mostrado esquivo a los deseos de mi padrastro, el Rey. Esos dos eran espías contra mi país y han tenido su justo castigo”. “Seré yo quien decida qué castigo es o no justo –decía el rey Basilio-. Vuestras acciones están castigadas con la muerte, pero de momento os espera la cárcel”. Y así ocurría mientras el chambelán Clotaldo pensaba para sus adentros:
“He servido hasta ahora al Rey con dedicación; he puesto en el oficio mis sentidos; mi vida en sus manos; mis deseos se han confundido con los suyos. Mi alma no ha cedido dignidad, pero no he sido libre. Todo lo he aceptado por mi Rey y por el reino al que sirvo, pero ahora una negra sombra ciega mi vista y anega mi alegría: la espada que porta este joven mancebo de cara afeminada es la misma que dí a mi hija en Moscovia, cuando era una niña, antes de partir a esta corte. Ahora puede ser condenado a muerte y soy yo, por mi cargo, quien ha de cumplir la condena. ¡Si me estuviera permitido volver atrás y ser un simple soldado, un arraigado agricultor o un tozudo comerciante; alguien que pudiera pasar desapercibido! He luchado por la felicidad de mis señores y por el camino me he dejado la mía, y ahora estoy en esta encrucijada. Sólo tengo dos caminos: la traición o el suicidio, y ambos llevan al mismo destino: ¡Hades, avaro, pronto seré tu compañero!”.
Y mientras Rosaura estaba en la cárcel, Hamlet desde la suya pensaba en Ofelia, pero…: “Ofelia, hija de Polonio, al que he dado por compañero de los gusanos, no le extrañarán porque ya lo fue en vida. Torpe él, ni siquiera supo esconderse: siempre estaba en el lugar equivocado. Ni siendo padre de élla siento lástima de él. Dulce y serena Ofelia, qué lejos te veo, perfumada flor de una corte vil, traicionera y corrupta, de un rey mendaz, esclavo de la lujuria, prisionero del poder. A lo mejor ya no os deseo, pero en cambio os deseo lo mejor, pero fuera de Elsinor, fuera de la Corte y fuera de Dinamarca. ¡Idos de Dinamarca, porque allí nada bueno os espera! Y ahora prisionero en Polonia, pienso en mi tarea pendiente y también en esta beldad de nombre Rosaura: ¡qué determinación en tan pocos años y que vigor en cuerpo tan endeble! Antes sólo pensaba en mí y en que mis próximos actos en el castillo de Elsinor fueran el principio del fin; desde que la conozco deseo que el fin sólo sea el principio: extraña mutación, impertinente retruécano; con ella hay un lugar para la esperanza si otros fueran mis planes y si el destino, esa diosa que nunca mira hacia atrás, pudiera hacer un guiño a los dioses y cambiar sus planes y… los míos”.
Y no muy lejos de ahí también ocupaba el tiempo Rosaura con estos pensamientos: “No creo que nos condene a muerte este rey. Parece un hombre que busca la justicia, aunque no siempre la encuentre. ¿Quién era el bruto de la cueva? Espero grandes acontecimientos porque hasta la lechuza no ha dejado oír sus graznidos. Es esta una paz extraña, un tormentoso sosiego, una espera que nada bueno anuncia. He de salir de aquí y buscar al duque Astolfo y darle aquello a lo que se ha hecho acreedor. Y de nuevo mis pensamientos vuelven al ocupante de esa extraña prisión y a sus palabras tan razonadas sobre los deseos de libertad. ¡Terrible ha debido ser su delito para que se halle en tal estado! Nunca estuve en prisión, privada de auroras y crepúsculos, del aire fresco y del libre encaminar de mis pasos. Tengo dos misiones: encontrar a mi padre y limpiar mi honor, y cuando los haya cumplido me iré de aquí, aunque presiento que no será fácil, porque extraños a mí se avecinan grandes acontecimientos con inesperados resultados: esto también lo presiento”.
También Basilio, el Rey, meditaba sobre sus próximos pasos: “Los hados dieron su testimonio, los Tiresias cumplieron su función, pero yo me he esclavizado a ellos y no he dado una oportunidad al libre albedrío. No tengo nada que perder. Probemos al destino. Dejaré libre a Segismundo, gobernando, y veré su reacción. Sólo así podré mitigar mi conciencia que me señala con dedo acusador como padre cruel. También le acompañarán los dos condenados. Sí, soy esclavo de un vaticinio, no soy libre. Debe haber un tercer camino entre la crueldad con el hijo y la posibilidad de la tiranía y la arbitrariedad. No sé como reaccionará Segismundo, pero al menos me quedará la libertad de elegir entre dos males. ¡Si pudiera encenegar mi conciencia, decidir sin escrúpulos, pensar sólo en el presente y negar el futuro! Está decido: ¡destino, albedrío, estáis a prueba!”.
Y cuenta la leyenda que cuando viose libre Segismundo tras un largo sueño, producto de una droga, en medio de la corte, su reacción no fue digna de un príncipe que aspira al gobierno de los asuntos de estado. Así, al jefe de ceremonias que continuamente le rectificaba su proceder le tiró por una ventana; a Basilio, su padre y Rey, le acusaba de su crueldad por los años de prisión; a Clotaldo, gran chambelán, que le recriminaba sus palabras con el Rey, a punto estuvo de atravesarlo con la espada de no ser por la intercesión de Rosaura, que intuía que ese era el padre que buscaba; y Hamlet evitó que matara a Astolfo por impertinente. Al fin los guardianes lograron reducir al príncipe y mandarlo drogado de nuevo a esa cueva, prisión y escuela que hasta entonces había sido para él.
Y Hamlet, una vez vuelto a la prisión, lo mismo que Rosaura, meditaba sobre lo visto, aunque su corazón viajaba al castillo donde un día contemplara al espectro de su padre. “Este Segismundo es la razón envuelta en brutalidad. No quisiera yo caer en la venganza sin recorrer los caminos de la justicia, a pesar de que mis motivos son al menos tan poderosos como los del príncipe de Polonia: ¡mi madre, casada con el asesino de mi padre, al que ha usurpado el trono cuando aún resonaban las plegarias de los funerales! Pero yo me aferraré a la diosa vendada para que pueda dormir el resto de mis días sin que ningún fantasma se apodere de mis sueños. He de aprender de todo esto, templar mi espíritu, enfriar la sangre que pide otra sangre; y siempre quedarán mis manos y mi espada para dar cumplimiento a lo que ha de hacerse por si a la ciega justicia se le cae la venda y el crimen queda impune o mitigado el castigo. ¡Segismundo, me cambiaría por vos! Tenéis un padre cruel y unos primos ambiciosos, pero yo convivo con un padrastro asesino que comparte el lecho con mi madre, de la que aún dudo si es ciega o consentidora; hay una dulce enamorada a la que he asesinado a su padre, el equivalente a Clotaldo en esta corte; tengo por enemigo al hermano de Ofelia que ha jurado venganza en comunión con el que me ha dejado huérfano. Y de lo que de ha venir depende el futuro del pueblo de Dinamarca. ¡Dadme fuerzas, dioses de las esferas, acompañadme con vuestros sones en la batalla que se avecina!”.
Todo parecía en calma, pero sólo era apariencia, porque un nuevo e inesperado actor se hacía presente: una revuelta de comerciantes y agricultores por las malas cosechas y los muchos impuestos se había declarado; a ellos se le habían unido soldados leales al príncipe: y todos ellos estaban a punto de asaltar la corte de Basilio y cambiar el curso de la historia. Pero aún habían de pasar algunos días. Entre tanto, a Segismundo le había servido de lección su estancia en la Corte y los hechos acontecidos, de los que había sido testigo y actor a la vez. Ahora meditaba en su prisión de esta manera:
“Vuelvo a esta cueva, matraz de mi alma, donde parece que fui nacido, vivido y educado; desde donde contemplo el volar de las aves, el pelear de las fieras, el nadar de los peces; desde donde se suceden las auroras y los ocasos con monocorde exactitud. Todo lo he aprendido de Clotaldo, que ha sido a la vez mi maestro y mi carcelero. Así, el movimiento de los astros, el fluir, latir y curar de los cuerpos, el conocer de las almas, el creer de las religiones, el misterio de los números, el arte del medir, el timbrar de los instrumentos y sus sones: todo lo he aprendido del sabio Clotaldo. Y ahora he soñado que estaba libre, que me sentía cual bruto; que defenestraba a un atrevido; que me mostraba insolente con Basilio, el Rey; que casi mataba a Clotaldo, el gran chambelán y maestro mío, por reprocharme mi comportamiento; y que lo mismo intentaba con Astolfo, mi primo y aspirante al trono; y que ambos se salvaban por mediación de los que eran hasta hace poco dos desconocidos: Hamlet y Rosaura. ¿O todo era un sueño y es ahora la hora del despertar? ¿O no lo era y el soñar es ahora? ¿Cómo distinguir lo vivido de lo soñado? ¿Tan pálida es la pincelada que confunde el vivir con el soñar? Ahora toca recuperar la libertad, sea cual sea lo soñado y lo vivido. Y están los hados, que se apoderan de los humanos hasta esclavizarlos con sus profecías. Sueño, libertad, destino: de esta urdimbre está hecho el futuro: que sea pacífico o sangriento no está escrito, pero no mucho más es elegible. Prudencia, Segismundo, para lo que se avecina; eso es lo que conviene, reflexión antes de obrar”.
Y la revuelta se hizo, y Segismundo, Hamlet y Rosaura fueron liberados, y en torno a ellos se formó un ejército que se opuso al de Basilio, Clotaldo y Astolfo. La batalla era cuestión de días. Y mientras se adiestraban los combatientes, se formaban los ejércitos y se predisponían las estrategias del dónde, el cuándo y el cómo, Hamlet daba rienda suelta a su corazón y se atrevía a decir lo que nunca se atrevió con Ofelia: “Hermosa Rosaura, hija de Clotaldo, tan atractiva sois a mis ojos y a mis sentidos, tanto vestida de engañoso joven como de sensual dama vos sois mi complemento: decidida en acciones y segura en convencimientos. Es verdad que mi corazón no es libre del todo, pero he dejado en Dinamarca más una mala conciencia que un amor insatisfecho. Venid a Elsinor conmigo y dadme la oportunidad de compartir el reino, que aún no es mío, con vos. Yo no soy un seductor y estoy lejos de ser un meridional con las artes de Cupido: sólo soy un príncipe que vive en la soledad de una multitud”. Y Rosaura contestaba con dulzura y decisión: “Gran honor es el que me hacéis. Yo vine a Polonia con la ilusión de curar una ofensa, que aún está pendiente, pero aquí creo haber encontrado otra ilusión, pero no sois vos, gentil príncipe: el corazón nos gobierna con sus vericuetos y su constante fluir. Es también un príncipe que pronto será rey. Vos sois cuanto una noble dama puede desear, pero mi corazón brinca con la mirada de otros ojos, con el olor de otro cuerpo, con el timbrar de otra voz. Siempre os llevaré en la memoria y os deseo sólo la suerte de la que sois acreedor. Nos queda aún una batalla que dar y unos enemigos a los que combatir. Mi corazón se parte al pensar que en ese campo está mi padre. Ha servido con fidelidad y con injusticia, sin poder elegir entre ambas. Es mucho su pecado, pero deseo su libertad y su vida a pesar de sus errores”.
Y cuenta la leyenda que la batalla fue sangrienta e indecisa hasta el último momento; que Rosaura acabó con Astolfo, su violador; que Hamlet hirió gravemente a Clotaldo, el Polonio de Polonia, pero sobrevivió, aunque perdió el cargo, sus prerrogativas y algo más; y que Segismundo luchó contra su padre Basilio, pero puedo evitar su muerte, y al final… estas fueron sus palabras:
“Padre, en verdad que no consiste vuestro error en proteger al pueblo de los designios, lo es dar a los designios el favor de la verdad; signos de estrellas carecen de intención, culpable sois de poner intención a las estrellas. ¿Cómo puede ser libre un pueblo si encarceláis a su príncipe, vuestro hijo, y sucesor? No os reprocho la crueldad de vuestro corazón, sino que deis a los prodigios el filtro del juicio y la razón. Mala elección hicisteis probando cual era mi condición porque no era libre, sino esclavo de los años que prisionero me tuvisteis. Como político, errado; como padre, injusto; como guerrero, perdedor. Y sin embargo, perdonado quedáis, porque no seré yo quién me contradiga a mi mismo y anteponga la razón, si la hubiera, al corazón, el juicio a la ética, el deseo a la justicia, la política al amor. Tendréis un retiro digno, aunque no pueda ser honorable. Clotaldo irá al destierro, porque no fue vuestro servidor, sino un lacayo sin criterio, un perro fiel que perdió a su amo: mejor fuera de Polonia”.
Dice también la leyenda que Segismundo prometió a Hamlet ir a Dinamarca, al castillo de Elsinor con sus tropas en cuanto hubiera puesto orden en su corte. Y eso hizo, pero cuando llegó, se encontró a Horacio sujetando el cadáver de Hamlet, con el padrastro, Claudio, muerto; con Gertrudis, su madre, muerta; con Laertes, el hermano de Ofelia, muerto; y con la misma Ofelia ahogada en las aguas de un río, con expresión serena y cubierta de guirnaldas. Segismundo había llegado tarde y estas fueron sus palabras:
“¡Oh príncipe noble! Vuestro recuerdo se quedará en Polonia hasta el final de los tiempos. ¡Qué atroz carnicería! Volvisteis para dar satisfacción a la justicia y sólo signos de venganza veo. Como maestro he sido un fracaso. Yo, el bruto que aprendió a reprimirse para impedir la venganza; vos, el educado noble que buscaba la justicia y no la habéis conseguido. ¡Me hubiera gustado tanto que asistierais a mi boda con Rosaura! Doblarán por vos todas las campanas de Polonia y tres días de luto serán declarados. Horacio, que de vos me habló Hamlet, cuidad su memoria y asegurad un entierro digno. Ahora he retirarme porque estoy avisado de que se acerca el ejército de Fortimbrás y no quiero disputas. ¡Salve noble Hamlet!”.
Y aquí acaba la leyenda de Hamlet y Segismundo. Shakespeare y Calderón construyeron sus inmortales tragedias cambiando algunas cosas y añadiendo muchas otras, pero en las brumas de Dinamarca y en las costas de Polonia dice la leyenda que todos los inviernos se visitan dos espectros de dos príncipes con distinta suerte, pero con igual nobleza.
Y la leyenda acaba, pero no las notas de mi abuelo. Yo las trascribo tal como el las dejó: “Hasta que inventaron los ilustrados del XVIII aquello del estado de derecho la dificultad de deslindar la venganza de la justicia era extrema. A la postre, la diferencia se sustentaba en el torcido bastón de un juicio moral, incluso cuando había una ley por medio, porque entonces surgían dos preguntas: ¿qué legitimidad tenía quién hacía la ley y qué legitimidad tenía quién la aplicaba? En un estado tirano, en una dictadura, antigua o moderna, en un gobierno de la aristocracia en sentido literal, pueden y suelen haber leyes, pero las instituciones que las fabrican y las personas que las aplican no están legitimadas, porque falta el principio de soberanía que los sustenten. Sólo con el advenimiento de los estados democráticos de derecho” se ha resuelto la cosa, al menos en el terreno de los principios. Hamlet y Segismundo buscan la justicia, quieren dar a cada uno lo que se merece, pero andan ciegos, con leyes ilegítimas aplicadas arbitrariamente –en el mejor de los casos- con la mejor de las voluntades. Al fin se convierten en justicieros a pesar suyo. Nadie se da cuenta de ello porque, a pesar de la inteligencia que demuestran y su esfuerzo reflexivo, no pueden salir del cascarón de su tiempo: ellos son a la vez legisladores y ejecutores cuando ello es posible. Sólo tienen la agarradera de la ética, que ya es bastante; una ética inevitablemente prekantiana. Hamlet, por más que el corazón le pida otra cosa, su juicio busca la justicia en el obrar; Segismundo es pura acción que le lleva a la venganza hasta que la prisión le fuerza a la reflexión. Y sin embargo, a partir de un momento, sus caminos se cruzan y se bifurcan; Hamlet se hunde en el lodazal de la venganza; Segismundo se reprime y ejercita la ilegítima justicia cuando rectifica. Shakespeare convierte a un noble mimado en un asolado justiciero; Calderón hace de un bruto brutal un gobernante mesurado. Ambos jugaron con el Jano de la tragedia: el binomio libertad/destino; ambos lo consiguieron por distintos caminos: el bardo inglés acumulando acontecimientos en torno a un personaje memorable; el áureo barroco intensificando la acción en torno a personajes que no parecen ser capaces de romper la maquinaria del destino. Shakespeare convierte un drama familiar en una tragedia; Calderón hace de una situación trágica un drama admirable. En la obra de Hamlet sin Hamlet no hay nada; en La Vida es Sueño Segismundo es la piedra angular de un edificio construido en torno a tres elementos: la arbitrariedad del poder, el binomio libertad/destino, la vida como un sueño. Shakespeare despliega su genio con generosidad en torno a un personaje; Calderón concentra el suyo en un perfecto drama, prisioneros sus personajes de su papel. Al final ambos rompen el cascarón del destino, ¿o quizá no?, ¿quién vence, los hados o el destino?...”.
Y aquí acaba lo legible. El texto seguía con las respuestas de mi abuelo a estas preguntas, pero yo no he sido capaz de descifrarlas; ahora le queda al lector responderlas.
Madrid, 25 de octubre de 2008
Antonio Mora Plaza
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Era en vida mi abuelo Berto un pozo de sorpresas, pero ahora que él nos ha dejado y que estoy escribiendo su biografía he de decir que ese pozo se agranda y casi no se siente el fondo. Así, cuando un día estaba poniendo en claro mis notas sobre la historia de los brishanianos, tomé un conocido libro de Aristóteles sobre la poética y encontré escrito a lo largo de él la historia que ahora daré a conocer. He tenido que reconstruirlo, porque todo estaba en los márgenes del libro y con abundantes tachaduras. Tanto Shakespeare como Calderón escribieron sus obras inspirados en crónicas y relatos diferentes, pero mi abuelo, a lo largo de sus notas, parece indicar que alguna crónica hay olvidada y quizá… perdida que parece demostrar que ambos personajes, Hamlet y Segismundo, estaban mucho más cerca de lo que el genio bardo y el no menos genial barroco parecen indicar en sus obras. Así comienza…
… la leyenda. Segismundo, príncipe de Polonia, está preso en una cueva porque los hados han predicho a su padre, Basilio, rey de Polonia, que le matará y sembrará la discordia, incluso la guerra civil, en su reino. La razón de estado obliga al padre y rey a deshacerse del hijo porque no puede contradecir a los hados; por otro lado, su condición de padre le impide matar a su propio hijo. Segismundo ha nacido y vivido en la cueva y ha sido educado exquisitamente por Clotaldo, ayo y gran chambelán de Polonia. Segismundo se lamenta de la siguiente manera sin saber que tiene dos testigos:
“¡Cruel Hades!, Hécate hechicera, ¿porqué me habéis hecho vuestro compañero en todos estos años? ¡Injusta Temis, baja esa venda de tus ojos, pesa los actos en tus platillos y otorga tu juicio tras su pesada para que vuelva a creer en ti! Notables son tus errores, tus exageraciones, a veces tu liviandad. Conmigo has sido cruel porque nací condenado a vivir en esta cueva por un delito que desconozco haber cometido. Veo ante mí, no sin dificultad, a aves, fieras y peces que sortean peligros, volando, corriendo, nadando, esquivando, ocultándose; sus vidas parecen colgar de un hilo como esa araña en su red, de ese hilo que separa la vida de la muerte; acechan y son acechados, comen y son comidos, nacen y mueren. Sus vidas no son fáciles y, sin embargo, les envidio; envidio desde el más insignificante insecto a la fiera más terrible porque poseen sin saberlo el tesoro más preciado, la perla más hermosa: la libertad. ¡No hagas que reniegue de ti, Señor de todas las criaturas, y dame cuenta de mi delito antes de que la locura invada mis venas, se apodere de mis músculos, arquee mis huesos, insensibilice mi piel y mi corazón, y desate mi furia, alimentada de tantos años de prisión, y me quede sin padre, sea homicida de mis carceleros, vengador de mis jueces! ¡Dadme el porqué para que haya paz en este reino en el futuro! ¡Sí, la paz futura por la libertad ahora!”.
Quien oía a Segismundo era Rosaura, noble procedente del reino de Moscovia. Venía a Polonia disfrazada de hombre a vengarse de quien había recibido la mayor afrenta que puede sufrir una mujer. Oía a Segismundo sin saber quién era y se compadecía de él, y hubiera accedido a la cueva e intentado liberarle si no fuera porque un tercer personaje, alto y muy delgado, también había oído los lamentos de Segismundo, aunque ahora parecía absorto, ensimismado. Rosaura había cambiado de opinión y decidido presentarse al desconocido, cuando vio a otros 2 personajes, vestidos de guerreros que yacían en el suelo. Rosaura no entendía nada y cuando se aprestaba a retirarse de la escena pudo oír al personaje de estatura considerable pronunciar estas palabras:
“Esta era la misión de los esbirros de mi padrastro: entregarme al enemigo inglés con falsas acusaciones para llevarme al patíbulo. Habéis tenido suerte, porque vuestra muerte no ha sido instantánea y tiempo ha habido de retractaros de vuestras vidas homicidas; o quizá no, y el gran Satán os acogerá en su seno. Aparte de estos lamentos que acabo de oír, aquí todo parece en calma, pero es sabido que la calma chicha precede a la tormenta. Madre, ¿cómo habéis podido compartir el lecho con el asesino de mi padre? ¡Los mismos cómicos que plañeron en los funerales de tu marido, mi padre, han cantado en el banquete de vuestra boda! ¿Por qué me obligáis, olímpicos dioses, a la justicia cuando mi corazón se acompasa con la venganza? No puedo ser racional. Dadme ese dulce placer; descorreré la venda de tus ojos, desnivelaré los platillos, porque quiero el regocijo del recuerdo de los detalles que se avecinan; de la ocasión propicia cruelmente buscada. ¡Qué apetitosa miel, qué oloroso incienso, qué suave bálsamo para esta herida que atraviesa mi cuerpo y me lacera! Sólo quiero fijar en la memoria las circunstancias de tiempo, lugar e instrumento de la sabrosa venganza. El mismo Hades, la misma Temis que sale en forma de lamentos de esta cueva han de servir a mis deseos. Ahora todo lo que soy y he sido, mi infancia, mis años de estudios, mi corta experiencia política, todo al servicio de una acción que ha de tener la apariencia de justicia. ¡La suerte está echada y nada puede cambiar lo que el destino ha trazado!”.
Y Hamlet y Rosaura fueron a la par a liberar a Segismundo, al mismo fin pero por distintos caminos. Sin embargo, no estaba aún trazado el momento en el que el príncipe de Polonia pudiera saborear el placer de buscar la aurora y no esperar las migajas de Febo, y fueron apresados ambos por los guardianes de la corte del rey Basilio. Preguntados por el Rey, contestó Rosaura: “Vengo de Moscovia a reparar una ofensa terrible; también para descubrir quién es mi padre, que se dice en la tierra de donde vengo que se halla aquí. Traigo esta espada trabajada en la mejor fragua de la corte y en su empuñadura hay grabados estos signos de estrellas que sólo el causante de mis días puede entender”. Y mientras Rosaura así hablaba, Clotaldo, el gran chambelán de la Corte, guardaba silencio mientras un sudor frío recorría su frente. El rey Basilio se dirigía al otro personaje: “Y vos quién sois, qué buscáis y quiénes son esos guerreros que yacen cerca de donde habéis sido apresados”. Y Hamlet contestaba, no sin cierta dificultad por el desconocimiento del idioma: “Soy el príncipe de Dinamarca, y si estoy aquí es porque el dios Neptuno se ha mostrado esquivo a los deseos de mi padrastro, el Rey. Esos dos eran espías contra mi país y han tenido su justo castigo”. “Seré yo quien decida qué castigo es o no justo –decía el rey Basilio-. Vuestras acciones están castigadas con la muerte, pero de momento os espera la cárcel”. Y así ocurría mientras el chambelán Clotaldo pensaba para sus adentros:
“He servido hasta ahora al Rey con dedicación; he puesto en el oficio mis sentidos; mi vida en sus manos; mis deseos se han confundido con los suyos. Mi alma no ha cedido dignidad, pero no he sido libre. Todo lo he aceptado por mi Rey y por el reino al que sirvo, pero ahora una negra sombra ciega mi vista y anega mi alegría: la espada que porta este joven mancebo de cara afeminada es la misma que dí a mi hija en Moscovia, cuando era una niña, antes de partir a esta corte. Ahora puede ser condenado a muerte y soy yo, por mi cargo, quien ha de cumplir la condena. ¡Si me estuviera permitido volver atrás y ser un simple soldado, un arraigado agricultor o un tozudo comerciante; alguien que pudiera pasar desapercibido! He luchado por la felicidad de mis señores y por el camino me he dejado la mía, y ahora estoy en esta encrucijada. Sólo tengo dos caminos: la traición o el suicidio, y ambos llevan al mismo destino: ¡Hades, avaro, pronto seré tu compañero!”.
Y mientras Rosaura estaba en la cárcel, Hamlet desde la suya pensaba en Ofelia, pero…: “Ofelia, hija de Polonio, al que he dado por compañero de los gusanos, no le extrañarán porque ya lo fue en vida. Torpe él, ni siquiera supo esconderse: siempre estaba en el lugar equivocado. Ni siendo padre de élla siento lástima de él. Dulce y serena Ofelia, qué lejos te veo, perfumada flor de una corte vil, traicionera y corrupta, de un rey mendaz, esclavo de la lujuria, prisionero del poder. A lo mejor ya no os deseo, pero en cambio os deseo lo mejor, pero fuera de Elsinor, fuera de la Corte y fuera de Dinamarca. ¡Idos de Dinamarca, porque allí nada bueno os espera! Y ahora prisionero en Polonia, pienso en mi tarea pendiente y también en esta beldad de nombre Rosaura: ¡qué determinación en tan pocos años y que vigor en cuerpo tan endeble! Antes sólo pensaba en mí y en que mis próximos actos en el castillo de Elsinor fueran el principio del fin; desde que la conozco deseo que el fin sólo sea el principio: extraña mutación, impertinente retruécano; con ella hay un lugar para la esperanza si otros fueran mis planes y si el destino, esa diosa que nunca mira hacia atrás, pudiera hacer un guiño a los dioses y cambiar sus planes y… los míos”.
Y no muy lejos de ahí también ocupaba el tiempo Rosaura con estos pensamientos: “No creo que nos condene a muerte este rey. Parece un hombre que busca la justicia, aunque no siempre la encuentre. ¿Quién era el bruto de la cueva? Espero grandes acontecimientos porque hasta la lechuza no ha dejado oír sus graznidos. Es esta una paz extraña, un tormentoso sosiego, una espera que nada bueno anuncia. He de salir de aquí y buscar al duque Astolfo y darle aquello a lo que se ha hecho acreedor. Y de nuevo mis pensamientos vuelven al ocupante de esa extraña prisión y a sus palabras tan razonadas sobre los deseos de libertad. ¡Terrible ha debido ser su delito para que se halle en tal estado! Nunca estuve en prisión, privada de auroras y crepúsculos, del aire fresco y del libre encaminar de mis pasos. Tengo dos misiones: encontrar a mi padre y limpiar mi honor, y cuando los haya cumplido me iré de aquí, aunque presiento que no será fácil, porque extraños a mí se avecinan grandes acontecimientos con inesperados resultados: esto también lo presiento”.
También Basilio, el Rey, meditaba sobre sus próximos pasos: “Los hados dieron su testimonio, los Tiresias cumplieron su función, pero yo me he esclavizado a ellos y no he dado una oportunidad al libre albedrío. No tengo nada que perder. Probemos al destino. Dejaré libre a Segismundo, gobernando, y veré su reacción. Sólo así podré mitigar mi conciencia que me señala con dedo acusador como padre cruel. También le acompañarán los dos condenados. Sí, soy esclavo de un vaticinio, no soy libre. Debe haber un tercer camino entre la crueldad con el hijo y la posibilidad de la tiranía y la arbitrariedad. No sé como reaccionará Segismundo, pero al menos me quedará la libertad de elegir entre dos males. ¡Si pudiera encenegar mi conciencia, decidir sin escrúpulos, pensar sólo en el presente y negar el futuro! Está decido: ¡destino, albedrío, estáis a prueba!”.
Y cuenta la leyenda que cuando viose libre Segismundo tras un largo sueño, producto de una droga, en medio de la corte, su reacción no fue digna de un príncipe que aspira al gobierno de los asuntos de estado. Así, al jefe de ceremonias que continuamente le rectificaba su proceder le tiró por una ventana; a Basilio, su padre y Rey, le acusaba de su crueldad por los años de prisión; a Clotaldo, gran chambelán, que le recriminaba sus palabras con el Rey, a punto estuvo de atravesarlo con la espada de no ser por la intercesión de Rosaura, que intuía que ese era el padre que buscaba; y Hamlet evitó que matara a Astolfo por impertinente. Al fin los guardianes lograron reducir al príncipe y mandarlo drogado de nuevo a esa cueva, prisión y escuela que hasta entonces había sido para él.
Y Hamlet, una vez vuelto a la prisión, lo mismo que Rosaura, meditaba sobre lo visto, aunque su corazón viajaba al castillo donde un día contemplara al espectro de su padre. “Este Segismundo es la razón envuelta en brutalidad. No quisiera yo caer en la venganza sin recorrer los caminos de la justicia, a pesar de que mis motivos son al menos tan poderosos como los del príncipe de Polonia: ¡mi madre, casada con el asesino de mi padre, al que ha usurpado el trono cuando aún resonaban las plegarias de los funerales! Pero yo me aferraré a la diosa vendada para que pueda dormir el resto de mis días sin que ningún fantasma se apodere de mis sueños. He de aprender de todo esto, templar mi espíritu, enfriar la sangre que pide otra sangre; y siempre quedarán mis manos y mi espada para dar cumplimiento a lo que ha de hacerse por si a la ciega justicia se le cae la venda y el crimen queda impune o mitigado el castigo. ¡Segismundo, me cambiaría por vos! Tenéis un padre cruel y unos primos ambiciosos, pero yo convivo con un padrastro asesino que comparte el lecho con mi madre, de la que aún dudo si es ciega o consentidora; hay una dulce enamorada a la que he asesinado a su padre, el equivalente a Clotaldo en esta corte; tengo por enemigo al hermano de Ofelia que ha jurado venganza en comunión con el que me ha dejado huérfano. Y de lo que de ha venir depende el futuro del pueblo de Dinamarca. ¡Dadme fuerzas, dioses de las esferas, acompañadme con vuestros sones en la batalla que se avecina!”.
Todo parecía en calma, pero sólo era apariencia, porque un nuevo e inesperado actor se hacía presente: una revuelta de comerciantes y agricultores por las malas cosechas y los muchos impuestos se había declarado; a ellos se le habían unido soldados leales al príncipe: y todos ellos estaban a punto de asaltar la corte de Basilio y cambiar el curso de la historia. Pero aún habían de pasar algunos días. Entre tanto, a Segismundo le había servido de lección su estancia en la Corte y los hechos acontecidos, de los que había sido testigo y actor a la vez. Ahora meditaba en su prisión de esta manera:
“Vuelvo a esta cueva, matraz de mi alma, donde parece que fui nacido, vivido y educado; desde donde contemplo el volar de las aves, el pelear de las fieras, el nadar de los peces; desde donde se suceden las auroras y los ocasos con monocorde exactitud. Todo lo he aprendido de Clotaldo, que ha sido a la vez mi maestro y mi carcelero. Así, el movimiento de los astros, el fluir, latir y curar de los cuerpos, el conocer de las almas, el creer de las religiones, el misterio de los números, el arte del medir, el timbrar de los instrumentos y sus sones: todo lo he aprendido del sabio Clotaldo. Y ahora he soñado que estaba libre, que me sentía cual bruto; que defenestraba a un atrevido; que me mostraba insolente con Basilio, el Rey; que casi mataba a Clotaldo, el gran chambelán y maestro mío, por reprocharme mi comportamiento; y que lo mismo intentaba con Astolfo, mi primo y aspirante al trono; y que ambos se salvaban por mediación de los que eran hasta hace poco dos desconocidos: Hamlet y Rosaura. ¿O todo era un sueño y es ahora la hora del despertar? ¿O no lo era y el soñar es ahora? ¿Cómo distinguir lo vivido de lo soñado? ¿Tan pálida es la pincelada que confunde el vivir con el soñar? Ahora toca recuperar la libertad, sea cual sea lo soñado y lo vivido. Y están los hados, que se apoderan de los humanos hasta esclavizarlos con sus profecías. Sueño, libertad, destino: de esta urdimbre está hecho el futuro: que sea pacífico o sangriento no está escrito, pero no mucho más es elegible. Prudencia, Segismundo, para lo que se avecina; eso es lo que conviene, reflexión antes de obrar”.
Y la revuelta se hizo, y Segismundo, Hamlet y Rosaura fueron liberados, y en torno a ellos se formó un ejército que se opuso al de Basilio, Clotaldo y Astolfo. La batalla era cuestión de días. Y mientras se adiestraban los combatientes, se formaban los ejércitos y se predisponían las estrategias del dónde, el cuándo y el cómo, Hamlet daba rienda suelta a su corazón y se atrevía a decir lo que nunca se atrevió con Ofelia: “Hermosa Rosaura, hija de Clotaldo, tan atractiva sois a mis ojos y a mis sentidos, tanto vestida de engañoso joven como de sensual dama vos sois mi complemento: decidida en acciones y segura en convencimientos. Es verdad que mi corazón no es libre del todo, pero he dejado en Dinamarca más una mala conciencia que un amor insatisfecho. Venid a Elsinor conmigo y dadme la oportunidad de compartir el reino, que aún no es mío, con vos. Yo no soy un seductor y estoy lejos de ser un meridional con las artes de Cupido: sólo soy un príncipe que vive en la soledad de una multitud”. Y Rosaura contestaba con dulzura y decisión: “Gran honor es el que me hacéis. Yo vine a Polonia con la ilusión de curar una ofensa, que aún está pendiente, pero aquí creo haber encontrado otra ilusión, pero no sois vos, gentil príncipe: el corazón nos gobierna con sus vericuetos y su constante fluir. Es también un príncipe que pronto será rey. Vos sois cuanto una noble dama puede desear, pero mi corazón brinca con la mirada de otros ojos, con el olor de otro cuerpo, con el timbrar de otra voz. Siempre os llevaré en la memoria y os deseo sólo la suerte de la que sois acreedor. Nos queda aún una batalla que dar y unos enemigos a los que combatir. Mi corazón se parte al pensar que en ese campo está mi padre. Ha servido con fidelidad y con injusticia, sin poder elegir entre ambas. Es mucho su pecado, pero deseo su libertad y su vida a pesar de sus errores”.
Y cuenta la leyenda que la batalla fue sangrienta e indecisa hasta el último momento; que Rosaura acabó con Astolfo, su violador; que Hamlet hirió gravemente a Clotaldo, el Polonio de Polonia, pero sobrevivió, aunque perdió el cargo, sus prerrogativas y algo más; y que Segismundo luchó contra su padre Basilio, pero puedo evitar su muerte, y al final… estas fueron sus palabras:
“Padre, en verdad que no consiste vuestro error en proteger al pueblo de los designios, lo es dar a los designios el favor de la verdad; signos de estrellas carecen de intención, culpable sois de poner intención a las estrellas. ¿Cómo puede ser libre un pueblo si encarceláis a su príncipe, vuestro hijo, y sucesor? No os reprocho la crueldad de vuestro corazón, sino que deis a los prodigios el filtro del juicio y la razón. Mala elección hicisteis probando cual era mi condición porque no era libre, sino esclavo de los años que prisionero me tuvisteis. Como político, errado; como padre, injusto; como guerrero, perdedor. Y sin embargo, perdonado quedáis, porque no seré yo quién me contradiga a mi mismo y anteponga la razón, si la hubiera, al corazón, el juicio a la ética, el deseo a la justicia, la política al amor. Tendréis un retiro digno, aunque no pueda ser honorable. Clotaldo irá al destierro, porque no fue vuestro servidor, sino un lacayo sin criterio, un perro fiel que perdió a su amo: mejor fuera de Polonia”.
Dice también la leyenda que Segismundo prometió a Hamlet ir a Dinamarca, al castillo de Elsinor con sus tropas en cuanto hubiera puesto orden en su corte. Y eso hizo, pero cuando llegó, se encontró a Horacio sujetando el cadáver de Hamlet, con el padrastro, Claudio, muerto; con Gertrudis, su madre, muerta; con Laertes, el hermano de Ofelia, muerto; y con la misma Ofelia ahogada en las aguas de un río, con expresión serena y cubierta de guirnaldas. Segismundo había llegado tarde y estas fueron sus palabras:
“¡Oh príncipe noble! Vuestro recuerdo se quedará en Polonia hasta el final de los tiempos. ¡Qué atroz carnicería! Volvisteis para dar satisfacción a la justicia y sólo signos de venganza veo. Como maestro he sido un fracaso. Yo, el bruto que aprendió a reprimirse para impedir la venganza; vos, el educado noble que buscaba la justicia y no la habéis conseguido. ¡Me hubiera gustado tanto que asistierais a mi boda con Rosaura! Doblarán por vos todas las campanas de Polonia y tres días de luto serán declarados. Horacio, que de vos me habló Hamlet, cuidad su memoria y asegurad un entierro digno. Ahora he retirarme porque estoy avisado de que se acerca el ejército de Fortimbrás y no quiero disputas. ¡Salve noble Hamlet!”.
Y aquí acaba la leyenda de Hamlet y Segismundo. Shakespeare y Calderón construyeron sus inmortales tragedias cambiando algunas cosas y añadiendo muchas otras, pero en las brumas de Dinamarca y en las costas de Polonia dice la leyenda que todos los inviernos se visitan dos espectros de dos príncipes con distinta suerte, pero con igual nobleza.
Y la leyenda acaba, pero no las notas de mi abuelo. Yo las trascribo tal como el las dejó: “Hasta que inventaron los ilustrados del XVIII aquello del estado de derecho la dificultad de deslindar la venganza de la justicia era extrema. A la postre, la diferencia se sustentaba en el torcido bastón de un juicio moral, incluso cuando había una ley por medio, porque entonces surgían dos preguntas: ¿qué legitimidad tenía quién hacía la ley y qué legitimidad tenía quién la aplicaba? En un estado tirano, en una dictadura, antigua o moderna, en un gobierno de la aristocracia en sentido literal, pueden y suelen haber leyes, pero las instituciones que las fabrican y las personas que las aplican no están legitimadas, porque falta el principio de soberanía que los sustenten. Sólo con el advenimiento de los estados democráticos de derecho” se ha resuelto la cosa, al menos en el terreno de los principios. Hamlet y Segismundo buscan la justicia, quieren dar a cada uno lo que se merece, pero andan ciegos, con leyes ilegítimas aplicadas arbitrariamente –en el mejor de los casos- con la mejor de las voluntades. Al fin se convierten en justicieros a pesar suyo. Nadie se da cuenta de ello porque, a pesar de la inteligencia que demuestran y su esfuerzo reflexivo, no pueden salir del cascarón de su tiempo: ellos son a la vez legisladores y ejecutores cuando ello es posible. Sólo tienen la agarradera de la ética, que ya es bastante; una ética inevitablemente prekantiana. Hamlet, por más que el corazón le pida otra cosa, su juicio busca la justicia en el obrar; Segismundo es pura acción que le lleva a la venganza hasta que la prisión le fuerza a la reflexión. Y sin embargo, a partir de un momento, sus caminos se cruzan y se bifurcan; Hamlet se hunde en el lodazal de la venganza; Segismundo se reprime y ejercita la ilegítima justicia cuando rectifica. Shakespeare convierte a un noble mimado en un asolado justiciero; Calderón hace de un bruto brutal un gobernante mesurado. Ambos jugaron con el Jano de la tragedia: el binomio libertad/destino; ambos lo consiguieron por distintos caminos: el bardo inglés acumulando acontecimientos en torno a un personaje memorable; el áureo barroco intensificando la acción en torno a personajes que no parecen ser capaces de romper la maquinaria del destino. Shakespeare convierte un drama familiar en una tragedia; Calderón hace de una situación trágica un drama admirable. En la obra de Hamlet sin Hamlet no hay nada; en La Vida es Sueño Segismundo es la piedra angular de un edificio construido en torno a tres elementos: la arbitrariedad del poder, el binomio libertad/destino, la vida como un sueño. Shakespeare despliega su genio con generosidad en torno a un personaje; Calderón concentra el suyo en un perfecto drama, prisioneros sus personajes de su papel. Al final ambos rompen el cascarón del destino, ¿o quizá no?, ¿quién vence, los hados o el destino?...”.
Y aquí acaba lo legible. El texto seguía con las respuestas de mi abuelo a estas preguntas, pero yo no he sido capaz de descifrarlas; ahora le queda al lector responderlas.
Madrid, 25 de octubre de 2008
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