3 sept 2008

En el poblado de Huarochiri

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Antonio Mora Plaza

El día que descubrí que mi abuelo había sido espía para la causa de la República y más tarde a favor de los aliados, algo me impelió a decirle lo que sigue: “Abuelo, me gustaría llegar a viejo y tener la satisfacción de haber luchado por la justicia como tú lo has hecho, a veces con riesgo de tu vida. Creo entonces que se me pasaría esta sensación del miedo a la muerte que no logro librarme de ella. Sé que siempre te pido consejos y que para esto no hay solución, pero dime algo que me haga encontrar sosiego”. Mi abuelo se recostó con su pipa en su sillón de la biblioteca, se sonrió levemente, aparcó por un momento el libro de Robert Graves que estaba leyendo y me contestó de una manera que me sorprendió. Me dijo: “Nieto, te responderé a lo primero diciendo que no confundas justicia con un juicio justo. La justicia, o es mera definición, o mero deseo, o simplemente es una palabra goethiana, es decir, una de esas palabras que rellenan conceptos cuando estos son mera oquedad. A lo que debemos aspirar todos los seres humanos es a un juicio justo en un tribunal que surja de un Estado guiado por el principio de soberanía. Cuando esto no se da, surge el héroe justiciero que siempre es el síntoma del fracaso de una sociedad que no es capaz de luchar contra los que quieren acabar con la libertad. Hablo de sociedad por sintetizar, porque esta también es una palabra que nada dice, otra oquedad del lenguaje. En cuanto a lo segundo, el temor a la muerte, mejor primero te cuento un relato inspirado en una leyenda que me relató en mi viaje al Perú un inca que se decía descendiente de los mismísimos orejones, nobles de grandes lóbulos. Es esta una versión libre. Así empieza:

Cuenta la leyenda que, antes de que llegaran los españoles a la conquista de las tierras indias de Huarochiri, en la actual capital Lima, los indios que las habitaban guerreaban entre sí sin descanso, sin que la leyenda precise exactamente porqué lo hacían, más allá del veneno de la ambición o el dogmatismo de las creencias que todo lo inunda y a muchos excita. Sólo reconocían como gobernantes a los más ricos o a los más valientes, caldo de cultivo para héroes y justicieros sin promediar nunca la justicia y el juicio justo. De entre estos sempiternos guerreros nació un hombre humilde llamado Huatiacuri, pero que se decía ser hijo de Pariacaca, el dios inca que todos reverenciaban. Pariacaca había nacido de cinco huevos en el cerro de Condorcoto. También, como era de esperar, había un inca poderoso y de noble cuna que poseía un gigantesco rebaño de llamas y alpacas de todos los colores imaginables, lo que le confería la presunción de la riqueza en grado nunca visto. El fingía ser sabio, pero no lo era, porque el que se dedica a la riqueza –dice la leyenda- no tiene tiempo para otra cosa, y la sabiduría exige dar a lo material la consideración del despojo, de lo trivial, de lo sustituible. Se llamaba Tamtañamca.
Un día Tamtañamca cayó enfermo, sin motivo aparente, y parecía que todas las medicinas y empastes que conocían los indios fracasaban en su cura. Hasta un zorro locuaz se burlaba de él cuando estaba postrado en el lecho diciéndole: “Cómo siendo tan sabio y presentándote ante tus guerreros como un dios has enfermado y no eres capaz de curarte. Cómo van a confiar en ti a los que pretendes como súbditos si para ti de nada te vale tu sabiduría”. Así pasaron los días y las cosechas, hasta que una mañana de las que el cóndor bajaba de los montes a la planicie, se presentó Huatiacuri a la tienda del falso sabio y le dijo: “Yo sé como curarte, pero a cambio te pido que me des a tu hija menor en matrimonio”. Ni la hija menor de Tamtañamca, ni el propio Tamtañamca y, menos aún el cuñado -que estaba casado con la hija mayor-, querían ese desposorio, pero todos los remedios, antídotos, brujerías habían fracasado y todos pensaban que el falso sabio no iba a salir de esa y aceptaron el compromiso. Entonces Huatiacuri pidió tan sólo un espejo cóncavo y que le dejaran sólo con el enfermo toda la noche. Quedaron asombrados los miembros de su familia y su séquito, que lo tenía aunque sólo fuera un falso noble. El hijo de Pariacaca había estado observando unas huellas que aparecían todos los días en la tienda y fuera de ella, y eso le resulto suficiente para saber la causa y la solución de la enfermedad de Tamtañamca. Cuando llegó la noche puso el espejo al final de la huella que aún se dibujaba y esperó. Y cuando había pasado el tiempo suficiente para que dejara de ulular el viento en los nevados montes entró una serpiente para hacer lo que hacía todas las noches: hincar sus dientes y chupar la sangre a Tamtañamca en lugar de inocular un veneno, razón por la cual fracasaban todos los antídotos que la sabiduría inca había creado. Y cuando la serpiente se erguía para hacer lo habitual, se vio reflejada en el espejo cóncavo y su imagen aumentada, creyó que una serpiente mayor la atacaba y salió despavorida, deslizándose tan a gran distancia sin la debida precaución que el cóndor la vio, la atacó y la mató. Había También dos ranas chupadoras que hacían lo mismo que la serpiente, pero Huatiacuri también las estaba esperando porque sus huellas también las delataban; cuando entraron las dos ranas en la tienda volcó el espejo cóncavo hacia ellas con la concavidad hacia abajo y las capturó. Las ranas chupadoras de sangre sirvieron de alimento al halcón del cuñado, quien practicaba el arte de la cetrería, aunque de poco le había servido para curar a su suegro porque carecía de ingenio.
Fue así como se repuso Tamtañamca, pero en lugar de mostrarse agradecido sintió ofendido su orgullo porque un humilde, casi un pordiosero inca de la planicie, hubiera hecho lo que nadie había conseguido; y por si fuera poco, también le resultaba insoportable que entrara en la familia casándose con su hija. Lo mismo le sucedía al esposo de la hermana. Entonces, el falso sabio le dijo a su salvador: “Puedo agradecerte lo que has hecho por mí, pero no puedo consentir que te cases con mi hija por motivos obvios, por lo que te propongo unas pruebas, un desafío, y si me vences en todas ellas tendrás lo que anhelas, aunque quizá yo no pueda soportarlo”. El hijo de Pariacaca aceptó porque tenía guardado un as en la manga, como se dice en los juegos de cartas del Viejo Mundo, y añadió: “Te ruego que esperes más allá del final de lo que crees el final, porque hay un lugar para la sorpresa que ahora no puedes imaginar”. Y el falso sabio aún se irritó más, porque ahora, a la habilidad de su oponente en el desafío se añadía el misterio de lo que desconocía, él, tan sabio, noble, rico y poderoso, dueño de tantas llamas en las montañas y señor de tantos súbditos en el llano.
“Has pasado la primera prueba, pero aún quedan 3 pruebas más y recuerda que el acuerdo es tal, que de salir derrotado en una de ellas desistirás de casarte con mi hija menor” -dijo Tamtañamca a Huatiacuri-. “Ahora viene la del baile. Deberemos bailar hasta que Inti abra la negrura de la noche con sus primeros rayos. El que resista más bailando ganará”. Huatiacuri asintió con la cabeza y se dirigió a su padre Pariacaca elevando el ruego de su ayuda, porque sabía lo mal bailarín que era y la poca resistencia que tenía: “Padre, no sé cómo salir de esta, pero muestra tu sabiduría y poder concediéndome la victoria antes de que el Sol, Inti para los habitantes de Huarochiri, proyecte nuestras sombras en el suelo”. Y el padre de los dioses le contestó: “Sólo tienes que bailar y por más prodigios que veas y, aunque no los entiendas, no has de parar hasta que el Sol venza la blancura de las nevadas cumbres”. Llegó la noche y comenzó el baile. Al principio Tamtañamca se las prometía felices porque se había recuperado de su debilidad comiendo carne y se encontraba lleno de vida y motivación para dejar en ridículo a quien, según él, lo había ridiculizado. Sin embargo, no hubo pasado apenas una porción del tiempo estipulado cuando el falso sabio comenzó a tambalearse, a mantener el equilibrio con dificultad hasta caer una y otra vez al suelo, como si ya estuviera ebrio, que era en realidad la siguiente prueba. Los guerreros comenzaron a reírse, primero disimuladamente, mirando hacia el suelo y agachando la cabeza, como si no quisieran creer lo que estaban viendo; pero algo más tarde ya no podían evitar la risa, incluso la carcajada al ver a Tamtañamca bailar y caer tan patéticamente. Nadie se lo explicaba y, acabado el baile, los habitantes de Huarochiri dieran vencedor por unanimidad a Huatiacuri. Este invocó a su padre para una explicación de lo que había pasado y mostrarse agradecido. Entonces Pariacaca se le apareció sólo a su hijo y le dijo: “La explicación que buscas es muy sencilla: he provocado un terremoto insonoro sólo bajo los pies de tu oponente hasta que apenas pudiera mantenerse en pie”.
“Aún quedan dos pruebas más y si mi suegro no quiere tu boda con su hija, yo, que estoy casado con su hija mayor, aún lo deseo menos. Ahora te espera una dura prueba porque sé que eres abstemio”, dijo el yerno de Tamtañamca. Y en efecto, la prueba siguiente era una resistencia a la bebida y consistía en, al igual que la del baile, en medir el aguante al vino de cada uno de los contendientes. Dispusieron los habitantes del pueblo una mesa alargada, con dos líneas de vasos de vino que parecían interminables en lugar de la comida habitual. Y apenas hubo comenzado la nueva prueba, cuando ocurrió que una lluvia fina comenzó a caer del lado del hijo del dios y el vino se fue aguando hasta ser digerible por un niño sin menoscabo de su salud. Y cuando aún faltaba un tiempo para el amanecer, Tamtañamca, que de su lado no cayó una gota, él sí cayó al suelo ebrio y agotado: había perdido de nuevo y esta era la tercera prueba.
En la cuarta y última prueba Huatiacuri se arrodilló ante Pariacaca, su padre, y le dijo: “Sé que me has ayudado en las pruebas del baile y del vino cuando yo no podía imaginar cómo podría vencer a este impostor, pero la cuarta es aún más difícil porque hemos de construir una casa cada uno hasta su cerramiento y yo apenas sé amontonar piedras y clavar palos en el suelo: ¿qué he de hacer, padre? Y Pariacaca le contestó enojado: “No pretendas ser lo que no eres y construye tu casa con todas tus fuerzas, con todo tu ingenio y piensa que los dioses te contemplan”. Y así hizo, y ambos contendientes construyeron sus casas en tiempo impensado, y cuando los habitantes del pueblo parecía que apostaban por su ídolo, el falso sabio, un viento raseado tiró el techo de estuca que había construido Tamtañamca; y sin embargo nada de eso ocurrió con el techo de Huatiacuri, a pesar de que era peor. El falso sabio había perdido también la cuarta y última prueba.
Ocurrió que nada más acabar la prueba de la construcción, tanto Tamtañamca como su hija menor desaparecieron sin dejar rastro. Todos los habitantes del poblado quedaron consternados hasta que se presentó el vencedor de las cuatro pruebas –que así pasaron a llamarle- y les dijo: “Yo sé cómo encontrar a padre e hija y convencerles de que abandonen sus intenciones”. Quedaron asombrados e intrigados los habitantes de Huatiacuri por ambas cosas: por saber dónde estaban y presumir sobre sus intenciones. Brujos y chamanes del poblado aceptaron sus palabras y le desearon buena suerte. Y el hijo de Pariacaca se dirigió a su padre y le dijo: “Padre, de nuevo requiero tu ayuda, dame la visión del halcón y el poder de rastreo del zorro para encontrar a ambos suicidas, porque seguros son esas sus intenciones”. El padre le dijo: “Sea, ponte en marcha y sálvalos, y si no les convences quedarán convertidos en dos venados”. Huatiacuri los encontró en lo alto de las nevadas montañas a punto de lanzarse al vacío y les dijo: “¡Tamtañamca!, te ruego no agries mi victoria con el pesar de un suicidio que no deseo. Quiero decirte que sin la ayuda de mi padre, el dios Pariacaca, jamás te hubiera vencido; ¡hija menor de Tamtañamca!, si no es tu deseo casarte conmigo tampoco lo será el mío”. Las palabras del hijo del dios Pariacaca parecían haber causado efecto en padre e hija porque se disponían a abandonar la escarpada cumbre donde reposa el cóndor. Pero ocurrió que el hielo que bajo sus pies les sustentaba ya se había derretido casi del todo y su caída parecía inevitable; fue en ese momento que apareció el cóndor enviado por el dios de todos los incas, Pariacaca, sujetó a ambos con sendas garras y los dejó en la planicie. Y cuando aún no se habían recuperado del susto, ambos, padre e hija, se miraron y soltaron un grito aterrador: se habían convertido en dos venados, tal y como había prometido el dios y padre de Huatiacuri.
Pasaron los días y las noches y el hijo del dios no se atrevía a bajar al poblado temeroso de que sus habitantes le inculparan del final desdichado de Tamtañamca y su hija, porque a ambos adoraban, a pesar de la fanfarronería del primero. Pero esto fue un terrible error de Huatiacuri, porque los pobladores dieron por muerto a padre e hija y huido al hijo del dios Pariacaca y volvieron a las actividades de todos los días: a la agricultura en las escalonadas montañas, a la construcción de templos con piedras milimétricamente cortadas, a la orfebrería, al oficio religioso, al servicio del Estado para asegurar agua y comida a los más desfavorecidos, y muchos a la caza, como era el caso del yerno de Tamtañamca, casado con la hija mayor, y que tanto aborrecía a Huatiacuri. Y quiso la adversidad –que es una diosa con la cabeza vuelta- que en una mañana de caza el yerno disparara sus flechas sobre dos hermosos venados nunca vistos antes; y fue tan certera su puntería que a ambos les atravesó el corazón y murieron en el acto. Y ahora viene lo terrible para el yerno, porque, cuando se dirigía a cobrar las piezas, se habían convertido en su ser anterior y pudo contemplar como Tamtañamca y su hija menor habían muerto a sus manos. Aún resuenan en los valles andinos el grito aterrador de un desesperado que ni podía arrepentirse de sus actos recién pasados, ni esperar la paz de su conciencia en el futuro, y decidió sufrir el más terrible de los finales, la capacocha -aunque no fuera un niño-, es decir el enterramiento en vida. Huatiacuri, cuando supo de sus deseos, intentó convencerle de lo contrario con estas palabras: “Olvida que soy ese ser que tanto aborreces. Sé que tu pena es inmensa, pero no puedes sentirte culpable del destino adverso porque no era tu intención lo ocurrido, y sin intención el final que deseas es una blasfemia a los dioses. Arrostra tu error si así lo consideras y administra los bienes de los infortunados con generosidad hasta su extinción. Eso te reconfortará hasta que tu conciencia te permita cerrar los ojos en la noche sin sobresaltos”. El yerno de Tamtañamca no dijo nada y se fue. También se fue Huatiacuri con su dios padre Pariacaca para meditar sobre sus actos en el pasado reciente, porque no estaba seguro de haber obrado con la limpieza que la ocasión y el retador requería o si, por el contrario, se había dejado llevar por el pecado de soberbia, que es el pecado de los dioses. Y cuando habían pasado varias cosechas, volvió el hijo del dios al poblado de Huarachori para saber qué había sido del yerno y su mujer. Un día supo el final cuando vio a la hija mayor de Tamtañamca sentada a los pies de una tumba mirando a las nevadas montañas por donde despunta el alba: allí, en esa tumba, yacía su marido, y ya puedes imaginar cómo fue su final.
Y sin embargo, para los pobladores de Huarochiri esto sólo fue un adelanto de lo que les esperaba, sólo fue el inicio del final. Es cierto que habían perdido a un ídolo de barro, fanfarrón y falso sabio, pero al que adoraban por motivos que son largos de explicar; había muerto su hija menor, la más hermosa de la región; también el yerno, celoso de la jerarquía, pero administrador eficaz y servidor del Estado inca, cuyo fin era proteger a los más necesitados, a los arruinados por las cosechas, a los abandonados por la fortuna, a huérfanos y viudas sin medios de vida. Todo volvía a la rutina de la generosidad y la eficacia, cuando en el tercer decenio del siglo XVI unos hombres a caballo, con corazas y armas de fuego, aniquilaron a muchos incas con el uso de estos instrumentos de muerte; también por las enfermedades que portaban: eran Pizarro y los suyos, su hermano, Almagro, Hernando de Soto, Diego de Agüero y tantos otros, conquistadores unos por las armas, conversores por la cruz otros, ávidos de tesoros y fértiles tierras fabuladas en sus tierras de origen. Llegaron con estrépito y destrucción, porque eso fue la conquista: un inmenso estrépito, el ruido ensordecedor de un genocidio.

Cuando hubo acabado la narración, le pregunté a mi abuelo qué había de la segunda cuestión, bajando al mismo tiempo la mirada porque no me acostumbraba a hablar de ese tema de otra manera; no hubo respuesta: mi abuelo se había quedado plácidamente dormido en su sillón dado lo avanzado de la noche y quizá… de su edad. Le extendí la mantita barojiana y me fui a casa con un libro en la mano que hacía tiempo que me había recomendado su lectura: “La República”, de Platón. Y fue así como acabó la velada.
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por Antonio Mora Plaza
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Madrid, 31 de agosto de agosto de 2008

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