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Antonio Mora Plaza
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Un día, al salir del colegio de mis estudios de bachillerato, me dirigí a casa de mi abuela casi corriendo con la esperanza de encontrar a mi abuelo Berto, porque tenía una pregunta que se me hacía original y me martilleaba las sienes. Sin embargo, mi contento se vino abajo al instante y creo que nunca hice el ridículo como entonces: nunca una pregunta mía despertó tantas risas en mi abuelo. Cuando aflojó su risa, y viendo que yo no declinaba la mirada porque ya entonces afloraba en mí algo de soberbia, se calló de golpe y me contestó con un cierto balbuceo; luego, tragando saliva, me dijo lo que el lector comprobará. Ahí va la pregunta: “¿Abuelo, porqué las cosas valen lo que valen?”. Y esta fue su respuesta que transcribo literalmente: “¡Caramba, veo que no te conformas con aprender lo que te exigen en el colegio, sino que vas más allá! No vayas tan deprisa, porque por ese camino llegarás demasiado pronto a las preguntas que, o no tienen respuesta, o la tienen ambigua, o no la tienen desde el conocimiento, que es como decir que no la tienen, con la desventaja de que la mayoría de las personas creen tenerla sin saber precisamente que lo que tienen es mera creencia. A la postre, no es mala pregunta y no tengo respuesta solvente. No sé tanto como supones, pero sí lo suficiente como para saber que es un problema económico –quizá el problema económico por excelencia- que ha engendrada mas respuestas y ninguna definitiva. Para mí las cosas valen aquello por lo que estamos dispuestos a pagar por ellas, cueste lo que cueste hacerlas. Verás, nieto, tu pregunta es de esas preguntas que exige para hacerla una madurez por encima de sus plausibles respuestas. Con esta pregunta, si la has meditado, tengo que darte una mala noticia: has dejado de ser un niño. Pero más que una respuesta de historias y teorías te voy a contar una leyenda que, como decía el gran Don Miguel, “viene como de molde”:
Iba por el desierto un persa en su camello que arrastraba a su vez a 3 camellos cargados de té, tabaco, dátiles, arroz y seda para venderlo en Bagdad, la ciudad de los jardines, cuando fue asaltado por 3 árabes que le amenazaron con sus alfanjes y le dijeron: “Persa, detén tu marcha. Sólo queremos de ti lo necesario para sobrevivir en Bagdad una semana. No somos ladrones y si estamos en esta necesidad es porque ladrones de verdad nos han asaltado y nos han quitado todo; a cambio te damos esta botella mágica de la que decía su anterior poseedor que sólo ante la llamada de un persa el genio mostrará su humeante presencia”. No estaba convencido el persa de tener que recurrir al genio hasta que hizo recuento de lo que los ladrones de ocasión le habían dejado y se dijo: “No siempre la intención cuadra con los hechos, buen Zoroastro, pero esta vez nunca han estado ambos tan distanciados. Estos ladrones se han llevado demasiado como para vencer la tentación de llamarte, genio embotellado: ¡hazte presente y escucha mis deseos!”. Y el genio dejó su caparazón de vidrio y, cruzándose de brazos, dijo: “Espero que tus deseos hayan merecido el despertar de mi sueño centenario. Cumpliré con ellos siempre que no te perjudiquen a ti y al resto de los humanos que fatigáis en estas dunas”. Y el persa, sin meditar demasiado, le pidió que convirtiera en oro todo cuanto tocara para así resarcirse de las pérdidas que instantes antes había padecido. A ello el genio accedió, pero le advirtió: “Sea, se cumplirán tus deseos, pero no estoy seguro de que puedas cumplir las condiciones que te he puesto respecto al prejuicio tuyo y ajeno. Te concedo el don de midas, pero medita antes de obrar, mejor aún, aprende a renunciar y, todavía mejor, no renuncies a meditar”. Apenas entendía el persa las palabras del genio, que ahora volvía a la botella. Pensó que no había accedido a sus deseos, pero estaba equivocado, porque cuando fue a abrir la bolsa en la que llevaba los dátiles que los ladrones le habían dejado, comprobó que según rozaba el sabroso fruto con los dedos de su mano aquéllos se convertían en un oro puro; lo mismo ocurrió cuando tomó un puñado de arroz; y otro tanto cuando hizo lo propio con el té. Al principio sintió contento, pero este se acabó cuando le pudo el hambre y vio que no tenía nada para comer. Eso sí, ahora tenía muchas onzas de oro. El persa se arrodilló y encerró su cabeza entre sus brazos en señal de desesperación y cuando la levantó vio a su camello muerto: había bebido el agua que previamente él había tocado y se había convertido en oro líquido en el estomago del animal. Entonces calló en la tentación del suicidio, pero no podía por dos cosas: porque su religión se lo impedía y porque no tenía instrumento que sirviera para tal fin. Se tumbó en el desierto y rezó en arameo esperando que las dunas le llevaran al Paraíso de Zoroastro. Y cuando estaba en esa actitud aconteció que se acercó un beduino que iba en un camello del que colgaba ostensiblemente un pellejo de agua, y el persa, sacando fuerzas de flaqueza, se dirigió al árabe en estos términos: “Beduino, nómada de este desierto, te ruego por la ciudad de Petra que tanto estimáis, que me dejéis beber de ese pellejo hasta acabar mi sed y me llevéis con vos a cambio de todo este oro que veis relucir y que es suficiente para retiraros de las fatigas del trabajo, del vagar por estas tórridas arenas por el día y de dormir al raso en los fríos anocheceres. Además del oro que ahora podéis contemplar y tocar puedo daros tanto como queráis, porque un genio me ha otorgado el don de midas y puedo convertir en oro todo cuanto toco”. El beduino, sin bajarse de su camello le contestó: “Aunque nunca he oído hablar de ese don te concedo que la verdad esté contigo, pero el agua de mi pellejo sólo da para mí y para mi camello y para llegar a Bagdad, y necesitamos precisamente ahora beber ambos”. El persa, que por los efectos del calor y la falta de agua ya empezaba a alucinar, le contestó de esta desafortunada manera: “Llévame contigo, tú bebe lo necesario y la parte del camello dámela a mí a cambio de todo el oro que pueda cargar. Vayamos así hasta que tu animal resista y luego encaminémonos a pie a la ciudad. Es la mejor solución para ambos”. Miedo sintió el persa al ver al beduino bajar de su camello con un alfanje en la mano, un libro en la otra y los ojos ensangrentados. “Mi camello –dijo el beduino-, persa desalmado, no es sólo mi transporte, sino mi compañero. Me habéis propuesto una crueldad, porque no la hay mayor que dejar a un compañero que muera de sed. Si me hubierais propuesto matarle sin hacerle sufrir habría accedido; ahora sé que no os importa el sufrimiento ajeno y no me fío de vos como compañero de viaje. Tomad mi alfanje por si necesitáis del suicidio y este libro de oraciones por si también necesitáis poneros a bien con vuestro dios. Podría ahora daros unos sorbos, pero sería crueldad porque eso sólo supondría alargar vuestra agonía. Pensad en paraísos de oasis donde se bañan morenas mujeres de largos cabellos y ojos como dátiles, y la agonía se os hará más llevadera”.
Y dice la leyenda que en los desiertos de Arabia vaga entre las dunas, cual escarabajo egipcio, un esqueleto de oro de un persa desafortunado que suplica en las noches: ¡todo el paraíso de Zoroastro por un sorbo de agua, tan sólo por un sorbo… de agua!
Madrid, 14 de septiembre de 2008
Antonio Mora Plaza
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Un día, al salir del colegio de mis estudios de bachillerato, me dirigí a casa de mi abuela casi corriendo con la esperanza de encontrar a mi abuelo Berto, porque tenía una pregunta que se me hacía original y me martilleaba las sienes. Sin embargo, mi contento se vino abajo al instante y creo que nunca hice el ridículo como entonces: nunca una pregunta mía despertó tantas risas en mi abuelo. Cuando aflojó su risa, y viendo que yo no declinaba la mirada porque ya entonces afloraba en mí algo de soberbia, se calló de golpe y me contestó con un cierto balbuceo; luego, tragando saliva, me dijo lo que el lector comprobará. Ahí va la pregunta: “¿Abuelo, porqué las cosas valen lo que valen?”. Y esta fue su respuesta que transcribo literalmente: “¡Caramba, veo que no te conformas con aprender lo que te exigen en el colegio, sino que vas más allá! No vayas tan deprisa, porque por ese camino llegarás demasiado pronto a las preguntas que, o no tienen respuesta, o la tienen ambigua, o no la tienen desde el conocimiento, que es como decir que no la tienen, con la desventaja de que la mayoría de las personas creen tenerla sin saber precisamente que lo que tienen es mera creencia. A la postre, no es mala pregunta y no tengo respuesta solvente. No sé tanto como supones, pero sí lo suficiente como para saber que es un problema económico –quizá el problema económico por excelencia- que ha engendrada mas respuestas y ninguna definitiva. Para mí las cosas valen aquello por lo que estamos dispuestos a pagar por ellas, cueste lo que cueste hacerlas. Verás, nieto, tu pregunta es de esas preguntas que exige para hacerla una madurez por encima de sus plausibles respuestas. Con esta pregunta, si la has meditado, tengo que darte una mala noticia: has dejado de ser un niño. Pero más que una respuesta de historias y teorías te voy a contar una leyenda que, como decía el gran Don Miguel, “viene como de molde”:
Iba por el desierto un persa en su camello que arrastraba a su vez a 3 camellos cargados de té, tabaco, dátiles, arroz y seda para venderlo en Bagdad, la ciudad de los jardines, cuando fue asaltado por 3 árabes que le amenazaron con sus alfanjes y le dijeron: “Persa, detén tu marcha. Sólo queremos de ti lo necesario para sobrevivir en Bagdad una semana. No somos ladrones y si estamos en esta necesidad es porque ladrones de verdad nos han asaltado y nos han quitado todo; a cambio te damos esta botella mágica de la que decía su anterior poseedor que sólo ante la llamada de un persa el genio mostrará su humeante presencia”. No estaba convencido el persa de tener que recurrir al genio hasta que hizo recuento de lo que los ladrones de ocasión le habían dejado y se dijo: “No siempre la intención cuadra con los hechos, buen Zoroastro, pero esta vez nunca han estado ambos tan distanciados. Estos ladrones se han llevado demasiado como para vencer la tentación de llamarte, genio embotellado: ¡hazte presente y escucha mis deseos!”. Y el genio dejó su caparazón de vidrio y, cruzándose de brazos, dijo: “Espero que tus deseos hayan merecido el despertar de mi sueño centenario. Cumpliré con ellos siempre que no te perjudiquen a ti y al resto de los humanos que fatigáis en estas dunas”. Y el persa, sin meditar demasiado, le pidió que convirtiera en oro todo cuanto tocara para así resarcirse de las pérdidas que instantes antes había padecido. A ello el genio accedió, pero le advirtió: “Sea, se cumplirán tus deseos, pero no estoy seguro de que puedas cumplir las condiciones que te he puesto respecto al prejuicio tuyo y ajeno. Te concedo el don de midas, pero medita antes de obrar, mejor aún, aprende a renunciar y, todavía mejor, no renuncies a meditar”. Apenas entendía el persa las palabras del genio, que ahora volvía a la botella. Pensó que no había accedido a sus deseos, pero estaba equivocado, porque cuando fue a abrir la bolsa en la que llevaba los dátiles que los ladrones le habían dejado, comprobó que según rozaba el sabroso fruto con los dedos de su mano aquéllos se convertían en un oro puro; lo mismo ocurrió cuando tomó un puñado de arroz; y otro tanto cuando hizo lo propio con el té. Al principio sintió contento, pero este se acabó cuando le pudo el hambre y vio que no tenía nada para comer. Eso sí, ahora tenía muchas onzas de oro. El persa se arrodilló y encerró su cabeza entre sus brazos en señal de desesperación y cuando la levantó vio a su camello muerto: había bebido el agua que previamente él había tocado y se había convertido en oro líquido en el estomago del animal. Entonces calló en la tentación del suicidio, pero no podía por dos cosas: porque su religión se lo impedía y porque no tenía instrumento que sirviera para tal fin. Se tumbó en el desierto y rezó en arameo esperando que las dunas le llevaran al Paraíso de Zoroastro. Y cuando estaba en esa actitud aconteció que se acercó un beduino que iba en un camello del que colgaba ostensiblemente un pellejo de agua, y el persa, sacando fuerzas de flaqueza, se dirigió al árabe en estos términos: “Beduino, nómada de este desierto, te ruego por la ciudad de Petra que tanto estimáis, que me dejéis beber de ese pellejo hasta acabar mi sed y me llevéis con vos a cambio de todo este oro que veis relucir y que es suficiente para retiraros de las fatigas del trabajo, del vagar por estas tórridas arenas por el día y de dormir al raso en los fríos anocheceres. Además del oro que ahora podéis contemplar y tocar puedo daros tanto como queráis, porque un genio me ha otorgado el don de midas y puedo convertir en oro todo cuanto toco”. El beduino, sin bajarse de su camello le contestó: “Aunque nunca he oído hablar de ese don te concedo que la verdad esté contigo, pero el agua de mi pellejo sólo da para mí y para mi camello y para llegar a Bagdad, y necesitamos precisamente ahora beber ambos”. El persa, que por los efectos del calor y la falta de agua ya empezaba a alucinar, le contestó de esta desafortunada manera: “Llévame contigo, tú bebe lo necesario y la parte del camello dámela a mí a cambio de todo el oro que pueda cargar. Vayamos así hasta que tu animal resista y luego encaminémonos a pie a la ciudad. Es la mejor solución para ambos”. Miedo sintió el persa al ver al beduino bajar de su camello con un alfanje en la mano, un libro en la otra y los ojos ensangrentados. “Mi camello –dijo el beduino-, persa desalmado, no es sólo mi transporte, sino mi compañero. Me habéis propuesto una crueldad, porque no la hay mayor que dejar a un compañero que muera de sed. Si me hubierais propuesto matarle sin hacerle sufrir habría accedido; ahora sé que no os importa el sufrimiento ajeno y no me fío de vos como compañero de viaje. Tomad mi alfanje por si necesitáis del suicidio y este libro de oraciones por si también necesitáis poneros a bien con vuestro dios. Podría ahora daros unos sorbos, pero sería crueldad porque eso sólo supondría alargar vuestra agonía. Pensad en paraísos de oasis donde se bañan morenas mujeres de largos cabellos y ojos como dátiles, y la agonía se os hará más llevadera”.
Y dice la leyenda que en los desiertos de Arabia vaga entre las dunas, cual escarabajo egipcio, un esqueleto de oro de un persa desafortunado que suplica en las noches: ¡todo el paraíso de Zoroastro por un sorbo de agua, tan sólo por un sorbo… de agua!
Madrid, 14 de septiembre de 2008
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