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Recuerdo siendo niño emplazar a un compañero que yo tenía por listo y leído: “pues yo me propongo leerlo todo, hasta el Ramayana y el Mahabarata”. Estábamos entonces en los estudios primarios o similares, antes de hacer el ingreso al bachillerato elemental. Luego fui creciendo, acabé el bachillerato y sentía que no podía cumplir mi propósito porque, paradójicamente, debía estudiar para aprobar y acabar los estudios. No lo pasé mal en los pocos años de Universidad, pero las ilusiones primeras se fueron apagando poco a poco cual candil que consumiera su mecha. También me sentía frustrado y culpable porque al estudiar lo que me obligaba la carrera era tiempo perdido para el sueño de mi niñez y, cuando satisfacía mis deseos, mi conciencia me torturaba pensando en los perjuicios que ello ocasionaba a mis intereses más inmediatos. Así transcurrieron mis estudios, con la sensación de perder el tiempo hiciera lo que hiciera. Trabajé durante 30 años en una empresa y en un trabajo que no me gustaba y con unos compañeros que no me aportaron nada. Me jubilé tempranamente y he leído todo lo que he podido, todo lo que ha caído en mis manos, porque a casi nada hago ascos, y sin embargo siento que el mar de lo desconocido ha inundado las pequeñas islas de mis lecturas. He perdido tanta vista que apenas puedo leer y recuerdo con añoranza las noches que a la luz de una linterna, a hurtadillas, debajo de las sábanas, como un ladrón que robara tiempo al sueño, me permitieron disfrutar de mis primeros libros. Ahora que siento próximo mi final y que soy capaz de mirar a la cara a la “vieja dama”, pienso que aquella promesa que hice tan temprana y temerariamente, ese pequeño delirio de grandeza, ha condicionado mi vida y no me ha hecho ni más sabio ni más feliz, y que la mejor promesa no vale un ardite. Este es el resumen, lección y epitafio de toda una vida. Por cierto, aquel compañero de la niñez murió también de niño, pero yo lo he sabido ahora, ya anciano.
Antonio Mora Plaza
Madrid, 26/10/2002
Recuerdo siendo niño emplazar a un compañero que yo tenía por listo y leído: “pues yo me propongo leerlo todo, hasta el Ramayana y el Mahabarata”. Estábamos entonces en los estudios primarios o similares, antes de hacer el ingreso al bachillerato elemental. Luego fui creciendo, acabé el bachillerato y sentía que no podía cumplir mi propósito porque, paradójicamente, debía estudiar para aprobar y acabar los estudios. No lo pasé mal en los pocos años de Universidad, pero las ilusiones primeras se fueron apagando poco a poco cual candil que consumiera su mecha. También me sentía frustrado y culpable porque al estudiar lo que me obligaba la carrera era tiempo perdido para el sueño de mi niñez y, cuando satisfacía mis deseos, mi conciencia me torturaba pensando en los perjuicios que ello ocasionaba a mis intereses más inmediatos. Así transcurrieron mis estudios, con la sensación de perder el tiempo hiciera lo que hiciera. Trabajé durante 30 años en una empresa y en un trabajo que no me gustaba y con unos compañeros que no me aportaron nada. Me jubilé tempranamente y he leído todo lo que he podido, todo lo que ha caído en mis manos, porque a casi nada hago ascos, y sin embargo siento que el mar de lo desconocido ha inundado las pequeñas islas de mis lecturas. He perdido tanta vista que apenas puedo leer y recuerdo con añoranza las noches que a la luz de una linterna, a hurtadillas, debajo de las sábanas, como un ladrón que robara tiempo al sueño, me permitieron disfrutar de mis primeros libros. Ahora que siento próximo mi final y que soy capaz de mirar a la cara a la “vieja dama”, pienso que aquella promesa que hice tan temprana y temerariamente, ese pequeño delirio de grandeza, ha condicionado mi vida y no me ha hecho ni más sabio ni más feliz, y que la mejor promesa no vale un ardite. Este es el resumen, lección y epitafio de toda una vida. Por cierto, aquel compañero de la niñez murió también de niño, pero yo lo he sabido ahora, ya anciano.
Antonio Mora Plaza
Madrid, 26/10/2002
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