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A penas tuve tiempo de despertarme y la pesadilla empezó a ser realidad. Había soñado que tomaba un libro de la librería de mi habitación, que aquel se convertía en una pesada daga, que me dirigía al cuarto de mis padres que dormían plácidamente y que les hundía en sus cuerpos ese instrumento que ahora me parecía liviano. Había soñado que clavaba y desclavaba hasta desaparecer la blancura de las sábanas y caer la sangre por las patas de la cama. Me dije: “esto no es un crimen, sino un justo castigo por no recibir regalos por mis cumpleaños como los otros niños, por obligarme a estudiar en lugar de dejarme jugar a la pelota, por castigarme en mi cuarto sin salir cuando hurgaba entre sus cosas”.
Al fin desperté, me vestí temblando y en ese momento me vino a la cabeza el libro que fue daga en el sueño. Me dirigí a la librería y comprobé aliviado que estaba allí. Sin embargo, con todo el aire aún en los pulmones, se me aceleró el corazón y el vacío se me hizo en el estómago: el libro estaba boca abajo, cuando yo estaba seguro haberlo hojeado y colocado boca arriba el día anterior. Me dejé caer en la cama tiritando a pesar de ser verano: sólo era capaz de mirar de reojo al pasillo que daba a la puerta de mis padres.
Agotado por el miedo, me volví a dormir –eso creo- porque me despertó un policía y una señora para mí desconocida y me hablaron de un terrible suceso en mi casa. Ahora soy adulto y no recuerdo bien sus palabras, pero me dijeron que mis padres habían muerto y creían que el motivo era el robo. Sin embargo a mí siempre me ha angustiado dos cosas: que no encontraran a los culpables y que el instrumento del crimen fuera… un afilado abre-cartas que tenía mi padre en el escritorio, donde guardaba… sus cosas.
Antonio Mora Plaza
Madrid, 18 de enero de 2007
A penas tuve tiempo de despertarme y la pesadilla empezó a ser realidad. Había soñado que tomaba un libro de la librería de mi habitación, que aquel se convertía en una pesada daga, que me dirigía al cuarto de mis padres que dormían plácidamente y que les hundía en sus cuerpos ese instrumento que ahora me parecía liviano. Había soñado que clavaba y desclavaba hasta desaparecer la blancura de las sábanas y caer la sangre por las patas de la cama. Me dije: “esto no es un crimen, sino un justo castigo por no recibir regalos por mis cumpleaños como los otros niños, por obligarme a estudiar en lugar de dejarme jugar a la pelota, por castigarme en mi cuarto sin salir cuando hurgaba entre sus cosas”.
Al fin desperté, me vestí temblando y en ese momento me vino a la cabeza el libro que fue daga en el sueño. Me dirigí a la librería y comprobé aliviado que estaba allí. Sin embargo, con todo el aire aún en los pulmones, se me aceleró el corazón y el vacío se me hizo en el estómago: el libro estaba boca abajo, cuando yo estaba seguro haberlo hojeado y colocado boca arriba el día anterior. Me dejé caer en la cama tiritando a pesar de ser verano: sólo era capaz de mirar de reojo al pasillo que daba a la puerta de mis padres.
Agotado por el miedo, me volví a dormir –eso creo- porque me despertó un policía y una señora para mí desconocida y me hablaron de un terrible suceso en mi casa. Ahora soy adulto y no recuerdo bien sus palabras, pero me dijeron que mis padres habían muerto y creían que el motivo era el robo. Sin embargo a mí siempre me ha angustiado dos cosas: que no encontraran a los culpables y que el instrumento del crimen fuera… un afilado abre-cartas que tenía mi padre en el escritorio, donde guardaba… sus cosas.
Antonio Mora Plaza
Madrid, 18 de enero de 2007
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