Antonio Mora Plaza
A un año de la muerte de mi abuelo encontré en la biblioteca una carta firmada por un tal Leonardo y dirigida a una tal Dorila que ahora transcribo. Si lo hago es por dos cosas que me resultaron sorprendentes. La primera, porque la carta era bella, una bella carta de amor, pero no del estilo de mi abuelo, que era siempre sobrio en la expresión y parco en el contenido. Ciertamente no era mi abuelo Berto dado a expresar sus emociones, aunque decía mi abuela Francisca que las tenía y que su mal humor venía del hecho que no pudiera ocultarlas tanto como él quisiera. Pero quien haya conocido a mi abuelo tengo que decir que su mal humor era tierno, pasajero y perdonable. La otra sorpresa o rareza es la de que dicha carta la guardaba en un libro de taxidermia, afición extraña a mi abuelo, porque su amor a los animales le impedía un entretenimiento tan perverso a sus ojos. No me dijo tal cosa nunca, pero apuesto un brazo a que no me equivoco. Sin más dilación veamos la carta. Decía así:
“Fue verte y ya nada es igual. El mío corazón me duele y mi mente no descansa. Voy y vengo sin saber dónde y para qué. Desearía esculpirte si ahora mis brazos me lo permitieran; acariciarte si mis manos no estuvieran tan envejecidas, tan arrugadas y callosas; contemplarte sin molestarte; olerte sin turbarte; enamorarte si mi juventud no la viera en lontananza. Desearía tantas cosas, pero, al menos, dejadme pintaros. No necesito que poséis para mí porque aún conservo la mía memoria y la mía imaginación: sólo pido vuestro consentimiento”.
León Pray era el autor del libro donde estaba guardada la carta. Más extrañezas: en el envés de la carta había un escrito de un tal Pietro Bartolomé que decía lo siguiente:
“Me dirijo a vuestra persona y en nombre de vuestra fama ruego y es mi deseo que os alejéis de mi hermana. Nuestra familia no es digna de la vuestra o de la suya, si así gustáis. Nada me resultaría tan insufrible que ver a su vez el sufrimiento de mi hermana. Hemos perdido a nuestros padres de una manera que no puedo relatar. He sabido que estáis de paso aquí en Toledo porque sois invitado del rey Francisco I de Francia. Ruego no sembréis lo que no podréis cosechar. Aún no sé si habéis retratado a mi hermana o si lo haréis en el futuro porque sé que lo podéis hacer de memoria. Ruego de nuevo que abandonéis esa intención. Nuestra ascendencia y la muerte de nuestros padres nos obliga a pasar desapercibidos, y nada peor que un retrato para este fin. Feliz estancia en tierras galas y no echéis en saco roto mis ruegos”.
El texto no tenía destinatario, pero el lector ya lo habrá adivinado. La historia parecía clara e incluso se puede adivinar por la época en que está fechada la carta (año 1500). Sin embargo la cosa se complicó porque en el mismo libro de León Pray encontré este texto de puño y letra de mi abuelo:
“En el año de 1500 se encontró un moribundo en las calles de Toledo, muy cerca del Arco de la Herradura, del que no se pudo saber su nombre, pero que ya agonizando dijo estas palabras a los que le atendieron en ese postrer momento:
- Para saber donde está Dorila, penetrar en el cuadro”.
Todos quedaron extrañados. Bueno, todos no, porque un joven que por allí pasaba lo oyó y dijo casi involuntariamente:
- Yo sé dónde está ese cuadro.
Todos le miraron extrañados y curiosos, y el joven, que se vio rodeado por los viandantes porque creían ya muerto al agonizante, no tuvo más remedio que señalar a un anticuario que tenía su negocio en los Cigarrales. Entonces ocurrió que, quizá llevados por la curiosidad, parte de los que allí estaban se fueron con el joven a casa del supuesto anticuario donde estaba el supuesto cuadro y parte de ellos se quedaron acompañando al ya fenecido esperando la llegada del juez y de los alguaciles. Llegó la pequeña comitiva a casa del anticuario. La casa estaba vacía y la puerta abierta. Entraron y a todos les sorprendió que no encontraran nada que fuera antiguo y valioso, cosas tales como cuadros, enseres, mesas de maderas nobles trabajadas, sillas de cuero repujado, balconadas de hierro forjado, pequeños bajorrelieves, lámparas de bronce, etc. Nada de eso. Sin embargo, sí había muchos pájaros que parecían vivos y no sólo por los vivos colores de que estaban dotados sus plumas; había también un zorro y varios gatos con tales posturas y ojos tan brillantes que parecían prestos a saltar sobre cualquiera que osara sostener sus miradas. Desanimados por no encontrar nada, habían decidido volver cuando por casualidad vieron medio oculto un enorme mueble en forma de paralelepípedo de casi dos metros de alto y de un metro de ancho y de profundo. Diéronle la vuelta y pudieron contemplar un bellísimo cuadro de una mujer en el que podía leerse: “Para Dorila de Leonardo”. No sabiendo que hacer con aquello y teniendo en cuenta que su peso era tal que no podían trasladarlo, decidieron volver la comitiva al lugar donde hubieron encontrado al moribundo. Fueron, pero no hubo nada. Normalmente todo habría acabado así si no fuera porque Toledo era a comienzos del siglo XVI una ciudad pequeña a pesar de su grandeza como capital del Reino Visigodo, estancia de los Reyes Católicos y futura ciudad imperial de nuevo con Carlos I. El caso es que uno de los que acompañaron al joven que les dirigió a casa del anticuario conocía o suponía conocer a la joven retratada en el cuadro y se dijo: “No pierdo nada con ir a ver a Pietro Bartolomé que tiene una hermana llamada Dorila y que, a pesar de que la he visto sólo una vez casi de soslayo, se me hace que es la retratada en casa del anticuario”. Eso hizo, pero el hermano de Dorila estaba desecho y ensimismado y apenas se oía su voz:
- Os agradezco vuestro interés, pero mi hermana hace ya una semana que nos falta. Desapareció sin dejar una carta, algo que indicara dónde ha ido. Nada. Me temo lo peor porque esta ciudad se ha vuelto muy peligrosa con tanta gente extraña entrando y saliendo de ella.
Entonces le contó el solícito y curioso viandante todo lo que había visto: las palabras del moribundo, el cuadro encontrado en casa del anticuario y el parecido de su hermana con la retratada. Pero el hermano sorprendió a su interlocutor con lo siguiente:
- Un retrato, por mucho que se parezca a Dorila, no es Dorila ni puede dármela. Era -y espero que aún lo sea- tal la hermosura de mi hermana que muchos pintores podrían, al verla, aunque fuera por un instante, pintarla de memoria. Todo os lo agradezco, pero dejemos el cuadro a su autor y dejadme a mí seguir la búsqueda de mi hermana”.
La carta de mi abuelo sigue, pero quiero señalar que era evidente que el hermano de Dorila no quería seguir la conversación y todo le resultaba inoportuno acerca del cuadro porque él sabía el nombre y la persona autora del mismo por la carta de Leonardo a Dorila. Sigamos con mi abuelo y su escrito:
“Pero a Juan de Ávila, que así se llamaba el curioso testigo, le picaba la curiosidad como un sabañón y no pudo evitar volver a la casa del anticuario. Abrió la puerta, entró en la casa y de nuevo vio el cuadro. Acercó como pudo el mueble donde estaba como empotrado hasta una ventana y pudo contemplarlo de nuevo. Juan de Ávila era ya un famoso pintor y por eso se quedó tan sorprendido con lo que vio. Todo era tan realista. Se acercó al rostro de la joven pintada y no podía distinguir las pinceladas del óleo: ¡no tenía capas de pintura! Las cejas parecían insinuadas más que dibujadas; la nariz perfecta, aunque algo alargada; la boca con un sonrisa extraña, ampliada por unas comisuras que no le restaba belleza sino todo lo contrario; la frente despejada; las mejillas algo coloreadas pero sin desentonar de la palidez general del rostro; los mofletes y barbillas pronunciadas, pero con gracia; el pelo liso, pero enroscado a la altura de los hombros. Y los ojos, que he dejado para lo último, eran de belleza contenida, negros como el azabache, con un tercio de ellos ocultados por unos párpados perfectos. Ni una sola arruga. Entonces, llevado por la curiosidad, deslizó el pintor su dedo corazón por el cuadro y encontró lo más sorprendente, incluso para un pintor de profesión como él, y se dijo: “Es como si fuera un bajorrelieve”. Miró en su derredor y no vio ningún cuadro, cosa que ya sabía de su anterior visita, y aún así le extrañó. Registró todo la casa del supuesto anticuario buscando pinceles, paletas, restos de óleo, telas, bastidores, etc., y sólo encontró dos cosas que le resultaron extrañas, al menos extrañas para su oficio: varios cuchillos muy afilados y varios saquitos de sal. ¿Cómo había llegado esa pintura engastada en ese pesado mueble hasta allí? Y de pintarse allí mismo, ¿cómo es que no había rastros de pintura ni útiles propios de ese oficio? Decidió irse porque ya no encontraba nada que no hubiera visto. No entendía nada. Había decidido avisar a las autoridades para fueran a recoger aquel cuadro -y ello porque el hermano de la supuesta retratada no quería saber nada de aquello- cuando le vino a la mente las palabras del moribundo y que hasta ese momento las había tomado como metáfora: “Para saber donde está Dorila, penetrar en el cuadro”. Eso le hizo volver sobre sus pasos, tomó el cuchillo afilado y pinchó la garganta de la retratada. Se quedó horrorizado: cuando retiró el cuchillo del cuadro se deslizaron unas gotas de sangre”.
Ya puede imaginarse el lector la peculariedad del supuesto cuadro y lo que contenía el extraño paralelepípedo que lo sujetaba a modo de bastidor. Ahora todo cuadraba: la desaparición de Dorila, la estancia de Leonardo en Toledo, la sal y los cuchillos afilados que eran -y son aún- útiles de la taxidermia, el mueble donde estaba encajado el supuesto cuadro y las gotas de sangre. Pasó el tiempo. Nunca apareció el cadáver de Dorila, la casa del anticuario se quemó extrañamente y sus restos dejaron dos cadáveres, uno de varón y otro de mujer, aunque irreconocibles para más indagaciones; además, del supuesto anticuario nunca se supo de su existencia. Dice la leyenda que el autor de todo esto era el gran Leonardo da Vinci, que estuvo en España antes de viajar a Francia y que la retratada se convirtió en uno de los cuadros más famosos de todos los tiempos: La Gioconda. Eso dicen, pero ya se sabe lo que pasa con las leyendas: que en parte son verdad y en parte son mentira.
Madrid, 22 de junio de 2010
No hay comentarios:
Publicar un comentario