Antonio Mora Plaza
¡Cuanto admiraba a mi abuela Francisca! Lo hacía por muchas cosas: era inteligente, trabajadora y oportuna. Y a mí se me hacía además algo que aún no sé a estas alturas si es virtud o defecto: era sufrida. Eso se me hacía. Viene esto a cuento porque llevaba tiempo buscando la oportunidad de interrogar a mi abuela por los amoríos de mi abuelo, porque siempre me sorprendía la liberalidad y aparente aplomo con que llevaba esa situación, por más admiración y amor que ambos se prodigaran. Recordaba, sobre todo, el asunto con Teresa de Velasco, la descendiente del personaje velazqueño. Y así, cuando hacía un año que mi abuelo nos faltaba, le dije a mi abuela:
- Abuela, no deseo importunaros, pero tengo una cuestión que me pincha la curiosidad más allá de lo razonable. Sé de los amoríos del abuelo, pero me sorprende, y aún no sé como enjuiciarlo, tu aparente resignación ante ese donjuanismo. A mí tu actitud me merece admiración, pero ¿a ti qué te merece? En especial el caso de Teresa de Velasco.
Yo sentía que mi abuela me adoraba, aunque lo normal es que no diera de ello muestras, quizá porque tantos años de sufrimiento le habían vacunado contra las emociones o, al menos, con sus más externas manifestaciones. Pero esta vez se sentó conmigo, me revolvió el pelo de la cabeza y me dijo.
- A veces los sentidos nos engañan y la procesión va por dentro. Has estado acertado y el caso de Teresa me perturbó más de lo soportable, porque al deseo que tu abuelo sentía por la pequeña Teresa le añadía admiración y eso, a la larga, rompe más vínculos que el más fuerte de los deseos, porque estos, cuanto más sentidos, son más efímeros. Una vez y por casualidad llegó a mis manos una carta de tu abuelo. La leí y aún me pincha en el corazón, al igual que a ti la curiosidad. Ahí tienes tarea para avanzar en la biografía de tu abuelo.
- Pero tienes alguna pista donde encontrarla, abuela.
- Ninguna, pero ya sabes el método de tu abuelo de ocultar las cosas y recordarlas según palabras relacionadas. Ahora me voy a la cocina. Suerte.
No sabía como empezar porque mi abuelo tenía 10.000 libros y en cualquiera de ellos podría estar la ligazón que me llevara de uno a otro, y quizá a otro, hasta llegar al final. Entonces vi a mi abuela que volvía sobre sus pasos.
- He recordado algo. Sé que su primer encuentro fue en el Retiro, en el parque madrileño, al poco tiempo de su apertura a los madrileños por Alfonso XIII. Ya tienes algo.
Nunca pude saber si lo decía en serio o con ironía, pero esta era la primera y única pista por el momento. Sin embargo y ya en la inmensa biblioteca de mi abuelo, concluí que no tenía una pista, sino dos: “Retiro” y “Teresa”. Entonces vislumbré la posibilidad de que en algún rincón de la biblioteca hubiera algún párrafo en algún libro donde se reunieran ambas palabras. También recordé que mi abuelo, a pesar de su ateísmo, admiraba a Teresa de Jesús, no por sus creencias, sino por la coherencia entre sus pensamientos y sus obras, porque ésta, la virtud de la coherencia entre el ser y el pensar era, según mi abuelo, “fruta rara y escasa”. Entonces comencé a leer las obras de esta mística. Tengo que decir que su prosa me cautivó por más ajeno y extraña que me resultara su esfera de preocupaciones. Algo así debía sentir mi abuelo como buen mitómano que era. Me llevó varios días completar su prosa y no encontré nada. Pasó un mes y otro mes pasó y nada. Un día mi abuela, al verme desanimado, me dijo algo sorprendente.
- Intenta hablar con la actriz española que ha interpretado a Teresa de Ávila. Ya sabes que los actores se empapan de lecturas de sus personajes. Quizás élla... Yo la conozco. La diré algo.
“Camino rebuscado”, pensé, “pero cualquiera sabe”. El caso que resultó, porque a los pocos días mi abuela me dejaba escrito en la solapa del libro de “Las Moradas”, que estaba leyendo, la siguiente nota:
“Tengo un oculto y fiel retiro en comarca de ideal”
¡Al fin veía relacionado “Teresa” -la autora- con “retiro”! Luego pensé: “Sí, pero victoria pírrica, porque en el libro de la de Ávila no hay ningún escrito o carta de la otra Teresa, la descendiente de la velazqueña”. Parecía demasiado fácil, porque mi abuelo era algo más rebuscado, y más con esta cuestión. Debía haber una elipsis en el procedimiento de interrelaciones para ocultar una carta que pudiera hacer daño a mi abuela. Hasta ahora poco orgulloso podía sentirme porque nada había aportado a las pesquisas ni al desenlace. Entonces me dije: “vuela imaginación y no te atengas a lo consabido”, cosa que solía decir mi abuelo más o menos en estos términos. ¡Y vaya que si voló!, porque entonces comprendí que El Retiro no dejaba ser más que un jardín. Eso y la pasión oculta de mi abuelo por la música me llevó a unas de sus obras preferidas: “Noches en los jardines de España”, del gran Manuel de Falla. ¡No era un libro la pista definitiva, sino una partitura, un disco! Busqué el disco y en la cubierta, por dentro, estaba escrito lo siguiente dirigido a “Teresa”:
“¡Qué joven eras! Apenas 17 y yo... No importa. ¡Qué emoción la primera cita en el Retiro! Luego... pasaron los años, sin más; simplemente... pasaron. La boca entreabierta, escrutadora; los labios finos, deseables pero no deseosos; tu nariz fina, corta, delicada; tus ojos abiertos al escepticismo y al deseo; insinuadas tus orejas, cubiertas por tu pelo, pelo hermoso, rojizo, peinado por sí solo y perfecto. Pasear a tu lado era la tentación, el dardo borracho de instinto, sin diana, sin fin, con deseo. Nos hicimos fotos que aún conservo. Luego nos vimos más veces pero no fue igual: nació el cariño y mató el deseo. Quizás exagero o quizá me arrepiento de no ser más diestro. Nunca me deseaste y, a pesar de todo, aún te quiero. No, no estoy en lo cierto: ahora eres un hermoso recuerdo, una estampa en el cerebro, un mojón en el camino; camino que no lleva a nada porque, a veces,... me arrepiento. ¿Cuando nos vimos por última vez? No lo recuerdo. Nos despedimos; quizá un beso en la mejilla y un hasta luego. Ahora soy otro: más serio, con más éxito, con experiencia, con pasado, sin desasosiego. Ahora soy normal, ahora de nada me sorprendo, todo es cálculo y previsión,... ¡pero sin la emoción de tu encuentro! Añoro la emoción que he perdido... ¿por viejo?”
Pegué la cubierta que había despegado, guardé el disco y lo volví al anaquel donde estaba. A mi abuela la dije que había fracasado y que nada encontré. Sin embargo mi abuela me sorprendió de la siguiente manera.
- Nieto, olvida lo de Teresa y no te desanimes. Yo, en cambio, he encontrado algo para ti. Toma una carta de tu abuelo. Es para una tal Michelle. Léela.
Eso hice. Decía:
“Tengo tu retrato ante mí. Estas seria y contemplando algo que yo sé lo que es, pero lo cual no tiene importancia. El pelo como de estambre de un gineceo; la boca de piñón; los labios carnosos y quebradizos; nariz suficiente y elegante; los ojos achinados a la vez que almendrados; orejas pequeñas y precisas; el cuello de cisne ornado con un collar de baratija, pero elegante. No tienes arrugas, cual quinceañera. Rostro sereno, como de haber soportado el pasado, pero mirando al futuro. Soy un egoísta: no quiero que nadie te quiera como yo. De otra manera, cuanto más, mejor, no reniego y me congratula, pero deseo el monopolio de tu deseo. Lo siento. Es mi propuesta de pacto, escrito en la arena y llevado por el viento. Cuando te diga adiós porque otra reencarnación me reclame, te diré adiós con una sonrisa, te dibujaré un beso en el aire y un suspiro en tu piel; tu piel de seda y melocotón será mi último recuerdo de todo esto”.
- ¿Otro amorío del abuelo, abuela?
Y de nuevo la sorpresa.
- No, una premonición, quizá para algún nieto.
Y aquí acaba el relato. El resto es silencio.
Madrid, 7 de junio de 2010.
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