8 abr 2009

Leyenda de El Dorado

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por Antonio Mora Plaza
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Recuerdo especialmente esta leyenda porque me la contó mi abuelo estando reunidos en la biblioteca los cinco: mi abuela, mi abuelo, el perro Lanas, la gata Turca y yo. Y era especial porque no recuerdo nunca que se diera esta circunstancia, principalmente porque mi abuela solía ausentarse cuando yo estaba con mi abuelo. No piense el lector que ello tuviera nada de despreciativo, sino todo lo contrario, porque era tal el sentido de la libertad que élla tenía que consideraba que así daba la posibilidad a mi abuelo de contarme cosas que él pensaba que mi abuela no sabía y, aunque mi abuela las sabía, no quería élla que yo pensara que me contaba él cosas distorsionadas por eludir a mi abuela. Y para completar el curioso cuadro de tales encuentros, Turca, la astuta gata, sólo se acercaba a Lanas cuando estaba dormido para así poder recostarse en su lomo, y ello era así a pesar de que el bueno de Lanas le dejaba estar con él en todo momento; sin embargo, Turca, en su instinto felino y por su sentido del orgullo -según me contaba mi abuela-, digo que decía élla que no quería que Turca pensara que se rebajaba al nivel de un perro, a pesar del gusto que le daba recostarse en el caliento lomo de él. Estaba leyendo un libro de Calderón titulado “Los cabellos de Absalón” –magnífica tragedia- y le dije a mi abuelo que pensaba que todas las tragedias y comedias que había leído gracias a sus recomendaciones tenían en común un elemento: el honor. Entonces ocurrió un hecho insólito, porque mi abuelo se había quedado dormido leyendo uno de los primeros libros de John Le Carré y oí la voz de mi abuela que decía: “Si algo tienen en común son los celos”. Me quedé estupefacto por la seguridad con que lo dijo. Con el tiempo he sabido que la verdadera aficionada al teatro era mi abuela, que recordaba a la Xirgu, a María Guerrero y otros muchos actores y actrices que yo nunca había oído. En este punto se despertó mi abuelo y nos soltó lo que sigue: “Perdonad, pero cada vez me visita con más frecuencia Morfeo, el Impertinente. Venganza y celos son las pasiones primarias, madre de todas las demás. La tragedia como género surge porque un genio como Esquilo y otro no menos genial como Sófocles incluyeron otra pareja de personajes especiales, o como diría un lógico del siglo XX, una pareja de metapersonajes: la libertad y el destino. Resumía todo esto el divino William en una tragedia diciendo que “la culpa no es de nuestra estrella, sino nuestra; aún lo expresa mejor el inmenso Calderón con aquello de que “las estrellas sólo el albedrío inclinan, no fuerzan el albedrío”. Pero todo esto no es patrimonio exclusivo de la Grecia clásica, ni del gran bardo, ni del profundo áureo, y para que veas que eso es común a todas las culturas, te relataré una leyenda inca que ocurre en tierras del actual Perú donde el destino y el albedrío parecen anudados en un círculo, en el mismo círculo de la laguna de Guatavita que luego se verá. Dice la leyenda…

…que por tierras de la actual Bogotá, en un tiempo que se no especifica, pero en todo caso muy anterior a la llegada de Francisco Pizarro y sus huestes, que un cacique que andaba cazando un venado en los linderos de la sierra andina se encontró con una hermosa inca de nombre Guajira, de belleza nunca vista y de trato afable, y el cacique, de nombre Guatavita –al igual que la laguna- se casó con ella. No sabemos si el cacique tenía el consentimiento de ella y de sus padres, pero en todo caso no lo necesitaba porque esa era la costumbre. Al poco tuvieron una hija que pusieron de nombre Tequendama. En cuestión de nombres nada es seguro, salvo lo de la laguna de Guatavita, porque los incas -un pueblo avanzado en tantas cosas- no poseían el don de la escritura, y todos sabemos que la escritura, que es la memoria de los pueblos, es necesaria para que la historia salga de la leyenda. En cambio tenían precisos sistemas de contar las cosas mediante nudos hechos en cuerdas de diferentes colores que llamaban quipus, además de unos conocimientos de astronomía que no han mejorado pueblo alguno.

Pero sigamos con la leyenda porque, por muy diferentes que sean las costumbres y distintos los logros técnicos de los pueblos, los corazones de sus habitantes laten al mismo compás, sufren por las mismas cosas y aspiran a las mismas metas. Y ocurrió que el amor no anidó en los cónyuges, y no son precisamente el tiempo y la costumbre un lecho propicio para tal menester. El cacique, que era más un guerrero que hombre de estado, que gustaba más de la caza que de la reflexión, dejó abandonada a su mujer y a su hija porque prefería a otras mujeres más jóvenes con las que solía solazarse sin preocuparse de la crianza de su hija y de la atención a su esposa. Dice la leyenda que ella solía lamentarse en parecidos términos al siguiente: “No fue un día afortunado aquel que la Luna tapó al Sol y me nubló. Desde entonces perdí mi hogar, perdí el astro que bañaba mi cara y me convertí en un junco que los demás apartan para ver el río. Sólo me queda mi hija y ella sola da ánimos a mi espíritu y oculta mis deseos de cruzar la orilla que todos, tarde o temprano, hemos de pasar; y aún así, y a pesar de élla, nada puede asegurarse”. Entonces ocurrió lo plausible, aunque para ella inesperado: se enamoró de un guerrero algo imprudente llamado Capac, que se decía descendiente del mismo dios Manco Capac, y que era un experto en el manejo de la bolea y la macana -armas típicas de los incas septentrionales- y, cosa rara entre los guerreros, no por ello presumía de tales habilidades. Decía antes –porque lo dice la leyenda- que Capac era tan fogoso como imprudente, y un día, en una fiesta que el cacique daba a sus allegados, a sus familiares, y también a chasquis y curacas, que tan útiles eran para el gobierno del estado y de las tierras comunales, el diestro guerrero se mostraba muy afectuoso con Guajira, la aún esposa del cacique, y que se dirigía a ella de esta manera: “Debéis olvidar a quien os desprecia. Sois tan bella y de corazón tan noble que mereceríais ser esposa de dioses, incluso del mismísimo Viracocha; sois modelo de madre y esposa, y por eso mismo mi indigna aún más veros escanciar el agua de maíz para el holgazán de vuestro esposo, esposo que los malos espíritus te anudaron a su dogal. Y si fueron los dioses, injustos ellos e indigno aquél que presume de su arco y de su fuerza delante de mujeres: ebrio o sobrio resulta despreciable. Abandonadle, huid conmigo a tierras más meridionales donde su poder no nos alcance; construiremos terrazas y cultivaremos tierras de maíz, papa y frijoles. Haremos aliados en otras tribus por si la tentación vence a la pereza y tu padre decide buscarnos a ti, a mí y a vuestra hija”.

Y así se sucedieron los días, pasaron las lunas sin que Guajira y el guerrero Capac se percataran de que el cacique los observaba más sobrio que ebrio, porque ya procuraba él aguar el destilado de maíz a que tan aficionados eran los incas. Y aunque no les oía, es sabido que el bosque tiene cien ojos y el viento lleva las palabras de los amantes entre sus ramas como silbidos de corneja. El caso es que el cacique se enteró de todo punto por punto y un día mandó apresar al guerrero Capac y le habló como sigue: “Los sentidos son a veces malos consejeros, y aún cuando yo aparentaba estar bajo las sensaciones del agua de maíz, era sólo apariencia, y nada me impedía observar cómo andabais robando mis sueños y la razón de mi vida. No he sido ejemplar con mi hija y mi esposa y penaré por ello en el otro mundo; mundo que vos, guerrero descendiente de dioses, tenéis muchos deseos de conocer. Yo os complaceré: os reuniréis con vuestro padre, el dios de dioses, el mismísimo Viracocha. Así ganamos todos: vos, guerrero hijo de Manco Capac, porque estaréis a la diestra de vuestro creador; mi esposa, porque evitará el pecado de la traición; yo mismo, porque podré gobernar con la serenidad que me da saber que he obrado con justicia. Os arrancaré el corazón y se lo daré a comer a mi esposa para que ella participe de vos, y vos, guerrero Capac, dejaréis en este mundo algo de vos”. Y Guatavita arrancó el corazón al valiente guerrero y luego empaló el cadáver. Al día siguiente organizó una fiesta entre sus allegados y dio de comer a su esposa el corazón de su amante sin ella saberlo. Pero dice la leyenda que los mismos vientos que entre los árboles silbaron las andanzas de los amantes -quizá arrepentidos por tan cruel desenlace- silbaron con palabras terribles lo ocurrido a la bella Guajira cuando hubo acabado la fiesta; más tarde pudo contemplar el cuerpo empalado de su amante guerrero y cómo las aves rapaces respetaban su cuerpo como temerosas de los dioses. Entonces la bella esposa buscó a su hija y esto fue lo que le dijo: “Hija mía, pase lo que pase sobrevive. Ahora no puedo evitar lo que ha de hacerse porque el ciclo se ha cumplido. No busques la venganza y crece como cualquier niña inca. Adora a los dioses del Sol, la Luna y el Agua, y cuando la melancolía te invada, ve al bosque y allí estaré yo aunque tú no me veas. Yo veré por ambas, te sentiré y te escucharé. Con el tiempo tú me oirás sin sonidos; indaga en tu corazón y sabrás de mí. Busca un guerrero que esté dispuesto a dejar su oficio por tu felicidad y ambos convertíos en anónimos agricultores para que lo que ha ve venir no os alcance. No pienses en tu padre como un ser cruel, sino como un hombre que fue preso de los celos, el deber y el pánico. Usó de la costumbre como cualquier cacique. Yo soy responsable de lo ocurrido. Ahora mira al Cielo que es testigo de mis palabras y mira las sombras que proyectan los árboles que nos contemplan y nos comprenden, porque son centenarios, incluso milenarios, y porque han visto repetirse tantas veces los mismos hechos que nada les asombra. Debes tener la serenidad del árbol que resiste los tórridos días y las frías noches de las estaciones. Ahora dame un beso y no olvides lo dicho: siempre estaré contigo cuando tus deseos me reclamen”. Y ambas, madre e hija, se fueron al Palacio donde residían, pero cuando la niña quedó dormida, la bella Guajira se fue a la laguna de Guatavita y se hundió en ella. Y dice la leyenda que cuando se enteró la niña de lo ocurrido pensó para sus adentros: “Madre, sé que ya no podré ser feliz, pero te obedeceré hasta donde pueda”.

Podría pensar el lector que la reacción del cacique hubiera debido ser la de la consternación por lo sucedido y que eso es lo que cabía esperar cuando ejecutó al guerrero amante, y que por ello, y por el consuelo de la existencia de su hija, su reacción cuadraría más con la de la tristeza esperada y la de la lamentación serena. No fue así, porque el corazón de los hombres y mujeres de todas las culturas y geografías no está sujeto a códigos escritos y la razón es sólo un tenue filtro de las pasiones. El caso es que Guatavita, cuando se enteró del suicidio de su esposa, salió corriendo hacia la laguna que lleva su nombre y se tiró en su centro como para unirse al cuerpo de su esposa, a la que amaba a pesar de todo. Asombrados quedaron los pobladores incas que estaban en las orillas de la laguna, pero su asombro fue mayor cuando una serpiente salió de la laguna y devolvió el cuerpo vivo del cacique; y ahí no acabó la sorpresa -y fue causa de espanto para los incas que contemplaban la escena- cuando la serpiente le habló al cacique en estos términos: “Aún no ha llegado tu hora. Tienes una hija a la que atender: tiempo habrá para lo que ha de llegar”. Supo el cacique que la serpiente era su esposa y todo su valor desapareció por ello y por las últimas y enigmáticas palabras. Pero el tiempo pasa y atenúa las primeras impresiones, y de tal manera que el cacique convirtió en un día de fiesta los hechos de la laguna. Pasaron algunos años y en todo ellos, en la misma fecha, los incas -mujeres y hombres- se ataviaban con los mejores adornos, máscaras y vestidos; se dirigían como en procesión a la laguna cantando, tocando y silbando sus instrumentos de música y bebiendo la chicha –el alcohol del maíz-; los guerreros, además, portaban sus arcos, flechas y lanzas. Y a los pocos años, lo que fue un terrible suceso se convirtió en motivo de celebración, en una disculpa para la alegría. Todo el mundo parecía feliz, incluso en ese día. Bueno, todo el mundo… menos quien puede imaginar el lector, porque el tiempo sólo convierte los irrefrenables deseos de justicia en razones para… la venganza.

El caso es que la bella Tenquedama -que ese era su nombre-, la hija de Guajira, siguiendo los consejos de su madre, buscó un fuerte y decidido guerrero que era descendiente de los hurin, enemiga de la otra dinastía llamada de los hanan, de la que descendía a su vez el cacique Guatavita. Se casó con él y, en el mismo día de la boda, le dijo: “Ahora que sois mi esposo quiero que cumpláis el deseo que tuve desde que corría entre los bosques y contemplaba coronar el cóndor las nevadas montañas. Quiero que vos seáis el cóndor que corona nuestro pueblo: quiero ser la esposa de un rey. Se lo prometí a mi madre el día que desapareció en la laguna. Acabad con el reinado de mi padre, pero no le matéis. Vos sois un guerrero y un noble, descendiente de una dinastía que merece coronar su nobleza con ese título”. Y eso hizo el noble guerrero, de nombre Pacarectambo, porque el pueblo estaba harto de los excesos del cacique, a pesar de que este nunca se atrevió a tocar la tierra que correspondía a los agricultores, sin embargo cada vez era más exigente con sus hijos, que debían trabajar en las tierras de sacerdotes y del estado. El lector debe saber que el estado inca fue el primer estado socialista conocido y que nadie, ni viejos, viudas y niños, quedaban desamparados cuando no podían valerse por sí mismos para cultivar la tierra, ejercer el comercio, dedicarse al culto o ser funcionario del estado. Pero volvamos a la leyenda, porque ocurrió que el esposo de Tequendama -la hija de la bella Guajira- propició un golpe de estado, se hizo con el poder y desterró al viejo cacique sin tocarle un pelo, tal y como había prometido a su esposa. Una digresión: ni siquiera un estado socialista está libre de los abusos de poder y de golpes de estado. Volvamos. El destituido rey se fue a la laguna y allí se lamentaba en estos términos: “Cumplí como un guerrero, goberné con la cabeza, pero mi corazón ha sido estéril y ahora siento un vacío que el recuerdo no puede llenar. Obré de acuerdo con las leyes, pero ahora tengo dudas si eso sirvió para obrar también con justicia; de no haberlo hecho sólo soy un criminal arropado en las tradiciones”. Y cuenta la leyenda que la serpiente salió de la laguna y se comió a Guatavita, pero que su digestión duró 1000 años, que fue el tiempo que tardó en morir: durante ese milenio siempre tuvo la sensación de estar enterrado vivo. De esta manera vivieron los tres en un solo cuerpo: el corazón del amante, la serpiente-esposa y el esposo.

Y aquí no acabó todo, porque no había pasado mucho tiempo cuando Tequendama se divorció de Pacarectambo, su joven esposo, porque no se había casado por amor sino por cumplir una promesa. Y ocurrió que al poco conoció a otro guerrero y…

Y aquí acaba la leyenda. Algunos creen en el eterno retorno; otros que cambian sólo las formas; los más que nada se repite aunque a veces lo parezca. Al fin y al cabo todo son leyendas, querido nieto, y las leyendas aspiran a la moraleja por más que nosotros, sus fieles servidores, luchemos contra ello. Y fue llamado El Dorado porque desde entonces los reyes se hacían pintar de oro todo el cuerpo y descendían a la laguna desde un palanquín para salir luego purificados; también porque era costumbre lanzar al centro de la laguna todo tipo de objetos valiosos para el viaje a la otra vida. Cosa de religiones. Luego llegó Pizarro y sus huestes y acabó con todo esto, con el oro, con las tradiciones y con muchos de sus habitantes. Arnold Toynbee diría que esto son “contactos de civilizaciones en el tiempo”. Cosas de historiadores.
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Madrid, 13 de diciembre de 2008

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