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por Antonio Mora Plaza
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El relato que sigue, por las consideraciones que se avecinan, siempre lo recordaré, no porque sea el más profundo de los relatos que me contara mi abuelo, tampoco por su extensión e importancia, menos aún porque en él se dibujen virulentas pasiones o arraigados sentimientos. Nada de eso. Lo recuerdo por lo abatido que encontré a mi abuelo sin ningún motivo aparente o cercano. Su estado era fruto de la memoria. Entonces, para darle ánimo, le hice una serie de consideraciones originadas por la ingenuidad que dan los pocos años, sin percibir que entre el tiempo vital de uno y otro había un muro que no se podía saltar: a lo más escuchar los ecos del otro lado. Le dije entonces: “Abuelo, por todo lo que contáis y, sobre todo, por lo que yo he podido averiguar, creo que debéis estar satisfecho de vuestra vida. Habéis luchado por vuestros ideales, casi siempre con éxito. En cambio hoy os encuentro apesadumbrado, y le he preguntado a la abuela si algún acontecimiento penoso reciente ha ocurrido y su respuesta ha sido negativa. No os quiero importunar y si deseáis que os deje, eso haré”. A esto respondió mi abuelo: “La satisfacción del resultado depende de la meta, es cierto, y, en general, estoy satisfecho, pero te diré, mi más agudo nieto, que no siempre he tenido éxito. Eso era de esperar, pero esa no es la causa de mi pena. Sólo en un caso he fracasado estrepitosamente, pero ese fracaso ha sido de tal naturaleza para mí y para este país, que nada de lo acontecido con éxito lo puede paliar. Te lo contaré algún día; ahora sólo te adelantaré que no pude evitar que asesinaran al príncipe de los duendes, al toreador de la metáfora, al corazón más sensible que jamás se me ha dado conocer. ¡Ay Rosales!, ¿tu tampoco o tu también? Quizá por eso he escrito tantas cosas en todos estos libros, con la esperanza de que un hijo hiciera lo que tú haces, nieto, porque yo, como hombre de acción, soy incapaz de escribir las memorias. La muerte de un inocente es, per se, el fracaso de la justicia, y cuando hay un asesinato como el que te he referido con tan leves pistas sólo nos queda nuestra memoria para perseguir a los asesinos de vidas y razones”. Entonces quedó mi abuelo callado y tras un largo silencio pude adivinar que una lágrima caía de sus ojos. Es verdad que de eso hace tiempo y ahora que redacto todo esto no puedo fiarme de mi memoria. En cambio, también con el tiempo, estoy seguro a quién se refería mi abuelo: ¿lo sabría el lector?
Volviendo a aquella tarde y cuando ya se agotaba el día, mi abuelo me dijo lo que sigue: “Quiero cambiar de tercio. Nunca te he contado un cuento o leyenda de nuestra vieja Europa, salvo, claro está, las referidas a nuestras Españas. Te narraré una septentrional. Los septentrionales son hijos de la bruma, el frío y la meditación, mientras que los meridionales lo somos del Sol, el cante y la conversación, y estas tres cosas juntas allanan el camino al dulce pecado de la sensualidad. Reír, cantar y bailar son cosas que un septentrional no puede hacer sin que el manto de la culpa le amenace con el arrepentimiento; para un meridional, incluso si es creyente, piensa a lo más que son pecadillos de monja siempre perdonables, porque la satisfacción de la fiesta supera con creces cualquier mala conciencia: El viejo Mefistófeles nada puede hacer con el juguetón Cupido, y Don Carnal aventaja a Doña Cuaresma en la satisfacción del recuerdo”. Le contesté que no le entendía del todo y me dijo: “Viaja, lee y reflexiona, y cuando tengas mi edad, si no has caído en el negro pozo de alguna creencia, me recordarás, me entenderás y compartirás lo que digo. Es cuestión de tiempo y de la… risa”. Ahora sí que quedé despistado. Menos mal que mi abuelo siguió sin que yo le preguntara nada. “Ríe cuanto puedas, porque la risa es un antídoto devastador para cualquier dogmatismo: lo diluye como azúcar en café. Y ahora vayamos al relato. Dice la leyenda que…
… en un reino de Alemania, en el Medievo, gobernaba el sabio Maximianus. Y en ese reino había dos caballeros, uno listo y otro tonto, y ambos habían llegado a un pacto para que la suerte del uno fuera la del otro, pasara lo que pasara. Hay que decir que estos pactos y otros de semejante jaez eran muy habituales entre caballeros en el Medioevo. Y ocurrió que andando los caminos encontraron una ciudad que el recopilador, el gran escritor alemán Hermann Hesse, no nos dice su nombre. A la ciudad se accedía por dos caminos diferentes a cual más peligroso: el primero estaba protegido por aguerridos guardianes que impedían el paso a cualquier forastero, pero si conseguías derrotarlos el paso quedaba franco; el segundo camino era todo facilidad, pero una vez en la ciudad era seguro que su alcalde –que llaman en esas tierras senescal- te apresaba, te llevaba al juez acusándote de intruso y el castigo era la horca. En ambos casos, por ambos caminos, parecía casi imposible sobrevivir. Del primer camino era partidario el caballero listo porque además era valiente –o sobre todo por eso-, y prefería el combate a muerte al juicio sin posibilidad de una sentencia de inocencia; el caballero tonto, por el contrario, era partidario del camino fácil, aunque el final hubiera el juicio que ahora se verá. El caso fue que, por increíble que parezca, el caballero tonto convenció al caballero listo, y ambos siguieron el camino fácil. Ocurrió entonces lo esperado: fueron detenidos por el senescal, llevados al juez y a ambos les explicó el magistrado que eran culpables del delito de intrusismo y que la pena era la muerte. Por último, les preguntó si tenían algo que alegar. El caballero listo respondió en primer lugar: “Yo, señor juez, era partidario del otro camino porque yo no rehúyo el combate, pero ambos juramos que nuestro destinos irían hermanados y accedí a los deseos de mi compañero por no romper el juramento”. El juez entonces le dijo al caballero tonto que no por serlo dejaba de tener derecho a la última palabra, y el caballero tonto habló de esta manera: “¿No es cierto señor juez que tan importante es el hecho como la intención?”. El juez, algo contrariado, asintió con la cabeza y el caballero tonto continuó: “Entonces uno de los dos no tenía intención de someterse a este juicio, por lo que uno de los dos es inocente, y lo es el caballero listo”. El juez, ahora asombrado del discurrir del caballero tonto, le dijo: “No pareces tan tonto como te reputas, porque tienes razón, y no se puede condenar de la misma forma hechos con intenciones contrarias. Yo diría que uno de los dos es inocente, y lo es el caballero listo”. Y ahora vino el asombro del juez y de los presentes, porque el caballero tonto prosiguió: “Aquí, mi compañero accedió a mis deseos sabiendo que eran la perdición de ambos; además no ha imaginado la contradicción que incurriría usted señor juez condenando a dos hombres con intenciones contrarias. Con todo esto, y si el caballero listo ha de ser inocente y el tonto culpable –o al revés-, ¿podría, señor juez, señalar sin género de duda cuál de ambos es el caballero listo y cuál el caballero tonto?”. El juez, que no salía de su asombro por el razonamiento del caballero… último, pronunció dos palabras que jamás pensó que diría para estos juicios: “Inocentes ambos”. Y aquí acaba la historia”.
Y mi abuelo después de esto se quedó dormido con un libro en la mano: eran las “Leyendas Medievales” de Hermann Hesse, con unas notas a pluma que decían: “Cualquiera que lea la leyenda de los dos caballeros verá las diferencias entre la versión de Hesse y la mía. La de Hesse es la canónica y ambos caballeros son condenados a muerte porque les falta la argumentación del supuesto caballero tonto. Hermann Hesse se atuvo a lo conocido sin percatarse de que si ambos eran condenados la leyenda carecía de sentido. Pero esta leyenda y otras muchas del libro proceden de la época del Imperio Romano y una cultura que ha dado a Virgilio, a Apuleyo, a Séneca, a Plauto, no puede caer en la trivialidad del relato de Hesse. Sólo desde la trampa del sentido común del cristianismo se puede cambiar el arte por la trivialidad de la moraleja. Y esto fue lo que ocurrió”. Y aquí y así acabó la velada.
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Madrid, 25 de diciembre de 2008
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El relato que sigue, por las consideraciones que se avecinan, siempre lo recordaré, no porque sea el más profundo de los relatos que me contara mi abuelo, tampoco por su extensión e importancia, menos aún porque en él se dibujen virulentas pasiones o arraigados sentimientos. Nada de eso. Lo recuerdo por lo abatido que encontré a mi abuelo sin ningún motivo aparente o cercano. Su estado era fruto de la memoria. Entonces, para darle ánimo, le hice una serie de consideraciones originadas por la ingenuidad que dan los pocos años, sin percibir que entre el tiempo vital de uno y otro había un muro que no se podía saltar: a lo más escuchar los ecos del otro lado. Le dije entonces: “Abuelo, por todo lo que contáis y, sobre todo, por lo que yo he podido averiguar, creo que debéis estar satisfecho de vuestra vida. Habéis luchado por vuestros ideales, casi siempre con éxito. En cambio hoy os encuentro apesadumbrado, y le he preguntado a la abuela si algún acontecimiento penoso reciente ha ocurrido y su respuesta ha sido negativa. No os quiero importunar y si deseáis que os deje, eso haré”. A esto respondió mi abuelo: “La satisfacción del resultado depende de la meta, es cierto, y, en general, estoy satisfecho, pero te diré, mi más agudo nieto, que no siempre he tenido éxito. Eso era de esperar, pero esa no es la causa de mi pena. Sólo en un caso he fracasado estrepitosamente, pero ese fracaso ha sido de tal naturaleza para mí y para este país, que nada de lo acontecido con éxito lo puede paliar. Te lo contaré algún día; ahora sólo te adelantaré que no pude evitar que asesinaran al príncipe de los duendes, al toreador de la metáfora, al corazón más sensible que jamás se me ha dado conocer. ¡Ay Rosales!, ¿tu tampoco o tu también? Quizá por eso he escrito tantas cosas en todos estos libros, con la esperanza de que un hijo hiciera lo que tú haces, nieto, porque yo, como hombre de acción, soy incapaz de escribir las memorias. La muerte de un inocente es, per se, el fracaso de la justicia, y cuando hay un asesinato como el que te he referido con tan leves pistas sólo nos queda nuestra memoria para perseguir a los asesinos de vidas y razones”. Entonces quedó mi abuelo callado y tras un largo silencio pude adivinar que una lágrima caía de sus ojos. Es verdad que de eso hace tiempo y ahora que redacto todo esto no puedo fiarme de mi memoria. En cambio, también con el tiempo, estoy seguro a quién se refería mi abuelo: ¿lo sabría el lector?
Volviendo a aquella tarde y cuando ya se agotaba el día, mi abuelo me dijo lo que sigue: “Quiero cambiar de tercio. Nunca te he contado un cuento o leyenda de nuestra vieja Europa, salvo, claro está, las referidas a nuestras Españas. Te narraré una septentrional. Los septentrionales son hijos de la bruma, el frío y la meditación, mientras que los meridionales lo somos del Sol, el cante y la conversación, y estas tres cosas juntas allanan el camino al dulce pecado de la sensualidad. Reír, cantar y bailar son cosas que un septentrional no puede hacer sin que el manto de la culpa le amenace con el arrepentimiento; para un meridional, incluso si es creyente, piensa a lo más que son pecadillos de monja siempre perdonables, porque la satisfacción de la fiesta supera con creces cualquier mala conciencia: El viejo Mefistófeles nada puede hacer con el juguetón Cupido, y Don Carnal aventaja a Doña Cuaresma en la satisfacción del recuerdo”. Le contesté que no le entendía del todo y me dijo: “Viaja, lee y reflexiona, y cuando tengas mi edad, si no has caído en el negro pozo de alguna creencia, me recordarás, me entenderás y compartirás lo que digo. Es cuestión de tiempo y de la… risa”. Ahora sí que quedé despistado. Menos mal que mi abuelo siguió sin que yo le preguntara nada. “Ríe cuanto puedas, porque la risa es un antídoto devastador para cualquier dogmatismo: lo diluye como azúcar en café. Y ahora vayamos al relato. Dice la leyenda que…
… en un reino de Alemania, en el Medievo, gobernaba el sabio Maximianus. Y en ese reino había dos caballeros, uno listo y otro tonto, y ambos habían llegado a un pacto para que la suerte del uno fuera la del otro, pasara lo que pasara. Hay que decir que estos pactos y otros de semejante jaez eran muy habituales entre caballeros en el Medioevo. Y ocurrió que andando los caminos encontraron una ciudad que el recopilador, el gran escritor alemán Hermann Hesse, no nos dice su nombre. A la ciudad se accedía por dos caminos diferentes a cual más peligroso: el primero estaba protegido por aguerridos guardianes que impedían el paso a cualquier forastero, pero si conseguías derrotarlos el paso quedaba franco; el segundo camino era todo facilidad, pero una vez en la ciudad era seguro que su alcalde –que llaman en esas tierras senescal- te apresaba, te llevaba al juez acusándote de intruso y el castigo era la horca. En ambos casos, por ambos caminos, parecía casi imposible sobrevivir. Del primer camino era partidario el caballero listo porque además era valiente –o sobre todo por eso-, y prefería el combate a muerte al juicio sin posibilidad de una sentencia de inocencia; el caballero tonto, por el contrario, era partidario del camino fácil, aunque el final hubiera el juicio que ahora se verá. El caso fue que, por increíble que parezca, el caballero tonto convenció al caballero listo, y ambos siguieron el camino fácil. Ocurrió entonces lo esperado: fueron detenidos por el senescal, llevados al juez y a ambos les explicó el magistrado que eran culpables del delito de intrusismo y que la pena era la muerte. Por último, les preguntó si tenían algo que alegar. El caballero listo respondió en primer lugar: “Yo, señor juez, era partidario del otro camino porque yo no rehúyo el combate, pero ambos juramos que nuestro destinos irían hermanados y accedí a los deseos de mi compañero por no romper el juramento”. El juez entonces le dijo al caballero tonto que no por serlo dejaba de tener derecho a la última palabra, y el caballero tonto habló de esta manera: “¿No es cierto señor juez que tan importante es el hecho como la intención?”. El juez, algo contrariado, asintió con la cabeza y el caballero tonto continuó: “Entonces uno de los dos no tenía intención de someterse a este juicio, por lo que uno de los dos es inocente, y lo es el caballero listo”. El juez, ahora asombrado del discurrir del caballero tonto, le dijo: “No pareces tan tonto como te reputas, porque tienes razón, y no se puede condenar de la misma forma hechos con intenciones contrarias. Yo diría que uno de los dos es inocente, y lo es el caballero listo”. Y ahora vino el asombro del juez y de los presentes, porque el caballero tonto prosiguió: “Aquí, mi compañero accedió a mis deseos sabiendo que eran la perdición de ambos; además no ha imaginado la contradicción que incurriría usted señor juez condenando a dos hombres con intenciones contrarias. Con todo esto, y si el caballero listo ha de ser inocente y el tonto culpable –o al revés-, ¿podría, señor juez, señalar sin género de duda cuál de ambos es el caballero listo y cuál el caballero tonto?”. El juez, que no salía de su asombro por el razonamiento del caballero… último, pronunció dos palabras que jamás pensó que diría para estos juicios: “Inocentes ambos”. Y aquí acaba la historia”.
Y mi abuelo después de esto se quedó dormido con un libro en la mano: eran las “Leyendas Medievales” de Hermann Hesse, con unas notas a pluma que decían: “Cualquiera que lea la leyenda de los dos caballeros verá las diferencias entre la versión de Hesse y la mía. La de Hesse es la canónica y ambos caballeros son condenados a muerte porque les falta la argumentación del supuesto caballero tonto. Hermann Hesse se atuvo a lo conocido sin percatarse de que si ambos eran condenados la leyenda carecía de sentido. Pero esta leyenda y otras muchas del libro proceden de la época del Imperio Romano y una cultura que ha dado a Virgilio, a Apuleyo, a Séneca, a Plauto, no puede caer en la trivialidad del relato de Hesse. Sólo desde la trampa del sentido común del cristianismo se puede cambiar el arte por la trivialidad de la moraleja. Y esto fue lo que ocurrió”. Y aquí y así acabó la velada.
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Madrid, 25 de diciembre de 2008
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