8 abr 2009

Historia del Ingenuo y el Mentiroso

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por Antonio Mora Plaza
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Como es sabido, mi abuelo escribía siempre en las páginas en blanco de los libros de su enorme biblioteca, bien por ocultamiento, bien por vaguería, bien por un deseo inconsciente de acompañar al autor, de estar cerca de él, porque para mi abuelo-en el caso del escritor- su alma transmigraba al libro como esas aves que buscan territorios meridionales todos los años; también porque era un mitómano inconfeso. Sin embargo, toda regla tiene su excepción y esta no iba a ser menos. En efecto, un día que me había pedido buscara una obra de Moliere para su tesis inconclusa sobre la mentira, me encontré un cuaderno con el relato que se verá a continuación y que llevaba por título “Historia del ingenuo y el mentiroso”. Esta fue mi primera sorpresa, pero no la más importante, porque la segunda fue su subtítulo: “Ingenuidad, ¿virtud o defecto?”. Yo le hice ver que para mí no había duda y que la ingenuidad sin más era un defecto, aunque fuera venial. Ante esta consideración mi abuelo no dijo nada, pero la segunda consideración le hizo erguirse, fruncir el ceño y tomar aliento, porque cuando le señalé que en todo caso me parecía una cuestión menor me dijo: “Querido nieto, la tarea del filósofo es tenerlo todo pensado, todas las preguntas, desde las grandes hasta las aparentemente nimias; siempre presta la respuesta, aunque pueda estar equivocada. Esta es su grandeza y su miseria. Nadie le obliga a ello y si eso le angustia que se dedique a otra cosa. Una vez leí un cuento titulado “El hombre verdadero y el mentiroso”, de Sebastian Mey, un escritor valenciano del XVII. El relato que sigue está inspirado en ese relato y está en la tradición del burlador burlado. Su lectura hizo que se me cayeran las categorías aristotélicas y sus degeneradas, las escolásticas”. Como siempre mi abuelo me había sorprendido y, esta vez, algo más: anonadado. ¿Qué tenía que ver un cuento del siglo XVII español con las categorías aristotélicas? Mi abuelo continuó: “Si no somos capaces de clasificar en virtud o defecto, de tildar de bueno o malo el concepto de ingenuidad porque tampoco lo somos de hacer lo mismo con su contrario, la astucia, las categorías que clasifican las cosas como realidades se vienen abajo, y con ellas sus filosofías: la única realidad es el cambio y no el ser. Aristóteles y la escolástica son un paso atrás de dos milenios. Nadie desde sólo el pensamiento ha hecho tanto daño: sólo lo superan las religiones, pero estas son creencias y no buscan la verdad sino la adhesión. ¿Entiendes de lo que hablo, nieto? La lectura de este cuento me llevó a estas reflexiones”. Seguía aturdido, pero se me ocurrió una objeción a las tesis de mi abuelo –suponiendo que yo las entendiera- y le dije lo que sigue: “Pero abuelo, tú eres un adicto a Kant y también este filósofo se sirve de categorías, aunque sean otras. Todo ello lo sé por lo que tú me has enseñado del autor, al que tú llamabas “provinciano universal” en otro de los relatos que yo he recogido”. Reflexionó mi abuelo y dijo algo contrariado: “Cierto, Kant se sirve de categorías, pero estas clasifican, no la realidad misma, sino la percepción que tenemos de la realidad. El giro es copernicano. Además, Kant nos salva de otros dos defectos de todos los escolasticismos: de la trivialidad y de la creencia, y eso es más de lo que cabe esperar de un solo hombre”. Y como quiera que mi ingenio se había agotado, incluso para seguir el diálogo, desistí de ello y reescribí el cuento de nuevo a partir de la ininteligible prosa de mi abuelo, inspirado a su vez y como ya queda dicho en el cuento del escritor valenciano. Así comienza el relato: situada…

… la historia en el siglo XVII y que recoge Sebastián Mey brevemente, dice la misma que había dos amigos, uno ingenuo y otro mentiroso, que encontraron una bolsa llena de 30 doblones de oro en lugar que no se especifica, pero en todo caso en la Castilla granero del Imperio. Dijo entonces el ingenuo que lo justo era repartirlo a partes iguales ya que era imposible encontrar a su dueño, a lo que el taimado mentiroso contestó que “estaban los caminos llenos de ladrones y menesterosos y que había peligro de perder el pequeño tesoro”. Propuso luego enterrarlo al pie de un hermoso chopo, aunque ya viejo y con un hueco en su tronco, y que cuando la ocasión fuera propicia volverían ambos a desenterrarlo. El ingenuo -de nombre Simplicio-, haciendo honor a su nombre, aceptó sin objeción. Ni que decir tiene que no había pasado una jornada cuando el mentiroso -de nombre Fazio- volvió al pie del chopo, desenterró la bolsa y se la llevó. Durante más de dos semanas -cuando habían pasado ya otras dos- estuvo el ingenuo insistiendo al mentiroso de ir al pie del chopo y desenterrarlo, y para ese mismo tiempo replicaba el mentiroso que aún era pronto. Mosqueado el ingenuo, que aunque lo fuera eso no mermaba, según él, su derecho al botín que la suerte había puesto en sus manos, volvió al árbol, escarbó donde recordaba estaba enterrada la bolsa con los doblones y allí no hubo nada, y se dijo maldiciendo su ingenuidad: “Bien me está empleado este disgusto por confiar en la bondad de los hombres, pero no por ello voy a renunciar a mi derecho a lo encontrado en tierra sin dueño; sin más dilación iré al juez a reclamar lo que me corresponde”. Y eso hizo.

Planteada la cosa ante el juez, mandó al alguacil que buscara al supuesto mentiroso para comparecer, y eso se hizo, pero el mentiroso, haciendo también honor a su nombre, negó todo: lo del encuentro fortuito de la bolsa, lo del acuerdo de reparto y lo del entierro al pie del árbol. Miró el juez al ingenuo para que expusiera su defensa, no sin antes señalarle que sin testigos era sólo la palabra de uno contra otro y que no podía emitir en este caso sentencia justa por no estar presente el objeto de la reclamación. Quedose pensando el ingenuo y cuando ya se disponían abandonar la audiencia los lugareños que allí estaban atraídos por hecho tan singular, el ingenuo habló: “Señor juez, sí hay un testigo: el árbol, el viejo chopo”. Rieron los presentes y el juez, que no andaba falto de ingenio dijo: “Señor litigante, no dudo que ese chopo sea testigo de eso y de tantas cosas que habrán acontecido en esas tierras, pero salvo que se obre un prodigio, no se de ningún árbol, chopo o no chopo, que haya hablado, ni siquiera quejado, y no será por falta de motivos en estas tierras donde tanto se ha desforestado, aserrado y maltratado a todo tipo de arboleda”. Quedose pensando el ingenuo y dijo: “Pues pido vayamos al viejo chopo y tómesele declaración”. Rieron aún más los presentes, y tanto fueron las risas que el juez mandó desalojar la sala y dijo que allí se iría con los litigantes, con el alguacil y con cuanto testigo fuera menester.

Mientras tanto, el mentiroso, que gustaba tanto del robo como de la burla, arreglo un acuerdo –a cambio de algún doblón, claro- con un compinche de nombre Fratello para que se refugiara en el hueco del viejo chopo y hablara según sus instrucciones cuando se presentaran el juez, el alguacil y toda la vecindad, que seguro se presentaría movida por la curiosidad y cierta holganza. Y una vez que toda la tropa estuvo rodeando al viejo árbol, el juez dijo: “Chopo centenario, tú has sido testigo de un robo según me dice el litigante señor Simplicio, siendo acusado de ladrón el señor Fazio. Habla de lo que has visto, perdón,… observado de tal asunto o calla para siempre”. Se hizo silencio momentáneamente, aunque ya se adivinaba un cúmulo de sonrisas maliciosas que bien pronto podrían convertirse en risas, incluso en carcajadas, y donde todas la miradas se dirigían al señor Simplicio. Entonces fue que una voz salió del árbol que declamaba los siguientes versos:

Aquí yacen las razones
de un obstinado litigante,
que ante el juez fue denunciante
de un falso robo de doblones.
No hallarán rastro de moneda,
tampoco de bolsa o escondite,
porque la justicia, si es justa, no permite
poner la honra del inocente en almoneda

Quedaron asombrados los presentes, el ingenuo contrariado, el juez harto de lo que imaginaba burla y el alguacil enfurecido. Mandó el juez arrestar el árbol allí mismo, ponerlo bajo custodia del alguacil hasta el día siguiente, y entonces se ahumaría al vetusto y enraizado testigo para ahuyentar –según el juez- a los malos espíritus. Puede imaginar el lector como quedó de asustado el compinche Fratello, prisionero e ignorado de unos y otros y sin atreverse a salir para no descubrir el engaño.

Llegó el día siguiente, volvió la comitiva vecindaria con el alguacil y el juez a la cabeza y cuando se disponían a encender fogatas para ahumar al árbol sin quemarlo, apareció una fornida zagala, rubia pero de cejas morenas y de andares machunos que a la par que tiraba manzanas y melocotones al hueco del árbol se expresaba en estos términos: “Antes de ahumar a los espíritus démosles de comer para que tengan a bien cambiar su testimonio con el estómago lleno, porque vacío no existe ánimo ni para el arrepentimiento”. Entonces los vecinos congregados empezaron a imitar a esa rubia desconocida y comenzaron a llover frutas al árbol que parecía dulce pedrisco. Harto el juez de tanto griterío y tanta pedrada frutal mandó parar todo aquello y repitió el interrogatorio del primer día. Todos callaron y quedaron intrigados y atónitos por unos versos que de nuevo salían del huecudo chopo:

He aquí que el prodigio se ha obrado
y burladas las frutales pedradas,
para no volver nunca más a las andadas,
las frutas en doblones se han trocado

Tuvo que poner orden el juez y el alguacil entre las gentes porque todas se lanzaron a buscar cerca del árbol los doblones anunciados. Y en efecto, justo de entre las raíces aparecieron los 30 doblones mezclados con arena y, curiosamente, con restos de frutas adheridas. Habló el juez y dijo: “Puesto que han aparecido los doblones, ya no hay robo y, por lo tanto, no hay caso. Volvamos pues todos a nuestros menesteres, que por hoy el jolgorio se ha acabado”. Y así hicieron, pero Simplicio, el ingenuo no había quedado satisfecho puesto que el juez confiscó los doblones para la alcaldía para así dar servicio a todos los vecinos. Meditó Simplicio y al día siguiente se presentó ante el juez y le dijo: “Señor juez, quiero declarar que mentí en mi primera declaración y que no eran 30 doblones los que había en la bolsa sino unos 150. Le pido perdón por esta mentira, pero si quiere descubrir al ladrón y desvelar el misterio del árbol poeta y parlante sólo tiene que registrar la casa del señor Fazio y verá lo que no espera”. A pesar de su determinación, no creía Simplicio que el juez accediera a su pretensión, porque imaginaba que debía estar harto del asunto. Pero se equivocó, porque el juez, que imaginaba el engaño, no estaba satisfecho del todo con la sentencia y díjole al ingenuo venido a menos: “Sea, señor Simplicio, mañana registraré personalmente con el señor alguacil la casa del señor Fazio para así acabar de una vez con este asunto menor que me tiene más ocupado de lo que debiera. Váyase por hoy a su casa y guarde absoluto silencio de mi propósito”. Y eso hizo Simplicio. A la mañana siguiente cumplió el juez lo prometido y registró la casa del señor Fazio, pero no encontró ni rastro de monedas; sí en cambio encontró una peluca rubia y un vestido de zagala de enorme talle manchado de alguna fruta. Comprendió el juez lo ocurrido y mandó detener a los señores Fazio y Fratello, acusándoles de intento de robo y de burla a la justicia. No satisfecho el juez del todo mandó llamar también al ingenuo y le dijo: “Señor Simplicio, la persona objeto de su litigio y su compinche han sido detenidos, pero aún no sé que hacer con usted, puesto que me ha mentido con respecto a los doblones robados porque en casa del denunciado no había más rastro de monedas que las aparecidas de entre las raíces del árbol. Tengo dudas sobre qué hacer con usted. Diga lo que piensa y qué haría usted en mi lugar, porque lo de ingenuo no veo que le cuadre”. A lo cual contestó Simplicio: “Señor juez, si le hubiera dicho mi sospecha sobre lo del disfraz, ni me hubiera creído, ni se hubiera molestado en hacer detención; en cambio, con los supuestos 150 doblones sí pensé que serían motivo de suficiente preocupación para obrar como hizo. Fue una mentira piadosa y espero que… perdonable”. Quedó de nuevo contrariado el juez, aunque no podía disimular una sonrisa, tanto por el ingenio del ingenuo como por una confesión que podía haber omitido. El juez dijo, más para sí que para Simplicio: “A veces la justicia y la ley no andan por los mismos caminos”. Y el señor juez dejó libre a Simplicio, quedó satisfecho con el apresamiento de los truhanes Fazio y Fratello y pendiente la sentencia. Y el conspicuo lector habrá adivinado como lograron llegar las monedas al pie del árbol. Aquí acaba el relato y su inevitable moraleja.
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Madrid, 26 de marzo de 2009

Perdidos en las dunas

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por Antonio Mora Plaza
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Al preparar las notas para redactar lo que sigue me di cuenta de que desde el relato de “Midas en el desierto” no había ninguno que fuera una pura invención de mi abuelo, ninguno sin apoyo alguno en alguna historia previa, en alguna leyenda, en algún mito, en algo que fuera producto de la sola imaginación. Recuerdo que esto se lo hice ver y, como solía ocurrir, me sorprendió su respuesta en el punto que menos podía imaginar. Estas fueron sus palabras que transcribo fiado de mi memoria: “Tienes razón, nieto, pero yo nunca he utilizado la imaginación en mis relatos”. Le miré fijamente a los ojos intentando escudriñar si tras sus palabras escondía esa socarronería tan suya que a veces pasaba imperceptible para quien no le conocía o para quien le conocía sólo superficialmente. Pero no era el caso, porque su gesto aunaba adustez y reflexión. Añadió a continuación: “Yo sólo he utilizado la fantasía”. Ahora ya no me quedaba más remedio que preguntarle por la diferencia, porque para mí eran poco más o menos que sinónimos. Ahora ya sí se alargó en la respuesta: “En lenguaje común no da para diferenciarlos, pero si piensas en objetos, utilizas la metáfora y la analogía verás las diferencias. Los conceptos son masculinos, pero las cosas y sus metáforas son femeninas, y por eso son la madre del lenguaje de las pasiones y sentimientos, es decir, del arte. Te doy un tiempo para que pienses en algo material que pueda diferenciar ambos conceptos; algo que sea a la vez soporte, metáfora y significado apropiados para ambos conceptos”. De nuevo mi abuelo me tenía hecho un lío, pero entré al trapo porque no quería que pensara que despreciaba sus disquisiciones y, menos aún, su compañía. Tras un rato meditando le dije no con mucha convicción y de forma timorata que “la imaginación se asemejaba a un globo lleno de algo menos pesado que el aire y que por ello se elevaba hasta las nubes, o más allá, a los lugares donde habitan las musas. En cambio, para la fantasía nada semejante se me ocurría”. Quizá quedaba algo cursi, pero, puestos al atrevimiento, lo mejor era no poner freno a las ocurrencias, aunque fueran enemigas –como decía mi abuelo- del talento y compañeras de la trivialidad. De nuevo me sorprendió mi circunspecto y querido abuelo: “Enhorabuena. Yo completaré la metáfora o analogía diciendo que entonces la fantasía serían las alas que se sustentan y sustentan en el aire la aeronave que porta los materiales con los que se contruye el arte. La imaginación surca la atmósfera sin control por ser tan liviana que nada la detiene y por ello puede escaparse a nuestro control; la fantasía, en cambio, necesita del aire para su sustento y siempre acaba aterrizando, mal o bien, en algún lugar. Por eso te digo que mis relatos que tu trascribes son fruto de la fantasía y no de la imaginación. Todos los artistas que lo han sido han tenido la fantasía como su aliada, aunque crean con presunción que sus obras son fruto tan sólo de su sola imaginación. Todos han necesitado de un sustento, aunque no lo perciban: las alas del arte son a la vez la infancia de ellos mismos y las vidas de los artistas que les precedieron. No se crea en el vacío, sino contrariando el pasado sin negarlo.” Y a continuación añadió tras un largo silencio y sin que yo dijera palabra alguna: “Los conceptos matan el arte, como bien sabía el divino William; la imaginación en los conceptos nos da a Kant; la fantasía sustentadas en palabras nos la sirven Cervantes, el Dante, Homero. Hasta Calderón, el dramaturgo que hizo de la lógica el vestido de las pasiones, entendió que sin convertir los conceptos del honor, de la vida como un sueño, del poder, en juguetes del destino no habría drama: el destino en Calderón son las alas de la fantasía”.
Doy a continuación el relato que me puso mi abuelo a modo de ejemplo. Que el lector lo juzgue. Cuenta la leyenda que…

… un persa, un indio y un árabe coincidieron en un punto del desierto arábigo que la leyenda no especifica, como tampoco lo hace con el tiempo. Los tres eran comerciantes que venían de remotos lugares: el persa siguiendo las caudalosas aguas del Nilo, el indio atravesando los bellos valles de la ruta de la seda y el árabe recorriendo las templadas costas del África mediterránea. Los tres llevaban varios camellos que portaban muchas prendas de vestir, telas para confeccionar, joyas para el adorno y exquisitos frutos y manjares para vender en los ajetreados comercios de Bagdad. Pero quiso el destino o el infortunio –o quizá algún demonio al acecho- que se desatara una tormenta de arena que borró las dunas de regreso a la ciudad, seguida de un calor insoportable como nunca se había conocido. Los tres comerciantes tuvieron que parar y esperar días en el desierto con sus tiendas sin paredes y sus túnicas que les resguardaban del tórrido Sol. Pero tanto duró la tormenta que empezaron a desesperar porque no veían el final de su desgracia y el proseguir de su andadura. El agua se le agotaba y los camellos daban muestra de impaciencia a pesar de su carácter afable. Consideraron entonces que no podrían llegar con la carga a Bagdad y que deberían dejar en el desierto el objeto de su comercio. Y los días de tormenta y sol continuaron de tal manera que lo que ya temían era por sus vidas. Hasta entonces apenas habían intercambiado palabra, y fue el indio el que habló primero y de esta manera: “Nuestra vidas están en peligro y ni siquiera sabemos nuestros nombres. Yo soy indio y profeso el hinduismo. Yo no tengo miedo a la muerte porque creo en la transmigración de las almas, en el devenir de las conciencias y en sus reencarnaciones. Mis dioses son el gran Vishnú y sus avatares Krishna, Rama y Siva. Durante mi vida he hecho el bien y evitado el mal, y nada temo, ni para este cuerpo en el que me alojo ni para mi alma viajera, mi dharma. Por ello me gustaría saber también vuestros pensamientos y deseos a fin de compartir con mis hermanos de infortunio mi final, aunque sean otras sus creencias”. Entonces el persa se incorporó levemente pero permaneciendo sentado sobre sus piernas, y dijo lo que sigue, más nervioso que el apacible indio: “Yo soy un persa apátrida de creencias y religiones, pero soy devoto de la gran epopeya del Gilgamesh, la primera que se conoce. En ella nos enseña su autor, el mítico Valmiki, el valor de la amistad, la necesidad del rigor de la vida para llegar al buen gobierno de los hombres y mujeres que forman nuestros pueblos, sean cuales sean sus creencias. Gilgamesh y su amigo Enkidu acabaron con el mal en forma de monstruo en un viaje heroico. Enkidu murió en la empresa, pero Gilgamesh volvió transformado a su pueblo, consagrándose como un gobernante lleno de virtudes, de las cuales sobresalieron el don de la justicia y el reparto de los bienes de los que tienen más a los que tienen menos. Templanza, sabiduría y piedad son virtudes que se añadieron a lo anterior. Sólo creo en las religiones que predican la justicia en la tierra y no sólo la recompensa en otras vidas. Si por ello soy un pecador, estoy orgulloso de mis pecados”. Quedaron asombrados el árabe y el indio porque no estaban acostumbrados a tales prédicas y no veían cómo encajarlas en las distintas religiones que habían conocido en sus vidas de largos viajes y de perseverantes tratos. Fue entonces el árabe que comenzó su parlamento algo compungido por las palabras sorprendentes del persa: “En este estado final de nuestra existencia terrenal al que al parecer estamos abocados, yo sigo las palabras de Mahoma y creo en la recompensa del paraíso porque también he obrado el bien y he cumplido con los preceptos del profeta: la oración, el ayuno, la limosna y la peregrinación. Respeto todas las creencias, aunque crea que es la impartida por Mahoma –en nombre de Alá- la única que lleva a la salvación. Si estamos a bien con nuestro dios para ir a la próxima cita creo que debiéramos acabar nuestra existencia con el último juego, con el juego de los juegos, el juego de las adivinanzas, para volver así a la infancia, porque sólo en esa etapa de la vida se puede ser feliz”. Ahora los asombrados eran el persa y el indio por el cambio de rumbo del árabe y de la rotundidad de esa afirmación. Ante la cara de sorpresa de sus compañeros de infortunio, el árabe prosiguió: “La infancia es la etapa de la vida en la cual no distinguimos el vivir del jugar y es cuando aún pensamos sólo en la muerte de los otros y no en la nuestra. Pasada la infancia descubrimos que todos los días, por variados que sean, son siempre el mismo día. Juguemos pues a las adivinanzas”.

Sea porque persa e indio estuvieran de acuerdo con el árabe o porque no habían salido de su asombro, ambos entraron en el juego propuesto y dieron la palabra al árabe. Este continuó: “La primera adivinanza que os propongo es como sigue: ¿qué es lo más numeroso que hay en el mundo?”. A esta pregunta respondió el persa que eran “los granos de arena del desierto porque superaban estos a la estrellas y a cualquier cosa que hubiera conocido en este mundo”. Entonces el indio contradijo al persa porque “el Universo conocido era sostenido por un elefante gigante, por lo que forzosamente la suma de los granos de arena de todos los desiertos era más pequeño que la unión de todos esos granos más el elefante que los sustentaba”. Rieron persa y árabe por semejante ocurrencia, y pensaban ambos que nada más grande contable podría haber que todo el Universo junto y el elefante que lo sustentaba, según las creencias de los pueblos del Indo. Fue entonces que el árabe sonrió sin llegar a la risa y dijo: “Ambos os equivocáis, porque nada hay más grande que los números, porque por grande que sean los objetos del Universo y ese sufrido elefante que lo sostiene, siempre habrá un número que los cuente y si a ese número le añadimos el número uno, tendremos algo más grande que las cosas físicas que había hasta entonces. Daros por derrotados”. Persa e indio rieron de nuevo porque los números no eran un objeto material, pero aceptaron la victoria del árabe. Dijo entonces el persa: “Ahora me toca a mí y os pregunto -y ruego que reflexionéis la respuesta-, ¿cuál es la cosa más rápida de este mundo?”. Árabe e indio se miraron intuyendo que la pregunta del persa escondía alguna trampa, pero dado que habían aceptado el juego y no podían eludir la respuesta, fue el indio el primero en hablar: “No conozco nada más rápido que la luz porque por ello vemos a las estrellas a pesar de lo lejos que dicen los sabios que están”. Se produjo un largo silencio y tanto persa como indio esperarón la respuesta del árabe; esta parecía no llegar nunca hasta que se levantó asombrado de sí mismo y dijo: “Lo tengo. Aún más rápido que la luz es la sombra, porque esta es instantánea y no está claro que lo sea la luz. Los sabios han comprobado que la luz mordisquea la Luna en los eclipses y eso demuestra, si lo pensáis con detenimiento, que la luz es quizá muy rápida, pero no instantánea; en cambio la sombra que sigue al objeto que se interpone es instantánea porque es la ausencia de luz”. Asintieron persa e indio, más por educación que por convencimiento. Sin embargo, y cuando el indio creía que el árabe había derrotado al persa -que era el proponedor de la pregunta-, se levantó el persa con las pocas fuerzas que le quedaban y dijo: “Aún hay otra cosa más rápida que la luz y la sombra: el pensamiento, porque podemos imaginar el oscurecimiento del Universo en un instante por lejos que estén los astros, porque la luz no es, en efecto, instantánea; por otro lado, las sombras necesitan del movimiento de los cuerpos que se interponen en su trayecto”. Árabe e indio se dieron por derrotados y aceptaron la propuesta del persa a pesar de que el pensamiento no era un objeto o cosa material. Ahora le tocaba al indio y sin dudarlo preguntó “¿qué era eterno con seguridad?”. El árabe, rápido como una flecha, contestó que “las estrellas, porque sin estas no existe la luz ni el resto de los objetos materiales, y así era, fueran o no eternas”. El persa negó con la cabeza y dijo que ello no era cierto “porque había leído en un libro de Occidente que más eterno aún era la gravedad, esa cosa que atrae los cuerpos entre sí, porque incluso con la desaparición de las estrellas y de todo el Universo, aún persistiría durante algún tiempo la gravedad, que era uno de los efectos de la existencia de las cosas”. Negó también el indio con la cabeza y esta fue su respuesta: “Errados estáis, porque de haber algo eterno es la conciencia, porque por ella no pasa el tiempo dado que nadie recuerda no haber existido. Cambian las formas y los destinos, pero la conciencia de la existencia permanece”. Dudaban persa y árabe si la respuesta del indio era fruto de la lógica o de alguna doctrina religiosa, pero ambos callaron porque veían que las fuerzas flaqueaban y debían sumirse en sus últimos pensamientos. Y así hicieron los tres con los libros de sus amores: el indio con el “Ramayana”, el persa con el “Gilgamesh” y el árabe con “Las mil y una noches”, porque ya se habían puesto a bien con sus conciencias y recordado a sus familias. Y así esperaron la muerte en las dunas del desierto arábigo.

Dice la leyenda que los camellos se desembarazaron de sus cargas y llegaron a Bagdad porque sus dueños les dieron de beber para ese recorrido a costa de privarse del deseado líquido. Fue una decisión justa y sabia, porque montados en los camellos nunca hubieran llegado y todos habrían muerto; por otro lado, si hubieran bebido el poco agua que les quedaba sólo habrían alargado su agonía y hubieran privado a sus queridos animales de su salvación. Los camellos incitaron a los nuevos dueños a volver al lugar donde habían dejado a los antiguos y sólo encontraron las tiendas y ninguna joya u objeto valioso: el desierto se había tragado todo. Bueno, todo no, porque la leyenda sobrevive en las conciencias de sus lectores, que somos todos nosotros; también porque alguna moraleja se desprende de la historia si sabemos leer entre líneas.
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Madrid, 22 de febrero de 2009

Historia de dos caballeros

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por Antonio Mora Plaza
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El relato que sigue, por las consideraciones que se avecinan, siempre lo recordaré, no porque sea el más profundo de los relatos que me contara mi abuelo, tampoco por su extensión e importancia, menos aún porque en él se dibujen virulentas pasiones o arraigados sentimientos. Nada de eso. Lo recuerdo por lo abatido que encontré a mi abuelo sin ningún motivo aparente o cercano. Su estado era fruto de la memoria. Entonces, para darle ánimo, le hice una serie de consideraciones originadas por la ingenuidad que dan los pocos años, sin percibir que entre el tiempo vital de uno y otro había un muro que no se podía saltar: a lo más escuchar los ecos del otro lado. Le dije entonces: “Abuelo, por todo lo que contáis y, sobre todo, por lo que yo he podido averiguar, creo que debéis estar satisfecho de vuestra vida. Habéis luchado por vuestros ideales, casi siempre con éxito. En cambio hoy os encuentro apesadumbrado, y le he preguntado a la abuela si algún acontecimiento penoso reciente ha ocurrido y su respuesta ha sido negativa. No os quiero importunar y si deseáis que os deje, eso haré”. A esto respondió mi abuelo: “La satisfacción del resultado depende de la meta, es cierto, y, en general, estoy satisfecho, pero te diré, mi más agudo nieto, que no siempre he tenido éxito. Eso era de esperar, pero esa no es la causa de mi pena. Sólo en un caso he fracasado estrepitosamente, pero ese fracaso ha sido de tal naturaleza para mí y para este país, que nada de lo acontecido con éxito lo puede paliar. Te lo contaré algún día; ahora sólo te adelantaré que no pude evitar que asesinaran al príncipe de los duendes, al toreador de la metáfora, al corazón más sensible que jamás se me ha dado conocer. ¡Ay Rosales!, ¿tu tampoco o tu también? Quizá por eso he escrito tantas cosas en todos estos libros, con la esperanza de que un hijo hiciera lo que tú haces, nieto, porque yo, como hombre de acción, soy incapaz de escribir las memorias. La muerte de un inocente es, per se, el fracaso de la justicia, y cuando hay un asesinato como el que te he referido con tan leves pistas sólo nos queda nuestra memoria para perseguir a los asesinos de vidas y razones”. Entonces quedó mi abuelo callado y tras un largo silencio pude adivinar que una lágrima caía de sus ojos. Es verdad que de eso hace tiempo y ahora que redacto todo esto no puedo fiarme de mi memoria. En cambio, también con el tiempo, estoy seguro a quién se refería mi abuelo: ¿lo sabría el lector?

Volviendo a aquella tarde y cuando ya se agotaba el día, mi abuelo me dijo lo que sigue: “Quiero cambiar de tercio. Nunca te he contado un cuento o leyenda de nuestra vieja Europa, salvo, claro está, las referidas a nuestras Españas. Te narraré una septentrional. Los septentrionales son hijos de la bruma, el frío y la meditación, mientras que los meridionales lo somos del Sol, el cante y la conversación, y estas tres cosas juntas allanan el camino al dulce pecado de la sensualidad. Reír, cantar y bailar son cosas que un septentrional no puede hacer sin que el manto de la culpa le amenace con el arrepentimiento; para un meridional, incluso si es creyente, piensa a lo más que son pecadillos de monja siempre perdonables, porque la satisfacción de la fiesta supera con creces cualquier mala conciencia: El viejo Mefistófeles nada puede hacer con el juguetón Cupido, y Don Carnal aventaja a Doña Cuaresma en la satisfacción del recuerdo”. Le contesté que no le entendía del todo y me dijo: “Viaja, lee y reflexiona, y cuando tengas mi edad, si no has caído en el negro pozo de alguna creencia, me recordarás, me entenderás y compartirás lo que digo. Es cuestión de tiempo y de la… risa”. Ahora sí que quedé despistado. Menos mal que mi abuelo siguió sin que yo le preguntara nada. “Ríe cuanto puedas, porque la risa es un antídoto devastador para cualquier dogmatismo: lo diluye como azúcar en café. Y ahora vayamos al relato. Dice la leyenda que…

… en un reino de Alemania, en el Medievo, gobernaba el sabio Maximianus. Y en ese reino había dos caballeros, uno listo y otro tonto, y ambos habían llegado a un pacto para que la suerte del uno fuera la del otro, pasara lo que pasara. Hay que decir que estos pactos y otros de semejante jaez eran muy habituales entre caballeros en el Medioevo. Y ocurrió que andando los caminos encontraron una ciudad que el recopilador, el gran escritor alemán Hermann Hesse, no nos dice su nombre. A la ciudad se accedía por dos caminos diferentes a cual más peligroso: el primero estaba protegido por aguerridos guardianes que impedían el paso a cualquier forastero, pero si conseguías derrotarlos el paso quedaba franco; el segundo camino era todo facilidad, pero una vez en la ciudad era seguro que su alcalde –que llaman en esas tierras senescal- te apresaba, te llevaba al juez acusándote de intruso y el castigo era la horca. En ambos casos, por ambos caminos, parecía casi imposible sobrevivir. Del primer camino era partidario el caballero listo porque además era valiente –o sobre todo por eso-, y prefería el combate a muerte al juicio sin posibilidad de una sentencia de inocencia; el caballero tonto, por el contrario, era partidario del camino fácil, aunque el final hubiera el juicio que ahora se verá. El caso fue que, por increíble que parezca, el caballero tonto convenció al caballero listo, y ambos siguieron el camino fácil. Ocurrió entonces lo esperado: fueron detenidos por el senescal, llevados al juez y a ambos les explicó el magistrado que eran culpables del delito de intrusismo y que la pena era la muerte. Por último, les preguntó si tenían algo que alegar. El caballero listo respondió en primer lugar: “Yo, señor juez, era partidario del otro camino porque yo no rehúyo el combate, pero ambos juramos que nuestro destinos irían hermanados y accedí a los deseos de mi compañero por no romper el juramento”. El juez entonces le dijo al caballero tonto que no por serlo dejaba de tener derecho a la última palabra, y el caballero tonto habló de esta manera: “¿No es cierto señor juez que tan importante es el hecho como la intención?”. El juez, algo contrariado, asintió con la cabeza y el caballero tonto continuó: “Entonces uno de los dos no tenía intención de someterse a este juicio, por lo que uno de los dos es inocente, y lo es el caballero listo”. El juez, ahora asombrado del discurrir del caballero tonto, le dijo: “No pareces tan tonto como te reputas, porque tienes razón, y no se puede condenar de la misma forma hechos con intenciones contrarias. Yo diría que uno de los dos es inocente, y lo es el caballero listo”. Y ahora vino el asombro del juez y de los presentes, porque el caballero tonto prosiguió: “Aquí, mi compañero accedió a mis deseos sabiendo que eran la perdición de ambos; además no ha imaginado la contradicción que incurriría usted señor juez condenando a dos hombres con intenciones contrarias. Con todo esto, y si el caballero listo ha de ser inocente y el tonto culpable –o al revés-, ¿podría, señor juez, señalar sin género de duda cuál de ambos es el caballero listo y cuál el caballero tonto?”. El juez, que no salía de su asombro por el razonamiento del caballero… último, pronunció dos palabras que jamás pensó que diría para estos juicios: “Inocentes ambos”. Y aquí acaba la historia”.

Y mi abuelo después de esto se quedó dormido con un libro en la mano: eran las “Leyendas Medievales” de Hermann Hesse, con unas notas a pluma que decían: “Cualquiera que lea la leyenda de los dos caballeros verá las diferencias entre la versión de Hesse y la mía. La de Hesse es la canónica y ambos caballeros son condenados a muerte porque les falta la argumentación del supuesto caballero tonto. Hermann Hesse se atuvo a lo conocido sin percatarse de que si ambos eran condenados la leyenda carecía de sentido. Pero esta leyenda y otras muchas del libro proceden de la época del Imperio Romano y una cultura que ha dado a Virgilio, a Apuleyo, a Séneca, a Plauto, no puede caer en la trivialidad del relato de Hesse. Sólo desde la trampa del sentido común del cristianismo se puede cambiar el arte por la trivialidad de la moraleja. Y esto fue lo que ocurrió”. Y aquí y así acabó la velada.
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Madrid, 25 de diciembre de 2008

Leyenda de El Dorado

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por Antonio Mora Plaza
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Recuerdo especialmente esta leyenda porque me la contó mi abuelo estando reunidos en la biblioteca los cinco: mi abuela, mi abuelo, el perro Lanas, la gata Turca y yo. Y era especial porque no recuerdo nunca que se diera esta circunstancia, principalmente porque mi abuela solía ausentarse cuando yo estaba con mi abuelo. No piense el lector que ello tuviera nada de despreciativo, sino todo lo contrario, porque era tal el sentido de la libertad que élla tenía que consideraba que así daba la posibilidad a mi abuelo de contarme cosas que él pensaba que mi abuela no sabía y, aunque mi abuela las sabía, no quería élla que yo pensara que me contaba él cosas distorsionadas por eludir a mi abuela. Y para completar el curioso cuadro de tales encuentros, Turca, la astuta gata, sólo se acercaba a Lanas cuando estaba dormido para así poder recostarse en su lomo, y ello era así a pesar de que el bueno de Lanas le dejaba estar con él en todo momento; sin embargo, Turca, en su instinto felino y por su sentido del orgullo -según me contaba mi abuela-, digo que decía élla que no quería que Turca pensara que se rebajaba al nivel de un perro, a pesar del gusto que le daba recostarse en el caliento lomo de él. Estaba leyendo un libro de Calderón titulado “Los cabellos de Absalón” –magnífica tragedia- y le dije a mi abuelo que pensaba que todas las tragedias y comedias que había leído gracias a sus recomendaciones tenían en común un elemento: el honor. Entonces ocurrió un hecho insólito, porque mi abuelo se había quedado dormido leyendo uno de los primeros libros de John Le Carré y oí la voz de mi abuela que decía: “Si algo tienen en común son los celos”. Me quedé estupefacto por la seguridad con que lo dijo. Con el tiempo he sabido que la verdadera aficionada al teatro era mi abuela, que recordaba a la Xirgu, a María Guerrero y otros muchos actores y actrices que yo nunca había oído. En este punto se despertó mi abuelo y nos soltó lo que sigue: “Perdonad, pero cada vez me visita con más frecuencia Morfeo, el Impertinente. Venganza y celos son las pasiones primarias, madre de todas las demás. La tragedia como género surge porque un genio como Esquilo y otro no menos genial como Sófocles incluyeron otra pareja de personajes especiales, o como diría un lógico del siglo XX, una pareja de metapersonajes: la libertad y el destino. Resumía todo esto el divino William en una tragedia diciendo que “la culpa no es de nuestra estrella, sino nuestra; aún lo expresa mejor el inmenso Calderón con aquello de que “las estrellas sólo el albedrío inclinan, no fuerzan el albedrío”. Pero todo esto no es patrimonio exclusivo de la Grecia clásica, ni del gran bardo, ni del profundo áureo, y para que veas que eso es común a todas las culturas, te relataré una leyenda inca que ocurre en tierras del actual Perú donde el destino y el albedrío parecen anudados en un círculo, en el mismo círculo de la laguna de Guatavita que luego se verá. Dice la leyenda…

…que por tierras de la actual Bogotá, en un tiempo que se no especifica, pero en todo caso muy anterior a la llegada de Francisco Pizarro y sus huestes, que un cacique que andaba cazando un venado en los linderos de la sierra andina se encontró con una hermosa inca de nombre Guajira, de belleza nunca vista y de trato afable, y el cacique, de nombre Guatavita –al igual que la laguna- se casó con ella. No sabemos si el cacique tenía el consentimiento de ella y de sus padres, pero en todo caso no lo necesitaba porque esa era la costumbre. Al poco tuvieron una hija que pusieron de nombre Tequendama. En cuestión de nombres nada es seguro, salvo lo de la laguna de Guatavita, porque los incas -un pueblo avanzado en tantas cosas- no poseían el don de la escritura, y todos sabemos que la escritura, que es la memoria de los pueblos, es necesaria para que la historia salga de la leyenda. En cambio tenían precisos sistemas de contar las cosas mediante nudos hechos en cuerdas de diferentes colores que llamaban quipus, además de unos conocimientos de astronomía que no han mejorado pueblo alguno.

Pero sigamos con la leyenda porque, por muy diferentes que sean las costumbres y distintos los logros técnicos de los pueblos, los corazones de sus habitantes laten al mismo compás, sufren por las mismas cosas y aspiran a las mismas metas. Y ocurrió que el amor no anidó en los cónyuges, y no son precisamente el tiempo y la costumbre un lecho propicio para tal menester. El cacique, que era más un guerrero que hombre de estado, que gustaba más de la caza que de la reflexión, dejó abandonada a su mujer y a su hija porque prefería a otras mujeres más jóvenes con las que solía solazarse sin preocuparse de la crianza de su hija y de la atención a su esposa. Dice la leyenda que ella solía lamentarse en parecidos términos al siguiente: “No fue un día afortunado aquel que la Luna tapó al Sol y me nubló. Desde entonces perdí mi hogar, perdí el astro que bañaba mi cara y me convertí en un junco que los demás apartan para ver el río. Sólo me queda mi hija y ella sola da ánimos a mi espíritu y oculta mis deseos de cruzar la orilla que todos, tarde o temprano, hemos de pasar; y aún así, y a pesar de élla, nada puede asegurarse”. Entonces ocurrió lo plausible, aunque para ella inesperado: se enamoró de un guerrero algo imprudente llamado Capac, que se decía descendiente del mismo dios Manco Capac, y que era un experto en el manejo de la bolea y la macana -armas típicas de los incas septentrionales- y, cosa rara entre los guerreros, no por ello presumía de tales habilidades. Decía antes –porque lo dice la leyenda- que Capac era tan fogoso como imprudente, y un día, en una fiesta que el cacique daba a sus allegados, a sus familiares, y también a chasquis y curacas, que tan útiles eran para el gobierno del estado y de las tierras comunales, el diestro guerrero se mostraba muy afectuoso con Guajira, la aún esposa del cacique, y que se dirigía a ella de esta manera: “Debéis olvidar a quien os desprecia. Sois tan bella y de corazón tan noble que mereceríais ser esposa de dioses, incluso del mismísimo Viracocha; sois modelo de madre y esposa, y por eso mismo mi indigna aún más veros escanciar el agua de maíz para el holgazán de vuestro esposo, esposo que los malos espíritus te anudaron a su dogal. Y si fueron los dioses, injustos ellos e indigno aquél que presume de su arco y de su fuerza delante de mujeres: ebrio o sobrio resulta despreciable. Abandonadle, huid conmigo a tierras más meridionales donde su poder no nos alcance; construiremos terrazas y cultivaremos tierras de maíz, papa y frijoles. Haremos aliados en otras tribus por si la tentación vence a la pereza y tu padre decide buscarnos a ti, a mí y a vuestra hija”.

Y así se sucedieron los días, pasaron las lunas sin que Guajira y el guerrero Capac se percataran de que el cacique los observaba más sobrio que ebrio, porque ya procuraba él aguar el destilado de maíz a que tan aficionados eran los incas. Y aunque no les oía, es sabido que el bosque tiene cien ojos y el viento lleva las palabras de los amantes entre sus ramas como silbidos de corneja. El caso es que el cacique se enteró de todo punto por punto y un día mandó apresar al guerrero Capac y le habló como sigue: “Los sentidos son a veces malos consejeros, y aún cuando yo aparentaba estar bajo las sensaciones del agua de maíz, era sólo apariencia, y nada me impedía observar cómo andabais robando mis sueños y la razón de mi vida. No he sido ejemplar con mi hija y mi esposa y penaré por ello en el otro mundo; mundo que vos, guerrero descendiente de dioses, tenéis muchos deseos de conocer. Yo os complaceré: os reuniréis con vuestro padre, el dios de dioses, el mismísimo Viracocha. Así ganamos todos: vos, guerrero hijo de Manco Capac, porque estaréis a la diestra de vuestro creador; mi esposa, porque evitará el pecado de la traición; yo mismo, porque podré gobernar con la serenidad que me da saber que he obrado con justicia. Os arrancaré el corazón y se lo daré a comer a mi esposa para que ella participe de vos, y vos, guerrero Capac, dejaréis en este mundo algo de vos”. Y Guatavita arrancó el corazón al valiente guerrero y luego empaló el cadáver. Al día siguiente organizó una fiesta entre sus allegados y dio de comer a su esposa el corazón de su amante sin ella saberlo. Pero dice la leyenda que los mismos vientos que entre los árboles silbaron las andanzas de los amantes -quizá arrepentidos por tan cruel desenlace- silbaron con palabras terribles lo ocurrido a la bella Guajira cuando hubo acabado la fiesta; más tarde pudo contemplar el cuerpo empalado de su amante guerrero y cómo las aves rapaces respetaban su cuerpo como temerosas de los dioses. Entonces la bella esposa buscó a su hija y esto fue lo que le dijo: “Hija mía, pase lo que pase sobrevive. Ahora no puedo evitar lo que ha de hacerse porque el ciclo se ha cumplido. No busques la venganza y crece como cualquier niña inca. Adora a los dioses del Sol, la Luna y el Agua, y cuando la melancolía te invada, ve al bosque y allí estaré yo aunque tú no me veas. Yo veré por ambas, te sentiré y te escucharé. Con el tiempo tú me oirás sin sonidos; indaga en tu corazón y sabrás de mí. Busca un guerrero que esté dispuesto a dejar su oficio por tu felicidad y ambos convertíos en anónimos agricultores para que lo que ha ve venir no os alcance. No pienses en tu padre como un ser cruel, sino como un hombre que fue preso de los celos, el deber y el pánico. Usó de la costumbre como cualquier cacique. Yo soy responsable de lo ocurrido. Ahora mira al Cielo que es testigo de mis palabras y mira las sombras que proyectan los árboles que nos contemplan y nos comprenden, porque son centenarios, incluso milenarios, y porque han visto repetirse tantas veces los mismos hechos que nada les asombra. Debes tener la serenidad del árbol que resiste los tórridos días y las frías noches de las estaciones. Ahora dame un beso y no olvides lo dicho: siempre estaré contigo cuando tus deseos me reclamen”. Y ambas, madre e hija, se fueron al Palacio donde residían, pero cuando la niña quedó dormida, la bella Guajira se fue a la laguna de Guatavita y se hundió en ella. Y dice la leyenda que cuando se enteró la niña de lo ocurrido pensó para sus adentros: “Madre, sé que ya no podré ser feliz, pero te obedeceré hasta donde pueda”.

Podría pensar el lector que la reacción del cacique hubiera debido ser la de la consternación por lo sucedido y que eso es lo que cabía esperar cuando ejecutó al guerrero amante, y que por ello, y por el consuelo de la existencia de su hija, su reacción cuadraría más con la de la tristeza esperada y la de la lamentación serena. No fue así, porque el corazón de los hombres y mujeres de todas las culturas y geografías no está sujeto a códigos escritos y la razón es sólo un tenue filtro de las pasiones. El caso es que Guatavita, cuando se enteró del suicidio de su esposa, salió corriendo hacia la laguna que lleva su nombre y se tiró en su centro como para unirse al cuerpo de su esposa, a la que amaba a pesar de todo. Asombrados quedaron los pobladores incas que estaban en las orillas de la laguna, pero su asombro fue mayor cuando una serpiente salió de la laguna y devolvió el cuerpo vivo del cacique; y ahí no acabó la sorpresa -y fue causa de espanto para los incas que contemplaban la escena- cuando la serpiente le habló al cacique en estos términos: “Aún no ha llegado tu hora. Tienes una hija a la que atender: tiempo habrá para lo que ha de llegar”. Supo el cacique que la serpiente era su esposa y todo su valor desapareció por ello y por las últimas y enigmáticas palabras. Pero el tiempo pasa y atenúa las primeras impresiones, y de tal manera que el cacique convirtió en un día de fiesta los hechos de la laguna. Pasaron algunos años y en todo ellos, en la misma fecha, los incas -mujeres y hombres- se ataviaban con los mejores adornos, máscaras y vestidos; se dirigían como en procesión a la laguna cantando, tocando y silbando sus instrumentos de música y bebiendo la chicha –el alcohol del maíz-; los guerreros, además, portaban sus arcos, flechas y lanzas. Y a los pocos años, lo que fue un terrible suceso se convirtió en motivo de celebración, en una disculpa para la alegría. Todo el mundo parecía feliz, incluso en ese día. Bueno, todo el mundo… menos quien puede imaginar el lector, porque el tiempo sólo convierte los irrefrenables deseos de justicia en razones para… la venganza.

El caso es que la bella Tenquedama -que ese era su nombre-, la hija de Guajira, siguiendo los consejos de su madre, buscó un fuerte y decidido guerrero que era descendiente de los hurin, enemiga de la otra dinastía llamada de los hanan, de la que descendía a su vez el cacique Guatavita. Se casó con él y, en el mismo día de la boda, le dijo: “Ahora que sois mi esposo quiero que cumpláis el deseo que tuve desde que corría entre los bosques y contemplaba coronar el cóndor las nevadas montañas. Quiero que vos seáis el cóndor que corona nuestro pueblo: quiero ser la esposa de un rey. Se lo prometí a mi madre el día que desapareció en la laguna. Acabad con el reinado de mi padre, pero no le matéis. Vos sois un guerrero y un noble, descendiente de una dinastía que merece coronar su nobleza con ese título”. Y eso hizo el noble guerrero, de nombre Pacarectambo, porque el pueblo estaba harto de los excesos del cacique, a pesar de que este nunca se atrevió a tocar la tierra que correspondía a los agricultores, sin embargo cada vez era más exigente con sus hijos, que debían trabajar en las tierras de sacerdotes y del estado. El lector debe saber que el estado inca fue el primer estado socialista conocido y que nadie, ni viejos, viudas y niños, quedaban desamparados cuando no podían valerse por sí mismos para cultivar la tierra, ejercer el comercio, dedicarse al culto o ser funcionario del estado. Pero volvamos a la leyenda, porque ocurrió que el esposo de Tequendama -la hija de la bella Guajira- propició un golpe de estado, se hizo con el poder y desterró al viejo cacique sin tocarle un pelo, tal y como había prometido a su esposa. Una digresión: ni siquiera un estado socialista está libre de los abusos de poder y de golpes de estado. Volvamos. El destituido rey se fue a la laguna y allí se lamentaba en estos términos: “Cumplí como un guerrero, goberné con la cabeza, pero mi corazón ha sido estéril y ahora siento un vacío que el recuerdo no puede llenar. Obré de acuerdo con las leyes, pero ahora tengo dudas si eso sirvió para obrar también con justicia; de no haberlo hecho sólo soy un criminal arropado en las tradiciones”. Y cuenta la leyenda que la serpiente salió de la laguna y se comió a Guatavita, pero que su digestión duró 1000 años, que fue el tiempo que tardó en morir: durante ese milenio siempre tuvo la sensación de estar enterrado vivo. De esta manera vivieron los tres en un solo cuerpo: el corazón del amante, la serpiente-esposa y el esposo.

Y aquí no acabó todo, porque no había pasado mucho tiempo cuando Tequendama se divorció de Pacarectambo, su joven esposo, porque no se había casado por amor sino por cumplir una promesa. Y ocurrió que al poco conoció a otro guerrero y…

Y aquí acaba la leyenda. Algunos creen en el eterno retorno; otros que cambian sólo las formas; los más que nada se repite aunque a veces lo parezca. Al fin y al cabo todo son leyendas, querido nieto, y las leyendas aspiran a la moraleja por más que nosotros, sus fieles servidores, luchemos contra ello. Y fue llamado El Dorado porque desde entonces los reyes se hacían pintar de oro todo el cuerpo y descendían a la laguna desde un palanquín para salir luego purificados; también porque era costumbre lanzar al centro de la laguna todo tipo de objetos valiosos para el viaje a la otra vida. Cosa de religiones. Luego llegó Pizarro y sus huestes y acabó con todo esto, con el oro, con las tradiciones y con muchos de sus habitantes. Arnold Toynbee diría que esto son “contactos de civilizaciones en el tiempo”. Cosas de historiadores.
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Madrid, 13 de diciembre de 2008

Peludo, hasta siempre

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la luz es el optimismo de la razón

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muros, ni para lamentaciones

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¿Por qué?

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planchando la oreja

planchando la oreja

¿naturaleza muerta?

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el mamífero perfecto

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