LA BIBLIOTECA DE MI ABUELO BERTO
.
Antonio Mora Plaza
.
PRESENTACIÓN
En todas las historias que siguen de una u otra manera ha intervenido mi abuelo Berto: bien porque me las ha contado, bien porque las escribió en solapas, páginas en blanco y contraportadas de libros, bien porque las he reconstruido a partir comentarios de mi abuelo, de reproches de mi abuela, o silencios de mi madre.
Mi abuelo era alto, muy alto, barbudo y siempre con bigote. A mí se me hacía altanero, orgulloso, pretencioso; cuando crecí descubrí que simplemente era alto. Tenía una biblioteca que de niño se me hacía enorme. Siempre le conocí leyendo, manoseando libros. Solía decir: “El placer de hojear un libro, tocar sus hojas, acariciar sus solapas es el principio de la sabiduría”. Yo al principio no le entendía y un día le pregunté ante su insistencia qué era eso de la sabiduría y me contestó: “no te puedo dar una definición porque no creo en las esencias, pero lo importante es el trayecto y te diré que la sabiduría es el poso de la destilación del conocimiento y la experiencia”. Seguí sin entenderle y recuerdo que me hice la pregunta que yo creía entonces original: “¿Cómo es que entiendo cada palabra y no la frase entera?”. Él hablaba tan convencido que resultaba convincente. Yo siempre le escuché con respeto y, con el tiempo, con admiración, aunque lo normal es que hubiera sido al revés. Recuerdo que solía añadir más o menos que “en materia de artes sólo se puede crear cuando te despojas de lo aprendido como el gusano de su capucha y se convierte en cursi mariposa”. A mí se me hacía que hablaba ampuloso, altisonante, críptico. No era tal: es que no sabía hablar de otra manera. Otro día le pregunté por el secreto de la felicidad, frase que había oído y que no era capaz de desprenderme de ella y me sorprendió su enfado: “Ya te he dicho que no creo en las esencias, maldito sea Aristóteles y toda su progenie intelectualoide y clerical. No sé lo que es, pero sé cómo se alcanza: convierte tus medios en fines”. Debí poner tal cara de no entender nada que se sentó –yo ya lo estaba- y me dijo ya más relajado y echando para atrás su corpachón: “Procura tener gustos y deseos que te permitan llegar a viejo habiéndoles dado satisfacción”.
Mi abuela Francisca, su mujer, tuvo 7 hijos. Era también sabia a su manera y, aunque tenía poco tiempo para leer, usurpaba alguno a sus tareas domésticas para dar rienda suelta a su curiosidad. Se sentaba al caer la noche siempre en la misma butaca y leía. Era recia, gordita, no muy alta y de voz grave. Mandaba en toda la casa, en la hacienda y en la vida de su familia, excepto, claro está, en la biblioteca de mi abuelo. Cantaba muy bien y cocinaba mejor. Nunca me llamaba por mi nombre sino “nieto”. Siempre la llamamos Francisca, nunca con un diminutivo; mi abuelo, que era Humberto, en cambio le llamamos siempre Berto. Mi abuela estaba siempre presente, cuando se la necesitaba y cuando no.
Tenían un perro que se llamaba “Lanas”. Siempre estaba con mi abuelo en la biblioteca y cuando cogía un libro, se sentaba, le miraba y esperaba. Cuando salía mi abuelo de la biblioteca, Lanas se iba a la vera de mi abuela. Tenían también una gata que se llamaba “Turca”. Nunca la vi por el suelo y cuando se movía saltaba de mueble en mueble: nunca pisaba el mismo suelo donde pisaba el perro. Era muy orgullosa y señorita la jodía. Se dejaba acariciar, pero cuando se cansaba se iba de tu lado sin avisar. Ahora ya no están ni mis abuelos ni sus animalitos, pero tengo la mejor herencia posible: su recuerdo y su biblioteca. Los relatos, cuentos y leyendas que siguen son mi homenaje.
El nieto.
HISTORIA DEL ESPEJO Y LA SOMBRA
Mi abuelo por parte de madre me dejó su biblioteca, cosa ya sabida. Era voluminosa y exquisita: ¡una verdadera joya! Hojeando un día un libro que era una traducción del árabe pude leer la historia que sigue y que reconstruyo fiado de la memoria.
Había en Bagdad un beduino burlón que de todo hacía chanzas y un día se encontró una botella en medio de las dunas del desierto. Frotó la botella diciendo: ”Vamos, mago vidrioso, hazte presente que te pediré un imposible, a ver si eres capaz de cumplirlo”. Pasaron los minutos y la botella parecía hundirse en la arena sin que ni mago ni humo ni vapor salieran. El beduino montó en su camello y cuando hubo recorrido 2 horas se encontró otra botella. La tomó de nuevo para hacer nuevas gracietas cuando se dio cuenta de que era la misma. Asustado montó de nuevo en su camello para dejar lo más lejos posible ese extraño suceso cuando un genio vaporoso, gordinflón y movedizo espantó al camello y el beduino beso la arena. El genio le dijo: “Huidizo beduino, pídeme lo que quieras y te será concedido”. En el beduino, repuesto del susto, se dibujaba una sonrisa en sus labios, síntoma de que su ingenio había zurcido algo. El beduino le dijo al genio de forma enérgica: “Hazme a la vez alto y bajo, guapo y feo, bueno y malo”. Pensaba el árabe que tal petición era una contradicción en los términos y no sería posible atenderlo ni por el más mago de los genios ni por el genio más genial de los magos. Pero he aquí que el genio de la botella contestó: ”Sea, tú lo has querido, a partir de ahora será un espejo”. En efecto, el espejo reflejaba siempre, no la realidad, sino los deseos de los que se miraban, y así, los bajitos no se veían como tales, los feos se atusaban hasta parecerse a sí mismos galanes y los malos, de puro mirarse, se olvidaban de cualquier arrepentimiento. Pero el beduino, convertido en espejo en el cruce de caravanas que era Bagdad, vio como su cuerpo se ajaba rápidamente y un día rogó al genio que se le apareciera porque estaba arrepentido de sus burlas y chanzas. El genio apareció y el beduino-espejo le preguntó porqué envejecía tan rápidamente y el genio contestó: “Lastimado beduino, el espejo está dotado de virtudes, pero tiene un defecto que es la causa de tu decrepitud: no resiste la mentira”. A lo que el beduino le suplicó: ”Si no puedes volverme a mi ser anterior conviérteme en algo eterno”, pensando de nuevo que era un imposible, incluso para tan etéreo ser. El genio le contestó: ”Sea, serás eterno mientras exista la luz y los objetos materiales”, y le convirtió en una sombra y añadió: “serás casi eterno, pero te arrastrarás siempre, todos te pisarán y dependerás del Sol para renacer todos los días y, lo peor, cuando te sientas preso de la desesperación no podrás recurrir al suicidio porque no eres libre, dependes de todo lo demás”. Y el genio se plegó a la botella.
Mi abuelo dejó en la contraportada la siguiente nota: “Esta historia es la más antigua de las historias, anterior a los poemas indios y árabes, anterior al Gilgamesh, anterior al mito de Osiris y de Moisés y, claro está, anterior al mito de la caverna de Platón. Ahora ya sabemos que las sombras que dibujan los objetos tuvieron su origen burlesco y su final trágico en el cruce de caravanas camino de Bagdad”. ¿Tenía razón mi abuelo? No lo sé, a mí sólo me toca disfrutar de la historia y espero que los lectores de ella también.
Recuerdo que me dijo que su fuente de inspiración habían sido los cuentos de Sherezade y añadió: “Las mil noches y una noche es el libro que más admiro porque está exento de retórica: ni un verbo de más ni un adjetivo inadecuado”. Yo le señalé, no sin cierta maldad, que él adolecía al hablar precisamente de esa retórica cuya ausencia en los demás tanto valoraba. Mi abuelo, quizá algo molesto por mi tono inquisitorial, se quitó las gafas, se sentó, me hizo sentar y me soltó lo que sigue: “Es mi opinión como lector. El estilo retórico, ampuloso, indica deseo de inmortalidad, y no me refiero exclusivamente a la obra, sino también a la persona; en cambio, quién o quiénes escribieron los cuentos de Sherezade sólo buscaban entretener; el que escribe retórico piensa en él y en su sustento, el que escribe sencillo piensa sólo en el lector”. No insistí más en el tema porque está vez me había convencido y añadió en tono más relajado: “el cuento del Espejo y la Sombra es quizá el único que he escrito para niños, porque sólo siendo un niño puede aceptarse como verosímil. Algún día te explicaré las dos características que debe reunir cualquier relato, cualquier obra de arte; ahora es tarde y tu madre te espera y a mí tu abuela Francisca”. Nos despedimos. El se quedó como siempre hojeando sus libros y yo intrigado por sus palabras.
Madrid, 25 de mayo de 2008
EL AZAR NO EXISTE
Esta es una historia reconstruida a partir de notas de mi abuelo. Más parece un sueño que una historia real por su contenido –Freud diría que manifiesto, según la traducción clásica en español- y por su estilo taquigráfico. Siempre me resultó curioso la riqueza de sensaciones de los sueños y lo pueril que resulta contarlos en la vigilia: si no le añades fantasía a la fantasía la narración de lo onírico parece un árbol deshojado, liviano y grisáceo. Ahí va la breve historia.
Hallábame en un librería y tomé un libro al azar, abrí por una página cualquiera y empecé a leer en el primer párrafo en el que mi vista se posó. El texto decía: “El tiempo es el instinto de la memoria”, y a continuación seguía: “Si volvieras a abrir otro libro al azar y encontraras la misma combinación de palabras anteriores –tiempo, instinto y memoria- te será dado la ¿virtud? de la inmortalidad”. Más sorprendente incluso que lo anterior fue lo que siguió: “…pero ha de ser fruto del azar, nunca ha de ser buscado; por el contrario, si tu búsqueda fuera fruto del deseo, tus días estarán contados”. De la impresión se me cayó el libro de las manos y una hermosa joven me ayudó a recogerlo, quizá apiadada de mi provecta edad. Era hermosa, alta, con el pelo recogido con una ancha cinta y portaba un vestido de una sola pieza de vivos colores que le tapaba hasta el tobillo. Le di las gracias y cuando se alejaba ya de espaldas a mí me dijo: “No olvides la página y el párrafo que has leído”. Miré la página instintivamente y sin recuperarme de la sorpresa busqué a la mujer con la mirada, pero esta había desaparecido. La página era la 365 y el párrafo el 24. Esto me ocurrió hace 10 años. Desde entonces he estado obsesionado con visitar librerías y bibliotecas, tomar libros al azar –con los ojos cerrados-, leer la página 365 -si tantas tenía el libro- y contar las líneas hasta la 24. Y siempre me preguntaba: ”¿debía ser azaroso el libro o también página y párrafo?”. Así transcurrió el tiempo hasta que ayer descubrí por error una librería de viejo y tomé un libro como siempre al azar y, ¡oh sorpresa!, en la página 365, línea 24, decía las mismas palabras: “El tiempo es el instinto de la memoria”. El libro se me cayó de nuevo de las manos, me temblaron las piernas y me tuve que apoyar en una mesa cercana para no caer. Y de pronto, de espaldas a mí, la misma voz que oí hace un decenio decía: “Tomad el libro que tanto anheláis”. La mujer se alejaba de espaldas; su vestido y su porte era el mismo que el de antaño y, como quiera que yo deseaba ver el rostro de quien me traía la buena nueva de la vida eterna, la tomé del brazo y la giré hacia mí. Lo que vi me horrorizó: sí, llevaba el mismo vestido, la misma cinta, tenía el mismo pelo, pero su rostro era el de una anciana decrépita. Recuerdo que sólo la pude preguntar: “¿Porqué?”. Ella me contestó: “El azar no existe”, y desapareció.
Desde entonces no he vuelto a leer un libro de más de 364 páginas, ni he vuelto a pisar una librería.
Pregunté a mi abuelo en el último año de su vida si creía con Freud que los sueños son sin excepción una realización de deseos y recuerdo que me contestó desde una escalerilla que tenía para alcanzar los últimos anaqueles de la biblioteca: “Ay, Freud, el primero y el último: el último mago y el primer científico de la mente, el último alquimista, gran especulador y ¡qué gran dramaturgo hubiera sido! Abrió un mundo nuevo –o como dice un filósofo francés, un nuevo continente del conocimiento-, pero no estoy seguro de que no sea todo un castillo de naipes, un monumento a la oquedad”. Aquí me perdí, pero lo dejo tal como lo oí de sus labios por si un avispado lector entiende mejor a mi abuelo.
Madrid, 27 de mayo de 2008
LEYENDA DEL GUACAMAYO
Esta historia me la contó mi abuelo. No haré ningún comentario. Dice así:
Hace 2 días que estaba en mi casa de Lima, en Perú, y cuando tomaba la pluma para contarles la increíble historia de un ave de vivos colores, el pecho azul y verde, las plumas exteriores azules brillantes y la cola roja, que es conocido por guacamayo, se me ha posado en el alféizar de la ventana un ave de estas características. La cosa no tendría mayor importancia si no fuera por 2 hechos que relato a continuación: que me disponía a contarles precisamente una leyenda sobre esta ave que no espero sea creída ni por el más creyente en leyendas ni desmentida por el más incrédulo de los escépticos; y que el ave que se posaba en la ventana me saludó con estas palabras: “Soy Celso Gomes, investigador y extravagante”. Es conocida la capacidad de aprendizaje de estas aves y sus dotes de imitación de la voz humana o de cualquier sonido, pero lo que me dejó impávido fue lo que dijo a continuación: “Creo que ya he pagado mi culpa y anhelo la libertad como la más libre de las aves y como el más soñador de los humanos. El emperador ha muerto y sin embargo…”. Les contaré la leyenda a continuación para que puedan hilvanar los hechos con la urdimbre de la memoria.
Cuenta la leyenda que un día el emperador inca, descendiente del Sol como todos los emperadores, se adentró por tierras conquistadas por su pueblo, los quichuas, a lules y tonocotes, cuando en uno de sus paseos en parihuelas se le acercó un viejo que le dijo: “Suplico ¡oh señor emperador! por mi hijo que ha sido condenado a muerte”. El emperador le preguntó: “Cual ha sido su ofensa”, a lo que el anciano contestó: “Tener hambre y robar para él y para la familia, porque llevamos un mes sin alimento por las malas cosechas”. El emperador parecía consternado, pero esta fue su respuesta: “Comprendo tu inmenso pesar por la vida de tu hijo, pero yo tengo que respetar las leyes que yo mismo he impuesto; de lo contrario no sería un legislador respetado, sino un déspota arbitrario”. Y el emperador se alejó en su liviano trono sostenido por 12 funcionarios del Templo del Sol. El anciano se tendió en el suelo desesperado, hundiendo su cabeza en el barro hasta casi perder el sentido, y los miembros de la tribu que allí estaban congregados quedaron mudos y cabizbajos. Pero apenas anduvo la comitiva una distancia que la leyenda no precisa, cuando uno de los funcionarios tropezó e hizo caer a todos hasta dar con el emperador en el barro. Los funcionarios se temieron lo peor por haber provocado el contacto del descendiente del sol con el suelo. Por el contrario, mandó el emperador volver sobre sus pasos y llegar de nuevo hasta donde el anciano aún permanecía ahora arrodillado y le dijo: “Apenado anciano, no puedo ir contra la justicia sobre los humanos, pero es potestad mía decidir sobre el resto de los seres vivos. Tu hijo, tú y tu familia vendréis a mi palacio, pero tu hijo no podrá tener forma humana mientras yo viva: será convertido en un ave maravillosa, de vivos colores y de incansable piar. Esa es mi última palabra y no hay réplica posible”. El noble anciano asintió con la cabeza y así ocurrió. Una vez en el palacio, un mago enseñó al converso guacamayo a hablar, puesto que hasta entonces y según la leyenda, estas aves eran cantarinas pero no habladoras ni imitadoras. Toda la familia trabajó en el templo del emperador hasta que éste murió y desde entonces todas la aves imitadoras, loros, papagayos y calandrias, han aprendido tan noble arte del guacamayo-ladrón y transmitido a generaciones futuras.
Quedó consternada de nuevo la familia, sin trabajo ante la muerte del emperador, pensando de nuevo que su único camino para sobrevivir sería el robo; al menos les consolaba el hecho de que, de acuerdo con la sentencia del emperador, su hijo volvería a la forma humana una vez muerto aquél.
Y aquí acaba la leyenda que estoy traduciendo del quechua. Hasta hace dos días no tenía despejada la duda de qué fue del hijo ladrón convertido en guacamayo y de su familia, pero ahora la duda se ha transformado en asombro y consternación: ¿El ave que tengo en el alfeizar de la ventana es el hijo-ladrón transmutado en guacamayo?, ¿si es así, porqué no se cumplió la palabra del emperador?, ¿quizá sea inmortal y su muerte una falsa leyenda? No lo sé y lo que es peor: no sé qué hacer con tan parlanchina ave, ni como tratarla, si como ave o como humana. Creo que arrastraré la duda toda mi vida.
Lo único que sé de cierto de esta historia es que mi abuelo tenía una casa en Lima que no sé que ha sido de ella.
Madrid, 29 de mayo de 2008
FREUD Y EL SUEÑO DE LA DAGA
Esta podría considerarse una historia apócrifa del psicoanálisis porque nunca leí algo parecido en mis lecturas del genio vienés. Mi interés no es la biografía ni la información, sino la reflexión. Conocí a un especialista en Freud que estaba haciendo una tesis sobre el origen y la importancia de los sueños en el nacimiento de la ciencia de la mente. Su nombre no tiene importancia, pero sus palabras me dejaron intrigado: “me tesis supone una revolución a la par que una revelación del creador del psicoanálisis. Si tengo éxito gran parte de la profesión y los cimientos de la ciencia del diván serán puestos en un brete”. Yo le miré con atención, extrañeza, intriga y escepticismo. Profano como científico, he sido asiduo lector de sus obras; así, a los 15 años leí su “Psicopatología de la vida cotidiana” que me dejó vivamente impactado y con la sensación que un mundo nuevo se me abría en mi mente. Ya entonces comencé a atisbar que eso de que somos seres racionales es un cuento de curas y de algún cartesiano despistado. El caso es que, bien fuera porque mi cara delataba el velo de escepticismo que amenazaba sus palabras o bien por la impaciencia de mi amigo en dar a conocer su tesis, sin esperar mis palabras añadió: “No digas nada, paso a referirte un sueño que ocultó el autor y que resulta revelador”. Y así comienza el relato del sueño:
“Apenas tuve tiempo de despertarme y la pesadilla empezó a ser realidad. Había soñado que tomaba un libro de la librería de mi habitación, que aquel se convertía en una pesada daga, que me dirigía al cuarto de mis padres que dormían plácidamente y que les hundía en sus cuerpos ese instrumento que ahora me parecía liviano. Había soñado que clavaba y desclavaba hasta desaparecer la blancura de las sábanas y caer la sangre por las patas de la cama. Me dije: “esto no es un crimen, sino un justo castigo por no recibir regalos por mis cumpleaños como los otros niños, por obligarme a estudiar en lugar de dejarme jugar a la pelota, por castigarme en mi cuarto sin salir cuando hurgaba entre sus cosas”.
Al fin desperté, me vestí temblando y en ese momento me vino a la cabeza el libro que fuera daga en el sueño. Me dirigí a la librería y comprobé aliviado que estaba allí. Sin embargo, con todo el aire aún en los pulmones, se me aceleró el corazón y el vacío se me hizo en el estómago: el libro estaba boca abajo, cuando yo estaba seguro haberlo hojeado y colocado boca arriba el día anterior. Me dejé caer en la cama tiritando a pesar de ser verano: sólo era capaz de mirar de reojo al pasillo que daba a la puerta de mis padres.
Agotado por el miedo, me volví a dormir –eso creo- porque me despertó un policía y una señora para mí desconocida y me hablaron de un terrible suceso en mi casa. Ahora soy adulto y no recuerdo bien sus palabras, pero me dijeron que mis padres habían muerto y creían que el motivo era el robo. Sin embargo a mí siempre me ha angustiado dos cosas: que no encontraran a los culpables y que el instrumento del crimen fuera… un afilado abre-cartas que tenía mi padre en el escritorio, donde guardaba… sus cosas.
Es sabido que Freud no mató a sus padres pero mi amigo, el especialista, me dijo que este sueño condicionó su obra. Mi curiosidad me llevó a pedirle que sacara algo de su valioso tiempo y que me lo explicara porque, a pesar de lo que traslucía el sueño narrado, no veía la relación y la importancia entre él y el giro copernicano que su tesis pretendía. Y mi amigo me dijo: “El sueño referido es sólo una muestra significativa del resultado de mis investigaciones. La semana que viene tengo un hueco y te llamaré”. Asentí con la cabeza.
Sin embargo tengo que decir que la reunión nunca se celebrará: ayer recibí la noticia de que mi amigo apareció muerte en su casa apuñalado con un fino abrecartas. Como dicen los cristianos: “Que descanse en paz”. No se sabe quién le ha matado; no tenía, que se sepa, enemigos, y no ha sido fruto de un robo, porque todo en su casa ha quedado intacto. A mí me ha dado por pensar en cosas que yo mismo no me atrevo a relatar. Es más, he empezado a tener un miedo atroz de mi amistad con el amigo muerto. Sé que es irracional, pero no lo puedo evitar. Espero que con el tiempo se me pase.
En esta historia no intervino mi abuelo, pero me hubiera gustado saber lo que pensaba acerca del sueño. Tenía una opinión entre crítica y escéptica del genio vienés como se refleja en otra historia de este conjunto de historias. Ahora está de moda decir que no puede ser científica una teoría que no pueda ser refutada mediante los hechos. Yo soy, en cambio, un admirador suyo, pero me pone nervioso que nunca pueda distinguir entre lo característico y lo patológico. Probablemente se deba a mis limitaciones.
Madrid, 31 de mayo de 2008
HUMBERTO, MI ABUELO
Ahora tocaría hablar algo más sobre mi abuelo. Se llamaba Humberto, aunque les llamábamos Berto y era linotipista y lo tenía a gala; en cambio ocultaba que estudió en la Universidad. Era muy culto y coleccionaba libros. Era un narrador de historias y un día le pregunté si lo que contaba era vivido o inventado y me contestó: “Si no fueras mi sobrino te diría que esa pregunta es un tanto impertinente, pero te diré que es lo mismo, porque la memoria no distingue entre lo uno y lo otro”. El decía que era un “ateo panteísta” y como quiera que yo le señalara que eso podía ser contradictorio me dijo: “Se puede tener fe y ser agnóstico porque la fe no consiste sólo en creer lo que no ves o lo que la ciencia aún no explica, sino en creer en lo que puede existir aunque no exista; consiste en creer que todo lo real es racional y todo lo racional es o puede ser real si está exento de contradicción”. Yo no le entendía del todo, pero siempre le escuchaba con atención y respeto. En otra ocasión le espeté: “Abuelo, qué piensas de la muerte”. Mi abuelo, circunspecto, me contestó con una pregunta: “¿Tu recuerdas no haber existido?”. Le dije que no con la cabeza y él, extendiendo el dedo índice me contestó: “Entonces siempre estamos vivos, de una o de otra manera”. Ahora mi abuelo no está entre nosotros, pero hojeando uno de sus libros dejó escrito en una contraportada esta minibiografía que transcribo a continuación:
Recuerdo siendo niño emplazar a un compañero que yo tenía por listo y leído: “Pues yo me propongo leerlo todo, hasta el Ramayana y el Mahabarata”. Estábamos entonces en los estudios primarios o similares, antes de hacer el ingreso al bachillerato elemental. Luego fui creciendo, acabé el bachillerato y sentía que no podía cumplir mi propósito porque, paradójicamente, debía estudiar para aprobar y acabar los estudios. No lo pasé mal en los pocos años de Universidad, pero las ilusiones primeras se fueron apagando poco a poco cual candil que consumiera su mecha. También me sentía frustrado y culpable porque al estudiar lo que me obligaba la carrera era tiempo perdido para el sueño de mi niñez y, cuando satisfacía mis deseos, mi conciencia me torturaba pensando en los perjuicios que ello ocasionaba a mis intereses más inmediatos. Así transcurrieron mis estudios, con la sensación de perder el tiempo hiciera lo que hiciera. Trabajé durante 40 años en una imprenta y en un trabajo que no me gustaba y con unos compañeros que no me aportaron nada. Me jubilé tempranamente y he leído todo lo que he podido, todo lo que ha caído en mis manos, porque a casi nada hago ascos y, sin embargo, siento que el mar de lo desconocido ha inundado las pequeñas islas de mis lecturas. He perdido tanta vista que apenas puedo leer y recuerdo con añoranza las noches que a la luz de un candil, a hurtadillas, debajo de las sábanas, como un ladrón que robara tiempo al sueño, me permitieron disfrutar de mis primeros libros. Ahora que siento próximo mi final y que soy capaz de mirar a la cara a la “vieja dama”, pienso que aquella promesa que hice tan temprana y temerariamente, ese pequeño delirio de grandeza, ha condicionado mi vida y no me ha hecho ni más sabio ni más feliz, y que la mejor promesa no vale un ardite. Este es el resumen, lección y epitafio de toda una vida. Por cierto, aquel compañero de la niñez murió también de niño, pero yo lo he sabido ahora, ya anciano.
Quizá no se adapta del todo a la verdadera biografía de mi abuelo, pero como decía él: “Lo real y lo inventado tienen el mismo valor con tal de que ambos sean verosímiles”. No hago más comentarios, pero sí recuerdo que poco antes de morir le pregunté con pena no disimulada si había sido feliz y me dijo: “Sí, lo he sido, porque no puedo imaginar nada que me gustaría hacer que no haya hecho o intentado. Toma nota”. ¡Qué grande era mi abuelo!, siempre tenía una contestación para todo, pero no era una simple ocurrencia, sino siempre fruto de la reflexión, cuya semilla era la experiencia.
Ahora que estoy huérfano de abuelo apenas tengo respuestas para tantas preguntas.
Madrid, 1 de junio de 2008
EL ALQUIMISTA DE TOLEDO
En la ya referida biblioteca de mi abuelo había algunos libros del viejo arte de la alquimia, el arte por excelencia de muchos pueblos: de chinos, indios, babilonios, egipcios, árabes, etc. Hojeando varios de ellos me llamó la atención uno por sus excelentes dibujos de los aparatos que usaban estos predecesores, tanto de científicos como de charlatanes: destiladores, alambiques, atanores, redomas, morteros, etc. Abrí por una página al azar y esto fue lo que me encontré. Decía el texto que un día un alquimista de Toledo -ciudad de tantas culturas, de tanta historia, de tantos conversos, de… tanto sufrimiento- le dijo a su ayudante: “Tengo que salir a casa de un nobiliario señor y te dejo al cuidado de todo. No toques ningún preparado, especialmente el contenido en la vasija de barro. Es un destilado reciente del alambique nuevo, que dicen que es mágico y como tal lo he comprado; ya sabes que los legos en la materia confunden y nos confunden magia con alquimia, a magos y charlatanes con nosotros, los alquimistas honrados. Volveré al caer la noche”. El ayudante, que no era tan honrado como suponía el viejo alquimista, miró el contenido de la vasija que su maestro le señalara y quedó asombrado del fulgor áureo que desprendía. Pensó que su maestro había tenido éxito en su intento, como todo alquimista que se preciara, de convertir algún metal innoble en precioso metal y se lo llevó a su casa sin intención de volver: es decir, lo hurtó.
El viejo alquimista, que tardó más de lo esperado, se encontró por la mañana sin su preciada vasija, su anhelado precipitado y su engañoso ayudante y montó en cólera. Salió a buscarlo y así estuvo durante 3 días infructuosamente. Al cuarto día se enteró de que un joven había perecido en su casa sin señales de haber sido golpeado o envenenado, sin motivo aparente de muerte, pero con un hecho singular: las uñas de sus dedos se habían convertido en oro. El alquimista ahora sintió miedo al pensar que pudieran relacionarle con él y que su profesión, trabajo, incluso su vida, estuvieran en peligro. Pensó en la vasija de barro. Afortunadamente no se encontró nada que pudiera relacionarle con él, puesto que el ayudante acudía sólo por la noche y siempre solo al taller. Pasaron los días y el viejo alquimista fue encontrando la paz y sosiego que requería su profesión. Siguió con sus experimentos y preparados, utilizando la fórmula secreta heredada nada menos que de Hermes Trismegisto y Helvetius. Así obtuvo un nuevo preparado en una nueva vasija de barro de cuello ancho.
Decía que todo fue así hasta que un día sucedió algo terrible: su apreciado gato Tritón apareció muerto al lado de la chimenea. Al enorme disgusto por la muerte de su minino se añadió una sorpresa doble: el gato estaba tendido plácidamente y con la misma cara de satisfacción que cuando le acariciaba y aquél le respondía con ronroneos; y la segunda sorpresa fue mayor: las uñas del gato y todos los dientes estaban duros y fulgurantes. Los examinó y no hubo duda: eran de oro a pesar de su brillo. Procedió a disecar a su querido animal para tenerle siempre presente cuando de nuevo otra sorpresa: no sólo eran de oro las uñas y los dientes, sino todo su esqueleto y se preguntó: “si esto es así, donde esté enterrado mi deshonesto ayudante hay una verdadera fortuna”. A veces la codicia hace presa de los seres humanos y hasta el más honrado se ve arrastrado por el diablo de la tentación, y nuestro viejo alquimista buscó durante días la tumba de su ayudante-ladrón hasta que la encontró. Tampoco fue difícil porque, dada las extrañas circunstancias de su muerte, no fue enterrado en el amplio lugar del cementerio dedicado a los que fallecen en gracia, sino el apartado para los que han llevado una vida de pecado, para los falsos conversos, impíos y adoradores de falsos ídolos. Y cuando, acompañado de una carreta tirado por un caballo percherón, procedía al desentierro de su joven ayudante, un alguacil le vio, le detuvo, le llevo al justicia y fue condenado a 10 años de prisión por hurto; y gracias que no fue condenado por sacrílego, por no ser la tumba de un cristiano o converso.
Una vez en la cárcel pidió al alcalde de la prisión que le trajeran todos sus aparatos de alquimia, sus preparados y sus innobles metales. Se sentía viejo y enfermo y pensaba que no saldría vivo de allí y se dijo: “puesto que no tengo ya salida de este sitio y no tengo miedo a la muerte, comprobaré yo mismo esta calcificación áurea de mis experimentos. Pasaré a la historia de la alquimia puesto que mi vida ya lo es”. Extrañamente el alcalde cedió a su petición, pensando quizá que nada tenía que perder de ese mago –porque para él todo eso era magia- y sí que ganar en el caso de que el alquimista tuviera éxito antes de que el Altísimo se lo llevara a su seno o Satán a su madriguera. No pasaron muchos días cuando los rudos carceleros de la prisión se encontraron al alquimista muerto, pero lo que les dejó asombrados fue su expresión: estaba sentado plácidamente en el jergón de paja de su celda, una sonrisa cruzaba su cara de lado a lado y el libro de Thot a sus pies. Había también no muy lejos una vasija de barro exhalando un fulgor áureo, un alambique vacío pero aún caliente y una nota de amarillo brillante que decía: “He sido el primero y el último: el primero de la nueva ciencia y el último de la vieja alquimia”. También fue enterrado muy cerca de su ayudante-ladrón por mago y suicida.
El autor de este relato no dice en qué lugar del cementerio están enterrados ambos, pero yo, que nací en Toledo y donde ahora vivo sé dónde están. A veces voy a ese lugar y piso sus tumbas y siempre tengo que evitar la tentación que el lector puede imaginarse.
Sobre este relato le pregunté a mi abuelo si la historia era inventada o había algo de verdad y me contestó: “Eso no tiene importancia. La dificultad en la literatura es contar algo que sea a la vez verosímil y sorprendente. Casar ambas es muy difícil: si se consigue surge el arte. Y esto vale para todas las artes”. Asentí con la cabeza y me quedé pensando. Mi abuelo tenía siempre la virtud –o la maldad- de hacerme pensar sin saber muy bien si lo era por la profundidad de su pensamiento o por la intriga con que lo exponía. Si lo tiene el Diablo en su seno seguro que será un buen compañero de tertulia.
Madrid, 1 de junio de 2008
LAS LÁGRIMAS DE MI ABUELO
Mi abuelo era alto, muy alto, recio, barbudo y siempre iba muy bien trajeado, porque decía que el buen traje evita las posturas banales del cuerpo y del alma. Yo eso nunca lo entendí del todo, y de lo que creo entender, no lo comparto. Presumía además de no haber llorado nunca, ni siquiera cuando se murió su madre. Cuando me lo contó le dije que no me lo creía y el me contestó: “Llorar es un acto de egoísmo y de arrepentimiento. Lloras no por la persona que ha muerto, sino por el estado en el que queda tu espíritu cuando algo así acontece; es señal de arrepentimiento, porque piensas que nunca más podrás buscar en esa persona su beneplácito cuando creas que no obraste bien con ella en vida y el egoísmo pudo más que tu generosidad”. Era difícil seguir a mi abuelo cuando soltaba peroratas como esta, pero nunca se le podía acusar de ocurrente o improvisador, porque a todo contestaba como si lo tuviera ya pensado. Un día que se lo hice notar me dijo: “Para tener algunas respuestas has de multiplicar las preguntas ad infinitum”. No había manera con él. Vuelvo al caso de su afirmación de que nunca había llorado, porque encontré un escrito en una página en blanco de un libro del físico alemán Werner Heisenberg titulado “La imagen de la naturaleza en la física actual” que demuestra lo contrario. Tengo que hacer notar que mi abuelo era un gran amante de los animales y estaba en contra de cualquier zoo, de cualquier domesticación, de cualquier aprovechamiento por el género humano del mundo animal. Era, consecuentemente, vegetariano. Quizá era radical, pero siempre consecuente. Veamos su testimonio:
Un día recogí un perro abandonado. Era pequeño, peludo, negro y muy inteligente, con su nariz negra como el betún, sus ojos vivarachos y su cabeza inclinada. La gente del barrio, las vecinas siempre me decían lo mismo: “ya veras cuando te falte, le vas a echar de menos y le llorarás”. Yo, por aquel entonces, estaba asustado por ese futuro que me vaticinaban estas pitonisas de ocasión. Un día me sobrina le hizo un retrato al óleo, lo enmarqué y lo colgué en mi habitación a espaldas de mi mesa de trabajo. Así lo tuve muchos años. Y en efecto llegó el día en el que Peludo –así le puse de nombre- se puso malito y se murió. Todo lo vivo muere. Yo siempre le traté lo mejor posible: le sacaba 3 veces al día, le tenía siempre la comida echada, pero siempre le daba de comer de lo mío porque le gustaba más. Vivió como un rey… canino. Y el día que murió empecé a sentirme culpable y no sabía porqué. Me decía: “si le traté lo mejor que pude en vida”. Empecé a darle vueltas del porqué de mi estado de ánimo y aunque no podía pensar con claridad porque no tenía claro dónde acaba la razón y empezaba el sentimiento, llegué a una conclusión: me sentía culpable porque no le lloré ni en el día de su muerte ni en los muchos que siguieron. Las vecinas se habían equivocado. ¿Seguro? Un día entraron los ladrones y se llevaron el cuadro de Peludo creyendo que era de un valor fuera de lo común: al menos eso supongo que debieron pensar porque no se llevaron otra cosa. Y desde entonces no pasa el día que no se me salten las lágrimas cuando miro el hueco de la pared donde estaba colgado. ¡Por favor, que alguien me lo explique!
Yo no entiendo bien el comportamiento de mi abuelo, pero no pongo en duda la veracidad de su testimonio. Un psicólogo al que hice llegar el escrito me dijo que era posible tal cosa sin caer en ninguna patología, aunque yo no recuerdo su explicación. ¿Qué opina el lector?
Madrid, 3 de junio de 2008
UN DIÁLOGO INVENTADO
Decía mi abuelo Berto que el escritor es como un camaleón: debe camuflarse de cualquiera sin dejar de ser el mismo. Yo me atreví un día a señalarle que eso estaba más cerca de la copia que de la originalidad y él me contestó frunciendo el ceño: “No me has entendido. Si has leído mucho a un autor y sus aledaños no necesitas recordar sus escritos cuando tomas la pluma –el utilizó siempre la pluma para escribir-, sino que debes ponerte en su lugar, saquear su alma, adueñarte de su espíritu, y la escritura fluirá conforme a tus deseos como el agua del río se adapta a su terrenal contorno”. Mi abuelo era muy ampuloso cuando hablaba y gustaba de las metáforas. El día que se lo hice notar me dijo: “la metáfora es la reina de la república de las letras, que además tiene su rey y su príncipe”. Con tono irónico le dije que para ser republicano a machamartillo hablaba con un lenguaje inadecuado y me contestó: “Es otra metáfora cuyo rey es el divino William y su príncipe nuestro gran Federico”. El lector no debiera necesitar más aclaración, aunque yo siempre le entendía a medias y él lo sabía: eran restos de su educación religiosa que dio como resultado su ateísmo panteísta y su anticlericalismo. Mi abuelo es autor de este diálogo, fruto de un supuesto encuentro entre Shakespeare y Cervantes:
S – Venid a mis brazos, querido Miguel.
C – Aquí os reciben, gran William, como han recibido vuestras comedias: con agrado y con deseos de leer vuestras últimas obras y conocer también vuestras andanzas en tierras tan septentrionales.
S – Leí también la Segunda parte de vuestro Quijote, estimado Miguel.
C – Yo he disfrutado de vuestro Otelo, Rey Lear, Pericles, las últimas de las que he tenido noticia. Pero sentaos y bebamos.
S – Bebamos primero, Miguel, que la alegría del encuentro no necesita más acomodo.
C – Tenéis razón, pero mis piernas, al igual que mi brazo, se fatigan más de lo que yo quisiera. Sabed, estimado William, que tengo ya un pie en el estribo y siento próximo el día de la cita con el Creador.
S – Yo también siento próximo mi final y ya sin magias para encantamientos que trasladar al teatro. Por eso os pido un juicio sobre mi obra: el vuestro será la única sentencia que admita hasta el día del silencio eterno.
C - Vos utilizáis la pluma como un cincel para esculpir en versos las pasiones que guían nuestros actos.
S – Y vuestra prosa es la paleta del pintor que refleja las grandezas y miserias de nuestra existencia: ¿Quizá fuera mejor dejar el juicio sobre nuestras obras a esos críticos que sellan el futuro por carecer del don de la fantasía?
C – Sea la fantasía nuestro mejor epitafio.
S – Dejemos nuestro destino a su suerte y hablemos de la farsa y del teatro, si os parece. Para mí, la vida, farsa y teatro son la misma cosa. El mundo nos pone un traje y nos fuerza a representar un papel que no hemos elegido, donde los locos son los cuerdos y los cuerdos son locos sin imaginación: un cuento contado por un loco lleno de ruido y furia.
C – No andáis del todo descaminado, querido William, y próximas me resultan vuestras palabras. Creedme si os digo que en la vida elegimos un papel y luego nos ponemos el traje que mejor se ciñe a nuestros deseos, pero el tiempo hace de lo real y de lo imaginado un puchero que no distingue paladares. Digno del gran Sófocles es vuestro Hamlet; notable la escena de la llegada de los cómicos y su parodia del mismo tema que en la obra toma asiento principal. El teatro dentro del teatro: con ello convertís a los personajes en público y al público en espectador de espectadores. Sin falsa adulación, diría que vuestro ingenio mostrase alado como nunca.
S – Adulación por adulación, genial resulta la aparición del Quijote y de su autor en la Segunda parte como personaje de la Primera: la novela dentro de la novela. Nunca vi cosa igual. Con ello conseguís que sea leído como historia aquello que es producto de la fantasía. Y qué decir del diálogo entre caballero y escudero que es vuestro Quijote todo: lo que de mísero y de noble tiene nuestra existencia cabe en él, en él se sustenta y a él representa.
C – Temeridad por temeridad, que sean los tiempos venideros los que lancen su juicio de nuestras andanzas en la república de las letras ¿Os parece?
S - Sea, aunque yo vivo y preocúpame sólo el presente; de él como, por él siento y a él lego mis obras.
C - ¿Sois creyente, querido William?
S – No como vos, estimado Miguel: no puede imaginar ese lugar donde no retorna viajero alguno. Yo, en cambio, sé que vos sois piadoso, pero contemplo en vuestras obras ímprobos esfuerzos para aceptar al Dios católico de la Iglesia de Roma.
C – Si no otearais como lo hacéis el corazón del hombre, no podríais ser padre de tantos corazones que palpitan en vuestras obras. Dejémoslas a los demás como herencia y guardemos como en cofre el secreto de nuestras creencias, ¿Trato?
S – Trato. Fijaos que no cumplimos las promesas, y al final hablamos de nuestras obras y no de nuestras vidas.
C – Ha querido el Cielo o el destino que en nosotros ambas se confundan. Pero sigamos, aunque para ello sea menester dejar en la vereda nuestras promesas.
S – Vuestras comedias son entretenidas, regocijantes y bien tramadas, y vuestro verso notable, aunque yo no domino vuestra lengua como para estar atinado en la crítica, ¿Por qué entonces os pasasteis a la forma novelada?
C – Esta vez no me dio el Cielo la gracia que dio a Lope, a Góngora y a otros muchos poetas de esta edad dorada de nuestra república. A cambio, fui el primero en novelar sin copia ni imitación, sin la aguja italiana a la que otros se aferran. De nuestra vida somos deudores del Altísimo y no debemos malgastarla en caminos que nos importunan. El Quijote, en gran medida, es fruto de la casualidad y se ha inspirado en un anónimo, en el que un lector de romances se vuelve loco, sale a los caminos y retorna a su hogar apaleado. Allí vi a personajes y aventuras como en semilla: la fantasía y las ansias hicieron el resto. Sin embargo, mi verdadera novela es el Persiles, que aún no ha salido a la estampa: ahí es dónde expreso mi ideal de esta cocina de conceptos y sonidos que es esta nuestra república de las Letras. Pero hablemos de vos. Sois un gran poeta, como puede apreciarse por vuestros sonetos, por vuestro Venus y Adonis, y por la historia de Lucrecia, que tan maravillosamente habéis versificado, aunque yo, que apenas conozco vuestra lengua, tenga que dejar su juicio en suspenso ¿Por qué os fuisteis al terreno de la comedia?
S – Como vos sabéis, empecé siendo actor antes que autor, y aún antes fui guardador de caballos. Nuestras comedias no eran dignas de las que nos precedieron en Grecia y en Roma: o eran malas imitaciones o peores traducciones. En común tengo con mis contemporáneos, Johnson y Marlowe, su destino: servir a una jauría, nuestro público, que había que aplacar con terribles sucesos, captar su atención con tramas intrigantes y lanzar versos como dagas, que más hieren el corazón que mueven el pensamiento. Apenas había un momento para el sosiego; sólo cuando la fiera aplacaba sus instintos lanzaba algún que otro monólogo y remansaba la acción para volver, al poco tiempo, al delirio, a la pasión de mis criaturas, a su destino inevitable. Quizá vos habéis podido elegir, pero yo no escribí para la posteridad, sino para comer, respirar y vivir. Insisto: la vida es una farsa; ponerle pluma y tabla y tendréis el teatro, la representación de una representación, comedia para comediantes.
C – Sé que vivís por y para el mundo de la farándula, y que habéis alcanzado a nuestros antepasados, Eurípides, Plauto, Ovidio y a otros tantos modelos de la antigüedad, y diría que los habéis sobrepasado en trama y determinación. Yo he repartido, como vos sabéis, mi vida a partes iguales entre las armas y las letras. Fui marino en Lepanto, en la más alta ocasión que vieron los siglos. Allí quedé manco, pero el orgullo de aquella victoria fue bálsamo para mis heridas. Para mí el teatro encierra la vida pero no la sustituye; nos adentramos en vidas inventadas, pero sin confusión con la propia; respiramos otros aires durante breves momentos, pero el aire que nos alimenta lo llevamos con nosotros cuando la farsa acaba. La vida tiene su fin que la comedia no puede torcer. Acepto que la vida es comedia, pero esa comedia no cabe en las tablas de un teatro.
S – Sin embargo, sí habéis logrado confundiros con vuestros personajes y no creo adularos en exceso si dijera que vos y vuestro Quijote sois una misma cosa. Confusión por confusión, el teatro es para mí lo que vuestro hidalgo es a vos.
C – No vais descaminado, pero ello surgió sin propósito, como por encantamiento y carcelariamente. Sin embargo, El Quijote es un ideal que ningún mortal puede alcanzar, al igual que vuestro Hamlet, al que yo veo tan entremezclado con vos en sus reflexiones y en sus pasiones que apenas podría distinguiros. Confusión por confusión.
S – Pero recordar su final: muere a manos de otros tras cumplir su venganza; vuestro Quijote muere tras recuperar el juicio. ¡Querría para mí el final de vuestro héroe aunque mi corazón se acompasa con Hamlet!
C – Sí, pero recordad los principios: El Quijote se volvió loco a causa de sus lecturas, vuestro Hamlet, príncipe noble y culto, se encuentra sin padre, con la corona usurpada por su tío que además es su asesino y comparte el tálamo con su madre; ¿Podría acabar de otra manera de no ser por mediación del Hacedor?: del barro de la desesperación surgió el lodo de la venganza. Final terrible, pero acomodado a su principio.
S – En cambio, el final de vuestro héroe es reposado, recupera el juicio, hace testamente y muere, pero me parece más terrible que el de Hamlet, porque muere como personaje, muere su maravillosa locura al recuperar el juicio, muere sin ver cumplir su ideal y su ideal muere porque su locura no es simiente de otras locuras. Mi Hamlet también muere pero, al menos, mata la hierba putrefacta que nace en la cloaca que es este mundo.
C – El que siembra viento recoge tempestades, pero también una hierba sustituye a otra hierba. Vos mismo decís en una obra que la “culpa no es de nuestra estrella sino nuestra”. Vuestro Hamlet cambia la vida por la suya; El Quijote cambia el mundo con su ejemplo; Hamlet siembra y recoge; El Quijote siembra, pero deja que sea de otros la cosecha; Hamlet nos muestra lo que de innoble tiene nuestra existencia, El Quijote lo ejemplar de nuestros pasos.
S – Con su locura, El Quijote desnuda nuestras miserias.
C – Con su venganza, Hamlet hace justicia.
S – Larga vida a ambos.
C – Sea.
No soy capaz de valorarlo, pero lo que sí me llama la atención es el perfecto equilibrio que consiguió mi abuelo. No se puede decir que uno gane al otro en el espacio utilizado, ni en la fuerza expresiva, ni en las emociones desatadas, ni en la construcción de caracteres; y eso a pesar de que expresión, emociones y caracteres sean para ambos tan dispares. ¡Nunca estuvo mi abuelo tan camaleónico! Entonces aproveché la ocasión para preguntarle a cuál de los dos le hubiera gustado parecerse o reencarnarse, a lo cual me contestó con cierto desapego: “Cuando leas más a estos ingenios sabrás que me hubiera gustado parecerme a uno, pero que en realidad me parezco al otro. En cualquier caso con cualquiera quedaría contento. No te voy a decir la respuesta porque con el tiempo la sabrás”. Ahora, cuando hace ya algunos años que de mi abuelo sólo tengo sus libros y su recuerdo, sé la respuesta. ¿La sabría el lector?
Madrid, 3 de junio de 2008
EL TESORO DE LA FLOTA
Siempre escuché con curiosidad y satisfacción las historias que me contaba mi abuelo. Bueno, siempre no. Esta es una excepción. De esta me arrepiento, de esta maldigo el día que me la contó y cómo de forma inesperada fui protagonista. Al final se verá porqué. La reconstruiré fiado de mi memoria, puesto que de esta no guardo escrito alguno.
La historia se remonta al saqueo de Cádiz por los ingleses en 1596 y su intento frustrado de apoderarse de la flota de las indias presta para zarpar a su destino. Allí y en Puerto Real fueron quemados y hundidos muchos barcos por los propios marinos para impedir que ingleses y holandeses se apoderaran de los muchos tesoros que guardaban en sus entrañas. De allí surgieron muchas leyendas sobre tesoros hundidos y nunca recuperados. Una de estas me la contó mi abuelo. Decía que una familia gaditana que había seguido con una barcaza a uno de los galeones antes de hundirse, pudo subir a la cubierta del barco y apoderarse de un cofre lleno de piedras preciosas engastadas en oro. Mi abuelo siempre omitía los nombres propios para –según él- no comprometer a nadie. Así era mi abuelo, muy radical para lo bueno y para lo ¿malo? Pero dice la leyenda que ese tesoro estaba maldito por haberse obtenido en aquellas circunstancias: con robo y aprovechamiento de la desgracia de toda una ciudad. El caso es que un día los propietarios gaditanos decidieron venderlo a un rico comerciante de Cáceres que había hecho su fortuna en las Indias, o dicho de otra manera, era lo que se conocía por un indiano. El comerciante pagó la extraordinaria cifra de 5.000 ducados y cuando estaba haciendo la transacción ante el Colegio Notarial de Cáceres, el rico indiano le preguntó al cabeza de familia gaditano porqué no se quitaba los guantes y éste respondió: “Es una antigua costumbre de las familias nobiliarias de Cádiz. Supersticiones en las que la libertad de obrar queda atrapada como la polilla a la luz de la vela; a veces para siempre. No crea que no es incómodo para un comerciante; supongo que usted tendrá también alguna costumbre que no cuadre con la razón”. El indiano asintió con la cabeza pero no dijo nada, y cuando ya habían firmado los legajos e iban a estrecharse las manos como era costumbre para indicar que el honor también tiene su papel, el indiano le quitó un guante y lo que vio le estremeció: tenía la mano descarnada y ennegrecida. El comerciante gaditano dijo que se trataba de una rara enfermedad de la piel, excusó sus prisas alegando que le esperaba su familia porque hacía más de un mes que estaba lejos de ella y se fue.
Cuando todo acabó el indiano se llevó el cofre a su mansión de Trujillo y lo dejó en el patio a la vista de todos porque le podía más la presunción que el temor a los ladrones. Eso sí, dejó a su custodia 2 podencos de pura raza entrenados sólo para la guarda. Y cuando familiares y visitantes le preguntaban si podían ver el tesoro él siempre contestaba lo mismo: “Su valor está sujeto a plazo; tiempos vendrán”. En realidad, y aunque presumía de valiente, algún temor irracional le corría por todo el cuerpo y hasta por el fino traje. Pero como quiera que la tentación y la curiosidad son la llave de muchas desgracias, uno de los invitados que conocía a los podencos desde cachorros, les engatusó, se acercó al cofre, lo abrió y cogió a la vez que miraba un puñado de piedras preciosas. El curioso dio un grito espantoso diciendo: “¡Mis manos, mis ojos!” y de él nunca más se supo. Bueno, nunca más no, porque pasado cierto tiempo apareció un ciego con las manos vendadas que pedía como un pordiosero pero que hablaba como un licenciado de Palencia. Muchos sospecharon que era el mismo curioso que abrió el cofre, pero nunca pudo probarse. Lo que sí dice la leyenda es que el indiano caído en desgracia logró vender el cofre con su maldito tesoro a otro comerciante de Medinaceli que se había hecho rico con el comercio de la lana. Éste, aunque no se sabe cómo, logro sacar las piedras preciosas del oro que las aferraban y fundir este último con la intención de venderlo; y cuando estaba en esa tarea en la fragua de un amigo, empezó a sentirse mareado sin poder casi respirar y al tercer día se lo llevo el Altísimo –al menos eso deseaba la familia-. Sin duda fueron los gases de la fundición. Lo curioso es que esta vez los ojos y las manos quedaron indemnes. La familia del de Medinaceli no quiso saber nada del maldito tesoro o lo que quedara de él y vendió el oro a un rico escultor italiano que se decía heredero en artes del mismísimo Donatello. Fundió el escultor las piezas y creó una estatua que más que brillar fulguraba y tanto era su brillo con ser de ser de oro la escultura que el escultor en poco tiempo quedó ciego, y a pesar de lo cual decía: “Para un escultor las manos son los ojos y sus dedos son su vista. En poco estimo el ver para mi trabajo y en mucho gano con no ser testigo de la maldad de este mundo y de las miserias de los corazones que lo habitan”. Decía mi abuelo que el consuelo es el bálsamo de la desesperación y no seré yo quien le lleve la contraria. Pero, como siempre ocurre, los hijos del escultor no pensaban lo mismo, enterraron la escultura en sus tierras de Toledo y las vendieron sin decir nada. Dice la leyenda que desde entonces las tierras de los cigarrales están malditas y buena parte de las muertes en Toledo a lo largo de su rica historia no se debieron a la brutalidad de alanos, visigodos, árabes, muladíes, cristianos o judíos que lo habitaron, ni a las pestes, ni a las hambrunas, sino a las tierras de un ciego escultor que quedaron malditas. Perdón por el anacronismo histórico, pero las leyendas no entienden de historia.
Todo esto son sólo pinceladas de una leyenda que un día le contó a mi abuelo un amigo suyo. Un día se presentó a casa de mi abuelo el amigo cuando me contaba una leyenda de un pájaro parlanchín e imitador que en tierras de América llaman guacamayo. El caso me sorprendió porque el amigo llevaba unos finos guantes en el mes de junio. Hablaron de unas tierras en Toledo. Recuerdo que se quitó uno de los guantes y por el ademán debió enseñar la mano izquierda a mi abuelo, pero yo quedaba a la espalda y no pude ver nada. Cuando se fue tomé un guante que se había dejado el amigo y me lo puse. Mi abuelo que me vio me soltó un grito atronador: “Quítate eso, maldito curioso”. Luego de disculparse por el exabrupto me contó la leyenda. Desde entonces me miro las manos continuamente y a veces creo tenerlas más ennegrecidas que el resto del cuerpo. Desde entonces es una obsesión que me persigue. Incluso en pleno invierno no me pongo guantes para poder ver mis manos continuamente. Sí, estoy arrepentido de conocer esta leyenda.
Madrid, 6 de junio de 2008
LA INDIANA
Un día le hice notar a mi abuelo que en sus relatos orales o escritos, o en las notas que había dejado en los libros nunca, o casi nunca, aparecían personajes femeninos, ni tampoco algún amorío propio de la juventud. Mi abuelo se quedó meditando y me dijo: “Es cierto y no tengo ahora una explicación. Para compensar te relataré una historia donde la protagonista es una mujer”. A continuación expongo el relato que deseo que mi pobre ingenio no apague al brillante orador que era mi abuelo Berto.
Dice una leyenda sevillana que llegó a Sevilla un rico castellano que había hecho su fortuna comerciando con el trigo de su reino. Corría el año 1717 y aún en las Españas no se habían cerrado las heridas por las guerras de sucesión a la corona. Nuestro rico comerciante, que aún era joven y soltero, quería cumplir con el rito o el deseo –que cada cual lo cuadre como mejor quiera- de ir a Sevilla, la ciudad de las maravillas, que como dijo el poeta “bien valía un doblón por describilla”. Era justo el año en el que su Casa de Contratación perdía el monopolio sobre el comercio americano por decisión del nuevo rey Felipe V. Y quiso la fortuna –o más bien el infortunio, que esto es opinable- que se encontrara con unos indianos en la Casa de Contratación, dueños de un barco, que según los deseos del castellano les llevaría a las Indias; y quiso la misma diosa que le mostraran los indianos –padre e hijo- un retrato al óleo de la hija y hermana. El comerciante quedó tan prendado que les dijo a ambos: “Juro que invertiré mi tiempo y mi fortuna hasta conseguir casamiento con tal beldad, humana representación de la diosa Afrodita”. Los dos familiares se miraron nada sorprendidos, esbozaron una sonrisa, y el padre dijo: “No es necesario una fortuna, pero sí tiene su tiempo y su valor traerla desde Lima, ciudad donde tienen asiento nuestras vidas. Ella es aún casi una niña, pero ante tan noble y principal persona sólo júbilo nos produce su deseo”. Quedáronse discutiendo los pormenores que debían llevar ante el altar al comerciante y a la indiana ausente. La leyenda dice que el primero pagó una fuerte cantidad para llenar todos los gastos que hicieran posible sus deseos y se despidieron con la promesa no escrita de que en la próxima flotilla que viniera de Nueva España traerían a la bella indiana para los desposorios. Pero pasaron 6 meses y los indianos no aparecieron; y 2 años después no daban señales de vida. Visto lo cual, el rico castellano, de nombre Sebastián García de Cienfuegos, marchó a Cádiz, tomó un barco, navegó hasta Perú y recorrió Lima hasta dar con la bella nativa del retrato, cuyo nombre era Dolores. Pero se encontró con algo más: que ni era de noble cuna, ni era una niña que no pudiera contraer nupcias –incluso sin contar los 2 años de espera-, ni la familia tenía la menor intención de casarla porque ya lo estaba con un campesino bien acomodado, aunque no rico, de la bella ciudad andina. Y el rico comerciante castellano, que aspiraba a algún título nobiliario porque la sola fortuna le sabía a poco, se dijo: “Padre e hijo merecen morir por la estafa que se me ha hecho a mi persona y a mi honor, y porque estoy seguro de que no soy el único”. No obstante pensó que con mal pie empezaría una boda si la consorte tuviera que lamentar la pérdida de sus seres queridos y dejó su odio para mejor ocasión. Un día se hizo el encontradizo con Dolores, le explicó sus sentimientos y le contó la historia que conocía de sus parientes y la bella indiana le dijo: “Ruego por los cielos y sus círculos donde habitan seres celestiales que no hagas ningún daño a mi familia por sus mentiras. Somos una familia venida a menos y con muchas deudas contraídas por negocios ruinosos. Mi padre y hermano han obrado mal, pero dejad que el Altísimo los juzgue; yo me casaré con vos, a pesar de que mi corazón no os pertenece”. El aspirante a noble le contestó: “Nada más lejos de mi intención que compartir fortuna y lecho con alguien que no me desea. Estaré aquí 2 años más e intentaré con mis artes que Cupido haga de las suyas y, quizá entonces, sea otra la opinión de la más bella de las andinas diosas”. Pasaron, no 2, sino 3 años, y cuando parecía que lo había conseguido –eso creía él-, la bella indiana se negó a marcharse con el castellano alegando que lo primero era su familia y luego su felicidad, porque la segunda no se podía dar sin la primera. El comerciante de trigo, que era conocido por sus ataques de furia, la aferró por el cuello con ánimo de dar salida más a su ira que de hacerla grave daño, pero fue tal su exceso que perdió el mínimo control debido hasta que la bella quedó inmóvil; y con Dolores en sus brazos se dijo: “Debo volver a España, pero no puedo dejar a padre e hijo estafando a castellanos y no castellanos; además, la única manera de recuperar mi fortuna será a costa de la vida de los estafadores”. Ahora se dio cuenta de que no tenía una explicación de la muerte de la bella indiana para sus parientes; pensó también que su pecado era muy grande, su ofensa imperdonable y que no merecía seguir viviendo después de todo aquello. Y así decidió que compraría un barco con el resto de su fortuna, embarcaría con engaños al padre y al hermano y a él mismo y lo hundiría en medio de la mar. Y así hizo, pero fuera porque la fortuna estaba de su lado o porque aún no había llegado su hora, increíblemente se despertó después de la explosión de la santa bárbara del barco agarrado a un tablón y siendo recogido por otro barco que hacía la misma ruta. Todo parecía indicar que era el único superviviente. El capitán del barco era una mujer que portaba un vestido largo y ocultaba parcialmente su rostro con una capucha, y acercándose a él le dijo: “Aunque pienses lo contrario, esto no es obra de la fortuna”. El castellano le preguntó porqué ocultaba su rostro y su cuello y élla le contestó: “No puedo enseñarte mi rostro porque tiene cicatrices de un incendio y mi cuello señales de un bruto furioso. Estás salvado, no por la generosidad de quien os habla, sino para que vivas en la desesperación y el arrepentimiento lo que te resta de vida, ¡asesino!”. Tan injustas le parecieron estas palabras –aunque no exentas de verdad- de la capitana que, no pudiendo de nuevo dominar su furia, mató a su guardián e intentó quitarla la capucha; élla se resistió y se zafó de él, pero con tan mala suerte que calló para atrás, se golpeó la nuca y murió. El castellano, ahora ya sin oposición, le quitó la capucha y lo que vio le llenó de desesperación: ¡era la bella indiana!, la que creía que había sido víctima de su furia en tierra, ahora lo era en medio de la mar, más por el azar que por su deseo. Arrepentido y desesperado, en efecto, se tiró al mar para acabar con tanto desacierto, con tanta sinrazón que le dominaba. Pero cuando el destino no hace diana es inútil forzarlo y el castellano despertó en el Guadalquivir en una chalupa. Había sido recogido por otro barco de nuevo ya cerca de las costas gaditanas. Y así acabaron los intentos de desposorio del rico comerciante y las vidas de los indianos. Hizo construir una estatua toda de oro y plata en honor de Dolores que el tiempo y la codicia no han perdonado. Y dice la leyenda que desde la muerte del furioso merodea por los campos de Castilla un fantasma que repite continuamente: “¡Oh Satán, llévame a tu guarida que otra cosa no merezco!”.
A medida que me iba contando mi abuelo la leyenda apareció en mí una inquietud que no se debía ni a la intriga de la historia ni al sosiego con que la contaba. No sabía porqué hasta que llegó mi abuela Francisca y dijo: “¡A ver, nieto y abuelo, la cena está lista para los dos!”. En efecto hoy comía en casa de mis abuelos, pero lo que pasó de la inquietud al asombro fue ver a mi abuela: ahora caí que siempre llevaba un grueso pañuelo de seda aferrado a su garganta y que nunca había visto su cuello; además tenía señales de antiguas quemaduras en su rostro. Yo no tengo carácter para soportar la curiosidad sin darla satisfacción y un día pregunté a mi abuela Francisca cómo había conocido al abuelo mirando fijamente su cuello; ella me contestó mientras tocaba su pañuelo con sus dedos y los apretaba contra la prenda: “En trágicas circunstancias. A tu abuelo le debo todo: le debo la vida… y la muerte, y el me debe la muerte… y la vida. Pero no quiero hablar de eso: cuando los recuerdos no nos hacen felices es mejor no sacarlos a pasear”. Tengo que decir que mi abuela era muy lacónica y estas frases eran muy largas para lo que acostumbraba, todo lo contrario que mi abuelo, que gustaba del verbo pomposo, del adjetivo brillante y de la metáfora sorprendente.
Yo estoy intrigado por esta historia, por ciertos anacronismos históricos, por el pañuelo y las heridas de mi abuela, por la falta de concreción de la historia –como la de los indianos-, por lo pueril de algunas concreciones, y por el esfuerzo de mi abuelo en emplear un lenguaje que no es propio de nuestro tiempo. Parecería que hubiera situado la leyenda en una época que no es la suya.
No he vuelto a hablar de todo esto con ellos porque parecen más felices en el olvido que en la memoria. Cosas de la edad, supongo.
Madrid, 10 de junio de 2008
EL ORÁCULO
Todo empezó el día que me armé de valor y pregunté a mi abuelo el porqué de su empeño de que yo heredara su Biblioteca. Le dije que mi agradecimiento era infinito y que la cuidaría como una madre cuida a un hijo, pero que no quería ser ni instrumento ni objeto de discriminación o privilegio, que la familia era frondosa y yo una rama de tercer grado. Mi abuelo me dijo: “Quiero romper la profecía, las palabras del oráculo indio, no perderé la riqueza que para mí es la biblioteca; además tu alma coincidirá en esta vida con la mía en el tiempo y así no se producirá la transmigración jainista de las almas y podré ser consecuentemente ateo”. En mi vida –poca aún- me había quedado tan estupefacto: no sabía nada de la índica profecía, de la creencia en la transmigración, ni en el empeño de mi abuelo en ir contra la profecía que el padre de mi abuelo había recibido en estigma en tierras indias. Interrogando a mi abuelo me dijo que él no estuvo en esas tierras orientales donde se profesa la no violencia, las tierras de Buda y Mahavira, del budismo y el jainismo, del valle del Indo, donde se escribieron los inmensos poemas de el Ramayana y el Mahabharata, donde se fundaron los poblados de Mohenjodaro y Harappa. Todo esto lo he sabido mucho después cuando concluí mi investigación acerca de la profecía. Días después mi abuelo, sentado en su sillón preferido me dijo sin que yo le preguntara nada: “De joven tuve la osadía, la falsa modestia, de saberlo todo. Tarde me he dado cuenta de mi error. Quiero reparar el daño a mi alma transmigrante porque el pecado de la soberbia se paga con el olvido y la desmemoria”. Con la edad parecería que lo de panteísta había transmigrado de adjetivo engreído a sujeto protagonista y lo de ateo –que también lo era-, de orgulloso sujeto a precavido adjetivo. Entonces le pregunté por la profecía y él, casi a regañadientes, me la dijo. Dice así:
serás hijo de harapientos, pero rico
vivirás en medio de la riqueza, pero pobre
y cuando mueras no sabrás que fuiste pobre y rico, rico y pobre
y perderás toda tu riqueza antes de morir
Y añadió: “Yo no acabo de entenderla del todo, sólo en parte. Yo quiero romperla y tú me servirás doblemente para interpretarla y romperla”. Y entonces mi abuelo me soltó la divagación que sigue: “Hay que interpretarlos con amplitud de miras: sin oráculos no habría Edipo, Macbeth, Segismundo. El teatro es hijo de la ambigüedad, de la polisemia, del engaño y la traición, que todo viene a ser lo mismo. Y todo ello adulterado con la metáfora, que es la mentira de los dioses. Sin metáfora no habría arte, sólo descripción. Interpreta, muchacho, interpreta”. Mi abuelo tapaba la incredulidad de sus palabras con la fascinación de la sorpresa: no había tiempo para reponerse y pensar.
Y un día, cuando mi abuelo hacía 5 años que había muerto, me fui a la actual Pakistán, a tierras de Harappa, al poblado del río Ravi donde ¿predicó? mi bisabuelo el castellano y dejó escuela, y dónde hubo un templo famoso por sus oráculos. Allí me encontré a un monje jainista que le conoció y que sabía de la profecía porque era el escribano del oráculo, el notario de sus palabras o, como él decía poéticamente –para el gusto occidental algo cursi- “el viento de los destinos”. Charlamos largamente porque el hablaba el castellano fruto de la siembra del padre de mi abuelo. Poco a poco fui descubriendo los secretos de la profecía, algunos evidentes y otros no tanto, que luego se verán. A mí me inquietaba si, a la postre, mi abuelo se había salido con la suya, había roto el destino, desacreditado el oráculo, contradicho lo profético. Y así estábamos cuando apareció un niño de poca edad y me sorprendió la reprimenda que el monje le echó; el niño se alejó mirándome con una curiosidad y una fijación impropia de su edad. El monje, ante mi cara de estupor y desagrado, me dijo: “Es mi hijo como podéis haber imaginado. Todo su afán es salir del entorno del templo cuando no está en la biblioteca con los profesores y resto de los alumnos. Parece mayor porque habréis podido comprobar su altura, pero sólo tiene 5 años recién cumplidos. Afuera acechan delincuentes de toda laya y no puede mezclarse. Sueña con visitar Occidente, sueña a veces con ciudades donde se mezclan lenguas y religiones, donde se pisa sobre tesoros escondidos, donde el sol caliente pero no quema, donde la lluvia moja pero no empapa; sueña con ciudades como belenes rodeadas de secas tierras y claros cielos. Si lo deseáis podéis hablar con él; no os preocupéis porque tiene el don de lenguas y os entenderá”. Agradecí su ofrecimiento, pero ya había tenido bastante y decidí volver sin hablar con el niño por miedo a que la razón y la ciencia no cuadrara con la intuición que me salía a borbotones.
¡Ah, se me olvidaba! He de explicar mis pesquisas acerca de la profecía. No es complicada: “Serás hijo de harapientos, pero rico”. En efecto mi abuelo –porque la profecía se refería a mi abuelo y no a su padre- era hijo adoptivo de los naturales de Harappa, aunque el patronímico aceptado es harapenses; y rico porque mi abuelo lo era al menos intelectualmente. “Vivirás en medio de la riqueza, pero pobre”. Estará claro para el que haya leído el relato de “El Alquimista de Toledo”, donde mi abuelo tenía una casa y sabía de la tumba del alquimista que transmuto sus huesos en oro y en un rincón del cementerio reposan, justo muy cerca de su finca. “Cuando mueras no sabrás que fuiste pobre y rico, y rico y pobre”. ¿Sabía mi abuelo lo anterior a la hora de su muerte? A mi abuelo le sobraba perspicacia para eso y mucho más. “Y perderás tu riqueza antes de morir”. La riqueza, claro está, era su biblioteca, que me la legó.
¿Se cumplió entonces el oráculo o no?: que el lector lo juzgue. Yo en cambio sigo pensando en la muerte mi abuelo hace 5 años, en el hijo del monje jainista de 5 años, en su don de lenguas, en la descripción de la ciudad de sus sueños y en la transmigración de las almas, y una sombra recorre mis certezas: ¿consiguió mi abuelo romper el mito de la transmigración declarándome heredero de la biblioteca para que coincidieran su alma, mi alma y su riqueza? ¿Logró evitar su reencarnación? A veces he deseado volver a Harappa y hablar con el hijo del monje jainista, pero no he tenido valor. Quizá algún día.
Madrid, 18 de junio de 2006
EL UNIVERSO Y EL INFINITO
Normalmente era yo el que distraía la atención de mi abuelo de sus lecturas lanzándole interrogantes, pero esta vez fue él el que requirió mi atención: “Nieto, tengo al menos 2 problemas que plantearte ahora que ya eres ingeniero”. Doble sorpresa, porque no imaginaba nada que yo pudiera hacer o pensar que captara la atención de mi abuelo, satisfacer su curiosidad o resolver una duda. Esto fue lo que me planteó: “Empezaré con un texto de Borges que habla del sótano de un comedor donde se encontraba lo que el llama un Aleph, que es el lugar donde están sin confundirse, todos los lugares del mundo vistos desde todos los ángulos. Querría que… ”. Y entonces le interrumpí pensando que deseaba que resolviera ese problema ingenieril, pero no era eso exactamente y continuó: “No ese el problema que quiero que resuelvas, sino otro parecido. La solución de éste es fácil, porque estaría en el centro de una esfera donde cupiera todo el Universo y fuera de la cual se construyera un espejo que sería una esfera concéntrica y exterior al mismo de tal forma que reflejara hacia el centro todas la imágenes. En ese centro estaría un observador con un telescopio que girara en todas la direcciones; con ello se cumpliría el requisito del Aleph de Borges. Yo voy más allá y te planteo cuál sería el lugar del Universo –si es que hay a un solo lugar- desde donde se vería el mismo desde todos los puntos de vista posible simultáneamente”. Le pedí entonces unos días para reflexionar sobre el problema y cuando ya me iba se sentó en su butaca, me invitó a sentarme en el sofá y me dijo: “Nieto, este problema es un aperitivo, un entremés en este teatro del mundo que es nuestra existencia. Hay algo mucho más importante que quiero que hagas por mí. Tú conoces mi amor por los libros y aquí he pasado horas felices hojeándolos a veces, meditando sobre tantas lecturas, y muchas veces tú has sido testigo y una excelente compañía. Pero tantas otras no me has encontrado arguyendo por mi parte todo tipo de excusas, dando pie a conjeturas. Te diré ahora que esas ausencias –para tu abuela andanzas- se deben en realidad a mi pertenencia –y esto es un secreto incluso para tu abuela- a la secta… -y mi abuelo siguió de la misma manera a pesar de mi cara de sorpresa- … de los pitagóricos. No es el momento de que te explique porqué y cómo he llegado a ser un personaje principal en la rama española de esta secta a pesar de mi ateismo y mis divergencias con la teoría de la transmigración de las almas de la línea ortodoxa pitagórica. A pesar de ello, digo, he sido encargado de valorar el daño que ha hecho la teoría de los números de un gran matemático. Ese matemático, como ya habrás adivinado, es Georg Cantor: personaje de gran valía intelectual, de origen ruso, que escribió en alemán, que vivió en Alemania y murió loco o casi; también el encargo versa sobre su posible refutación. Quiero decirte que el trabajo entraña algún riesgo, por lo que entenderé que desistas en ayudarme”. Nunca estuve más inmóvil escuchando a mi abuelo, nunca con tanta atención, nunca con tanta sorpresa, nunca con tanta intriga. Mi abuelo siguió: “Ya nos hizo mucho daño el descubrimiento -¿o es invención?- de los irracionales en el triangulo rectángulo de catetos iguales de valor 1; también el desplazamiento de los números naturales por los números primos como ladrillos de la Aritmética; pero la teoría cantoriana de la posibilidad de infinitos de diferente tamaño nos ha dado la puntilla”. Mi respuesta fue como sigue: “Tengo un conocimiento limitado de lo que me decís, pero conozco a una persona especialista en el tema de los transfinitos y podrá ayudarme y ayudarte”. Mi abuelo terminó la reunión con estas palabras: “Siento hacerte partícipe de todo esto, de meterte en berenjenales semejantes, pero estoy metido en un gran lío. Hay gente muy dogmática, muy exaltada, dispuesta a defender esto no con la serenidad del filósofo, no con el rigor del científico, sino con la fe del guerrero o con el dogmatismo del converso. Y para nosotros estas cuestiones son tan importantes como el evolucionismo para un darwiniano, la teoría del eterno retorno para un conformista, o la teoría del arrepentimiento para un pecador cristiano”.
La compañera experta en los transfinitos y en los conjuntos cantorianos se llamaba Luz. Era pequeña, pero de enorme energía, decidida y crítica al sistema cantoriano. Yo lo expresé la extrañeza de que hubiera escuelas en la matemática que estuvieran enfrentadas hasta extremos peligrosos y me contestó: “Ahora no, pero en tiempos podían llegar al duelo. Precisamente a Cantor le hicieron la vida imposible. Es tradicional reunir a los matemáticos en 3 escuelas: la intuicionista, la logicista y la formalista, cada una con sus líderes, más de antaño que de hogaño. Te haré un resumen de lo que me pides”. Y terminó con una despedida y alguna conversación personal que no reproduzco porque no viene al caso. Yo, por mi parte, había resuelto el problema del Aleph, versión mi abuelo; o al menos eso creía yo. Un día que le pillé relajado en su sillón, sin libro alguno en sus manos, se lo conté: “Abuelo, creo que tengo resuelto el problema planteado. La solución es parecida a la suya, pero en lugar de un conjunto de espejos planos con espejos parabólicos de anchura cada espejo del diámetro del Universo y el foco hacia el centro del mismo, en una esfera también exterior al Universo. En ese centro habría también un observador con un telescopio que rotara sobre sí mismo en todas las direcciones. ¿Qué le parece, abuelo?”. Yo creía que se sumergiría en alguna profunda meditación, recostando más su corpachón sobre el sillón y exhalando humo de su pipa; todo lo contrario, se incorporó hacia delante, se sonrió y me dijo: “Crees acaso que no he pensado en esa solución. Sin embargo tiene algunos defectos: 1) cada espejo nos da, en efecto, un punto de vista del Universo diferente y completo, pero debe construirse en el infinito para tener una infinidad de puntos de vista posibles; 2) no se puede ver simultáneamente porque los objetos estarían a diferentes distancias tanto de la corona exterior de espejos como del centro, donde está ubicado el observador; 3) la velocidad de la luz no es infinita, no es instantánea, como bien sabes, y lo que veríamos no es el Universo en un momento determinado, sino todo un historial del mismo; 4) la luz, fruto de tanto espejo, llenaría el Universo y no podríamos distinguir la distancia entre objetos. Ha sido un intento loable, pero no hay solución. Medítalo con la almohada”. Nunca le pillabas, todo lo tenía pensado, con o sin solución.
En pocos días tenía un escrito de Luz sobre el problema cantoriano de la multiplicidad de infinitos de distinto tamaño. Decía así:
“Es este un leve resumen de un trabajo más amplio que presento como tesis de doctorado. Voy al grano, sin preámbulos ni consideraciones históricas. Te voy a indicar 2 defectos al menos del trabajo de Cantor: 1) el matemático de origen ruso parte de la hipótesis de que se puede contar, trabajar con el infinito actual como un conjunto ya hecho, sobre y con el que podemos operar de acuerdo con la regla de la teoría de conjuntos, frente al infinito potencial de Aristóteles, Euclides, Galileo, Gauss, etc., que es sólo la posibilidad de hacer algo –contar, ordenar, etc.- indefinidamente. Para mí el error de Cantor es el de mezclar en el curso de una demostración los 2 infinitos, lo cual no me parece permitido: parte del conjunto de los números reales (infinito actual) y con el método de la diagonal obtiene un número distinto de todos los demás por construcción (infinito potencial); 2) Cantor demuestra con toda razón que el conjunto de los subconjuntos de un conjunto tienes más elementos que el conjunto primitivo, lo cual es una demostración genial e irrefutable. Pero entonces qué pasa si partimos del conjunto Universal, es decir, del conjunto de todos los conjuntos posibles. Si hacemos lo mismo y calculamos –mera hipótesis- el conjunto de todos los subconjuntos posibles del conjunto Universal obtendríamos un conjunto mayor que el conjunto Universal, lo cual es una contradicción porque hemos partido del conjunto mayor posible (el Universal). Tengo más cosas, pero de momento y para tranquilizar a tu abuelo creo que esto será suficiente”.
Y Luz se despedía con consideraciones personales de nuevo y comunicándome que había recibido una carta anónima estos días con un dibujo de un pentagrama, con el número 666 debajo y el siguiente comentario: “desiste de cambiar la música de las esferas”. Se lo enseñé a mi abuelo un día que buscaba desesperadamente un libro. “Un momento, nieto, que no encuentro el libro sobre Pitágoras de Bergua de 1958”. Una vez encontrado el texto y feliz como un niño, tomó mi abuelo el escrito de Luz y la carta anónima y lo leyó. Una sonrisa de satisfacción recorrió su rostro cuando leyó el escrito para apagarse después cuando vio la carta y me dijo: “Conserva el anonimato de todo cuanto te he dicho, de este escrito, de ti y, sobre todo, de tu amiga Luz. Hay quienes se han vuelto creyentes: guárdate de ellos porque querrán que seas su cómplice”. Con el tiempo he recordado que al irme de la reunión con mi abuelo pude observar que había restos de 2 cigarros en un cenicero y que mi abuelo sólo fumaba largos y parsimoniosos puros.
Yo no guardé ninguna prevención de las advertencias del abuelo porque las creía exageradas. Dicen que con la edad se adivinan fantasmas donde sólo hay preocupaciones, obsesiones, frustraciones del pasado. Y sin embargo, cuando murió mi abuelo ocurrió que al día siguiente desapareció Luz. Han pasado 5 años desde entonces y no hemos vuelto a saber nada de ella. Cuando recuerdo a Luz siento en mi cara ondear el velo de la culpa y un vacío que aún no he llenado.
Madrid, 21 de junio de 2008
EL FINAL DE SALGARI
Siempre que iba a casa de mis abuelos se repetía la misma escena, el mismo ritual: me abría mi abuela, le daba un beso, le preguntaba por el abuelo y ella decía: “donde puedes imaginarte”. Y a continuación saludaba a mi abuelo, que solía estar paseando con un libro en la mano o sentado en el sillón. Pero esta vez no, esta vez le encontré sentado, con un libro en la mano y… dormido. El libro era “Los misterios de la jungla”, de Emilio Salgari. Tomé un libro de Conan Doyle, me senté en el sofá y esperé a que despertara. Mi abuelo decía que para los artistas “los sueños eran el silbido de las musas”. A mí me parecía algo cursi, pero era una opinión que siempre callé. Cuando se despertó le dije: “Abuelo, me has contado muchas historias, algunas de misterio, algunas leyendas, pero ninguna policíaca como las que he estado leyendo: ¿sabes de alguna?”. Sonriendo me contestó: “No sólo se una, sino que he vivido alguna notable. Por cierto, que estás leyendo un libro en el que sus 2 personajes principales están muy por encima del autor”. Le dije que estaba de acuerdo y que me suponía a veces un problema cuando redactaba las historias que me contaba cómo situarlas ante el lector. Me soltó lo que sigue: “Esa es una decisión personal que cada escritor debe resolver, pero que dice mucho de su actitud y personalidad. Valle-Inclán comentaba que había 3 formas de colocarse ante las criaturas de ficción. Te lo diré con mi propias palabras: una es como un demiurgo que manejara a sus criaturas a su antojo, mirándolas por encima del hombro, como hace Zeus con sus héroes y mitos donde el destino y el dios de los dioses están sujetos por un imperceptible hilo que nadie puede romper: es el caso de Cervantes; otra actitud es la de Shakespeare, tratándolas de tú a tú, paseando con ellas, sufriendo con ellas hasta sucumbir con ellas, como el fantasma del padre de Hamlet; la tercera es de rodillas, como hace Homero ante sus héroes de la Iliada, con Aquiles en la Odisea, oculto tras el telón del teatro de la vida, como un discreto amanuense que fuera más un notario de la época que su autor”. Le dije que me parecía que se había desviado del tema, pero que no obstante agradecía lo que de provechoso tenían sus palabras y prosiguió: “Resultó impactante la noticia de que en 1911 el celebrado escritor italiano Emilio Salgari se suicidara haciéndose el hara-kiri, ritual japonés que castiga a los que pierden el honor u ofenden sin justificación. La fotografía publicada en Blanco Y Negro aparecía con un corte en el vientre de derecha a izquierda que subía luego hasta el esternón. Durante mucho tiempo guardé el recorte y la fotografía por casualidad, hasta que un día fui al Museo del Prado y volví a ver las Meninas. Eso me dio una pista para resolver el caso”. Miré atónito a mi abuelo: no sabía que hubiera “caso” y menos aún podía relacionar el cuadro de Velázquez con un asesinato de un escritor italiano acaecido en 1911. Pero con mi abuelo había que tener cuidado, porque era un taimado jugador de cartas y siempre sacaba ases de donde menos se esperaba o, como el decía, “en el juego de cartas, el destino da la suerte, pero la baraja la pongo yo”. Al ver mi nerviosismo me dijo: “Tranquilo, nieto, que todo se andará. En un relato no importa lo que cuentas, sino la cadencia de sonidos y silencios que son las palabras, al igual que una sinfonía, y tan malo es caer en la precipitación omitiendo información vital, como alargar con banalidades lo que la imaginación puede suplir. Creo que por hoy es bastante. Mañana seguiremos”.
Al día siguiente estaba de nuevo en la biblioteca de mi abuelo. No pude entender porqué cortó la reunión del día anterior: con el tiempo he comprendido que hay un mundo entre las ansias de la juventud y el escepticismo de la vejez. Entonces, más animado que el día anterior, continuó: “Mira nieto, hay cuadros de gran fuerza expresiva, como los de Miguel Ángel o Caravaggio; otros que nos cuentan un mundo, como los de Goya o Rembrandt; y otros de gran perfección, como los de Durero o Rafael. Sin embargo nada tan inolvidables como los de Velázquez y, especialmente, el de Las Meninas. Recuerda: 11 personajes llenan una estancia con pinturas. El propio pintor aparece como asomándose detrás del cuadro y deja de pintar; la infanta Margarita mira de frente, pero su cara está ladeada a su izquierda, como si acabara de dejar de mirar el juego del más pequeño de los personajes, Nicolasito, que pisa al mastín. Una de las meninas le da un búcaro con agua a la infanta, mientras la otra parece iniciar un saludo al rey y la reina que acaban de entrar a la sala, según se refleja en el espejo del fondo. Al lado del espejo hay una puerta abierta por donde se dibuja la silueta del aposentador de la reina. Hay 2 personajes más en un segundo plano, pero que omito para no alargarme, además de la enana hidrófila Mari Bárbola”. Mi abuelo tenía la teoría de que el cuadro fue pintado en 2 etapas: “en la primera –decía él- Velázquez pintó los personajes que aparecen en primer plano, los hizo reflejar en un espejo, enfrente del cual había a lo lejos una puerta abierta y a su izquierda una ventana también abierta. Eso le dio el increíble juego de luces y de planos que aparece en el cuadro. Hay que decir que durante mucho tiempo estuvo en una sala enfrente del cual había un gran espejo para poder observar el cuadro a través de él. Además… ”. No pude aguantar y levantándome le dije que no entendía que relación había entre el cuadro y la muerte de Salgari y me contestó: “Cuanto antes adquieras la virtud de la paciencia, antes podrás disfrutar de la madurez que pueden darte los años. Es largo de explicar, pero el resultado es que, como ocurre con las figuras reflejadas en el espejo, la derecha se hace izquierda y al revés. Esto me dio la pista para percatarme de que el recorrido de la herida producida por la espada corta era la contraria de la que corresponde al ritual suicida japonés: este exige que sea de izquierda a derecha. La conclusión es fácil: alguien se tomó la molestia de que la muerte de Emilio Salgari no pareciera un suicidio sino un homicidio, y fotografió al cadáver frente a un espejo. La misma fotografía se publicó en todas las revistas de la época. Nadie se percató del detalle y la cosa no se investigó. Había ya precedentes de suicidios en la familia Salgari y 3 de sus hijos también se suicidaron; parecía natural que el escritor corriera la misma suerte”. Le dije a mi abuelo que era un caso digno del mismo Holmes y me dijo: “Le hubiera parecido muy sencillo, porque el misterio de la muerte de Salgari no es si fue un suicidio o un homicidio, sino porqué alguien se tomó tantas molestias en que pareciera que era un homicidio, dando sólo una pista y no fácil, en lugar de recurrir a una revista o periódico de la época y contar sus sospechas: sólo un experto en el ritual japonés podría haberse percatado. Los años han enterrado todo esto y nadie que yo sepa ha replanteado la cuestión”. Le sugerí que él, que tenía acceso a algún periódico y a alguna revista, lo replanteara y estas fueron sus palabras: “cuando el Diablo está enredado con encíclicas y asuntos teologales más vale no meneallo”.
No sé si toda esta peripecia es real o inventada. Quizá tampoco importe. A mí lo que me sorprende es el mecanismo mental le llevó a mi abuelo a relacionar sus opiniones sobre el cuadro pintado en 1656 por el sevillano con la muerte en 1911 del escritor italiano: los caminos de la mente son realmente insondables.
Madrid, 26 de junio de 2008
MARDUCK Y BALTASAR
Era normal que fuera yo el se presentara en la biblioteca de mi abuelo para charlar con él, hojear sus libros o, simplemente, hacerle compañía. Sin embargo, un día fue él el que me llamó y me dijo: “Querido nieto, ya sabes que tengo muchos años y siento que la naturaleza ha trazado ya casi todo su curso. Te quedaste huérfano en temprana edad y sé que he sido para ti más que un reverente anciano el padre ausente. Estás dotado de grandes cualidades, pero tienes que saber que no siempre la virtud lleva a la felicidad. Debes administrar la generosidad con la astucia suficiente para que el egoísta no cobre ventaja. Sé que esto es fácil de decir, pero muy difícil de amarrar. A modo de ejemplo y huyendo de cualquier tentación moralizante propia de los que creen que sus principios están escritos en tablas indelebles, te contaré una leyenda babilónica que permite la reflexión sin descuidar el entretenimiento”. Y mi abuelo comenzó la siguiente narración:
Un zapatero que antes fue comerciante tenía un cachorro de perro que se llamaba Marduck y una gata cumplida en años que se llamaba Baltasar. Estamos en Babilonia en el año 605 a.c., riquísima ciudad, poblada por más de 300.000 almas, cruce de caravanas, lugar de lujuria para unos, depósito de la felicidad para otros, ombligo de civilizaciones para los más, centro del Mundo. Gobernaba el gran Nabucodonosor II. El ingenuo zapatero, aunque gran amante de los animales, daba de comer a la vez y juntos a sus animalitos antes de ir a su tarea de echar suelas de esparto a los zapatos y coserlos con finas cuerdas traídas de Arabia. Pero cuando se quedaban solos, la astuta gata cogía entre sus dientes todas las tajadas de carne y pescado que podía, saltaba la valla que separaba la zapatería y a los pies de la misma enterraba las viandas para que su familia minina, que no tenían la suerte de tener un amo -3 gatitos y sus ancianos padres-, pudieran comer algún bocado al cabo del día. Y la gata decía para sus adentros: “lo siento joven chucho, pero eres de otra raza y antes están los míos. Además no soporto tu olor y ese trato de favor y esas babas que se le caen a nuestro amo cuando juega contigo; en cambio conmigo y, a pesar de ser un ser superior como felino que soy -pariente de tigres y leones- apenas me pasa la mano por el lomo dos o tres veces al día. No, no soporto esta discriminación”. Y pasaron unos meses y el pobre cachorro estaba cada vez más escuálido, fruto del poco comer y de su mucha actividad, y un día era tan fuerte el hambre que se escapó de la casa. El zapatero quedó compungido y, en cambio, la gata parecía cada vez más oronda que nunca. Sin embargo el cachorro tuvo suerte y dio a parar en casa de un cocinero que cocinaba para el ejército del rey y enseguida recuperó el peso, la salud y la felicidad. Pero el perro añoraba la casa de su más tierna aunque hambrienta infancia y a su amo anterior, y un día mirándose en un friso que reflejaba parcialmente su imagen se dijo: “soy lo suficientemente grande para enfrentarme al minino egoísta y juro que me vengaré”. Y volvió a casa del zapatero, su antiguo amo. Éste le reconoció, le abrazó y le dijo: “La fortuna ha querido que encuentres tus orígenes. Aquí estamos, tu amo y tu compañera de los primeros juegos, Baltasar”. Marduck pensó: “este amo es la personificación de la ingenuidad, pero yo le haré despabilar”. Y nada más llegar a la casa sometió a persecución a la gata, ocasionando el máximo estropicio posible entre los enseres de su dueño con el fin de que se cansara de él, de la gata o de ambos y los echara de la casa. Pensaba Marduck: “yo no tengo nada que perder, porque en el peor de los casos volveré con los amos anteriores simulando extravío, donde por cierto se come hasta reventar”. Y, en efecto, llegó el día en el que el amo se cansó, los tomó a los dos por el cuello como cogen las madres de perros y gatos a sus cachorros y les dijo: “Ya no lo soporto más: ambos sois incompatibles. He perdido clientes con vuestras peleas a todas horas, me habéis destruido material y estoy casi arruinado. Ahora tendré que volver a mi antigua profesión de comerciante de telas. Me iré con Marduck porque para ese oficio un perro de tu porte es muy conveniente contra ladrones y celosos competidores; en cuanto a ti, Baltasar, te tengo que dar en adopción hasta que pueda ahorrar y volver al oficio zapateril”. Y el nuevo comerciante de telas dio en adopción Baltasar a una familia de panaderos no muy lejana de su ya fenecida zapatería.
Y así estuvo el antiguo zapatero un par de años, pero en una reyerta con salteadores de caminos –que era casi una profesión en la periferia de Babilonia-, quedó cojo y robado su querido Marduck. Y el viejo zapatero tuvo que volver con lo que le había quedado a su antiguo oficio, a su antigua casa y sin sus queridos animalitos. Pasaron unos días y pensó: “me encuentro muy solo sin mis amigos. Iré a los panaderos que adoptaron a Baltasar y les contaré lo que ha pasado para ver si se apiadan de mi situación y me devuelven a mi gata”. Así hizo, pero la familia de panaderos, también amantes de los animales, dijeron: “Comprendemos tu pesar, pero por encima de nuestras añoranzas está el bien de Baltasar: que decida ella”. La sorpresa para el zapatero fue que la gata no quiso moverse de la casa pensando: “no quiero volver a las andadas, porque no estoy segura que no vuelva el maldito chucho, que además ahora será aún más grande y con mayor genio, que hasta los perros pierden la ingenuidad con la edad”. Pasó el tiempo y un día apareció en la zapatería un perro andrajoso, en los huesos y llenos de heridas, que nadie quería que se le acercara. El bueno del zapatero le recogió, le lavó, le curó, le dio de comer y, cuando hizo todo esto, comprobó que era Marduck, su querido perro. Y no pasaron muchos días hasta que Baltasar, que hacía sus salidas por la noche como buen felino, se dio cuenta que estaba Marduck de nuevo con su antiguo amo y se dijo: “pensándolo bien, estaba mejor con mi antiguo amo. Aquí me dan de comer, sí, pero siempre estoy sólo en casa porque mis nuevos amos siempre están en la panadería. Ya no tengo familia que alimentar, pero si quiero formar de nuevo una debo volver donde solía y comprobar que puedo alimentarla robando y escondiéndola como antes”. Y eso hizo, pero cuando Marduck vio venir a Baltasar a instalarse de nuevo al lado del nuevo fuego y que de nuevo que le robaba la comida se dijo: “no importa, no quiero nuevas trifulcas que puedan perjudicarme: me dejaré robar, seguiré al minino, descubriré donde esconde la comida, me la comeré y el creerá que se la ha comido sus parientes gatunos”. Baltasar comprobó que la comida enterrada en el día desaparecía en el mismo día o al día siguiente y se dijo: “no importa, servirá para alguien necesitado y en el futuro, cuando tenga familia, la cambiaré de lugar para no ser un ladrón robado”. Y eso hizo y vivieron los 3 en armonía: el zapatero sorprendido de la paz que habían firmado sus animalitos, el gato creyendo que se había salido con la suya y el perro demostrando que la astucia vale más que la fuerza.
Y quiso el destino en su capricho que murieran los 3 en la misma semana. La leyenda dice que enterraron al zapatero, al perro y al gato en la misma tumba, y que un día apareció en ella el siguiente epitafio, sin que nadie supiera quién lo había escrito:
frente a la bondad, bondad
frente a la astucia, astucia
pero siempre sin mezclar
Recuerdo que mi abuelo en sus últimos días me dijo: “Si piensas en esta leyenda en tu obrar cotidiano apenas cometerás errores y no conocerás el arrepentimiento, que es un insufrible padecer para los que ya están embarcados en el último viaje”. Al día siguiente de su muerte vi que un libro de Bertrand Russell de su biblioteca sobresalía del resto, lo tomé para colocarlo, miré su solapa, su contraportada -como hacía siempre- y me encontré este aforismo de puño y letra de mi abuelo: “La generosidad sin presunción es la última frontera de la libertad”. Él sabía que lo encontraría. Ahora figura como epitafio en su tumba.
Madrid, 30 de junio de 2008
LA SECTA DE LOS POLIGONALES
Cuando escribo estas líneas hace ya dos años que mi abuelo nos dejó. A veces ocurren cosas, coincidencias, que para su explicación tenemos que recurrir a ese depósito de ignorancia que llamamos casualidad o probabilidad. Hace unos días que estaba en la biblioteca de mi abuelo leyendo un librillo de Kant sobre la paz perpetua y cuando acabé me vino a las mientes que mi abuelo jamás me había contado algún amorío real. Es verdad que me narró la historia de la “Indiana”, pero con ello eludía mi verdadera intención cuando mostraba mi extrañeza ante la falta de personajes femeninos en sus relatos; en realidad fue una manera de salir del paso. Ahora que redacto estas líneas tampoco pude entender cuál fue el mecanismo mental que me llevó a relacionar a Kant con la palabra amor. Volviendo atrás en el tiempo de nuevo a la biblioteca de mi abuelo, en esas estaba cuando ocurrió que, hojeando el libro, me encontré en sus últimas páginas la siguiente nota de mi abuelo: “Cuando leas esto en muy pocos minutos alguien llamará a la puerta, te contará una historia que sin ser cierta no es falsa y siendo imposible al final no la verás como tal. Escúchala, pero sé sólo espectador y no dejes que tu corazón aturda con su latir tu juicio. ¡En este caso elude, nieto, elude, que yo no estaré para ayudarte!”.
Mi abuelo en vida era sorprendente a veces, enigmático las más y volcánico siempre, pero esta vez sobrepasaba todo lo imaginable. Me quedé unos larguísimos minutos mirando la puerta y con el libro caído deseando como nunca que oscureciera. Pasó el tiempo de esta guisa y cuando me levantaba para avisar a mi abuela –ya muy anciana- de que me iba, sonó el timbre de la puerta y una mujer aún joven, vestida convencionalmente, vino hacia la biblioteca acompañada de mi abuela, se sentó en una de las butacas de la sala y estas fueron sus palabras: “Eres sin duda el nieto preferido de tu abuelo Humberto Ortega. Yo me llamo ahora Isabel Cremades. Estoy muy asustada porque he recibido amenazas por teléfono desde hace dos años. Ahora también por escrito, como puedes ver en esta nota”. Esto es lo que decía: “Has roto la cadena de muchas almas transmigrantes con tu atroz crimen. La tuya no puede descansar en paz y debemos evitar su transmigración. Firmado: La secta de los poligonales”.
Yo no me había recuperado de la enorme ¿casualidad? de la nota de mi abuelo en un libro de Kant y la llegada de esta mujer, cuando el relato me dejó atónito, con la boca abierta, sin saber qué decir. Pasaron unos minutos, se ahondó el silencio y cuando el paso del tiempo se me hacía insufrible le pregunté lo obvio: “¿Isabel, qué relación tienes o has tenido con mi abuelo?”. Su respuesta me remató: he sido su primera novia”. Me erguí en el sillón, bebí agua y le contesté: “cuéntame lo que quieras, que yo intentaré colar la razón por algún lado”. Este fue su relato:
“Decía que mi nombre actual es Isabel Cremades, pero soy tan sólo el alma transmigrante de Teresa de Velasco, descendiente de la menina Isabel de Velasco que pintara Velázquez en el cuadro famoso. Tu abuelo sabía cómo se pintó el cuadro por algo más que simples deducciones. Yo fui, es decir Teresa de Velasco fue, el primer –y quizá el último también- amor de tu abuelo. Yo, es decir Teresa entró en la secta de los pitagóricos llevada a partes iguales por la curiosidad, madre de la ciencia, y por el amor, padre del género humano. Fui, o fue, la primera mujer que entró en la secta, porque hasta entonces estaba vedada para nosotras, las mujeres, traicionando así sus orígenes, porque se tiene registrado a Teano como la primera mujer matemática y pitagórica. Pero no todos lo aceptaron, especialmente la secta de los poligonales –herederos de los acusmáticos-, más tradicionales en sus actitudes, más dogmáticos en sus creencias, más gregarios en su liderazgo, y se opusieron a toda adecuación a los tiempos modernos; rechazaron cualquier duda sobre la transmigración, cualquier avance en la Aritmética; se quedaron en Pitágoras, Platón, Tales y Euclides; extrañan a Arquímedes, rechazan los infinitorum, abjuran de Cantor y sus transfinitos, desconocen a Gödel; para ellos cualquier Savonarola engendra su Torquemada. En definitiva, los miembros de esta secta se han vuelto creyentes y han perdido su condición de científicos: de ahí surge el mal. Y, en lo que a Isabel afecta, rechazan de plano la pertenencia de las mujeres a la secta. Tu abuelo luchó por cambiar eso y lo consiguió sólo con los pitagóricos. A pesar de todo, todo parecía encauzado hasta que en una sesión de la secta el maestro de ceremonias nos comunicó un oráculo de su alma transmigrante:
El fuego de la heterodoxia acabará con la heterodoxia, entonces la heterodoxia de la heterodoxia apagará el fuego… con su sangre.
Desconocíamos en absoluto que podía significar eso hasta que un día se quemó la casa del maestro de los poligonales y gran parte de sus obras y enseres. Los poligonales culparon, claro está, a Isabel de Velasco y a tu abuelo del suceso por su heterodoxia y su valor al enfrentarse al dogmatismo como Teseo al Minotauro. Pero algo falló, porque Isabel pereció en el incendio y las dudas quedaron flotando: ¿qué hacía Isabel en esa casa?, ¿su muerte fue un accidente?, ¿era culpable o tan sólo una víctima? Con tu abuelo no se atrevieron por su poder y su personalidad, pero la venganza insatisfecha impregnó para siempre la convivencia de unos y otros: todo permaneció como en un murmullo lacerado. Todo lo recuerdo como si lo hubiera vivido. De hecho lo viví, porque yo soy a la vez Teresa e Isabel”.
Permanecí impávido escuchando la voz dulce de Isabel y pensé que lo primero que tenía que conseguir era aclarar lo de la transmigración de su alma desde la de Teresa, pero antes de que pudiera interrogarla me dijo: “ya sé que no crees en lo de la transmigración, pero te daré algunos datos. Tu abuelo estuvo en Harappa donde sufrió una profecía, cerca de su casa de Toledo hay un cementerio con un alquimista áureo enterrado, “la paz perpetua” es su libro de cabecera, es adicto a la moral kantiana, se casó con Francisca y tuvo 7 hijos… “, y así un largo etcétera, con datos cada vez más precisos de la vida de mi abuelo, sus intimidades, sus deseos, sus manías: nadie que no hubiera estado con él podía conocer su intimidad, sus gustos, sus principios, nadie quien no hubiera sido Teresa de Velasco. Pasé con élla las 2 horas más agradable de mi vida charlando de todo: de mi abuelo sobre todo, de nosotros, de la finitud de la vida, de cómo el dogmatismo de sectas y religiones engendran perversión, odio, guerra y muerte, en definitiva, de la catolicidad de las creencias. Cuando nos despedimos sentí que Cupido había estado revoloteando por nuestras cabezas, jugueteando caprichosamente con sus dardos que hieren pero casi nunca matan. Prometimos vernos a la semana siguiente.
Han pasado 3 años y ya no quedan ni mi abuela ni sus animalitos, yo he acabado mis estudios, he conocido la angustia y la insatisfacción, pero no he vuelto a ver a Isabel Cremades: el Hades, quizá Neptuno, quizá Satán, quizá otro ser angelical haya recibido su alma para vivir entre nosotros, y quizá quiera el destino que un día me haga compañero de Isabel. Todo esto lo pensaba –o mejor, lo deseaba- en la biblioteca de mi abuelo cuando, hojeando el libro de Kepler sobre los cielos, me encontré esta nota de él escrita en la última página: “a veces, hasta las personas más inteligentes y los corazones más puros naufragan ante sectas y religiones porque el conocimiento es un islote en el mar de las creencias; también porque las grandes preguntas no resisten el juicio de la duda y sucumben al corazón como la polilla a la luz”. Sólo me quedaba la satisfacción -a la vez que el temor- de haber descifrado el oráculo: el fuego de la heterodoxia es el incendio supuestamente provocado por la heterodoxa Teresa de Velasco, que acabará –sólo lo intentará- con los heterodoxos poligonales; ello justificará que estos últimos –heterodoxos respecto a los pitagóricos- persigan a Teresa de Velasco hasta su muerte -con su sangre-. Pero las sombras de la duda apagaron para mí las ilusiones de la juventud: si Teresa había muerto en el incendio, los poligonales perseguirían a su alma transmigrante, es decir, a Isabel Cremades.
Han pasado aún más años y ni rastro de Isabel. Tenía razón como siempre mi abuelo: la historia, sin ser cierta para un juicio racional, no es falsa y, siendo imposible, no la acepté nunca como tal. Prefiero la esperanza de lo irracional a la certeza de la razón. ¡Cuánto he echado de menos a mi abuelo en toda esta historia!
Madrid, 8 de julio de 2008
LA PUPILA DE LA AURORA
El mismo día del año 1975 que se murió mi abuelo había decidido escribir sus memorias porque las creía de sumo interés. Había vivido 101 años a plena lucidez y con una actividad inusitada en muchos campos y distintas profesiones, y sabía que aún me esperaban muchas sorpresas, aunque quizá no tanta como la que aquí se verá. La biografía, decía mi abuelo, “si no es hagiografía, es una disculpa para hablar de historia, también de la microhistoria de la que hablaba el otro gran Don Miguel”. A mi abuelo no le eran muy simpáticos los historiadores que interpretaban la historia, porque sostenía que esta es una sucesión aleatoria de hechos ligados por la lógica –en el mejor de los casos-, los gustos, o las manías de cada historiador; estaba en contra de las teoría de las decadencias porque justificaban los nazismos de toda laya, de los biólogos de la historia –a pesar de que Toynbee era una de sus lecturas favoritas-, porque no entendía cómo podía encorsetarse lo que nos pasa a los humanos con la lógica de la biología: le parecía mucha casualidad; lo estaba también de los historicistas, porque llenaban el zurrón de la historia a bulto, según caen en su fondo hechos, batallas, fechas y… sufrimientos”. Decía que “lo que se llama historia es un puchero donde los historiadores cuecen acontecimientos soportables para paladares amaestrados desde la escuela”. Ya he comentado que mi abuelo era radical y también un buen… comensal. A pesar de todo había decidido investigar su pasado el mismo día de su entierro. Fue el día más triste de mi vida porque conversar con mi abuelo me permitía decidir en el qué hacer sin pensar en el qué soy: ahora lo tenía que pensar todo. En el duelo me llamó la atención una anciana que iba en una silla de ruedas -y no por esa desgraciada circunstancia-, sino porque su cara, aún tersa a pesar de su edad, me resultaba familiar. Una vez en casa de mi abuela le pregunté quién era y su respuesta me sorprendió, aunque más por la serenidad de sus palabras que por su significado: “Su nombre en España es Guillermina y fue el amor no consumado de tu abuelo porque nunca pudieron disfrutar de ello por circunstancias. Me ha dicho que tiene escritas sus memorias y que escandalizarán y sorprenderán al mundo y, especialmente, a Europa, pero que había esperado a la muerte del abuelo para evitarle a su edad cualquier contrariedad, cualquier sufrimiento”. La cosa quedó ahí pero, como quiera que la curiosidad insatisfecha impide el sosiego, yo iba todos los días a la biblioteca de mi abuelo a buscar ese documento, esa fotografía que me resultaba familiar. A la quinta semana de enredar con mis pesquisas abrí un libro de Asín Palacios y en él había una carta que decía:
“Siento que tus días de danza y baile hayan terminado porque las mieles de la juventud ya apenas endulzan el paladar de la madurez. Puedes iniciar una nueva vida de relajación y estudio, a la par que transmitir lo que la experiencia y la reflexión te han enseñado. Nunca es tarde”.
Lo que me sorprendió fueron las últimas palabras de la carta:
“Sé que has vivido con el trauma de aquel simulacro; fue un acto criminal y un escarnio a la dignidad por actos que no has cometido. Yo he creído siempre en tu inocencia. Ahora lo que importa es el presente: el pasado es cuestión que atañe a la memoria y el futuro no existe, es sólo deseo de perdurar; sólo existe el presente y con él hay que bregar. Siempre estaré ahí: presente si me llamas, ausente si no me necesitas. Firmado: de Humberto a Margareta”.
Sorprendente también era el parecido de la foto del escrito en el libro y la persona en silla de ruedas que mi abuela dijo llamarse Guillermina. Pasaron unos días en los que me hice más si cabe el encontradizo con mi abuela y un día que ella estaba leyendo en la biblioteca un ajado libro de Victoria Kent me decidí: “Abuela, creo que deberíamos hablar sobre el abuelo. He decidido escribir una biografía de él aunque se pierda en el inmenso baúl de lo que nunca es objeto de comercio y tú serías mi mayor y mejor fuente de información. Ahora que él no está te diré que, entre otras andanzas que yo no me atrevo a contarte, pertenecía a la secta de los poligonales y que a ti te lo ocultó desde el principio. Y ahora está el asunto de Guillermina o Margareta. Dime algo que quieras de lo que sepas”. Mi abuela sonrió maliciosamente y me dijo: “Eres encantador porque aún conservas la ingenuidad de la juventud acompañada de su vigor. Yo he sabido siempre las andanzas de tu abuelo: las de las sectas –en plural-, las amorosas, los simples amoríos insatisfechos, sus servicios al Estado, sus misiones para el gobierno de la República en los pocos años que la dejaron. Te diré que su gran amor fue Teresa de Velasco, la pequeña menina descendiente de la velazqueña. Luego ha tenido aventuras que sólo sirvieron para alimentar un ego mermado por los años; el de Guillermina fue el último amor. El me ocultaba estas cosas para no preocuparme y yo me dejaba engañar para que no se ocupara de lo inevitable: tu abuelo antes se cortaba una mano que darme un disgusto”. Le pregunté que cómo sabía lo de la secta y me dijo: “Sabes que, como ahora, yo leo por las tardes en la biblioteca, a veces con él presente y otras sin él; también que él no escribía en ningún diario sino que lo hacía en el primer libro que pillaba, porque su prodigiosa memoria le permitía saber donde estaban escritas sus ocurrencias a lo largo de más de 80 años. Además tenía un ligero temblor de manos desde muy joven y nunca dejaba los libros bien colocados, con lo que era muy fácil adivinar dónde escribía; luego yo los colocaba bien y él siempre pensó que su mal no le afectaba para esa tarea. Fácil, no crees. Me voy a la cocina y tú decide si te quedas o te vas”. Y cuando ya se levantaba le pregunté por la misteriosa señora en silla de ruedas que llamaba Guillermina y me dijo: “Así la llamo porque así se llama, pero nada puedo más decirte porque tengo una promesa que cumplir, pero te puedo asegurar que en la biblioteca hay suficiente material para que averigües lo que quieras. Sólo te pido que ni me lo cuentes ni me interrogues más sobre el tema y ya sabes que a veces las cosas no son lo que parecen”. Y así hice y sin más le di un beso a mi abuela y me fui a mi casa.
Se puede imaginar el lector la febril búsqueda que acometí en la semana siguiente en la biblioteca de mi abuelo antes de iniciar el pesado trabajo de hablar con todas las personas que conoció él, tarea casi ímproba. No sé porqué me rectifiqué a mi mismo y me dije: “Creo andar errado. Creo que nada tienes que ver el asunto de la señora Guillermina o Margareta y la secta de los poligonales. Esto traspasa fronteras aunque aún carezca de evidencias”. Durante una semana recorrí las páginas de cientos de libros de una biblioteca ya de 12.000 volúmenes. La tarea era ardua, porque mi abuelo escribía en el primero trozo en blanco que encontraba. El solía decir que en materia de lecturas era anarquista, en el trabajo perfeccionista, en política radical, en religión ausente, en amistades perseverante, en amores contumaz y en temas de moral, entre kantiano y lascivo. Ahora maldecía yo su libresco anarquismo. Sin embargo, o tuve suerte o quizá la merecí, porque al quinto día encontré una nota escrita a pluma dirigida a mi abuelo que decía:
“Esto es alto secreto. No habrá fusilamiento, pero sí simulacro. Vivimos tiempos muy difíciles y ya no podemos ocultar que estamos perdiendo la guerra o, desde luego, no la estamos ganando. Nuestras tropas están en el límite y la moral baja. Nuestras sociedades son muy conservadoras y la inquietud ante la situación militar es insoportable. Necesitamos levantar la moral. A veces una acción ejemplar vale más que cientos de discursos patrióticos. Firmado: el embajador francés y amigo, en octubre de 1917”.
En la hemeroteca repasé en periódicos españoles y franceses los acontecimientos de 1917 que me pudieran dar una pista y aparté definitivamente a los pitagóricos de mis preocupaciones. Al principio andaba entre la negra espesura, pero a medida que leía, la aurora echaba a codazos a la oscuridad y los rayos del Sol empezaban a iluminarme. Cada vez tenía más claro cuál era el acontecimiento que consternó a toda Europa y en el que estaba involucrado de alguna manera mi abuelo, pero aún veía muy lejos la solución definitiva. Y en esas estaba, debatiéndome entre dudas y certezas, cuando un día que estaba en la biblioteca ahora de mi abuela me dijo: “Nieto, hay una persona que quiere hablar contigo. No te muevas que estará aquí en cinco minutos”. Esperé como pude y en pocos minutos oí una silla de ruedas y vi entrar con un acompañante a la misteriosa señora del entierro: Guillermina para mi abuela, Margareta para mi abuelo. Sin mediar palabra me dijo: “Sé que el querido nieto de Francisca está escribiendo una biografía de su abuelo. Yo formo parte de su historia, pero te pido que encuentres lo que encuentres e interpretes como lo interpretes, no publiques nada sobre mí; y si tu curiosidad y determinación no pueden ocultar tus hallazgos, te pido que lo dejes en la ambigüedad que protege lo que no queremos que aflore. Hay dos posibles soluciones y tengo derecho a mi pasado, a la intimidad en el presente y a la dignidad de mi memoria en el futuro. La mayor parte de las personas viven en el claroscuro de los sentimientos, pero yo viví en el blanco y negro de las pasiones. No me arrepiento de nada porque ningún mal hice y, a pesar de ello, satisfice mis deseos y cumplí con mis ideales. Sé que quieres saber si soy Guillermina o Margareta, la holandesa. Esa es la ambigüedad que te pido. La historia no se puede modificar, sólo interpretar. Puedes ser fiel a la memoria de tu abuelo y a mi dignidad: que lo consigas depende de tu inteligencia. Me voy. Suerte con tu trabajo y recuerda nuestra conversación”. Y se fue. Lo menos que puedo decir es que tenía una idea peculiar de la palabra “conversación”.
Por mi parte había llegado a la mitad de la solución del problema. Traslado una simple nota de un periódico de la época:
“En el día de hoy -15 de octubre de 1917- ha sido fusilada Margaretha Geertruida Zelle, más conocida como Mata-Hari. La famosa bailarina había sido acusada de espiar para el ejército alemán. Tenía 41 años”.
Durante mucho tiempo se habló de su vida licenciosa, de sus múltiples y notables amantes, de la muerte de su hijo, de su paso por todos los grandes países y escenarios europeos –estuvo en Madrid poco antes de su muerte-, y se especuló si el fusilamiento fue de verdad, si fue sólo un simulacro o si se fusiló realmente a una doble engañada. Al poco tiempo aparecieron muchos supuestos dobles que decían ser la verdadera Mata-Hari o, como ella misma se llamaba, La Pupila de la Aurora. Quizá la autobiografía que está escribiendo Guillermina –¿o es Margareta?- lo aclare todo. Yo, por lo que ella me dijo, no lo creo. Yo sé que la solución está en la biblioteca de mi abuelo porque él conoció en su juventud a la verdadera Margaretha, ¿pero dónde está?: en una carta, en una nota en un libro, en una página cualquiera, en la parte interior de una solapa, en una clave quizá esté la respuesta. O quizá deba dejar la cosa como está porque la verdad sea tan insoportable que sea preferible la injusticia que la mentira. No tengo la respuesta y mi abuelo no está.
Madrid, 14 de julio de 2008
LOS BRISHANIANOS
Cuando estaba pasando mi adolescencia tuve que ir variando notablemente mi opinión sobre mi abuelo. Yo, hasta entonces, creía que era eso que de mayor me he enterado que se llama un “ratón de biblioteca”. En efecto, siempre le veía ahí, hojeando, leyendo, acariciando sus queridos libros, y creía que mi abuelo formaba parte de la biblioteca al igual que las butacas, su querido perro “Lanas”, que siempre le acompañaba, y los miles de libros que acumulaba. Con el tiempo me he ido convenciendo de que eso fue así en sus últimos años, cuando su vigoroso espíritu había cedido el testigo a la celosa naturaleza y había coincidido con el despertar de mi curiosidad. La longevidad de mi abuelo dio para mucho hasta su muerte en 1975. Cuando le señalaba que debía salir más a la calle y prodigarse en la tertulia me decía: “Tu sólo conoces al abuelo desde los 80 años, no a la persona que se acerca al centenario. Yo he sido más un Aviraneta que un Menéndez y Pelayo: no te dejes llevar por tus sentidos que tanto mal hacen a la razón, porque los primeros llevan a las pasiones sin pasar por los sentimientos, que son hijos del escepticismo. Sólo te puedo contar una ínfima parte de mis andanzas, mis trabajos, mis dedicaciones, mis servicios, porque, incluso su mero conocimiento, puede ser peligroso. Sólo soy lo que un día decidí parecer que soy por mero instinto de conservación. A ello me han llevado mis ideales, porque sin ellos somos barquillos en el mar de las dudas. Ideales sin dogmatismos, sin catecismos de cualquier tipo. Toledo es una encrucijada de la historia, agua brava que el cansino paso de los siglos ha convertido en remansada y… olvidada. Es el lugar ideal para mí, aunque no tanto quizá para un joven como tú”. Y mi abuelo siguió con otras consideraciones que se apartan de esta historia. Yo no estaba convencido de ello hasta que hojeando un libro del poeta Manuel Altolaguirre me encontré una ajada carta que decía:
“Han pasado muchos años, pero al fin hemos dado en vida con el que no la mereció por su traición. Juramos entonces venganza, pero nuestro Dios nos la niega. Queremos justicia para vos o para vuestros descendientes, porque el mal no se repara ni con el perdón ni con el olvido. Firmado: los brishanianos”.
La verdad es que me quedé frío y paralizado, pero incluso entonces me dije: “Este caso lo tengo que resolver sin molestar a mi abuelo, porque su vejez y su persona no lo merecen. Tarde o temprano él no estará y yo he de seguir con las muchas dudas y las pocas certezas que es esta cosa que llamamos vida; pero todo sin precipitarme”. Y eso hice. Seguí hojeando libros, leyendo partes de ellos y, sobre todo, parándome en tantas y tantas notas que había dejado mi abuelo en sus miles de libros, porque no había uno solo que estuviera libre de su pluma. Tengo que decir, no obstante, que mis pesquisas estaban encalladas –verbo que será luego proverbial-, sin ningún avance hasta que un día le enseñé la carta que había encontrado a mi abuela. La leyó y me dijo: “Mira, no des preocupaciones al abuelo que ya nos queda poco tiempo de él. Investiga lo que quieras, sobre todo la parte que te toca. Hace muchos años que recibimos este tipo de amenazas. Tu abuelo apenas me contaba nada, pero recuerdo que un día del último año del pasado siglo me dijo: “Francisca, debemos dejar todo aquí y hacer las Indias: en España corremos peligro. Tengo algún amigo en Lima y allí nos iremos. Soy deudor de mi pasado y hay cosas que no puedo reparar. Algún día sabrás de ellas”. Pasaron los años y volvimos a España y las cartas dejaron de llegar, pero el año pasado y este hemos vuelto a recibir otras parecidas. El abuelo esta vez las ha destruido. Con los años todos nos volvemos avestruces; ya sabes: escondemos la cabeza porque ni tenemos vigor, ni nos asusta casi nada, porque ya contemplamos a la dama blanca de frente, sin temor. Este es el caso de tu abuelo y el mío. Yo creo recordar oír a tu abuelo algo relacionado con la mar. Ahí está el secreto. Tú, si quieres, persevera, porque debes saber qué es todo esto”.
Se puede entender cómo otra vez volví febrilmente a buscar todos los libros que hablaran del mar, de la mar, directa o indirectamente, cualquier libro que tuviera relación con el mundo de Neptuno. Pasaron los libros y los días y todo fue infructuoso. Sí, había muchos libros sobre la mar, pero nada de cartas guardadas, anotaciones, subrayados, nada que estuviera relacionado con la carta y la firma tan extraña de los brishanianos. Nada, hasta que un día de pronto esa cortinilla que nos tapa la vista y nos cierra la mente se descorrió por casualidad -o porque todos los caminos del mar estaban agotados- y pensé: “la abuela habla de la mar refiriéndose al libro y el abuelo del mar”, y me vino de golpe el precursor de Darwin, el naturalista francés Lamarck, que hablaba de los caracteres adquiridos y menos de la selección natural del teólogo inglés metido a científico. En este caso la homofonía había sido mi aliada. Busqué un libro sobre el naturalista francés titulado Philosophie Zoologique y la luz se hizo: encontré otra carta que decía:
“Sólo 2 supervivientes, tú y yo. Yo un simple marinero, pero tú en misión diplomática por orden del mismo Martínez Campos. Te debo la vida gracias a tu traición, pero has sacrificado muchas vidas de compañeros y amigos. La mía es suficiente para el perdón, pero no para la justicia, y si ésta no surge del mazo de los jueces saldrá de la voluntad del que os escribe. Firmado: marinero Posada”.
El marinero Posada debía desconocer que en España los jueces no usan mazo, pero lo que sí era cierto es yo que estaba lejos de descifrar todo el misterio porque me faltaba al menos una fecha para poder bucear en la historia, y porque me resistía a pensar que pudieran tener fundamento semejantes acusaciones. Le enseñé a mi abuela la carta y me dijo: “Muchos libros se quedaron en Lima. Quizás escribiendo al amigo de tu abuelo, si es que vive, o a sus descendientes, puedan ayudarte”. Dicho y hecho. Pasó más de un mes y recibí un sobre procedente de la capital peruana con una carta de salutación de uno de los hijos, porque su padre -el amigo de mi abuelo- ya había fallecido; iba acompañada de otra muy arrugada y amarillenta que decía:
“Tu misión principal, Humberto, es limar asperezas con el sultán de Marruecos por el incidente Margallo, respetando el tratado de Melilla y con el savoir faire de las concesiones económicas acordadas. Secundariamente, tienes también, en la medida de lo posible, que estar el día 10 en la botadura del Carlos V. Firmado: el ministro de la Guerra Arsenio Martínez Campos”.
Como en todas las anteriores cartas, la fecha había desaparecido, pero los datos históricos eran inequívocos; no así la interpretación de los hechos y la implicación de mi abuelo en ellos; y quiero decir que era tal el sentido del deber con el Estado de mi abuelo que no le importó seguir las instrucciones del mismo general que acabó con el sexenio democrático. Volviendo a la carta de Lima, había también una copla escrita al reverso más legible; era evidente que se había escrito mucho después, aunque no me parecía letra del abuelo. La copla decía:
“El diez de marzo todos los gaditanos
alzan la vista allá al horizonte
porque muchos de su hermanos
están en un barco que ha perdido el norte”
Han pasado 5 años desde la última carta y casi un año de la muerte de mi abuelo y nada hemos recibido. Todo parecía olvidado; todo parecía indicar que los años habían dormido a la fiera; quizá el perdón, quizá la desaparición de esa –no sé como llamarla- firma de los brishanianos y de ese tal marinero Posada; quizá a ambos se los había tragado la tierra o también la mar. Pero no, porque cuando el diablo enreda puedes tener de todo menos sosiego. Hoy, en mi casa, he recibido la carta que a continuación transcribo:
“Sabemos de la muerte de tu abuelo. Ahora somos libres de actuar, porque los descendientes no están inmunes de la culpa de su predecesor. Quizá no estés al corriente de los hechos. El 10 de marzo de 1895 el barco Reina Regente desapareció en el mar a 3 millas de Tánger. Perecieron 412 hombres. Su misión fue llevar a Tánger al sultán de Marruecos Sidi Brisha, cosa que hizo el día anterior. Sólo hubo 3 supervivientes: 2 marineros que se quedaron en tierra y un perro terranova que fue rescatado por un barco inglés. Uno de los marineros se llamaba Posada; el otro marinero se apellidaba Navarro, tu abuelo, porque tu abuelo se llama Humberto Navarro Ortega, y no Ortega Navarro. Tu abuelo no era un marinero, sino un diplomático y no se quedó en tierra por casualidad, sino por orden del mismo ministro de la Guerra D. Arsenio Martínez Campos. Tu abuelo sabía que no se podía forzar al buque a estar el día siguiente en la botadura del crucero Carlos V, y lo sabía porque tenía información telegráfica del ministro de la Guerra. Pero para nosotros lo que resulta insoportable es la ofensa Margallo a nuestro Sultán. Ahora los descendientes de tu abuelo habéis heredado la necesidad del perdón y de la reparación. Firmado: los brishanianos”.
Los primeros días de la llegada de esta carta no podía dormir y apenas paraba en casa; con el tiempo me fui acostumbrando. Un día, en tiempos del dictador, me dirigí por escrito a la Administración, al Ministerio de Defensa, pidiendo investigación y protección. No me contestaron, pero recién estrenada la democracia recibí una carta del Ministerio de Defensa fechada en 1983, cuando creo recordar que era ministro el Sr. Narcís Serra. Transcribo sólo la parte de interés:
“… nunca ha existido peligro real para su abuelo y su familia, porque hace tiempo que, fruto de la colaboración con el monarca alauita, fueron detenidos los miembros de la secta de los brishanianos y están en la cárcel cumpliendo condena por otros motivos. Las cartas fueron escritas desde la cárcel. No tenemos conocimiento del marinero Posada, pero por ley de vida tiene que haber muerto o ser un anciano de más de 100 años. Agradecemos en nombre del Ministerio de Defensa y del Gobierno los servicios prestados por su abuelo al Estado. Descanse en paz”.
Era de agradecer, pero lo que nadie puede hacer –ni siquiera la Administración del Estado- es volver atrás en el tiempo y cambiar la vida de mi abuelo y su familia. Todas sus vidas estuvieron condicionadas por ese hecho y con dudas sobre su honorabilidad. Yo no tengo ninguna de que mi abuelo obró con honestidad, con sentido del deber y anteponiendo lo que más apreciaba: la vida propia y ajena. Sé que los hechos y sus interpretaciones dejan dudas. Yo no puedo resolver lo que ni siquiera la historia ha resuelto. Sólo puedo recordar a mi abuelo cuando me decía: “obra de tal manera que tu conciencia no conozca el arrepentimiento. Huye de códigos, patrias y banderas, y huye de los que defienden a muerte códigos, patrias y banderas, porque ellos querrán que tú mueras por ellas: quédate sólo con tu conciencia y duerme”. Y eso es lo que he hecho a lo largo de mi vida. Gracias abuelo, gracias también, abuela.
El lector pensará -como yo creía entonces- que todo habría acabado ya, aunque con muchas dudas que, como esas moscas que revolotean incansables en torno a tu cabeza, nada puedes hacer contra ellas. Así me sentía al cabo de los meses cuando un día me avisaron de que debía ir urgente a casa de mi abuela. Me temí lo peor, pero no fue tal: mi abuela estaba bien, aunque ya con muchas limitaciones. Llegué y me dijo: “Nieto, tengo una sorpresa para ti. Ve a la biblioteca que hay una persona que quiere conocerte. Os dejo a solas”. Eso hice y me encontré a un anciano sentado en el sofá con un bastón y unos ojos que, como diría Quevedo, parecían avecinados en el cogote. Le saludé, no le permití que se levantara y yo a su vez me senté en la butaca. Estas fueron sus palabras: “Eres sin duda el nieto de Humberto. Ya me ha comentado tu abuela que eres ingeniero y que estás escribiendo una biografía de tu abuelo. Yo puedo servirte en esa tarea porque yo le conocí en su juventud en Tánger y… ”. Yo en ese momento me inclinaba para preguntarle lo obvio, pero no hubo necesidad porque continuó: “Perdón, soy un maleducado porque no me he presentado. Ya la cabeza me funciona como los viejos fogones, solo a ratos. Mi nombre de pila no tiene importancia, pero te diré mi apellido y mi actividad cuando la naturaleza era más generosa conmigo: soy el marinero Posada”. Di un respingo y me incorporé casi sin darme cuenta. El siguió: “Quizá te sorprenda mi presencia aquí y ahora, pero los viejos no tenemos los mismos patrones que los jóvenes porque la edad todo lo aplana y hasta los corazones más volcánicos cesan en su actividad o se aletargan para siempre. Iré ahora al grano. Durante mucho tiempo hemos sabido de las actividades de tu abuelo y de su estancia en Lima y en Toledo. No había secreto para nosotros. Tu abuelo creyó que yendo allende los mares se libraría de nosotros. En verdad que se libró, pero no fue por su alejamiento. Hubo al principio una coincidencia de intereses: los brishanianos querían vengarse de la ofensa Margallo contra el Sultán en España y yo quería justicia por la muerte de 412 marineros, en su gran mayoría camaradas míos. Al principio no tenía dudas de la culpabilidad de tu abuelo sobre ello, porque al seguir las instrucciones del ministro de la Guerra se propició una travesía peligrosa por las condiciones del buque y un retorno forzado por la orden de estar presente en la botadura del nuevo buque de la armada española, el Carlos V, orgullo de los astilleros andaluces. Pero con el tiempo muchas dudas fueron recalando en mi corazón, hasta que ya no pude asegurar que tu abuelo fuera libre de obrar de otra manera. Y yo mismo fui el que denunció a los brishanianos por otras actividades para impedir su venganza. A ellos, los 412 marinos les importaban un bledo; a ellos lo único que les movía era el asunto Margallo, el incidente de la agresión de este militar al Sultán. De ahí la carta que me ha enseñado tu abuela del Ministerio de Defensa de 1983. Yo soy un marinero de honor y no un justiciero de sierra y trabuco. Quería que supieras todo esto y estoy a tu servicio por el bien de esa biografía que tanto deseas. He hablado con tu abuela y cuento con su beneplácito. Ahora quiero saber tu opinión”. Al fin podía hablar, porque en toda esta historia nunca aparecía mi propia opinión, cosa por otra parte saludable, porque la raya que separa al anónimo amanuense que deber ser el narrador de un personaje impertinente es muy tenue y quebradiza. Estas fueron mis palabras: “Agradezco su cambio de opinión y el coraje de su denuncia. Probablemente ello ha salvado la vida a mi abuelo y su familia. En cambio, yo no puedo templar su conciencia: ésa es suya hasta el último día. Si tiene alguna deuda es con ellos, no conmigo. Puedo ofrecerle mis respeto por su ancianidad; por el resto sólo puedo ofrecerle mi silencio. No puedo reparar sus errores porque usted tampoco puede hacerlo con sus consecuencias. Eso es todo”. Y ahí acabó la conversación.
Han pasado 2 años y el marinero Posada ha muerto. Mi abuelo y él fueron amigos en su juventud, pero sus ideales y las circunstancias les hicieron enemigos. Ahora la tumba les ha igualado, les ha reconciliado, ¿o no? Yo tengo mi propia opinión, que probablemente no coincidirá con la del lector.
Madrid, 17 de julio de 2008
LAS ÚLTIMAS REFLEXIONES DE MI ABUELO Y UNA LEYENDA
A lo largo de las conversaciones que tuve con mi abuelo durante más de veinte años me fui percatando de que cada vez que yo le pedía que me contara una historia, una leyenda, un cuento, un relato, él se alargaba cada vez más en los prolegómenos, como si la historia en sí no le interesara, ni le interesara si me interesaba a mí. Ese desapego ya lo había notado en otras facetas de su vida, y no sólo en mi abuelo, sino en las personas que sentían que su camino casi se había cumplido. Sin embargo, en el relato que viene y que podríamos titular “historia del persa y el beduino”, el preámbulo, las consideraciones, ocupan más que el propio relato. Yo lo transcribo por lo que luego se verá, aunque consideraciones y relato poco tengan que ver. Todo empezó un día que estábamos los dos, como siempre, en la sala de la biblioteca de su casa: mi abuelo leyendo a Kant y yo un libro de Ortega y Gasset, “La rebelión de las masas”. El me miraba con la intención de iniciar una conversación, pero su prudencia le exoneraba siempre de la impertinencia y casi nunca era él que se lanzaba a esa cosa tan difícil que es la conversación: él siempre la iniciaba ante alguna pregunta de la otra parte. Yo le miré y me dije: “¡Qué caramba!, voy a darle la oportunidad del diálogo” y le pregunté algo tan trivial como que si Ortega era pariente suyo por aquello de la coincidencia de su tercer apellido y el del autor del libro que tenía en mis manos. Esto fue lo que me dijo: “Sí, es pariente aunque lejano”. Y contrariamente a lo que yo creía se calló. Yo estaba sorprendido, porque parecía que había dado poca mecha al fuego de la conversación y le pregunté que si él consideraba que Ortega era el más grande intelectual que había tenido España. Meneó la cabeza en forma dubitativa y esta fue su disertación: “Ortega es un típico español del horno de lo español, pero poco propicio para las múltiples Españas. Fue un intelectual a pesar suyo, porque el español típico es un hombre de acción: Cervantes fue un hombre de acción, que escribió mucho cuando no estaba guerreando, cobrando impuestos o eludiendo a sus perseguidores; Lope pasó horas 24 escribiendo su extenso teatro cuando no tenía otra cosa mejor que hacer, como por ejemplo conquistar mujeres, enamorarse, desenamorarse, desengañarse, tomar los hábitos, dejarlos; Quevedo, inmenso poeta y escaso prosista aunque tan talentoso como con el verso, era lo que tanto le gustaba novelar a Baroja: un conspirador; Góngora se peleaba con unos y con otros y le pudo mucho la envidia; los románticos, cuando veían que no podían cambiar el mundo se resignaban a tomar la pluma; los curas en España no se han dedicado a Dios ni a la cuestiones de la fe cristiana, sino a perseguir a los que no eran de su credo; Calderón es una excepción; y no quiero alargarme porque no quiero aburrir. El problema del hombre de acción es que, por grande que sea su talento, cuando se para a reflexionar necesita un catecismo, del tipo que sea, pero un catecismo: de lo contrario pierde pie y no sale a flote. Para nadar en la duda –que es lo propio del intelectual- necesita una tabla de salvación; Ortega rompe la tabla y nos invita a nadar con él a pelo. El problema es que el pobre Ortega, en su esfuerzo por acompañarnos en ese ejercicio, se queda sin sistema: lo que el llama raciovitalismo es sólo una componenda entre extremos. En el libro que tienes entre manos, Ortega lanza una especulación sobre el supuesto sujeto indiferenciado e irreflexivo que es lo que él llama “masa” y piensa que va a sustituir a las elites en la conducción de los pueblos de Europa y América. Pero, como no era ningún tonto y para no perderse en las dunas de la especulación, agarra un dato y lo fija a modo de mojón: es el dato del aumento, sin comparación con otros siglos, de la población. Esta es su tabla a la especulación. Su concepción elitista de la sociedad puede resultar éticamente repugnante, pero intelectualmente puede ser aceptable. Si quieres ser un buen científico tienes que acostumbrarte a que a veces el corazón diga que no y la cabeza lo contrario. Ese es también el dilema de Unamuno con la fe, sólo que Don Miguel tenía el defecto de que pensar con el corazón y sentir con la cabeza. Aquí es muy difícil la reflexión; aquí nunca surgiría un Kant, que fue feliz sin mujeres y sin salir de su pueblo y se dedicó a la más pura reflexión: Kant, el provinciano universal que tanto admiro. Volviendo a Ortega, este pariente mío fue un tipo listo, que tuvo suerte con los boletos de la vida, pero que compró todos los boletos que pudo en España y, sobre todo, en Alemania; si quieres triunfar en la vida hay que hacer lo que hizo Ortega: comprar el máximo número de boletos. Otra cosa es que te preguntes porqué hay que triunfar, qué necesidad hay de ello. Verás que…”. En ese momento y a costa de ser descortés me parecía oportuno cambiar de conversación. Además, a mi abuelo cada vez le oía con la voz más tenue y cada vez más recostado en su butaca. Fue entonces que le pregunté algo tan estúpido como que si había algún síntoma para detectar si uno es feliz o no. No lo hice para forzar su respuesta, sino para sorprenderle y dejarle hacer lo que a mí me parecía que quería: echar un sueño. El problema es que mi abuelo tenía respuesta para todo, porque todo lo había pensado antes, y me contestó: “Sí, lo hay: la sonrisa. El que no es feliz pasa de la risa a lo adusto y de lo serio a la risotada en un pestañeo; la persona feliz dibuja en su cara una sonrisa permanente…”. Y mi abuelo se quedó aparentemente dormido. Yo también hice lo propio. Debió pasar una media hora y me desperté. Vi a mi abuelo esgrimiendo una media sonrisa, con el libro de la paz perpetua de Kant -su libro de cabecera- en sus manos y con los brazos estirados. Me acerqué a él para taparle con su mantita barojiana y me dio un temblor: mi abuelo había muerto. Se lo dije a mi abuela. Se acercó, le besó y sólo dijo: “Gracias compañero por serlo. Pronto te seguiré: ten paciencia”. Yo me arrebujé en el sofá, miré los más de 12.000 libros de la librería y me dije: “Mi abuelo vive en estos 12.000 latidos: tengo una larga tarea para completar su biografía. Aquí hay mucha sabiduría, tanto la impresa como la debida a su pluma”. Y cuando pensaba en el trabajo que me esperaba me dijo mi abuela: “Nieto, dentro del libro hay una carta o algo parecido para ti”. Lo tomé, extendí el folio doblado y vi un título: “La leyenda del persa y el beduino”. Así comienza la leyenda:
Lejos de Damasco, en pleno desierto, un persa que iba en un camello que apenas podía andar se encontró con un beduino que iba a pie y exhausto y que llevaba agua en un pellejo de camello que había cogido de un pozo. Se acercaron, se saludaron y sin mediar palabra el persa le quitó el pellejo con el agua y se lo dio a beber a su camello. El beduino le preguntó al persa porqué lo había hecho y este le contestó: “Por dos motivos: el primero porque si tu te bebes el poco agua que llevas no podremos llegar a ninguna parte y moriremos los tres, pero si bebe mi camello podrá llevarnos a los dos a Damasco; la segunda…” y sin esperar más palabras ni atender a más razones, el beduino sacó fuerzas de flaqueza, empuñó su alfanje, mató al persa, le quitó el camello y bebió el agua que quedaba en el pellejo y se dijo: “Algo de razón tenía el persa descarado: ahora podré llegar a Damasco incluso aunque ya no tenga más líquido, porque el camello tiene mucho más aguante, ha bebido y sabrá ir sólo a la ciudad”. Y a continuación se preguntó: “¿Cuál sería la segunda razón de la que hablaba ese persa insolente?”. Y ahí acabaron sus reflexiones porque, cuando hubo recorrido apenas unas cuantas dunas, el camello cayó desplomado, muerto. A su vez el beduino notó una fiebre espantosa acompañada de una tiritera y cuando estaba moribundo se dio cuenta que esta era la segunda razón: si el agua estaba envenenada moriría el camello, pero ambos estarían vivos y entre ambos tendrían más posibilidades de llegar a Damasco que uno sólo. El beduino se encomendó a Alá y murió.
Era sin duda la última lección que me quería dar mi abuelo cuando ya la dama blanca le había invitado al último paseo: la generosidad es el egoísmo más inteligente.
Madrid, 20 de julio de 2008
LEYENDA SUMERIA
Yo siempre había observado que las personas mayores suelen ser más conservadoras que los jóvenes, y no sólo en lo que atañe a la política, a la religión o a la moral, sino en otros aspectos más triviales. Por ejemplo, no suelen ser dados a cambiar de mobiliario, a innovar en el vestir o a cambiar del trayecto diario: parecería que todo ello les resguarda de la descarga emocional de la sorpresa. Todo esto viene a cuento porque un día que entré en la biblioteca de mi abuelo me encontré un viejo mueble-instrumento que emitía una música nada desagradable. Se trataba de un viejo gramófono y era la primera vez que, desde que tengo eso que llaman uso de razón, veía una modificación de los muebles en la biblioteca. Al ver a mi abuelo recostado en el sofá medio extasiado y sin un libro en la mano le pregunté que cómo era posible que tuviera las manos desocupadas, huérfanas de lectura y me dijo: “Nieto, yo soy incapaz de leer y oír a la vez los sones del pentagrama, y menos aún si es Bach quien llena el aire con sus notas”. Aproveché entonces para intentar ponerle en un brete e interrogarle por sus gustos musicales y autores favoritos. Yo nunca le había visto escuchar música y el pequeño demonio que todos llevamos dentro me salió a relucir. Esta fue su contestación: “Los grandes de la música no tienen jerarquía estética; todo depende del momento y de cada sensibilidad. Así, ocurre que Wagner aturde cuando buscas concentración, Verdi te rescata de la trivialidad, Beethoven absorbe cuando pides distracción, Mozart o Tchaikovsky emocionan cuando necesitas serenidad. Son sólo algunos ejemplos. Sin embargo, mi favorito es Bach, porque te invita a la compañía cuando huyes de la soledad; distrae sin absorber, al revés que el gran sordo, y emociona con moderación, a diferencia del genio vienés”. ¡No había manera con mi abuelo! Decidí entonces cambiar de tercio, pero sin abandonar mis aviesas –aunque creo que veniales- intenciones de pillarle en un renuncio, en una duda, en una contrariedad, y le dije lo siguiente: “Abuelo, siempre me ha llamado la atención que seáis de conducta tan poco convencional, de moral tan abierta, tan anárquica, tan poco sujeta a códigos y cánones y, sin embargo, hayáis sido un servidor del Estado. No os lo reprocho porque me siento orgulloso de ser su nieto por esto y por tantas cosas, y tampoco os lo reprocharía aunque no se acomodara a mis ideas por el inmenso respeto que me merecéis”. Pensé entonces que un exceso de adulación no desentonaba con la verdad que entrañaban mis palabras; a cambio me podían servir para distraer su entendimiento con el despertar de la emoción de la vanidad. Mi abuelo pensó unos segundos antes de contestar y dijo: “Prefiero un código, por dogmático que sea, a la arbitrariedad del poder sin norma”. Y se calló. Cerró los ojos unos instantes, dio una calada a su pipa, acarició a Lanas, su perro sempiterno y me dijo remedando a Rubén Darío: “Nieto, te voy a contar un cuento. Érase una vez…”. Y así comienza la leyenda:
…en Babilonia, el reino más importante de Mesopotamia a comienzos del reinado de Hammurabi, 18 siglos antes de la era cristiana. Un sumerio y un acadio han ido a parar a la cárcel: el primero es farmacéutico y ha sido acusado de robar un dromedario; el segundo –el acadio- es un noble acusado de intentar impedir la subida al trono del gran legislador, el Rey de las Cuatro Regiones, y de blasfemar contra el dios Marduk. Su ofensa es mucha y merece la muerte, pero como no hay legislación, su pena depende de los carceleros; lo mismo ocurre con el farmacéutico sumerio. Al día siguiente de su prisión el farmacéutico se lamentaba en estos términos: “¡Qué adversa ha sido la diosa fortuna conmigo! Tantos años sirviendo bien al rey con mis preparados y que de tal manera estaba considerado y que tan bien me pagaron mis servicios él y los muchos nobles a los que atendí que hasta he podido reunir dos cofres llenos de perlas, pendientes, collares y brazaletes de oro que tengo enterrados en una duna cerca de un oasis cerca de Nippur, y sin embargo…”. Y sin esperar que acabara su soliloquio el sumerio, el noble acadio se levantó del duro suelo de la prisión y le dijo: “Vez que de nada te sirven aquí tus tesoros cuando carecemos de el principal de ellos: la libertad. No ha sido la fortuna adversa, ni podemos culpar a los dioses de nuestro infortunio, porque entonces deberíamos creer en dioses injustos y, para eso, yo prefiero no creer en ellos. La culpa es de la falta de unas leyes que eliminen la arbitrariedad de los gobernantes, de los poderosos, de los propietarios de esclavos. Yo he sido acusado de atentar contra el rey cuando mi delito es discrepar de sus decisiones”. Pasaron muchos días y nada parecía cambiar en la cárcel hasta que un día, cuando llevaban cumplidos dos años de condena sin ver el Sol y dejados a pan y cerveza, el noble acadio oyó a uno de los carceleros lo siguiente: “No sólo debemos impedir que escapen, sino que mueran. Respondemos de ello con nuestras vidas; a partir de ahora debemos mejorar su alimento con legumbres y frutas”. El noble acadio se lo contó al sumerio que hasta ese momento dormía en el jergón de paja, se quedó reflexionando por unos segundos y entonces le dijo al noble acadio: “Ahora ya sé cómo salir de aquí”. El acadio, que era un escéptico, se sonrió y se quedó como estaba: sentado y apoyado en la pared de adobe. El sumerio, molesto por la incredulidad del compañero de cárcel -aunque fuera acadio-, sacó de un forro de su raída túnica una minúscula bolsita de cuero, le quitó el hilo que la cosía, se tomó su contenido y gritó: “Carcelero, he tomado un veneno y moriré en cuestión de horas si no tomo el antídoto, y sólo yo sé dónde está”. El acadio esta vez se levantó como pudo sin saber qué decir o qué hacer. Uno de los carceleros entró, le miró al sumerio y le dijo: “Entonces vendrás conmigo a donde está ese antídoto que pregonas, te lo tomarás y volveremos aquí”. El sumerio asintió con la cabeza y dejó sólo al acadio. Y cuando habían recorrido la mitad del trayecto en sendos camellos hasta la ciudad de Kish, el sumerio se detuvo cansado y le dijo al carcelero: “Cerca de aquí tengo escondido un tesoro que yo te indicaré. Si me dejas libre cuando lleguemos a él tú podrás quedártelo, seguir el camino hasta Nippur y más allá y dejar ese infame oficio; yo, mientras tanto, llegaré a la ciudad de Kish, tomaré el antídoto y volveré sobre mis pasos de nuevo a la cárcel”. El carcelero soltó una carcajada y dijo: “Qué garantías tengo yo de que vuelvas al mísero lugar de donde vienes, insolente sumerio. Soy un guerrero, pero no un estúpido”. El sumerio contestó: “Cierto, no tienes ninguna garantía, pero tampoco tienes nada que perder. Tú, cuando alcances Nippur estarás fuera de la jurisdicción de Babilonia y serás rico, ¿qué te importa mi suerte? Por otro lado, si tienes la tentación de matarme no se habrá cumplido la segunda condición de tu misión como carcelero y te buscarán para matarte; en cambio, si yo tomo el antídoto y cumplo mi palabra, tanto mi persona como el acadio ahora en prisión estaremos allí y vivos y sólo te echaran de menos tus compañeros, incluso insultarán a tu familia por tu desprecio, pero tu ofensa no será tanta como para buscarte y matarte. Con el tiempo lo olvidarán, porque su misión estará cumplida”. El carcelero se quedó estupefacto, le miró a los ojos al sumerio y dijo: “Sea, tu ganas y yo… también. Vayamos al tesoro y serás libre”. Y así hicieron: el carcelero encontró el tesoro y lo cargó en la mula hasta Nippur; el sumerio se dirigió a la cárcel directamente a donde estaba el acadio y esto lo hizo por dos motivos: porque lo que había tomado no era letal y porque quería proponerle el mismo juego al acadio en vista de que había funcionado una vez. Pero cuando ya estuvo en la cárcel y cuando le propuso al acadio huir juntos con la misma treta que él había usado éste respondió: “Yo no quiero arriesgar mi vida porque la valoro en mucho. Un golpe de suerte puede darnos la libertad en tiempos tan agitados como estos, donde hasta los carceleros tienen enemigos. No escaparé. Yo soy noble, mi oficio es serlo donde está el poder y no tengo donde huir. Mi paciencia es grande, aquí se come bien y nos han cambiado de estancia a mejor, como has podido comprobar. Repite la jugada y te deseo toda la suerte que el dios Marduk te pueda otorgar”. Y así repitió el sumerio, confiado en que un segundo tesoro que tenía escondido no muy lejos del otro serviría de reclamo para el nuevo carcelero. Éste sintió la misma tentación que el anterior y ambos, el nuevo carcelero y el sumerio, se dirigieron a Kish para desempolvar el segundo tesoro que allí debería estar, en una duna cerca de un pequeño oasis. Pero cuando llegaron al lugar donde el sumerio suponía que estaba el preciado cofre se encontró que no había nada: el anterior carcelero, llevado por su codicia, había levantado varias dunas alrededor de la que estaba enterrado el primer tesoro, había encontrado el segundo y se lo había llevado. El nuevo carcelero montó en cólera, desenvainó su espada y mató al pobre sumerio. ¿Y que pasó con el segundo preso, el acadio? Dice la leyenda que estuvo 40 años en la cárcel, que salió cuando una revuelta dejó sin carcelero la cárcel y se vio libre; libre sí, pero ciego de 40 años sin ver el Sol, viejo, sin dientes, sin fuerza y sin tener con que sustentarse. Dicen que volvió a la cárcel, buscó los restos de la farmacopea del compañero sumerio -del que creía que había conseguido la libertad- se tomó todas las bolsas de cuero con preparados de su amigo y murió. En efecto, entre ellas había algunas que eran letales: el noble acadio prefirió el suicidio a una muerte lenta. Y dice la leyenda que cuando el gran Hammurabi supo de estos hechos, ocupó el resto de su vida en crear un código que eliminara la arbitrariedad de los gobernantes hacia los gobernados. También se supo que las acusaciones contra el sumerio y el noble acadio, ambas, eran falsas, sin fundamento: ambos eran inocentes. Y por último, dice la leyenda que el carcelero avaro, por cargar el camello con los dos cofres, la reventó y el pobre murió en pleno desierto y, tras el inocente animal, le tocó el turno al mismo carcelero, porque el desierto no perdona la codicia y es tumba de los ambiciosos.
El abuelo, tras tomar un respiro preguntó al nieto: “¿Cuál fue la decisión más acertada? El sumerio tomó tres decisiones arriesgadas: engañar al primer carcelero, volver a la cárcel a por su compañero e intentar engañar al segundo carcelero; el acadio esperó un golpe de suerte que sólo se produjo cuando ya la naturaleza daba fin a su ciclo. La pregunta que te he hecho no tiene respuesta; la única pregunta válida es la de ¿tú y los demás tús semejantes al tuyo qué harían? De haberlas, sólo son válidas soluciones kantianas”. Me quedé reflexionando un rato y le dije que no tenía respuesta y mi abuelo añadió: “No la tienes porque aun cuando pareciera que ambos podían elegir, era tal el riesgo de su elección, que la libertad de elegir se deshacía como un azucarillo en un café. Esa es muchas veces la libertad a la que estamos abocados en el mundo en el que vivimos. Los dos presos vivían en un país sin códigos; de saber cada uno su condena quizá hubieran obrado de otra manera, porque sus condenas al menos no estarían sujetas a la arbitrariedad. Más vale un mal código que la arbitrariedad del poder, del poderoso, del adinerado, del carcelero, del religioso, del militar, del creyente, del pariente, incluso del generoso, porque puede dejar de serlo. De ahí mis servicios al Estado, a pesar de que tienes razón en cuanto mi antipatía por todo tipo de códigos, normas y leyes”.
Madrid, 24 de julio de 2008
EL SECUESTRO DE MI ABUELO BERTO
Un día que me acompañaba mi abuela Francisca en la biblioteca leyendo un libro sobre Margarita Xirgu y cuando mi abuelo hacía un año que nos había dejado, levanté la vista del pesado libro de cuentos de Andersen que tenía en mis manos y le pregunté algo que me intrigaba hacía tiempo: “Abuela, perdona que te moleste, pero siempre me ha extrañado la reacción que tuvo el abuelo ante los bríznanos. Sé que le amenazaron más que veladamente, pero siempre le supuse un valor tal que no se arredraba ante nada: ni ante los infortunios de la vida, ni ante la bellaquería de ciertos especímenes del género humano. Sin embargo, por el tono con que me contó su decisión de marchar a Lima y por lo forzado de su decisión, siempre creí que había algo más que su seguridad aparente no podía ocultar y que no sé si tú misma conoces”. Mi abuela dejó la lectura, se sonrió de forma compasiva y me dijo: “Tienes mucha razón y eres muy perspicaz: creo que tu abuelo ha dejado semilla bien plantada en este mundo. Había algo más, sí: ¡tu abuelo fue secuestrado durante una semana al poco de recibir la amenaza de los bríznanos! El justificó su ausencia por nuevos asuntos diplomáticos que el ministro de la Guerra le había confiado, agradecido como estaba por su gestión en el caso del Reina Regente. Yo siempre supe lo del secuestro, pero nunca lo comenté porque él prefería vivir en la creencia de mi ignorancia y yo preferí no importunarle por la certeza de su incomodidad por mi conocimiento del hecho. Todo acabó en una semana, pero sí es cierto que tu abuelo no fue el mismo y nuestro destino no hubiera sido el peruano si no hubiera mediado esa semana infortunada. Eso es… casi todo”. Y cuando le iba a comentar que forzosamente debían sospechar que era obra de los bríznanos me di cuenta de la última frase. “Abuela, qué es eso de casi todo: ¿aún más infortunios?” Y mi abuela, contenta por mantenerme en tensión como tanto gustaba el abuelo, me dijo: “Recuerdo que recibimos una carta de qué o quién sabe Dios -o lo que haya de tejas arriba- que acababa de la siguiente manera:
DESISTE DE GOLD-BACH
… con un guión entre las letras “D” y “B”, eso lo recuerdo bien. Nunca supe qué era eso, qué significaba y como podía relacionarse con las amenazas de los brishanianos. Tu abuelo fue mudo en esto. La carta estará guardada en uno de estos 12.000 libros. Si quieres entretenerte ya sabes: busca la verdad, pero preserva la memoria de tu abuelo”. Me quedé sólo y me dije: “Aquí más misterios que en las Pirámides y todos los templos egipcios juntos. No debería empezar siquiera, pero no sé como desistir de la curiosidad sin menoscabo de mi sosiego”. Y se me ocurrió que lo primero que debía hacer era escribir al Ministerio de Defensa –heredero suponía yo de los archivos del antiguo Ministerio de Guerra- preguntando si tenían conocimiento del diplomático Humberto Ortega Navarro allá por el año 1896. Hubo respuesta:
“No tenemos constancia de que ninguna persona de nuestra embajada, ningún diplomático o funcionario a nuestro servicio, ningún ciudadano español hubiera sido secuestrado en esa fecha. Si tal hecho hubiera ocurrido con el familiar que nos señala, quedaría constancia del hecho en nuestros archivos”.
Quedaba claro que no se habían enterado: quizá por el legendario mal funcionamiento de nuestra Administración, quizá porque no lo fuera en calidad de diplomático o relacionado de alguna manera con el Ministerio o, quizá también, porque no fuera en realidad un secuestro y mi abuela estuviera equivocada. Por ahora la única pista que tenía era la frase: “desiste de Gold-Bach”. Era poco, salvo que gold significa oro o áureo en inglés y que Bach era el músico favorito de mi abuelo. Entonces se me ocurrió lo obvio: mirar en todos los libros de la biblioteca que estuvieran relacionados con Bach de alguna manera. Yo sabía que mi abuelo escribía su información, sus comentarios, en libros que tuvieran algún nexo común por muy peregrino o caprichoso que pareciera: así, una vez descubrí investigando el caso de un secuestro de perros en los que intervino mi abuelo como ayudante del inspector que había etiquetado como “lanas” con perros y colchones, relacionando un caso de robo de perros de raza y su provisional destino: una colchonería. El nexo era, como habrá adivinado el lector, el nombre de su perro; en otro caso utilizó un libro sobre ciclomotores porque contenía el resumen de dos palabras relacionado con el caso: motores, porque se trataba de un caso de espionaje sobre los primeros fiat y las escuchas en según qué ondas de radio –ciclos- que transmitían la información. Podría alargar los casos ad infinitum, porque el lenguaje español y el ingenio de mi abuelo daban para mucho. Al principio pensé en Bach como músico, en su Tocata y Fuga, en los conciertos de Brandenburgo, en sus cientos de composiciones, en el Barroco, puesto que era el más digno representante de esa época. No me sirvió de nada. Sin embargo, algo cambió cuando pensé en la música en general; entonces era inevitable relacionar notas musicales, armónicos, y las matemáticas; ahí estaban los pitagóricos, de los que mi abuelo era un miembro destacado de la secta o escuela española actual. Todo el mundo conoce el aforismo de Pitágoras: el número es esencia de todas las cosas; es menos sabido que también es padre de otro aforismo: el número gobierna el tono musical. Y rebuscando encontré en el libro X de la República de Platón lo que sigue: “Sobre cada uno de los círculos se mantenía una sirena, que giraba con él, y emitía una sola voz y de un solo tono; las ocho voces de las ocho sirenas formaban un conjunto armónico”. Es el mito de la música de las esferas. Bach, música, armónicos, pitagóricos, eran nexos que me llevaban de lo que recordaba mi abuela a la secta a la que pertenecía mi abuelo. Los brishanianos se perdían una vez más en el horizonte y me acercaban cada vez más a la secta degenerada de los pitagóricos: los poligonales. Entonces creía tener el caso muy cerca de su resolución. Ahora comprobará el lector que no era tal, porque cometí un error de principiante relacionando a Bach con los pitagóricos y los poligonales, y en cambio, descuidando un mensaje más profundo que tenían las palabras de mi abuela. Pero sigamos.
Seguí buscando pistas, esta vez en la frondosa sección de matemáticas antiguas que tenía mi abuelo, con sus tendencias y escuelas, como la jónica, la pitagórica, la eleática, la dialéctica, con representantes como Tales, Anaximandro, Anaxímenes, Pitágoras, Hipasos, Teodoro, Hipócrates de Quíos, Parménides, Zenón, Hipias, Antifón, y un largo etc. Nada de nada. No lograba salir del círculo vicioso de la matemática griega hasta que un día pensé en el aforismo de que no todo está en los libros y le dije a mi abuela: “Dime que tipo de ropa llevaba el abuelo el día de su secuestro. Quizá un hecho así se te haya quedado grabado en tu memoria, que es por cierto envidiable”. Y mi abuela me sorprendió con algo más: “No sólo recuerdo lo que llevaba, sino que aún conservo con naftalina el abrigo que tenía el día de su secuestro porque, aún cuando nunca más se lo puso, nunca me atreví a tirarlo: manías de vieja”. Me trajo el abrigo, miré sus bolsillos y esto fue lo que encontré:
“Debemos impedir la entrada a nuestra secta a todo tipo de creyentes. Creer es ineludible en las religiones porque la última frontera no tiene explicación. Nuestra misión es más modesta: dotar de rigor el pensamiento y la ciencia. O creer o pensar, sin mezcla. El poder terrenal es consustancial a la creencia, porque si todo lo pones en duda no necesitas autoridad terrenal que te guíe, sino una multiplicidad de puntos de vista sin jerarquías ni privilegios. Sobran de nuestra organización los poligonales. Pero tenemos otro problema. Hoy es insostenible pensar que se puede construir sistemas formales sólo con los números naturales tal y como pensaban los fundadores, Pitágoras, Tales, Anaximandro, etc., porque la irracionalidad de ciertas medidas como la hipotenusa de un triángulo isósceles, la matemática de los infinitesimales, las geometrías no euclidianas, el teorema de Cantor de la diagonal o los teoremas de incompletitud de Gödel, han dinamitado el realismo de nuestras hipótesis; y si eso cae, no podemos sostener los ritos sobre la música de las esferas o sobre las transmigración de las almas. Propongo dos cosas: expulsar a los poligonales de nuestra secta por degeneración en la creencia y por apartarse de la ciencia, y unirnos a los infinitorum para adecuarnos a los tiempos modernos, o, al menos, estar a la altura del siglo XIX. Más no os quiero pedir. Seguir trabajando en la matemática no cantoriana con rigor junto con la comunidad matemática universitaria que nada sabe de nosotros como secta. También debemos profundizar en las conjeturas de Fermat, Poincaré y Goldbach. De las 2 primeras está muy cerca la comunidad matemática de su solución. De la tercera aún no se han dados pasos sustanciales, pero incluso de esta también algo se puede decir…”.
Daba para mucho las palabras de mi abuelo. Desde luego la nota no estaba ahí por casualidad. Quizá la tenía porque no pudo darla a conocer, quizá la dejó olvidada en el abrigo, o quizá… la dejó para que la encontrara yo cuando su alma –o simplemente su yo- hubiera transmigrado: mi abuelo era capaz de eso. Volvía a ver la palabra Goldbach y podía subsanar mi primer error: el nexo de unión no era Bach, música, pitagóricos, sino Gold-Bach, Goldbach, conjetura. Lo que no sabía era si se quedaba ahí o tenía algún nexo más. A pesar de todo, desconocía lo principal, el objeto de lo que investigaba: el porqué y por quién fue secuestrado mi abuelo. Ahora sabía quién no había sido: los brishanianos. Sólo eso.
Muy sorprendida se quedó mi abuela cuando le enseñé la nota, ya totalmente amarillenta y casi desmadejada. La leyó, se quedó pensando y me dijo: “Sé cómo ayudarte a partir de ahora, porque yo también estoy intrigada. Siempre pensé que el secuestro de tu abuelo era obra de los seguidores del sultán ese y veo que estaba equivocada. Ya te he dicho lo del temblor de tu abuelo en las manos y cómo yo leía los libros que él cogía. Ahora no lo podemos hacer porque ha pasado mucho tiempo y los libros se han movido mucho, pero hay otra posibilidad”. Entonces llamó mi abuela a Turca, la gata de sus amores, y la dio a oler la nota encontrada en el abrigo y dijo: “Esto es casi infalible; Turca relaciona los libros que tocó tu abuelo con el olor por más tiempo que haya pasado; ahora irá a un libro relacionado con lo anterior”. Y en efecto, tardó un poco, pero se subió al tercer anaquel de la sección de matemáticas y señaló olisqueando el libro de Cantor sobre los Fundamentos de la matemática de conjuntos. En el libro había un papel fino y amarillento en la penúltima hoja que a mí siempre me resultó esquivo porque yo había leído sin acabarlo ese libro. Decía:
“Es la primera vez que una obra del ser humano necesita a Dios como hipótesis sin ser religiosa ni teológica, y nadie nos echará de ese Paraíso que nos ha traído Cantor. Firmado: los transfinitos”.
La cosa se complicaba cada vez más: pitagóricos, poligonales, transfinitos, conjeturas incomprensiblemente trascendentes, sectas científicas degeneradas en creyentes. Ahora tenía una buena tarta que no sabía ni de que estaba hecha, ni como partirla. Le sugerí a mi abuela que diera a oler de nuevo a la gata el papel amarillento del libro de Cantor. Lo olió, saltó al cuarto anaquel no ya sin esfuerzo, pasó por el borde del estante y se quedó fija en un libro que se titulaba Pirronismo, para volver de nuevo sobre el regazo de mi abuela, como diciendo: “misión cumplida, espero ahora mi premio, mis pobres y limitados humanos”. Tomé el libro y en la segunda hoja había escrito lo siguiente:
NADA ES MÁS
Y llevaba una firma: los escépticos, con un comentario de mi abuelo: “Esta es una rama matemática de los godelianos. Es también una rama degenerada que ha caído en la creencia. La respetamos, pero nos apartamos de ella por 2 motivos: por creyentes y porque tenemos que discutir con los godelianos nuestras hipótesis. Gödel es un hueso duro de roer aún mayor que Cantor. Gödel ha demostrado que no puede haber un sistema formal –matemático ha de entenderse- que pueda ser a la vez completo y no contradictorio. No es que haga imposible la validez de un sistema, pero lo limita. Nunca habrá, según sus demostraciones, ni una Matemática Universal ni, probablemente, una Lógica Universal. Con Gödel nuestras aspiraciones se han ido al traste. Podemos construir una matemática alternativa a la cantoriana porque su sistema tiene el vicio de mezclar en el curso de la demostración de la diagonal el infinito actual y el infinito potencial; con Gödel no hay alternativa. Sus demostraciones son inapelables. No existe una matemática godeliana y no godeliana: toda es godeliana, es decir, no universal. Firmado: H.O.N.
Es evidente que era mi abuelo, Humberto Ortega Navarro, y se dirigía, suponía yo, a sus camaradas, los pitagóricos. Ahora estaba agobiado de tanta acumulación de nombres y escuelas o sectas: pitagóricos, poligonales, transfinitos, escépticos y, no me extrañaría que, cantorianos e infinitorum. Quizá debía ordenar todo este material, pero antes llamé a Ana, mi ex-novia matemática, y le dije: “Quiero que me ayudes sobre algunas conjeturas. Sé la de Fermat, creo saber la de Goldbach y no tengo ni idea de la de Poincaré. No te puedo explicar el porqué, pero te puedo asegurar que esta vez no es curiosidad científica”. Y en efecto, me explicó la del francés que no entendí, la de Fermat que ya la sabía y me aclaró que la de Goldbach era tan simple como lo siguiente. Goldbach era un aficionado amigo de Euler y tuvo el mérito de hacer una pregunta que nadie se había hecho. “Verás –me dijo-, la suma de 2 número primos –exceptuado el 2- es siempre un número par por el simple motivo que todos los números primos son impares. Pero Goldbach le dio la vuelta a la cuestión y se preguntó: ¿se puede asegurar que todo número par puede ser el resultado de la suma de 2 números primos? Algo se ha avanzado desde los tiempos de Goldbach, pero sigue sin solucionarse. De las otras conjeturas se han dado pasos para su solución y no tardando mucho caerán”.
Seguía perdido entre tanta secta y decidí poner un anuncio, un reclamo en los periódicos. Este diría algo así como:
“Encontrado trabajo crítico sobre la demostración de Cantor de la diagonal. Se requiere interpretación del mismo. ”.
Y firmaba con el pentagrama pitagórico como identificación y la casa de mi abuela como centro de reunión. Me fui a su casa, me refugié en la biblioteca y esperé acontecimientos. Parece ser que me quedé dormido y tuve el siguiente sueño:
Soñé que iba en una barcaza por un río embravecido que a veces se convertía en mar y que llevaba gran cantidad de cimitarras, cada una con una etiqueta y un número. Recuerdo los primeros números: 3, 5, 7, 11, 13, 17, 19, 23, y no recuerdo más. De pronto el agua entra en la barcaza y se hunden las cimitarras, pero los números se desprenden. Yo soy a la vez actor y espectador, porque estoy en la barca pero nada me afecta, ni siquiera estoy mojado. Al final las etiquetas y yo llegamos a una orilla y…
… aquí acaba el sueño porque cuando me despierto estoy rodeado de 3 señores muy mayores y mi abuela que me dice: “Nieto, despierta que estos señores quieren hablar contigo. Dicen que eran amigos de tu abuelo y que tú les entenderás. Te dejo con ellos”. Les miré sin que pudiera evitar una cierta desconfianza. Eran, en efecto, 3 personas muy mayores, verdaderos ancianos, los 3 con sus bastones respectivos y bien trajeados, y cuando intenté presentarme no me dejaron porque uno de ellos comenzó a hablar: “Hemos venido hasta aquí porque hemos leído algunos relatos suyos donde aparece magníficamente retratado su abuelo. Sabemos que está haciendo una biografía. No vamos a negar que nos ha intrigado el anuncio en el periódico sobre el teorema de Cantor. Somos representantes de las escuelas –lo de sectas no nos gusta- de los poligonales, transfinitos, goldbachianos y escépticos. Hay más escuelas, por supuesto: pitagóricas, cantorianas, infinitorum, godelianas, hilbertianas, etc., aparte de las formalmente conocidas como intuicionistas, formalistas y logicistas. Venimos, como se dice en las películas de John Ford, en son de paz. Tu abuelo no nos ha tratado bien, pero no guardamos rencor, porque el rencor es la carcoma de la conciencia y una buena conciencia es salud. Tu abuelo ha trabajado contra nosotros, tachándonos de creyentes, como si el creer en la trascendencia fuera impedimento para conocer la verdad o fuera pecado de soberbia. Es verdad, somos creyentes, pero dejamos apartada la fe cuando la lógica, el rigor, la ciencia, aparecen. Es verdad también que históricamente esto no se ha conseguido y muchos de nuestros antepasados han utilizado la excomunión, el oprobio, la tortura y, a veces, la hoguera, cuando la religión lo dominaba todo: o se era papista o hereje. Eso también afectaba a nuestras comunidades. Pero estamos en el siglo XX y las cosas han cambiado o están cambiando. Nos gustaría saber hasta dónde llegó tu abuelo y los de su escuela respecto a dos conjeturas: la de Cantor y la de Goldbach. De la primera tengo una idea, pero de la segunda no sé por donde va. No le pedimos que delate los posibles avances de su abuelo o los de su escuela; le pedimos sólo 3 cosas: que sea benevolente con nosotros en la biografía de su abuelo y no se deje embaucar por habladurías; que cuente con nuestra colaboración para esa biografía; por último, pero lo más importante: que nos crea si le decimos que nada tuvimos que ver en el secuestro de su abuelo. La defensa de nuestros puntos de vista no nos lleva al delito en los tiempos que corren, aunque no nos avale la historia. No lo tome como una amenaza, pero en todas las comunidades de personas hay gente de todos los caracteres, para todos los gustos, de todos los niveles intelectuales, de variados temperamentos, y no siempre podemos controlarles a todos. Lo intentamos siempre, pero no siempre lo conseguimos. No le molestamos más. Ha sido un placer. No hace falta que se moleste, ya conocemos el camino”. Y se fueron sin que supiera si dos de ellos eran mudos o no.
Ahora tenía muchos datos y era tiempo de reflexionar sobre todo esto. Por ello me hice el siguiente esquema:
Científicos Creyentes
pitagóricos poligonales
cantorianos transfinitos
infinitorum goldbachianos
godelianos escépticos
A la rama científica (no creyentes) se le hacía corresponder la rama degenerada (creyentes), aunque en el caso de los infinitorum tenía mis dudas si los goldbachianos era su rama degenerada o no tenían patrocinio científico. ¿Quién de todos estos era el responsable del secuestro de mi abuelo? Podía proceder especulando por eliminación. Si hubieran sido los poligonales sería una evidencia, porque ya se habían declarado la guerra dialéctica hace tiempo y, en esto casos, siempre hay un dogmático, un exaltado, que va más allá de lo permitido, se vuelve guerrero, se cristianiza y viene la agresión. Pero no hay constancia de ello. Desechamos a los científicos –los no creyentes- porque están en sintonía en lo principal: en la ciencia lo que importa es el método y no el objeto. Los escépticos, como rama creyente de los godelianos, poco tienen que ver con las creencias de mi abuelo y quizá con cualquier otra; es una escuela cuya duda les lleva a la parálisis, por lo que difícilmente se embargarían en algo tan complicado e innecesario como un secuestro. Sólo nos quedan los transfinitos –los más creyentes- y los goldbachianos. Y aquí me paro porque establecer más conjeturas sin unas sólidas bases es caer en el pecado de la soberbia. Los transfinitos es la rama que menos me tranquiliza, porque si ya su ídolo científico –el gran Cantor- creía precisamente que los números transfinitos eran síntoma de la trascendencia, de la existencia de Dios, imaginemos lo que pueden llegar a pensar y hacer los miembros de la rama degenerada, una vez caídos en el agujero negro de la creencia y perdida la mano de la ciencia. Pero no se podía descartar a nadie, ni siquiera a los científicos, porque el dogmatismo acecha siempre cuando se pierde el sentido de la realidad. De nuevo estaba perdido a pesar de la enorme información que iba acumulando. Decidí entonces repetir el experimento del anuncio en el periódico con el siguiente texto:
Se cambia información sobre secuestro de H.O.N. por solución de la reina de las conjeturas.
Y de nuevo el pentagrama como firma. Era peligroso, pero había que arriesgar. El lugar de la cita era en el café más conocido de Toledo -que no diré-, lugar público, con varias salidas. El día era el viernes de cada semana. Pasaron dos viernes y nada pasó. Volví a casa de mi abuela, alcancé la enorme sala de la biblioteca y me refugié en el sillón donde tantas veces se quedaba dormido mi abuelo. Miré los libros, pero más con el deseo de descansar la mente que con la necesidad de la lectura. Recorrí mentalmente la Odisea y la librería, estableciendo una correspondencia entre las aventuras y desdichas del gran Ulises y algunos libros que me habían acompañado siempre: así, miraba los primeros libros de Freud que me descubrió una nueva visión de las cosas como el “Psicoanálisis del Arte”; el primer Quijote de Gustavo Doré, que puso límite a la posibilidad de leer algo comparable; mi primera “Historia de la Filosofía” de Bertrand Russell, tan espontánea como sesgada; el rigor de la historia con el primer Vicens Vives de la “Aproximación a la Historia de España”; el descubrimiento de la tragedia con el “Edipo Rey” de Sófocles; la comprensión de la Física a partir de lo elemental con la insuperable “Biografía de la Física” de George Gamow; “Cocinar hizo al hombre”, de Faustino Cordón, cuyo título lo dice todo; un García Pelayo de Derecho Constitucional; el descubrimiento del poeta a través de la poesía con Lorca y su igual en prosa con las “Sonatas” de Valle; el equilibrio perfecto, el maridaje perfecto entre fondo y forma de Quevedo en Los “Sueños” y en su poesía; el primer Shakespeare con discutible traducción de Astrana Marín; El Infierno de la “Divina Comedia”, de Dante, mucho más humana y terrible que divina; “La Celestina”, de Fernando de Rojas, la más humana de las inmortales; la soberbia crítica de la “Historia del Teatro Español” de Francisco Ruiz Ramón; la aventura por la aventura de Salgari; la poesía en prosa de las “Leyendas” de Bécquer; el suspense del Sherlock Holmes de Conan Doyle; el misterio con Poe; lo inquietante llevado al paroxismo de Kafka en la Metamorfosis; y así recorría mi vista los anaqueles sin poder pararme en ningún libro en especial, porque según iba leyendo sus títulos se me disparaba la fantasía hasta descabalgar el juicio, cosa que ahora no me podía permitir: tenía un capítulo importante de la biografía de mi abuelo y hasta el soñar era un obstáculo. De pronto vi que el III libro de Los Elementos sobresalía de los demás del estante y me levanté a colocarlo porque no podía soportar un libro que no guardara fila, como en una formación militar, yo, que era antimilitarista y no sólo pacifista. Cogí a Euclides con una mano, con tan ¿mala? suerte que se me cayó y quedó abierto en una página que originalmente estaba en blanco, pero que –como no podía ser menos- estaba repleta de la escritura de mi abuelo. Ahí no estaba la sorpresa, la sorpresa era su contenido. Veamos lo que decía:
“Mi más querido nieto. Supongo que te habrás divertido si has llegado hasta aquí, porque todos los caminos de la geometría llevan a Euclides. Te diré la verdad: no hubo tal secuestro; repito que el secuestro no ha existido, sino una invitación al debate. Todo lo he preparado para poner a prueba a las sectas o escuelas y provocar la catarsis en la mía, la de los pitagóricos, como bien sabes; también es un viaje iniciático para ti tras mi viaje trasmigrante. Casi todas la escuelas, incluso la mía, tienen algo contra mí: la mía, la de los pitagóricos, porque soy crítico nada menos que a la idea de ellos de la trasmigración, porque yo la creo de otra manera que no es momento de explicar; los cantorianos, porque he demostrado que se puede construir una matemática no cantoriana no aceptando que se pueda mezclar en el curso de una demostración los conceptos de infinito potencial y actual: uno u otro deben formar parte de las hipótesis, pero no los dos a la vez; los infinitorum, porque no acepto la existencia de los número reales, sino sólo como límites, es decir, no acepto ni aceptamos las cortaduras de Dedekind; los godelianos, porque no vemos cómo se puede demostrar la mayor infinitud de los reales si no se acepta el teorema de la diagonal de Cantor; los poligonales, porque he propuesto echarlos de nuestra rama por creyentes acientíficos; los transfinitos, porque utilizan la matemática para la creencia en Dios, lo cual debería ser una ofensa para los propios creyentes; los goldbachianos, porque he establecido como conjetura de la conjetura que la información en la definición de número primo no es suficiente como para demostrarla o refutarla; y por último los escépticos, porque amplifican las diferencias que ya mantenemos con los godelianos, con el agravante de que son creyentes. Todos tiene motivos para criticarme, odiarme y, en algunos casos, algo más: el dogmatismo, fruto de la ignorancia, instrumento de la desesperación, padre de la soberbia, enemigo de la reflexión, puede hacer estragos en mentes débiles o patológicas. Es inevitable que surja alguien que quiera pasar a la acción porque la auténtica reflexión la madre naturaleza se la ha negado. Por eso fingí mi propio secuestro. Pensaba estar más días, pero yo observaba el sufrimiento de tu abuela cuando iba al mercado. Yo era el mendigo al que dejaba alguna moneda: nunca me reconoció. Volviendo a lo nuestro, creo que es una tarea imprescindible para que la ciencia avance separar con muro de piedra la ciencia de la creencia: o la una o la otra. El diálogo entre ambos es imposible, porque el que cree utiliza la ciencia que desconoce como una excusa para su creencia; y el que es científico no puede soportar la creencia, no porque no pueda aceptarla, sino porque puede omitirla y aceptarla con el mismo resultado. Te vendrán representantes de sectas que se llamarán escuelas y te propondrán su complicidad. Ponles buena cara y sigue tu camino. No seas objeto de adulación ni de promesas. Suerte y no te ocupes tanto de mí que yo seré otro yo que no sabrá de tu yo”.
¡Casi había adivinado todo lo que iba a pasar cuando dejara este miserable mundo! Por un momento miraba los libros, los huecos de entre los libros, los reflejos en las paredes y me parecía que mi abuelo estaba ahí, vigilando, confortándome, ya sin ningún temor, y yo percibía una compañía de esas que deseas su presencia cuando la necesitas, pero de la que no añoras su ausencia cuando no la requieres. Le enseñé a mi abuela el escrito del abuelo en el III tomo de Euclides y esto fue lo que me dijo: “Ya te dije que no lo creía. Me alegro por tu abuelo, porque se ahorró un buen sufrimiento, él, tan kantiano. Sin embargo, algo pasó porque tu abuelo no volvió a ser el mismo y no fue fingimiento, porque nadie cambia de verdad cuando finge”.
Desistí de seguir investigando porque no había caso. El abuelo no había sido secuestrado y todo era especular. Pensé que todos los temores eran fruto de mi imaginación que tendía al pesimismo y a la hipocondría; sin secuestro todo era humo, sombra, nada. Esto es lo que comentaba a Ana, la ex-novia matemática, tomando un café en una terraza. Sin embargo, ella me dijo algo intrigante: “De las 3 grandes conjeturas que hay, es decir, la de Fermat, Poincaré y Godlbach, 2 están cerca de su solución, pero la tercera parece alejarse más a medida que conocemos algo. Supongo que habrás adivinado que ésta es…”. Entonces sonó un disparó, miré atrás, a los lados y no vi nada; luego, miré de frente y vi a Ana con la cabeza encima de la mesa y todo lleno de sangre. Estaba muerta.
Ha pasado el tiempo y no he vuelto a retomar el asunto por miedo, a pesar de las dos dudas que tengo: ¿la bala era para mí y erraron el tiro?, ¿cuál era la conjetura que no se había casi movido desde su nacimiento, según Ana? A veces pienso en mi abuelo y en Ana y me digo: ¿serán felices en sus nuevos yos?, y me reconforto contestando que sí, con toda seguridad. Ana, abuelo: siempre estaréis en mi cabeza y en mi corazón.
Esta historia podría acabar de muchas formas; ahora sé que se han resuelto las conjeturas de Fermat y Poincaré, no así la de Goldbach; podría contarles el qué y el cómo, pero no tengo ánimos; podría contarles que el final de esos tres ancianos no fue agradable; podría contarles los muchos cabos sueltos de esta historia que a lo largo de estos años he ido atando, pero ya nada tiene más importancia que unas notas para completar un biografía que quizá nadie lea. Yo sólo quiero acabar con las palabras de mi abuelo cuando a punto estuve de entrar en el túnel de la venganza: “La venganza no es el plato que se sirve frío, como dice el tópico, es más bien el rescoldo de la furia insatisfecha que no se apaga, quema el corazón y ahoga la conciencia: desiste de avivar rescoldos que no puedas apagar”. Cuando vi a esos tres ancianos en un banco un viernes en el lugar de la reunión tuve en mis manos sus vidas, pero recordé las palabras de mi abuelo, me di media vuelta, volví a su biblioteca –que ahora era mía- y comencé a leer un libro que siempre me recomendó y que las circunstancias -o qué sé yo- no me permitieron su lectura: “El Elogio de la locura”, de Erasmo de Rotterdam. Cuando acabé olvidé los deseos de venganza y mi conciencia quedó en paz.
Madrid, 30 de julio de 2008
TESEO Y EL MINOTAURO
(Leyenda apócrifa)
Era tan estricto mi abuelo con sus horarios que rara vez dormía fuera de lo acostumbrado: al menos eso era lo que me comentaba mi abuela, otorgando a tal conducta su beneplácito. Fue por ello que un día que le pillé transpuesto en su sillón de la biblioteca, no pude resistir la tentación de curiosear el libro que tenía en sus manos. Ya se sabe que la curiosidad es la madre de la ciencia, pero es también madrastra del infortunio y hechicera de la maldad. Vi que estaba escrito un título en una hoja en blanco del libro del Fausto que forzosamente me llamó la atención: “Tratado de la mentira”, y un subtítulo que decía: “Notas sueltas”. Entonces recordé que mi abuelo me dijo una vez algo así como que “si alguna vez escribo algo serio para su edición será sobre la mentira”, y añadió muy serio y moviendo el dedo índice: “La mentira es la madre de la civilización, consuelo de la desigualdad, sosiego del moribundo, bálsamo de la injusticia. La mentira permite al general mandar a la muerte a sus soldados a sabiendas que su sacrificio será inútil; es sustento del matrimonio; exonera a los curas del pecado por vender la vida eterna futura a los pobres a cambio de que acepten la terrenal sin protestas; permite a unos hacer las guerras por su patria para que otros mueran por ella; da pie al proverbio de que ganarás el pan con el sudor de tu frente aunque sea de otro la panadería; ser jefe al peor dotado y medrar al incapaz; llevar al asilo al abuelo con la promesa de que estará mejor que en su casa; pagar al médico por el consuelo;…” y así un largo etcétera que omito para no cansar al lector, al que también hay que darle descanso, incluso para la verdad, sobre todo para la verdad. Entonces decidí no importunarle y tomé un libro de Castilla del Pino sobre la depresión, que era de los últimos que había incorporado mi abuelo a su biblioteca. Se despertó y aún con la modorra del despertar me abroncó diciendo: “No leas lo que es aún un borrador, porque cada uno tiene que ser el extintor de sus ilusiones y no los demás, y nunca antes de tiempo. Ya sabes que a veces he mentido a tu abuela, pero nunca por capricho, sino por salvaguardar un bien superior. No es honesto, pero ni lo soy, ni lo busco: somos un mar de imperfecciones con islotes de virtud. Para que veas que la mentira es necesaria, te contaré una leyenda sobre Teseo y el Minotauro que no encontrarás en los libros de mitología, porque estos están adulterados por las creencias, gustos y manías de los historiadores. Dice así: “Cuentan que en la antigua Creta había un monstruo con cuerpo de hombre pero cabeza de toro, que custodiaba un laberinto construido por otro ser mitológico, Dédalo, y que la derrota de Atenas ante el rey Minos obligaba a los atenienses al sacrificio de 7 doncellas todos los años a manos del monstruo. Dice la leyenda que la princesa Ariadna, que era hermana del Minotauro, se enamoró de Teseo y le pidió en prueba de su recíproco amor que le matara. Teseo, que no se arredraba ante nada, aceptó. Hasta ahí una de las versiones ortodoxas, pero nada se dice sobre cómo entró Teseo en el laberinto. Habla la mitología oficial del ovillo de hilo que dio Ariadna a su amado, pero se omite que el laberinto tenía 2 entradas, una de ellas cerrada y la otra abierta, custodiada por un beocio, que como se sabe eran guerreros sin escrúpulos y mentirosos. Pero además el beocio era guardián y prisionero a la vez, porque estaba vigilado desde 2 torres por sendos arqueros lacedemonios que no permitían su huida y obligaban al guardián del monstruo a abrir la puerta a cualquier aspirante a héroe que quisiera matarlo con tal de que adivinara cuál era la puerta que llevaba al Minotauro; de no adivinarla, los arqueros lacedemonios matarían al aspirante. Una sola cosa se le concedía a este: un deseo que no contradijera estas normas. ¿Qué harías tú, mi más querido nieto, para sortear al guardián y a los arqueros lacedemonios, entrar en el laberinto y matar al Minotauro sin riesgo alguno?”. ¡Cómo disfrutaba mi abuelo con ponerme en un brete, sobre todo desde que yo tenía el título de ingeniero! El sabía de mi afición por los juegos de ingenio, pero nunca me puso en uno tan difícil, porque lo que tiene de apócrifa -me dijo mi abuelo- es precisamente que todo lo hizo Teseo sin correr riesgo por su vida, en contra de lo que cuenta la mitología oficial, que tiende a la heroicidad como la abeja a la miel. Y mi abuelo continuó: “Teseo, que era tan ingenioso como Ulises y tan fuerte como Aquiles, llegó al laberinto, alzó la vista a los arqueros lacedemonios a la vez que agarraba por un hombre al guardián beocio y dijo estas palabras: . Se miraron los arqueros lacedemonios y dieron el consentimiento al guardián beocio y este llamó a otro guardián para ejercer su oficio en la puerta cerrada que hasta entonces estaba sin custodia. Y cuando esto quedó hecho, habló de nuevo Teseo: . Se miraron ambos guardianes asombrados por la pregunta; el segundo guardián se acercó al primero y le cuchicheó al oído y luego volvió sobre sus pasos a su puerta. Entonces el primer guardián le dijo al Teseo: . Y Teseo habló de tal manera que dejó de nuevo asombrados a beocios y lacedemonios: . Y eso hizo el guardián primero. Y si la respuesta primera hubiera sido la contraria, contraria habría sido la puerta también, con lo cual el ingenioso Teseo se aseguraba entrar en el laberinto sin temor a las flechas de los arqueros. Y si Teseo se hubiera dirigido al segundo guardián, la solución hubiera sido simétrica, porque simétrica es la situación. Ves, querido nieto, como el uso de la mentira llevó a Teseo a la verdadera puerta sin riesgo alguno”. Yo hice todos los esfuerzos por no parecer sorprendido y le cuestioné el resto: “De acuerdo abuelo, pero matar al monstruo, a pesar del ingenio y la fuerza de Teseo, sí tenía riesgo”. Y mi abuelo se sonrió y añadió: “Las provocaciones de Teseo a los beocios lo eran para obligarles a la respuesta y aprender su voz. El sabía que el guardián primero y único hasta que pidió al segundo guardián era el que le entregaba las doncellas al monstruo y el que le daba de comer tiernos corderos; y suponía que el monstruo no le atacaría porque podría en él más el contemplar al proveedor de su disfrute que la furia por su presencia. Entonces, cuando se hizo de noche, se acercó Teseo al Minotauro y le dijo: . Y se acercó el Minotauro a la bandeja de carnes tan olorosas que no distinguió a quién la traía, y poco que le importaba, porque ante la comida y las doncellas era más fuerte en él el instinto que la razón, era más toro que hombre; y cuando se agachó, Teseo alzó su hermosa espada conquistada a un noble espartano y de un tajo le cortó la cabeza antes de que el Minotauro probara bocado alguno”. Y mi abuelo guardó silencio, esperando mis palabras, refugiándose en el sillón y con una sonrisa que yo no acertaba a explicar. Pensé y le dije: “Bien abuelo, también esta vez la mentira sirvió para engañar al Minotauro, pero se te ha olvidado a Ariadna y su hilo, ¿cómo salió Teseo del laberinto, porque si lo era, también lo era para él?”. Y mi abuelo, irguiéndose, me dijo: “Te estaba esperando. Veo que sabes algo de mitología: ¡lástima que sea la oficial! Ariadna y su hilo no pintan nada en todo esto; eso se ha añadido a la historia para no dejarla huérfana de personajes femeninos. No tiene sentido lo del hilo porque Teseo correría el riesgo de que los guardianes beocios lo cortaran o lo confundieran y lo negaran luego, porque eran cobardes y mentirosos. Teseo volvió a la mentira y comenzó a andar a través del laberinto, y cuando tenía que elegir entre la izquierda y la derecha preguntaba chillando a cualquiera de los beocios que le dijera qué dirección era la buena para salir del laberinto; Teseo, a cada respuesta de cualquiera de los 2 guardianes beocios hacía lo contrario, porque los guardianes no podía evitar mentir y, en caso de no hacerlo, los arqueros lacedemonios hubieran acabado con ellos. Ves como de nuevo tuvo que recurrir a lo contrario de cada respuesta: esta vez la mentira era por obra y no por palabra”. Y de nuevo mi abuelo esperó la mía. Yo le dije: “Bien, si acaba aquí la historia yo debo irme a mi casa porque bastante molestias os he ocasionado por hoy”. Y mi abuelo me replicó contrariado: “Aún no ha acabado, porque cuando los arqueros lacedemonios vieron salir a Teseo con la cabeza del Minotauro a sus espaldas dispararon sendas flechas a los beocios y acabaron con ellos”. A lo cual yo le repliqué que no lo entendía, porque los guardianes beocios cumplieron con su deber, y mi abuelo a su vez me dijo repanchingándose en la butaca: “Porque los lacedemonios, como ya había advertido Teseo, eran tan mentirosos como los beocios y no cumplieron su promesa de respetar la vida de estos, aunque estos, los beocios, respetaran las normas. Teseo cumplió su deseo en un mar de mentiras. Su causa era buena, porque desde entonces ya no hubo más tributos y sí más felicidad en las casas de muchos atenienses”. Y acabó la reunión en la biblioteca cuando le contesté: “Me quedo a cenar, abuelo. La abuela me ha invitado, pero te he mentido en lo de irme a casa porque nos está esperando con los platos puestos y no sabía qué hacer para abreviar tu historia, magnífica y ejemplar por otra parte”.
Madrid, 11 de agosto de 2008
LEYENDA ANDINA DE HUIRACOCHA
(Leyenda apócrifa)
Tengo que hacer una puntualización al lector antes de comenzar: todos los relatos, cuentos y leyendas que me relataba mi abuelo o que yo he reconstruido a trozos -porque a trozos aparecen en páginas en blanco de los libros de su biblioteca-, son siempre versiones muy libres, a veces puramente inventadas o sólo inspiradas en mitos y leyendas de los cinco continentes. Este es también el caso de esta leyenda. Una vez me señaló mi abuelo que Cervantes decía que las dos únicas cosas por las que merece arriesgar la vida son el honor y la libertad; sustituya el lector el honor por la verdad y se harán una idea –quizá vaga- del pensamiento de mi abuelo. En esta leyenda quiso ejemplificar él algo más, porque sostenía que, aunque hay que perseguir la libertad como el lobo persigue a su presa, es decir, con constancia y astucia, la mayor parte de las veces esa libertad, esas supuestas posibilidades de elección, son una falacia, son mera propaganda reaccionaria. Y sin embargo y a pesar de todo –decía él- “hay que ser siempre libre como el cóndor para cazar los bienes que merecen nuestra labrada libertad”. Aunque a mí, como a mi abuelo, nos repugna la caza, la analogía es pertinente: quién no está al acecho nunca cazará nada. Esta leyenda es un ejemplo. Sé que es sólo una leyenda, pero sostenía mi abuelo que “mitos y leyendas, si son arte, deben ser forzosamente la exacerbación de pasiones y sentimientos de la condición humana: exageradas hasta lo infinito si se quiere, pero siempre verosímiles, acomodados a ese género capaz de lo atroz miserable y de la creación grandiosa que es el humano”. Por supuesto que todos estos pensamientos los apuntaba casi a hurtadillas, porque tuve siempre la intuición de que acabaría escribiendo una biografía de mi abuelo, aunque sólo fuera para mi solaz satisfacción. Y ya, sin más preámbulo, ahí va la leyenda:
Cuenta la leyenda que Cuniraya Huiracocha, que era un semidios de los andes peruanos, se convirtió en un mendigo, se vistió como tal y anduvo entre los hombres. Tenía un fin: dejar embarazada a la más hermosa de las mujeres de la región, Cahuillaca, para perpetuarse en la inmortalidad. Para ello se convirtió en un pájaro y voló hasta el árbol conocido por el Lúcumo e introdujo en la lúcuma, que es su fruto, su semen; a continuación hizo que cayera maduro al lado de la bella andina; y tal es el olor del fruto que le resultó irresistible y se lo comió. Dice la leyenda que así se quedó embarazada la bella Cahuillaca. Y cuando llevaba ocho meses de embarazo convocó a los habitantes del poblado, los huicas, para determinar quién quería reconocerse como padre de la futura criatura. Sin embargo, nadie quiso asumir la paternidad por temor a que apareciera el verdadero padre, puesto que nadie sabía cómo y de quién se había quedado embarazada la bella andina. Bueno, nadie no, porque entonces apareció el semidios Huiracocha convertido en mendigo y dijo ser él el padre. Nadie le creyó, y Cahuillaca se sintió tan humillada por ambas cosas: por no encontrar padre entre los huicas y por las pretensiones del supuesto mendigo y, como quiera que las tradiciones se imponen como el principio de inercia a los individuos, a la bella andina sólo le quedó elegir entre dos males: o la aceptación del mendigo como padre de su hija o… el suicidio. Y Cahuillaca no dudó: se lanzó desde los acantilados de Pachacamac al mar y… desapareció.
Huiracocha anduvo errante, desesperado por no saber a ciencia cierta la suerte de su amada y la del fruto de sus amores. Y cuando mayor era su desesperación se le posó un halcón en su hombro y le susurró al oído: “Huiracocha, Señor de la tierra firme, yo puedo llevarte donde están tus seres queridos, pero tú tendrás que descubrir qué ha sido de ellos”. El semidios aceptó, disminuyó de tamaño para la travesía y el halcón le llevó volando hasta los dos islotes contiguos y gemelos que sombreaban las costas de Pachacamac. El halcón, que gustaba del acertijo y de la metáfora, soltó a Huiracocha en uno de los dos islotes y le dijo que si quería encontrar lo que más deseaba debía guiarse a partir de ahora por lo que sigue:
“Has de pensar más que caminar,
aún más has de sentir que pensar,
y todavía más has de creer que sentir”
Pero Huiracocha, que era un semidios rencoroso, le dijo al halcón: “Eres de las aves de presa la más rápida, la mejor cazadora, pero nada me has dicho que no supiera o que sea útil para mis fines, y me has dejado aquí, en estos dos islotes sólo y sin provisiones, a sabiendas que ahora sólo dispongo de mi condición humana para sobrevivir. Sin embargo, no he perdido mi condición de profeta, soy un Tiresias de los Andes, y te digo y profetizo que a partir de ahora tú y los de tu especie perderéis la condición de animal sagrado y venerado, estaréis sujeto a las leyes de la caza, tanto las del cazador como las de la presa, y tendréis en los humanos a vuestro peor enemigo”. Y en efecto, a partir de ese momento muchos halcones, en su peregrinar por los aires, cayeron abatidos por las flechas de los hombres en esta parte del mundo y en otras muchas, porque Huiracocha hubo inventado el arco, la ballesta y las flechas, y se los entregó a guerreros, nobles y cazadores como Prometeo hizo con el fuego.
De nuevo errante el otrora semidios por las escarpadas laderas de los dos islotes cuando se encontró un zorro que le venía siguiendo desde hace días, y el semidios le esperó, le cercó nada menos que al rey de la astucia y le preguntó si él sabía donde estaban sus seres queridos. El astuto animal contestó: “Apenas hablo tu idioma porque el don de lenguas no me ha sido otorgado, pero te aconsejo que no salgas de estas tierras porque tarde o temprano caminarás sobre ellos”. Huiracocha entendió que en esos islotes estaban muertos y enterrados Cahuillaca y su hija, y el semidios, al que le podía más el rencor que la mejor de sus virtudes, le profetizó lo siguiente: “Astuto animal, hasta ahora no tienes igual en el rastreo y en el ocultamiento, y eso te hace casi inmune como presa, pero yo te maldigo por las malas noticias que me traes y te digo que a partir de ahora tendréis los de tus especie un terrible enemigo: el propio hombre, porque seréis también cazados por jaurías de perros y por hombres a caballo -que son la peor de las jaurías-, os disecarán y seréis exhibidos en casas nobiliarias por hombres sin escrúpulos que pasan por corteses y educados”. Y, en efecto, así ha venido sucediendo en el mundo desde la profecía de Huiracocha.
Errante de nuevo y a punto de volverse loco porque si no encontraba a su amada y no reconocía a su hija lo perdía todo: a su amada, a su hija, su condición de semidios y su perpetuación en la inmortalidad. Fue entonces, en ese punto, que se encontró con la más majestuosa de las aves andinas y la que más alto vuela: el cóndor. Huiracocha se dirigió a la orgullosa ave y le dijo: “Majestuosa y altiva ave, dime si están vivos los seres que más quiero, llévame con ellos y te recompensaré dotando de todo tipo de pequeños roedores y otras presas las nevadas montañas donde proyectas tu sombra. Sácame de estos dos islotes que tantas horas y días los he recorrido sin encontrar ni sombra de mi amada y de nuestro común vástago”. El cóndor accedió sin rechistar y le llevó por los aires de nuevo al continente, y cuando le hubo depositado en tierra firme le dijo: “No te he llevado la contraria porque es famoso tu rencor de entre todos los andinos dioses y porque estás dotado del don de la profecía -que en tu caso es de maldición- y lo que tú anuncias se cumple como la noche sucede al día y como el hielo de las montañas precede al agua de los ríos; creo, sin embargo, que has cometido un error abandonando los dos islotes, porque nunca has estado más cerca de tus seres queridos. Piensa en las palabras del halcón al que tanto has maltratado”. Y Huiracocha le contestó: “No esperaba de tu noble volar esas palabras, porque sé ahora que tu me has traído hasta aquí a sabiendas de que era un error. No puedo maldecirte porque los dioses te protegen, pero no esperes nada de mí cuando te falten presas a las que cazar y cobijos donde guarecerse cuando azuce el frío en el invierno”. El cóndor, levantando el vuelo con dificultad, le contestó a su vez: “Máximo ha sido m¡ esfuerzo al traerte aquí y no puedo repetir semejante hazaña. Yo soy mortal, como tú lo serás por rencoroso y desconfiado”. Y el cóndor se alejó majestuoso confundiéndose con los picos de las escarpadas montañas.
Por último se encontró Huiracocha con una tortuga gigante que en otras latitudes llaman galápago y le dijo: “Seguro, majestuoso y lento animal de tierra y mar, llévame, te suplico, a los islotes que sombrean Pachacamac y te buscaré frutas sabrosas en los árboles donde tu boca no llega y te espantaré a toda suerte de aves de presa que buscan hundir sus afilados picos en tus partes carnosas”. La tortuga accedió, pero cuando estaban en medio de la mar, entre las costas de Pachacamac y los islotes, les vieron el halcón y el cóndor vituperados por el semidios y se lanzaron contra tan singular navío y tan inexperto navegante. Entonces la tortuga tuvo la tentación de sumergirse para eludir el peligro, como era habitual, pero en ese intento Huiracocha hubiera perecido porque no sabía nadar y tenía suspendido la condición de semidios. Huiracocha casi le suplicó de esta manera a la sabia tortuga: “Si no te sumerges y me llevas sano y salvo a los islotes, yo te protegeré con mi arco y mi carcaj repleto de flechas, y cuando estés en la isla también lo haré, porque eres a la vez guía en la tierra por tu sabiduría y navío en el mar por tu seguridad”. La tortuga contestó sacando la cabeza del grandioso caparazón: “Ves como es más fructífera la generosidad que el egoísmo; te creas enemigos porque tus innobles pasiones nieblan tu juicio y oradan tu conciencia”. Y así hicieron durante muchas jornadas en los islotes, comiendo la tortuga frutas y hojas que nunca pudo imaginar protegido por el rencoroso semidios, y éste limpiando las impurezas de su alma hasta resurgir un nuevo ser mitológico noble y generoso, aunque mortal por el momento.
Pero aún así, el nuevo semidios no encontraba a sus amores. Y un día en el que había anidado en su alma la resignación dio con un puma que le miraba fijamente. Huiracocha se le acercó porque a nada temía y le miró a su vez con la misma fijeza. Pasó al menos un amanecer hasta que el puma rompió el silencio: “Sí, eso que estás pensando, por más increíble que parezca, es la realidad. La sabia tortuga no ha querido decirte nada porque teme perder tu protección, incluso que el rencor vuelva a ti, pero yo, que no te tengo miedo ni a ti ni a tus profecías, te digo que tus seres queridos no están en esos islotes, son esos islotes. El halcón, el zorro, el cóndor y la tortuga han deseado decírtelo, pero han temido tu rencor cuando la nobleza no te acompañaba. Sé que deseas además la perpetuación en tu inmortalidad, pero para eso has de escuchar a Ciguapa, la tortuga, compendio de sabiduría, templanza y generosidad”. Y cuando el puma se retiraba a lo frondoso de la selva apareció Ciguapa y le dijo al resignado Huiracocha: “Si quieres la perpetuación de tu especie en la inmortalidad debes inseminar la tierra de cada islote, porque no sabes ni sabemos cuál es el de tu amada Cahuillaca y cuál el de tu hija”. A lo cual Huiracocha respondió horrorizado: “Eso jamás lo haré sin saber cuál es cuál, porque supondría el más terrible de los pecados; antes me arrancaría los ojos y me tiraría de lo alto de estas escarpadas montañas hasta sus laderas para ser devorado, incluso vivo, por las aves de rapiña”. Y la tortuga, reflexiva y casi temerosa, le contestó: “Sólo lo sabía el zorro por su condición de animal terrestre y rastreador, pero ha sido cazado por bárbaros extranjeros venidos del Norte, cumpliéndose tu maldición. Y si no inseminas esta tierra no tendrás descendencia y perderás tu condición de inmortal. Es tuya la decisión: si tienes suerte, vivirás en las nevadas montañas de los dioses con tu mujer y tu hija; de no tenerla, o serás inmortal, pero arrastrarás el pecado para siempre por la violación de tu hija, o perderás la inmortalidad y envejecerás y enfermarás cual mortal, que es tu condición actual”. Y dice la leyenda que todos los inviernos un grito aterrador surgen de los islotes que sombrean Pachacamac, se eleva hasta las cumbres nevadas del Perú y se extiende por todos los Andes hasta aturdir a todos los seres vivos que lo habitan.
Madrid, 25 de agosto de 2008
LEYENDA APÓCRIFA DEL AMAZONAS
Decía mi abuelo Berto que la dificultad del relato, cuento o leyenda es doble: por un lado ha de ser autocomprensivo, pero sin hojarasca. Todo ha de servir al conjunto y proceder como el escultor que ha de eliminar lo que sobra para conseguir su obra; la otra dificultad es la de lo inevitable de la moraleja, por lo que sólo debemos aspirar a despojarla del prejuicio del dogma y de la creencia hasta contemplarla descarnada, kantiana, para que sirva de modelo universal desde la libertad del creador. Este relato que encontré escrito en las últimas páginas en blanco de un libro de Wittgenstein pretende ser, según mi abuelo, un ejemplo de ello. Veámoslo:
Dice la leyenda que, cuando despuntaba el nuevo siglo XVI, arribó a las costas amazónicas una nave portuguesa comandada por el capitán Fernando de Sousa, que tenía fama de fanfarrón y mujeriego, y una tripulación de hasta 30 marineros. El capitán estimaba mucho a sus marinos porque solía decirles que “eran más compañeros de fatigas que simple tropa marinera”. Dice la leyenda que cuando tomaron tierra en la ribera donde habitan los indios tupís les dijo: “¡No hemos venido aquí a la conquista de tierras para otros, aunque sean nuestros monarcas, y menos aún para nobles que luego las administren y se lleven los frutos de nuestros esfuerzos y nuestras vidas, sino para otro tipo de conquista. Es aquí fama la belleza de las indias tupíes, altas, morenas, de piel tostada, de ojos grandes y perfectas cejas. Esa será la única conquista, el único tesoro que nos llevaremos de regreso a nuestra patria. Tenemos dos semanas para dejar a Cupido vacío su carcaj!”. Y así ocurrió, enamorando a cuanta india se le ponía en su camino, al igual que el resto de sus compañeros marineros. Sé que le resultará extraño al lector este comportamiento del capitán y su tripulación, pero no todo en la conquista fueron búsqueda de tesoros y eldorados para administrar porque, como decía mi abuelo Berto, “el hombre –y la mujer- son un caleidoscopio de deseos e intereses donde todas la situaciones imaginables son posibles con tal de que no transgredan los límites de la verosimilitud, y aún ésta queda a veces renqueante antes hechos y hazañas nunca imaginados”. Pero sigamos con la leyenda, porque sucedió que se enamoró el tal Fernando de Sousa de una india llamada Ciguapa que superaba en belleza al resto de las indias y a todas las mujeres que había conocido el capitán, cuya cifra pasaba del centenar. La primera semana era todo alcohol y placer, felicidad en definitiva para los rudos marineros, pero ocurrió que entrada la segunda semana muchos indios e indias empezaron a enfermar sin causa aparente. La historia ha descubierto posteriormente que ello era debido a la desprotección que tenían los indios ante las enfermedades contagiosas que portaban los europeos, inmunes estos a todas ellas. Ocurrió entonces que la bella Ciguapa enfermó también y cuando sintió que su final se acercaba llamó al capitán para declararle su amor y decirle su última voluntad de acuerdo con las costumbres de su tribu. Y eso hizo, pero no pasó ni un minuto del encuentro –que sería el último- de los enamorados, cuando el capitán salió despavorido de los brazos de su prometida y se internó en la selva como huyendo no se sabe de qué. Y no había pasado una semana cuando encontraron sus compañeros muerto al capitán, atravesado su pecho con una flecha por una tribu enemiga y con una carta aferrada a sus manos que había escrito apresuradamente. Decía la carta: “Mis marineros y compañeros, casi moribundo quiero explicar –aunque no justificar- mi comportamiento y deciros que corréis un grave peligro. Es costumbre en este pueblo que cuando la amada muere el hombre ha de ser enterrado vivo con ella para que así crezca el árbol tamba-tayá, cuyas hojas nacen pegadas dos a dos. Sólo os queda la huida. Tomad el barco cuanto antes, porque de lo contrario los amables indios tupíes os obligarán a casaros y ya sabéis el final. Mis fuerzas me abandonan… ”. Temerosos habían quedado los marineros, muchos de ellos ya comprometidos, cuando algo ocurrió que les dejó ya petrificados: una ola gigante se abalanzó sobre la costa y se tragó la hermosa nao en la que habían venido. Y aquí acaba la leyenda, al menos tal como la dejó escrita mi abuelo.
Era curioso lo de mi abuelo: tan brillante en la oratoria y tan parco, aunque preciso, en la escritura. El decía que era por influencia de Kant, cosa que yo no discuto porque apenas he leído nada del filósofo alemán, pero quizá el lector avezado pueda entenderlo y entenderle. No obstante, decía él que hacía excepción de la metáfora porque sin élla no existe literatura, sólo mero oficio de funcionario. Mi abuelo era siempre radical, pero siempre coherente.
Madrid, 27 de agosto de 2008
Historia del Beduino
Había en Bagdad un beduino burlón y un día se encontró una botella, la frotó y dijo: ”vamos mago vidrioso, hazte presente que te pediré un imposible, a ver si eres capaz de cumplirlo”. El genio apareció y le dijo: “huidizo beduino, pídeme lo que quieras”. “Sea -dijo el beduino-, hazme a la vez alto y bajo, guapo y feo, bueno y malo”, pensando que ello era un imposible. ”Sea –le contestó el mago-, serás un espejo”. En efecto, el espejo reflejaba, no la realidad, sino los deseos de los que se miraban, y así, los bajitos no se veían como tales, los feos se atusaban hasta parecer galanes y los malos, de puro mirarse, se olvidaban de cualquier arrepentimiento.
Madrid, 23 de junio de 2008
En una cárcel en Babilonia
Un sumerio y un acadio han ido a la cárcel hace 18 siglos: el primero es un farmacéutico acusado de robo; el acadio, un noble acusado de conspirar contra el Emperador. Un día el acadio oye: “Carceleros, respondéis con vuestras vidas del cumplimiento de sus condenas y también de sus vidas”. El acadio se lo comenta al sumerio. El sumerio medita y, de pronto, se le ilumina la cara, sonríe, coge una bolsita de los bolsillos de su levita, toma su contenido, escribe una nota y cae aparentemente muerto. El acadio llama al carcelero y éste encuentra la nota al sumerio que dice: “Sé dónde está el antídoto; apenas tenemos un atardecer. Sacadme de aquí o moriré y moriréis, carceleros”.
Madrid, 25 de agosto de 2008
EN EL POBLADO INCA DE HUAROCHIRI
El día que descubrí que mi abuelo había sido espía para la causa de la República y más tarde a favor de los aliados, algo me impelió a decirle lo que sigue: “Abuelo, me gustaría llegar a viejo y tener la satisfacción de haber luchado por la justicia como tú lo has hecho, a veces con riesgo de tu vida. Creo entonces que se me pasaría esta sensación del miedo a la muerte que no logro librarme de ella. Sé que siempre te pido consejos y que para esto no hay solución, pero dime algo que me haga encontrar sosiego”. Mi abuelo se recostó con su pipa en su sillón de la biblioteca, se sonrió levemente, aparcó por un momento el libro de Robert Graves que estaba leyendo y me contestó de una manera que me sorprendió. Me dijo: “Nieto, te responderé a lo primero diciendo que no confundas justicia con un juicio justo. La justicia, o es mera definición, o mero deseo, o simplemente es una palabra goethiana, es decir, una de esas palabras que rellenan conceptos cuando estos son mera oquedad. A lo que debemos aspirar todos los seres humanos es a un juicio justo en un tribunal que surja de un Estado guiado por el principio de soberanía. Cuando esto no se da, surge el héroe justiciero que siempre es el síntoma del fracaso de una sociedad que no es capaz de luchar contra los que quieren acabar con la libertad. Hablo de sociedad por sintetizar, porque esta también es una palabra que nada dice, otra oquedad del lenguaje. En cuanto a lo segundo, el temor a la muerte, mejor primero te cuento un relato inspirado en una leyenda que me relató en mi viaje al Perú un inca que se decía descendiente de los mismísimos orejones, nobles de grandes lóbulos. Es esta una versión libre. Así empieza:
Cuenta la leyenda que, antes de que llegaran los españoles a la conquista de las tierras indias de Huarochiri, en la actual capital Lima, los indios que las habitaban guerreaban entre sí sin descanso, sin que la leyenda precise exactamente porqué lo hacían, más allá del veneno de la ambición o el dogmatismo de las creencias que todo lo inunda y a muchos excita. Sólo reconocían como gobernantes a los más ricos o a los más valientes, caldo de cultivo para héroes y justicieros sin promediar nunca la justicia y el juicio justo. De entre estos sempiternos guerreros nació un hombre humilde llamado Huatiacuri, pero que se decía ser hijo de Pariacaca, el dios inca que todos reverenciaban. Pariacaca había nacido de cinco huevos en el cerro de Condorcoto. También, como era de esperar, había un inca poderoso y de noble cuna que poseía un gigantesco rebaño de llamas y alpacas de todos los colores imaginables, lo que le confería la presunción de la riqueza en grado nunca visto. El fingía ser sabio, pero no lo era, porque el que se dedica a la riqueza –dice la leyenda- no tiene tiempo para otra cosa, y la sabiduría exige dar a lo material la consideración del despojo, de lo trivial, de lo sustituible. Se llamaba Tamtañamca.
Un día Tamtañamca cayó enfermo, sin motivo aparente, y parecía que todas las medicinas y empastes que conocían los indios fracasaban en su cura. Hasta un zorro locuaz se burlaba de él cuando estaba postrado en el lecho diciéndole: “Cómo siendo tan sabio y presentándote ante tus guerreros como un dios has enfermado y no eres capaz de curarte. Cómo van a confiar en ti a los que pretendes como súbditos si para ti de nada te vale tu sabiduría”. Así pasaron los días y las cosechas, hasta que una mañana de las que el cóndor bajaba de los montes a la planicie, se presentó Huatiacuri a la tienda del falso sabio y le dijo: “Yo sé como curarte, pero a cambio te pido que me des a tu hija menor en matrimonio”. Ni la hija menor de Tamtañamca, ni el propio Tamtañamca y, menos aún el cuñado -que estaba casado con la hija mayor-, querían ese desposorio, pero todos los remedios, antídotos, brujerías habían fracasado y todos pensaban que el falso sabio no iba a salir de esa y aceptaron el compromiso. Entonces Huatiacuri pidió tan sólo un espejo cóncavo y que le dejaran sólo con el enfermo toda la noche. Quedaron asombrados los miembros de su familia y su séquito, que lo tenía aunque sólo fuera un falso noble. El hijo de Pariacaca había estado observando unas huellas que aparecían todos los días en la tienda y fuera de ella, y eso le resulto suficiente para saber la causa y la solución de la enfermedad de Tamtañamca. Cuando llegó la noche puso el espejo al final de la huella que aún se dibujaba y esperó. Y cuando había pasado el tiempo suficiente para que dejara de ulular el viento en los nevados montes entró una serpiente para hacer lo que hacía todas las noches: hincar sus dientes y chupar la sangre a Tamtañamca en lugar de inocular un veneno, razón por la cual fracasaban todos los antídotos que la sabiduría inca había creado. Y cuando la serpiente se erguía para hacer lo habitual, se vio reflejada en el espejo cóncavo y su imagen aumentada, creyó que una serpiente mayor la atacaba y salió despavorida, deslizándose tan a gran distancia sin la debida precaución que el cóndor la vio, la atacó y la mató. Había También dos ranas chupadoras que hacían lo mismo que la serpiente, pero Huatiacuri también las estaba esperando porque sus huellas también las delataban; cuando entraron las dos ranas en la tienda volcó el espejo cóncavo hacia ellas con la concavidad hacia abajo y las capturó. Las ranas chupadoras de sangre sirvieron de alimento al halcón del cuñado, quien practicaba el arte de la cetrería, aunque de poco le había servido para curar a su suegro porque carecía de ingenio.
Fue así como se repuso Tamtañamca, pero en lugar de mostrarse agradecido sintió ofendido su orgullo porque un humilde, casi un pordiosero inca de la planicie, hubiera hecho lo que nadie había conseguido; y por si fuera poco, también le resultaba insoportable que entrara en la familia casándose con su hija. Lo mismo le sucedía al esposo de la hermana. Entonces, el falso sabio le dijo a su salvador: “Puedo agradecerte lo que has hecho por mí, pero no puedo consentir que te cases con mi hija por motivos obvios, por lo que te propongo unas pruebas, un desafío, y si me vences en todas ellas tendrás lo que anhelas, aunque quizá yo no pueda soportarlo”. El hijo de Pariacaca aceptó porque tenía guardado un as en la manga, como se dice en los juegos de cartas del Viejo Mundo, y añadió: “Te ruego que esperes más allá del final de lo que crees el final, porque hay un lugar para la sorpresa que ahora no puedes imaginar”. Y el falso sabio aún se irritó más, porque ahora, a la habilidad de su oponente en el desafío se añadía el misterio de lo que desconocía, él, tan sabio, noble, rico y poderoso, dueño de tantas llamas en las montañas y señor de tantos súbditos en el llano.
“Has pasado la primera prueba, pero aún quedan 3 pruebas más y recuerda que el acuerdo es tal, que de salir derrotado en una de ellas desistirás de casarte con mi hija menor” -dijo Tamtañamca a Huatiacuri-. “Ahora viene la del baile. Deberemos bailar hasta que Inti abra la negrura de la noche con sus primeros rayos. El que resista más bailando ganará”. Huatiacuri asintió con la cabeza y se dirigió a su padre Pariacaca elevando el ruego de su ayuda, porque sabía lo mal bailarín que era y la poca resistencia que tenía: “Padre, no sé cómo salir de esta, pero muestra tu sabiduría y poder concediéndome la victoria antes de que el Sol, Inti para los habitantes de Huarochiri, proyecte nuestras sombras en el suelo”. Y el padre de los dioses le contestó: “Sólo tienes que bailar y por más prodigios que veas y, aunque no los entiendas, no has de parar hasta que el Sol venza la blancura de las nevadas cumbres”. Llegó la noche y comenzó el baile. Al principio Tamtañamca se las prometía felices porque se había recuperado de su debilidad comiendo carne y se encontraba lleno de vida y motivación para dejar en ridículo a quien, según él, lo había ridiculizado. Sin embargo, no hubo pasado apenas una porción del tiempo estipulado cuando el falso sabio comenzó a tambalearse, a mantener el equilibrio con dificultad hasta caer una y otra vez al suelo, como si ya estuviera ebrio, que era en realidad la siguiente prueba. Los guerreros comenzaron a reírse, primero disimuladamente, mirando hacia el suelo y agachando la cabeza, como si no quisieran creer lo que estaban viendo; pero algo más tarde ya no podían evitar la risa, incluso la carcajada al ver a Tamtañamca bailar y caer tan patéticamente. Nadie se lo explicaba y, acabado el baile, los habitantes de Huarochiri dieron vencedor por unanimidad a Huatiacuri. Este invocó a su padre para una explicación de lo que había pasado y mostrarse agradecido. Entonces Pariacaca se le apareció sólo a su hijo y le dijo: “La explicación que buscas es muy sencilla: he provocado un terremoto insonoro sólo bajo los pies de tu oponente hasta que apenas pudiera mantenerse en pie”.
“Aún quedan dos pruebas más y si mi suegro no quiere tu boda con su hija, yo, que estoy casado con su hija mayor, aún lo deseo menos. Ahora te espera una dura prueba porque sé que eres abstemio”, dijo el yerno de Tamtañamca. Y en efecto, la prueba siguiente era una resistencia a la bebida y consistía en, al igual que la del baile, en medir el aguante al vino de cada uno de los contendientes. Dispusieron los habitantes del pueblo una mesa alargada, con dos líneas de vasos de vino que parecían interminables en lugar de la comida habitual. Y apenas hubo comenzado la nueva prueba, cuando ocurrió que una lluvia fina comenzó a caer del lado del hijo del dios y el vino se fue aguando hasta ser digerible por un niño sin menoscabo de su salud. Y cuando aún faltaba un tiempo para el amanecer, Tamtañamca, que de su lado no cayó una gota, él sí cayó al suelo ebrio y agotado: había perdido de nuevo y esta era la tercera prueba.
En la cuarta y última prueba Huatiacuri se arrodilló ante Pariacaca, su padre, y le dijo: “Sé que me has ayudado en las pruebas del baile y del vino cuando yo no podía imaginar cómo podría vencer a este impostor, pero la cuarta es aún más difícil porque hemos de construir una casa cada uno hasta su cerramiento y yo apenas sé amontonar piedras y clavar palos en el suelo: ¿qué he de hacer, padre? Y Pariacaca le contestó enojado: “No pretendas ser lo que no eres y construye tu casa con todas tus fuerzas, con todo tu ingenio y piensa que los dioses te contemplan”. Y así hizo, y ambos contendientes construyeron sus casas en tiempo impensado, y cuando los habitantes del pueblo parecía que apostaban por su ídolo, el falso sabio, un viento raseado tiró el techo de estuco que había construido Tamtañamca; y sin embargo nada de eso ocurrió con el techo de Huatiacuri, a pesar de que era peor. El falso sabio había perdido también la cuarta y última prueba.
Ocurrió que nada más acabar la prueba de la construcción, tanto Tamtañamca como su hija menor desaparecieron sin dejar rastro. Todos los habitantes del poblado quedaron consternados hasta que se presentó el vencedor de las cuatro pruebas –que así pasaron a llamarle- y les dijo: “Yo sé cómo encontrar a padre e hija y convencerles de que abandonen sus intenciones”. Quedaron asombrados e intrigados los habitantes de Huatiacuri por ambas cosas: por saber dónde estaban y presumir sobre sus intenciones. Brujos y chamanes del poblado aceptaron sus palabras y le desearon buena suerte. Y el hijo de Pariacaca se dirigió a su padre y le dijo: “Padre, de nuevo requiero tu ayuda, dame la visión del halcón y el poder de rastreo del zorro para encontrar a ambos suicidas, porque seguros son esas sus intenciones”. El padre le dijo: “Sea, ponte en marcha y sálvalos, y si no les convences quedarán convertidos en dos venados”. Huatiacuri los encontró en lo alto de las nevadas montañas a punto de lanzarse al vacío y les dijo: “¡Tamtañamca!, te ruego no agries mi victoria con el pesar de un suicidio que no deseo. Quiero decirte que sin la ayuda de mi padre, el dios Pariacaca, jamás te hubiera vencido; ¡hija menor de Tamtañamca!, si no es tu deseo casarte conmigo tampoco lo será el mío”. Las palabras del hijo del dios Pariacaca parecían haber causado efecto en padre e hija porque se disponían a abandonar la escarpada cumbre donde reposa el cóndor. Pero ocurrió que el hielo que bajo sus pies les sustentaba ya se había derretido casi del todo y su caída parecía inevitable; fue en ese momento que apareció el cóndor enviado por el dios de todos los incas, Pariacaca, sujetó a ambos con sendas garras y los dejó en la planicie. Y cuando aún no se habían recuperado del susto, ambos, padre e hija, se miraron y soltaron un grito aterrador: se habían convertido en dos venados, tal y como había prometido el dios y padre de Huatiacuri.
Pasaron los días y las noches y el hijo del dios no se atrevía a bajar al poblado temeroso de que sus habitantes le inculparan del final desdichado de Tamtañamca y su hija, porque a ambos adoraban, a pesar de la fanfarronería del primero. Pero esto fue un terrible error de Huatiacuri, porque los pobladores dieron por muerto a padre e hija y huido al hijo del dios Pariacaca y volvieron a las actividades de todos los días: a la agricultura en las escalonadas montañas, a la construcción de templos con piedras milimétricamente cortadas, a la orfebrería, al oficio religioso, al servicio del Estado para asegurar agua y comida a los más desfavorecidos, y muchos a la caza, como era el caso del yerno de Tamtañamca, casado con la hija mayor, y que tanto aborrecía a Huatiacuri. Y quiso la adversidad –que es una diosa con la cabeza vuelta- que en una mañana de caza el yerno disparara sus flechas sobre dos hermosos venados nunca vistos antes; y fue tan certera su puntería que a ambos les atravesó el corazón y murieron en el acto. Y ahora viene lo terrible para el yerno, porque, cuando se dirigía a cobrar las piezas, se habían convertido en su ser anterior y pudo contemplar como Tamtañamca y su hija menor habían muerto a sus manos. Aún resuenan en los valles andinos el grito aterrador de un desesperado que ni podía arrepentirse de sus actos recién pasados, ni esperar la paz de su conciencia en el futuro, y decidió sufrir el más terrible de los finales, la capacocha -aunque no fuera un niño-, es decir el enterramiento en vida. Huatiacuri, cuando supo de sus deseos, intentó convencerle de lo contrario con estas palabras: “Olvida que soy ese ser que tanto aborreces. Sé que tu pena es inmensa, pero no puedes sentirte culpable del destino adverso porque no era tu intención lo ocurrido, y sin intención el final que deseas es una blasfemia a los dioses. Arrostra tu error si así lo consideras y administra los bienes de los infortunados con generosidad hasta su extinción. Eso te reconfortará hasta que tu conciencia te permita cerrar los ojos en la noche sin sobresaltos”. El yerno de Tamtañamca no dijo nada y se fue. También se fue Huatiacuri con su dios padre Pariacaca para meditar sobre sus actos en el pasado reciente, porque no estaba seguro de haber obrado con la limpieza que la ocasión y el retador requería o si, por el contrario, se había dejado llevar por el pecado de soberbia, que es el pecado de los dioses. Y cuando habían pasado varias cosechas, volvió el hijo del dios al poblado de Huarachori para saber qué había sido del yerno y su mujer. Un día supo el final cuando vio a la hija mayor de Tamtañamca sentada a los pies de una tumba mirando a las nevadas montañas por donde despunta el alba: allí, en esa tumba, yacía su marido, y ya puedes imaginar cómo fue su final.
Y sin embargo, para los pobladores de Huarochiri esto sólo fue un adelanto de lo que les esperaba, sólo fue el inicio del final. Es cierto que habían perdido a un ídolo de barro, fanfarrón y falso sabio, pero al que adoraban por motivos que son largos de explicar; había muerto su hija menor, la más hermosa de la región; también el yerno, celoso de la jerarquía, pero administrador eficaz y servidor del Estado inca, cuyo fin era proteger a los más necesitados, a los arruinados por las cosechas, a los abandonados por la fortuna, a huérfanos y viudas sin medios de vida. Todo volvía a la rutina de la generosidad y la eficacia, cuando en el tercer decenio del siglo XVI unos hombres a caballo, con corazas y armas de fuego, aniquilaron a muchos incas con el uso de estos instrumentos de muerte; también por las enfermedades que portaban: eran Pizarro y los suyos, su hermano, Almagro, Hernando de Soto, Diego de Agüero y tantos otros, conquistadores unos por las armas, conversores por la cruz otros, ávidos de tesoros y fértiles tierras fabuladas en sus tierras de origen. Llegaron con estrépito y destrucción, porque eso fue la conquista: un inmenso estrépito, el ruido ensordecedor de un genocidio.
Cuando hubo acabado la narración, le pregunté a mi abuelo qué había de la segunda cuestión, bajando al mismo tiempo la mirada porque no me acostumbraba a hablar de ese tema de otra manera; no hubo respuesta: mi abuelo se había quedado plácidamente dormido en su sillón dado lo avanzado de la noche y quizá… de su edad. Le extendí la mantita barojiana y me fui a casa con un libro en la mano que hacía tiempo que me había recomendado su lectura: “La República”, de Platón. Y fue así como acabó la velada.
Madrid, 31 de agosto de 2008
EDIPO Y LA ESFINGE
(en versión de mi abuelo Berto)
Decía mi abuelo que todo lo significativo que le pasa a una persona podía ser contado en 3 o 4 centenares de palabras, y el resto es espuma y hojarasca. Y a continuación añadía: “… pero de esa espuma, fruto de la agitación de las almas, de esa hojarasca que deja al árbol desnudo, descarnado, están hechos los Hamlets, Antígonas, Segismundos, Electras, Faustos, Medeas, Quijotes, Semíramis, Prometeos, Celestinas, Don Juan, Climtenestras, y… Edipo”. Esto lo vi anotado por mi abuelo en un libro de Robert Graves que no recuerdo su título. Todo ello viene a cuento porque tengo en mis manos un relato del que nunca me habló mi abuelo. El gustaba de leyendas incas, babilónicas, árabes, indias…, siempre alejadas de nuestro próximo pasado griego y romano. En todo caso, no le hacía ascos a las provenientes de nuestra llamada piel de toro, o como decía él que decía un filósofo alemán, de ese pueblo “que ha querido ser demasiado”. Quizá era el respeto que le merecía los padres de nuestra civilización –según él-, o quizá, porque deseaba alejarse de lo inmediato, de lo trillado, de lo incuestionable. Mi abuelo decía que “sólo le merecía la pena lo heterodoxo, lo críptico, lo apócrifo, lo apostatado, lo condenado, lo derrotado, lo irreverente, lo insólito, lo insoportable,… lo olvidado, pero siempre que fuera verosímil. La verdad está ahí, sin la lógica de la historia que embadurnan los historiadores, en el inconsciente, en el instinto. La lógica es la urdimbre de lo inexplicado, de lo irracional, de lo aleatorio”. Queda dicho que mi abuelo era radical, pero tan sabio y coherente, que sólo ahora, cuando de él nos quedan –y nada menos- su memoria y sus escritos, me atrevo a emplear esa palabra, radical, con la tranquilidad de saber que para él y su biografía es lo contrario de… extremista: iba a la raíz como el árbol busca la tierra húmeda bajo su tronco. De Edipo dejó escrito: “A pesar de lo que diga el filósofo y filólogo alemán, la Tragedia, como género, nace con Edipo Rey, porque de ahí surge el dilema de la libertad: ¿somos libres de navegar por el mar de la libertad o son los vientos y corrientes los que nos zarandean, convirtiéndonos en espectadores de nosotros mismos? En Edipo Rey, Sófocles plantea el dilema, pero atenuado, porque actúa libremente pero fruto de su… ignorancia. Se presenta en escena con la tarea hecha y toda la obra gira en cómo va descubriendo la verdad: que ha matado a su padre, ha yacido con su madre y ha engendrado hijos, que serán malditos por su culpa. Shakespeare y Calderón arreglarán el asunto siglos más tarde”. Yo ni quito ni pongo, sólo transcribo. Mi abuelo es autor de este relato que se aparta de la obra de Sófocles por lo que yo he podido comprobar. El decía “que la literatura es una degeneración de la tradición oral del relato; que la novela está hecha para alimentar al escritor y el teatro para forzar el silencio del espectador y luego su aplauso; y que la buena literatura es el cuento, la leyenda y la épica”. Lo que digo, era un radical. Sin más dilación expongo lo que dejó escrito mi abuelo del mito de Edipo. El lector que haya leído a Sófocles notará las diferencias.
Cuenta la leyenda que en Tebas, capital de las 100 puertas, bellísima ciudad de innumerables templos y palacios, confluencia de caravanas del desierto, de agricultores del Nilo, de comerciantes de Persia, testigo y destino de la vida y de la muerte, que se declaró en fecha no aclarada una epidemia que asoló los campos, mató a los ganados, dejó yermos los vientres de las tebanas y diezmó a los vivos, de tal manera que ni las oraciones, ni los cantos religiosos de los sacerdotes a Amón, el dios de la ciudad, ni a otros dioses más antiguos pero tolerados, como Mut y Jonsu, lo evitaron. Consultados muchos oráculos y hechos muchos sacrificios, sólo uno llamó la atención porque era un enigma: era el oráculo de Delfos, dedicado al dios Apolo y decía:
¿Qué ser se apoya en 4 extremidades al amanecer, cuando Febo asoma por el horizonte;
tiene 2 al mediodía, cuando los rayos del astro muestran su tiranía;
y 3 en la noche, cuando la luna reina en su negrura?
Sobre la ciudad merodeaban multitud de rapaces esperando que los vivos sean cadáveres y con tal hambre por las muchas jornadas sin comer, que a veces no esperaban la muerte y picotean con sus afilados picos y desgarran con sus garras terribles a los vivos. Y de todas ellas una sobresale por su tamaño y agresividad: la esfinge, ser devenido en mitológico, que tiene el cuerpo de león, garras de águila y cabeza, dicen,… que de mujer. Este ser ha prometido que dejará la ciudad en paz si algún forastero descifra el enigma del oráculo de Delfos, pero que será condenado, cual Prometeo, a ser desgarrado y comido vivo si falla en su solución. Muchos príncipes y nobles de la ciudad han muerto en el intento porque no podían rehusar sus obligación de ser benefactores de la ciudad.
En esto que llegó un peregrino proveniente de la ciudad de Corinto que decía llamarse Edipo, que cojeaba ostensiblemente, y deteniéndose en la puerta grande de la ciudad destinada a Febo dijo:
<>
Asombrados quedaron los tebanos y desesperada la Esfinge, que no podía quedarse más en la ciudad porque el oráculo había sido descifrado y temía la ira del Olimpo. Entonces el monstruo se acercó a Edipo y le dijo: “Crees que has vencido, pero sólo has ganado una batalla, porque no sólo el hombre cumple el oráculo, y cuando Apolo y los demás dioses del Olimpo descuiden la protección de la ciudad, cuando el viejo dios Amón sólo sea un recuerdo, volveré de nuevo, con un nuevo ejército más hambriento y numeroso, y no quedará ser vivo que lo sea sobre la ciudad. Eso ocurrirá al menos que me digas cuál es ese otro ser que cumple a satisfacción el oráculo de Delfos. Y te digo aún más y grávate esto:
Tu padre no es tu padre;
tu madre no sólo es tu madre;
y no verás tu muerte, pero morirás”
Y la esfinge salió de la ciudad y con ella su ejército de rapaces, dejando apresuradamente restos de cadáveres entre sus garras.
Edipo fue recibido por la reina de la ciudad, Yocasta y le dijo: “Eres el Salvador que tanto esperábamos; descifraste el enigma y te enfrentaste a la Esfinge, y además eres príncipe de Corinto; eres joven, aunque no agraciado; estás dotado de la fe, voluntad e ingenio que nos ha faltado durante tanto tiempo. Tu recompensa es reinar conmigo en Tebas y yacer juntos para darme nuevos hijos que aseguren la descendencia. No soy tan joven como parezco porque por edad incluso podría ser tu… madre, pero espero serte agradable y compartir la corona y el lecho contigo”. Edipo contestó: “Gustoso acepto todo cuanto has dicho y velaré por la ciudad, para que no se repitan los pasados y tristes hechos”. Y los tebanos celebraron todo: la epidemia que se levantaba, las mujeres que volvían a parir, que los campos volvían a la cosecha y las ganaderías al pasto y al forraje.
Pero no quiere la diosa Fortuna extender su manto más allá de lo imprescindible porque, un día que Edipo se dirigía a Corinto a contar a sus padres su desposorio con la reina de Tebas, aconteció que se encontró con una caravana de 2 carros y casi una decena de jinetes a caballo que se detuvieron impidiendo su paso. Del segundo carro se bajó un hombre cubierto de un vestido de una sola pieza y le dijo: “Detén tu paso y baja de tu caballo. Sé quien eres y donde vas. Has salvado la ciudad de Tebas… temporalmente. Yo soy tebano y te estoy agradecido, pero debes dejar la ciudad, volver a Corinto para quedarte y olvidarte de la que ahora es tu esposa, porque no sólo es tu esposa. No quieras saber más, porque a veces la ignorancia nos hace más felices que la sabiduría. Los años, cargos, experiencias y estudios me han hecho coquetear también con ella y no conozco la dicha. No vuelvas a Tebas. No es una amenaza, es una advertencia, y no tengas miedo de mí porque yo soy algo más que un desconocido para ti, aunque no lo creas. Créeme y no preguntes. Ve a Corinto sin mirar atrás y no salgas de allí”. Pero Edipo, que a pesar de su cojera no conocía el miedo, le dijo: “No sé quién eres, me adviertes de peligros que no conozco, me aconsejas sin darme razones y te interpones en mi camino. No quiero matarte, pero no dudaré en hacerlo si sigues obstinado en lo uno y en lo otro: argumenta mejor o despeja el camino”. Y el extraño personaje le contestó: “Tampoco te deseo daño alguno y si supieras que no es la primera vez que nos hemos visto y en qué circunstancias, comprenderías porqué es ese mi deseo. Ahora no puedo darte explicaciones que no creerías. Ve conmigo a Corinto y repasemos el pasado, veamos a personas que hemos conocido y tu corazón verá la luz que tu razón te niega. Ve conmigo, no como prisionero sino como huésped”. Y Edipo, que tenía agotada la paciencia, le contestó encabritando su caballo y tensando su arco: “El rey de Tebas no es huésped de unos menesterosos y menos su prisionero. Eres un viejo educado, pero déjame seguir antes que acabe con tus huestes y tu oratoria”. El extraño personaje hizo una señal para que sus acompañantes apresaran a Edipo, pero éste, con la velocidad de Hermes y la puntería de Diana, disparó su arco 3 veces con 3 flechas cada vez y mató a los acompañantes; a continuación sacó una espada corta y amenazó al viejo. Este continuó con su pausado parlamento: “Veo que tu cojera no te impide ser veloz y preciso. Te contaré todo y toda la verdad. Yo soy Layo y tú no eres hijo de… ”. Y cuando esto decía vio el viejo a la Esfinge que tensaba un arco y se abalanzó sobre Edipo para protegerlo, pero se encontró con la espada del nuevo rey de Tebas cuando se prestaba a enfundarla, y el viejo murió en el acto. La Esfinge desapareció sin que Edipo la viera y creyó que había matado casi sin querer al viejo.
Edipo visitó Corinto, vio a sus padres y fue su huésped durante 3 días. Muchos corintianos se ufanaron de ver de vuelta al príncipe, pero el nuevo rey tebano debía cumplir las obligaciones de su cargo y volvió a Tebas. Y cuando divisaba la ciudad notó un olor desagradable y de nuevo las aves rapaces que revolotear. Entró en Tebas y se encontró a la ciudad igual que antes de descifrar el oráculo. Los tebanos estaban divididos en sus opiniones respecto al nuevo rey: unos decían que era la causa de la nueva epidemia; otros, que lo mismo que los había salvado de la anterior lo haría ahora. Vio a Yocasta, su mujer, y le preguntó el porqué y ella le dijo: “Ha vuelto la Esfinge protegida por el Hades e insiste que tú no descifraste del todo el oráculo porque no sólo es el hombre el ser que cumple lo dicho por el oráculo de Delfos”. Y Edipo le dijo: “Reúne a la gente en el ágora, frente al templo de Diana”. Así hizo Yocasta, la madura mujer de Edipo, y cuando la multitud desesperada, hambrienta y sucia estuvo en la inmensa explanada habló de nuevo Edipo:
<>
Y de nuevo la esfinge desapareció con su ejército, la heridas de los tebanos se cerraron, la mujeres encintas volvieron al alumbramiento y los campos y animales quedaron en su estado anterior. Y de nuevo hubo unanimidad: Edipo había salvado a la ciudad. Pero cuando todo parecía alegría y celebración, de nuevo el Hado se mostraba inoportuno: unos soldados que iban a Corintio habían encontrado el cadáver que en tal estado había dejado Edipo al viejo en el cruce de caravanas. Lo trajeron a Palacio y Yocasta que lo vio dijo apesadumbrada: “¡Oh negra noche, enlutada sin luna!, es Layo, mi antiguo esposo. Aunque se apartó de mí sin explicaciones, nunca le deseé ningún mal. Era sabio y generoso, aunque nunca comprendí porqué hizo lo que hizo. Quiero, esposo mío, que se le rindan honores de rey en los funerales. Si es tebano su asesino nos traerá desgracias a esta ciudad y no son pocas las que hemos soportado”. Edipo guardó silencio porque ahora se daba cuenta que su valor no estaba regado por la prudencia necesaria que hace crecer a un gobernante: demasiado impulsivo. Ahora recordaba que las palabras de la Esfinge y las de Layo concordaban demasiado.
Reunido el Consejo de la Ciudad acordaron llamar a Tiresias, el advino ciego, para indagar sobre el futuro de Tebas y de sus habitantes, y esto es lo que dijo: “Ilustres representantes de la ciudad, ciudadanos. Todos hemos celebrado la llegada de Edipo, el nuevo Rey. El ha levantado por 2 veces la maldición que pesa sobre nosotros, adivinando los enigmas con que los dioses nos han castigado por no se sabe qué culpas. Sin embargo, aconsejo y pido yo ahora que el nuevo Rey abandone la ciudad y vuelva a Corinto, porque pesa sobre nosotros una profecía aún más terrible que los acertijos de la Esfinge que dice:
Llegará un extranjero que no es hijo de quien es hijo;
tendrá a la vez hermanos e hijos;
y derrotará al enigma cuando no vea al enigma y morirá a sus manos
Debemos volver al culto de Amón y a los antiguos dioses que nunca mal nos hicieron y siempre nos protegieron de las pestes en esta ciudad, tan abierta al peregrino, al extranjero, destino de árabes del desierto, de negros del Alto Nilo y de comerciantes de Persia, de India y aún de lugares más remotos. Nuestras puertas nunca se cierran y por ello nuestros corazones deben permanecer abiertos también a la libertad de cultos. Soy tebano y mis ofrendas van para el dios Amón, pero de mis hijos son para otros sus rezos y de ello estoy orgulloso. Edipo, vuelve a Corinto y reemplaza al rey porque el rey ha muerto. Eso es todo”.
Quedó consternado Edipo por las palabras del vate ciego, sobre todo por las últimas, se preparó para su salida de la ciudad y dirigiéndose a su esposa Yocasta le dijo estas enigmáticas palabras: “Espera mi vuelta pero, en contra de la costumbre tebana, prepárate para gobernar sola. Me acompañará tu daga para defenderme de mis… fantasmas”. Y marchó a Corinto donde encontró a su padre moribundo, pero no muerto, y a tiempo de que el venerado Pólibo dijera a Edipo: “Querido y amado Edipo, ya no puedo guardar el secreto que tanto tiempo te he ocultado: en la otra vida sólo se descansa desnudo de mentiras, secretos y ambiciones de esta otra. Te he querido como un hijo, pero no eres mi hijo. Un pastor me entregó un bebé en el monte Citerón. Me dijo que a su vez se lo había entregado un sacerdote de la casa de Layo. Aquel debía matarlo, pero su conciencia no estaba hecha para un asesinato tan vil y pidió al pastor que lo criara y ocultara y que nunca supiera su identidad. Ese pastor lo era de mi ganado y murió al poco de recogerte. Ese niño eres –o eras- tú. Tu madre y yo te hemos criado como un príncipe y para mí eres el legítimo sucesor, pero tu verdadero padre es Layo, rey de Tebas, y del que desconozco su paradero. Sé que tu ahora ocupas su trono y no sé si algo… más. Ya no veo. Dime, príncipe y rey, si he obrado bien o soy el causante… “. Y el Rey Pólibo murió. Edipo, desesperado, le dejó en el suelo, se arrodilló, tomó la daga de su esposa y… madre y se sacó los ojos. Ciego y ensangrentado volvió a Tebas, y cuando entraba en la ciudad notó de nuevo el olor de la muerte y la enfermedad; oyó de nuevo a las rapaces graznar; y cuando hubo llegado a Palacio rodeado de una multitud enferma, sorprendida y acongojada, se dirigió desde la más alta escalinata -de más de 30 pies- a los cielos con estas palabras: “Dioses del Olimpo, sé que mi ofensa es terrible porque he matado a mi padre y desposado a mi madre, pero caiga sobre mí el castigo y no sobre Tebas y sus inocentes ciudadanos. No ha sido suficiente para ello descifrar los enigmas de Delfos, pero ahora me propongo acabar con la Esfinge, el monstruo que asola la ciudad, instrumento de mis pecados. Asoma por aquí fiel enemiga y enfréntate con este ciego que quiere redimirse”. Y en efecto, la Esfinge apareció y se acercó a Edipo con estas palabras: “Las profecías se han cumplido y todo lo que habéis hecho tú y tus allegados sólo han servido para atarlas aún más a su destino anunciado. He cumplido con Hades, mi señor, y tú cumple con los tuyos dejando de ser príncipe, rey, esposo e hijo a la vez y, por último, parricida. La altura es suficiente; cumple tu destino”. Y Edipo le contestó: “Sea, cumplamos” y se lanzó al vacío pero agarrando a la Esfinge con tal fuerza que no pudo eludirle; cayeron ambos y en tan corto tiempo, Edipo la clavó la daga en el pecho; Tiresias, el ciego, disparo su arco y le atravesó la cabeza; y Creonte, el hermano de Yocasta, la partió las extremidades con un hacha cuando ya besaban el suelo. La Esfinge había muerto y de nuevo las rapaces abandonaron la ciudad, los habitantes se sintieron aliviados y las negras nubes se difuminaron. La Reina, Yocasta, se dirigió a su hijo y esposo moribundo y Edipo le dijo sin esperar sus palabras: “Madre, no hagas lo que está en tu mente. Gobierna esta ciudad mientras sus habitantes no te rechacen”. Y Edipo murió. Y dice la leyenda que eso hizo Yocasta, pero cuando un golpe de palacio le quitó el poder se fue al monte Citerón y se lanzó al vacío. Y dicen los que habitan las proximidades del monte que, a pesar de los siglos transcurridos, aún resuena el grito de una mujer, esposa y madre desesperada.
Madrid, 9 de septiembre de 2008
MIDAS EN EL DESIERTO
(Leyenda árabe)
Un día, al salir del colegio de mis estudios de bachillerato, me dirigí a casa de mi abuela casi corriendo con la esperanza de encontrar a mi abuelo Berto, porque tenía una pregunta que se me hacía original y me martilleaba las sienes. Sin embargo, mi contento se vino abajo al instante y creo que nunca hice el ridículo como entonces: nunca una pregunta mía despertó tantas risas en mi abuelo. Cuando aflojó su risa, y viendo que yo no declinaba la mirada porque ya entonces afloraba en mí algo de soberbia, se calló de golpe y me contestó con un cierto balbuceo; luego, tragando saliva, me dijo lo que el lector comprobará. Ahí va la pregunta: “¿Abuelo, porqué las cosas valen lo que valen?”. Y esta fue su respuesta que transcribo literalmente: “¡Caramba, veo que no te conformas con aprender lo que te exigen en el colegio, sino que vas más allá! No vayas tan deprisa, porque por ese camino llegarás demasiado pronto a las preguntas que, o no tienen respuesta, o la tienen ambigua, o no la tienen desde el conocimiento, que es como decir que no la tienen, con la desventaja de que la mayoría de las personas creen tenerla sin saber precisamente que lo que tienen es mera creencia. A la postre, no es mala pregunta y no tengo respuesta solvente. No sé tanto como supones, pero sí lo suficiente como para saber que es un problema económico –quizá el problema económico por excelencia- que ha engendrada mas respuestas y ninguna definitiva. Para mí las cosas valen aquello por lo que estamos dispuestos a pagar por ellas, cueste lo que cueste hacerlas. Verás, nieto, tu pregunta es de esas preguntas que exige para hacerla una madurez por encima de sus plausibles respuestas. Con esta pregunta, si la has meditado, tengo que darte una mala noticia: has dejado de ser un niño. Pero más que una respuesta de historias y teorías te voy a contar una leyenda que, como decía el gran Don Miguel, “viene como de molde”:
Iba por el desierto un persa en su camello que arrastraba a su vez a 3 camellos cargados de té, tabaco, dátiles, arroz y seda para venderlo en Bagdad, la ciudad de los jardines, cuando fue asaltado por 3 árabes que le amenazaron con sus alfanjes y le dijeron: “Persa, detén tu marcha. Sólo queremos de ti lo necesario para sobrevivir en Bagdad una semana. No somos ladrones y si estamos en esta necesidad es porque ladrones de verdad nos han asaltado y nos han quitado todo; a cambio te damos esta botella mágica de la que decía su anterior poseedor que sólo ante la llamada de un persa el genio mostrará su humeante presencia”. No estaba convencido el persa de tener que recurrir al genio hasta que hizo recuento de lo que los ladrones de ocasión le habían dejado y se dijo: “No siempre la intención cuadra con los hechos, buen Zoroastro, pero esta vez nunca han estado ambos tan distanciados. Estos ladrones se han llevado demasiado como para vencer la tentación de llamarte, genio embotellado: ¡hazte presente y escucha mis deseos!”. Y el genio dejó su caparazón de vidrio y, cruzándose de brazos, dijo: “Espero que tus deseos hayan merecido el despertar de mi sueño centenario. Cumpliré con ellos siempre que no te perjudiquen a ti y al resto de los humanos que fatigáis en estas dunas”. Y el persa, sin meditar demasiado, le pidió que convirtiera en oro todo cuanto tocara para así resarcirse de las pérdidas que instantes antes había padecido. A ello el genio accedió, pero le advirtió: “Sea, se cumplirán tus deseos, pero no estoy seguro de que puedas cumplir las condiciones que te he puesto respecto al prejuicio tuyo y ajeno. Te concedo el don de midas, pero medita antes de obrar, mejor aún, aprende a renunciar y, todavía mejor, no renuncies a meditar”. Apenas entendía el persa las palabras del genio, que ahora volvía a la botella. Pensó que no había accedido a sus deseos, pero estaba equivocado, porque cuando fue a abrir la bolsa en la que llevaba los dátiles que los ladrones le habían dejado, comprobó que según rozaba el sabroso fruto con los dedos de su mano aquéllos se convertían en un oro puro; lo mismo ocurrió cuando tomó un puñado de arroz; y otro tanto cuando hizo lo propio con el té. Al principio sintió contento, pero este se acabó cuando le pudo el hambre y vio que no tenía nada para comer. Eso sí, ahora tenía muchas onzas de oro. El persa se arrodilló y encerró su cabeza entre sus brazos en señal de desesperación y cuando la levantó vio a su camello muerto: había bebido el agua que previamente él había tocado y se había convertido en oro líquido en el estomago del animal. Entonces calló en la tentación del suicidio, pero no podía por dos cosas: porque su religión se lo impedía y porque no tenía instrumento que sirviera para tal fin. Se tumbó en el desierto y rezó en arameo esperando que las dunas le llevaran al Paraíso de Zoroastro. Y cuando estaba en esa actitud aconteció que se acercó un beduino que iba en un camello del que colgaba ostensiblemente un pellejo de agua, y el persa, sacando fuerzas de flaqueza, se dirigió al árabe en estos términos: “Beduino, nómada de este desierto, te ruego por la ciudad de Petra que tanto estimáis, que me dejéis beber de ese pellejo hasta acabar mi sed y me llevéis con vos a cambio de todo este oro que veis relucir y que es suficiente para retiraros de las fatigas del trabajo, del vagar por estas tórridas arenas por el día y de dormir al raso en los fríos anocheceres. Además del oro que ahora podéis contemplar y tocar puedo daros tanto como queráis, porque un genio me ha otorgado el don de midas y puedo convertir en oro todo cuanto toco”. El beduino, sin bajarse de su camello le contestó: “Aunque nunca he oído hablar de ese don te concedo que la verdad esté contigo, pero el agua de mi pellejo sólo da para mí y para mi camello y para llegar a Bagdad, y necesitamos precisamente ahora beber ambos”. El persa, que por los efectos del calor y la falta de agua ya empezaba a alucinar, le contestó de esta desafortunada manera: “Llévame contigo, tú bebe lo necesario y la parte del camello dámela a mí a cambio de todo el oro que pueda cargar. Vayamos así hasta que tu animal resista y luego encaminémonos a pie a la ciudad. Es la mejor solución para ambos”. Miedo sintió el persa al ver al beduino bajar de su camello con un alfanje en la mano, un libro en la otra y los ojos ensangrentados. “Mi camello –dijo el beduino-, persa desalmado, no es sólo mi transporte, sino mi compañero. Me habéis propuesto una crueldad, porque no la hay mayor que dejar a un compañero que muera de sed. Si me hubierais propuesto matarle sin hacerle sufrir habría accedido; ahora sé que no os importa el sufrimiento ajeno y no me fío de vos como compañero de viaje. Tomad mi alfanje por si necesitáis del suicidio y este libro de oraciones por si también necesitáis poneros a bien con vuestro dios. Podría ahora daros unos sorbos, pero sería crueldad porque eso sólo supondría alargar vuestra agonía. Pensad en paraísos de oasis donde se bañan morenas mujeres de largos cabellos y ojos como dátiles, y la agonía se os hará más llevadera”.
Y dice la leyenda que en los desiertos de Arabia vaga entre las dunas, cual escarabajo egipcio, un esqueleto de oro de un persa desafortunado que suplica en las noches: ¡todo el paraíso de Zoroastro por un sorbo de agua, tan sólo por un sorbo… de agua!
Madrid, 14 de septiembre de 2008
LA TENTACIÓN DEL ALQUIMISTA
En la bella ciudad de Toledo tenía a mi cargo un ayudante y un gato curioso. Un día le dije a mi ayudante: “tengo que hacer una visita a un noble toledano; guardaos de tocad el precipitado del matraz porque tiene una densidad y brillo desconocido”. Y eso hice, pero cuando volví pude comprobar que mi gato estaba muerto, mi ayudante ausente y las garras del minino convertidas en oro. Al día siguiente, una hoja local decía que un joven con las uñas de oro yacía muerto en la calle”. Era mi ayudante. Mi curiosidad me ha llevado a abrir al gato para saber la causa de su muerte y la sorpresa ha sido infinita: no sólo las uñas, sino todo el esqueleto era de oro.
Yo, el alquimista, llevó varios días sin dormir porque he podido averiguar donde está enterrado aquí, en Toledo, mi ayudante.
Madrid, 15 de septiembre de 2008
EL DONCEL Y LA REINA CATÓLICA
“Mi bello doncel, paje del duque del Infantado, tomad vuestras armas y armadura e iros a pelear a la vega de Granada contra el rey de Granada Muley Hacén y rescatar a la Sultana, la madre de Boadill, que la tiene presa. Esta guerra entre musulmanes solo bien nos puede traer a nuestros reinos. Este libro de misa y oración os acompañará”.
Yo soy Martin Vázquez de Arce, castellano al servicio de los Mendoza de Guadalajara, y doy fe que estos fueron los deseos –para mí órdenes- de la Reina. Y eso hice, pero no quiso la fortuna que pudiera cumplir mi promesa, porque caí en la vega de Granada en el año del Señor de 1486. Antes de morir tomé el libro y leí mis últimas oraciones. ¡Dejazme de discursos sobre las armas y las letras: sólo soy un guerrero que cumplía órdenes!
Madrid, 15 de septiembre de 2008
EL SUEÑO DEL ABRECARTAS
- Hoy te has levantado muy pronto. Tienes mala cara, hijo. Quiero aprovechar para contarte algo importante.
Sólo pensaba en el sueño horrible que tanto se repetía. Soñé que me levantaba con un abrecartas afilado y apuñalaba a mis padres mientras dormían, que la sangre fluía y no paraba, caía por las patas de la cama y lo inundaba todo. ¡Parecía tan real!
- Pesadillas, padre.
- Tenemos que hablar. Has cumplido 18 años y tienes que saber que te hemos criado como a un hijo y así te queremos, pero eres adoptado.
Tuve que sentarme para no caer.
- Y que pasó con mis padres.
- Es duro, pero tienes derecho a saberlo: tus padres fueron asesinados por unos supuestos ladrones mientras dormían.
- Estarán en la cárcel, supongo.
- Nunca fueron encontrados ni se llevaron nada.
- Qué instrumento usaron.
- Un abrecartas afilado.
Madrid, 16 de septiembre de 2008
EL DONCEL Y LA REINA
Un día que hube estado en Sigüenza contemplando sus monumentos y, claro está, especialmente el famoso Doncel que está en la iglesia de San Juan y Santa Catalina, pensé en la muy buena discusión que podría tener con mi abuelo Berto sobre la famosa estatua yacente que representa a Martín Vázquez de Arce, muerto en la Vega de Granada a manos musulmanas –otros dicen que se ahogó en la llamada “Acequia Gorda”- en el año 1486. Me había documentado bien, sobre todo desde el punto de vista histórico. Lo que me cansaba un poco era ese discurso constante de las armas y las letras que tanto dice y dicen representar la estatua y el caballero. Así se lo comenté a mi abuelo. Yo me esperaba un comentario crítico de ese discurso y su valoración estética de la valía de la escultura; escultura anónima dicen, pero hecha en el taller de Sebastián de Almonacid. De nuevo mi abuelo me sorprendió, no porque no fuera crítico, como cabía esperar, sino por lo que sigue: “También me resulta antipático ese maridaje entre las armas y las letras que parece representar el pobre Martín Vázquez, pero es de tradición antigua; comienza con Hernando del Pulgar y sigue hasta el inefable Ortega y Gasset, aunque este ya decía que “este hombre – El Doncel- parecía más de pluma que de espada”. Pero el tópico del maridaje entre las armas y las letras es indesmontable por el momento y se ha asentado con el discurso de la dictadura; dictadura que ha asolado la dignidad de los vencidos y, con más razón, la de los vencedores. Para mí, la finura de los rasgos de la escultura, el aparente sosiego y calma que transmite su postura a pesar de su armadura y cota de malla, sus piernas cruzadas, la increíble delicadeza con que coge el libro, su mirada perdida y reflexiva, demuestran que es el nuevo hombre del Renacimiento envuelto en una armadura que le es ajena; frente a la razón de las armas, la razón de las letras; es el nuevo humanismo, el erasmismo que ya se adivinaba en el horizonte. Pero el tópico está arraigado y ya es tarde. A cambio, te contaré una leyenda del Doncel que me contó mi abuelo a su vez. Por su supuesto que es apócrifa, como todo lo valioso. Dice la leyenda…:
… Que en junio del año 1481 volvía Fernando, El Rey de Aragón y esposo de Isabel, Reina de Castilla, a Barcelona por asuntos de estado que ahora no vienen a cuento; que Isabel iba a reunirse con el Rey, y en el largo camino hasta Zaragoza –lugar de encuentro- se hospedó en el palacio del condestable Mendoza que tenía en la hermosa villa de Sigüenza, en Guadalajara. Iba acompañada de su hija Isabel, que tenía entonces la tierna edad de once años. Y cuenta la leyenda que cuando el Condestable recibió a la Reina le acompañaba uno de sus pupilos, hijo de Don Fernando de Arce y Doña Catalina de Sosa, llamado Martín. Hechas las presentaciones y ya con el pie en tierra -ayudada por los criados del Condestable-, la Reina se dirigió al joven Martín en estos términos: “Necesita mi Reino jóvenes como vos para pelear en Granada. Tanto mi esposo como yo estamos empeñados en acabar con el poder nazarí que dura ya demasiado. Si deseáis ese destino, hablad con mi capitán”. Y cuando el joven Martín no podía disimular las ganas por dar su beneplácito intervino el Condestable: “Mi reina, se de vuestros deseos y comparto vuestra opinión, pero este joven, hijo de los nobles Fernando y Catalina, está bajo mi cuidado y sólo está adiestrado en leyes y latines, y nada sabe de armas, y menos de guerrear. Pensad para él otras misiones cuando cumpla su formación y mi pupilaje, os lo ruego. Le quiero como un hijo y mandarlo ahora a la guerra contra el moro sería casi un suicidio”. El joven Martín parecía ahora distraído; tanto que fue la Reina que le preguntó su opinión, a lo que el pupilo del Condestable contestó bajando su mirada: “Es mis deseo ser vuestro vasallo, mi Reina, tomar las armas y pelear como el mejor de los guerreros: ¿qué mejor adiestramiento que la guerra de Granada? Desde ahora soy soldado de vuestro ejército”. Pero cuando acabó de decir esto, el joven Martín no podía apartar la vista de Isabel, pero de Isabel la Infanta.
Llegó la noche y después de cenar en el palacio con la magnificencia de que hacía gala el Condestable, la Reina se hizo acompañar por el joven Martín y le habló en estos términos: “Si queréis servir a la Reina debéis dejar para siempre la tutela del Condestable y alistaros como ayudante del capitán Gonzalo de Córdoba, en el que tengo puestas grandes esperanzas. Podéis serle útil; es un gran guerrero, pero poco versado en leyes y letras. Veo que tenéis una herida en vuestra mejilla izquierda y en el labio, ¿qué os ha pasado?”. “Una disputa entre los compañeros de pupilaje; yo sostengo que el más grande historiador es Tucídides y mi compañero que Herodoto; que la más grande luminaria de la humanidad ha sido la Alejandría egipcia y mi compañero que la Atenas de Pericles; para mí, Virgilio es el más grande poeta de la antigüedad y para otros es Homero. Siempre estamos en esas peleas, y a veces llegamos a las manos: cosas de estudiantes”. Esto fue lo que contestó Martín, a lo que la Reina siguió: “Ahora podréis pelear como hombres contra el musulmán que ocupa tierras que han de ser cristianas y de Castilla. Discutamos las condiciones en mis aposentos, joven Martín”. Y el joven pupilo, con el habla muda y la boca casi desencajada contestó: “Yo no quiero importunar vuestra estancia en esta noble casa”. Y ya en la hermosísima Sala de Cazadores, obra debida a Juan Guas, famosa por sus techumbres, la Reina se sentó al calor de la lumbre e hizo sentar a Martín, y la velada acabó con estas palabras: “¿Porqué han de casar mal nobleza y oportunidad? Tenemos que hablar de vuestros deseos y… de los míos. Necesito también corregidores que gobiernen nuestras provincias para quitar tanto poder a alcaides y alguaciles, que siempre obedecen a los ricos y poderosos del lugar y no a los intereses del Reino. Necesito buenos y fieles gobernantes que respondan sólo ante mí, tanto en las tierras de Castilla como en las que faltan por conquistar. Mucho sufrimiento me ha costado llegar a ser Reina de Castilla y muchas renuncias. Mis esposo y yo hemos cumplido sólo una parte de nuestra misión: acabar con las guerras nobiliarias, acabar con las guerras por la sucesión de las coronas de nuestros reinos y conseguir que el poder del Rey esté por encima del más poderoso noble. Necesito guerreros, pero sobre todo necesito a hombres de leyes al servicio del Reino. Seréis corregidor tarde o temprano, aunque no podáis eludir el combate, pero habéis de prometerme que nunca en primera fila.” El joven Martín asintió con la cabeza mientras veía a los lejos a la hija de Isabel desaparecer por la puerta de la sala que daba a los aposentos. Y la leyenda no dice más de esa noche de 1481.
Y al amanecer del día siguiente siguió la Reina su camino hasta Zaragoza para encontrarse con su esposo. ¿Y qué fue del joven Martín? La leyenda no dice mucho, pero sí se sabe que comunicó sus deseos por carta a sus padres y estos le contestaron más o menos en estos términos: “Nobles deseos son esos de servir a la Reina, pero los nuestros son que sigáis en Sigüenza completando vuestra formación. Sois nuestro único hijo y no habría peor tortura para nos que perderos, aunque fuera guerreando por una causa justa. Podéis servir también a la Reina en otras artes para la que os estáis instruyendo. No faltan guerreros y, sin embargo, hacen faltan hombres de leyes para los gobiernos del Reino. Ese es nuestro deseo, que por lo que nos habéis contado, tampoco descuadra con los deseos de la Reina. Seguid en Sigüenza”.
La Leyenda, como el Guadiana, desaparece hasta los comienzos del año 1486, en el que una carta dirigida a la princesa Isabel, que contaba ya con 16 años, fue interceptada por su madre. No era desde luego la primera que el joven Martín mandaba a la hija de la Reina. La carta decía lo siguiente: “Mi infanta, la primera vez que os vi erais aún una niña, pero ya entonces sentí cómo el amansado latir al que estaba acostumbrado me desbordaba todos los surcos y como un oleaje golpeaba mis sienes. Hasta entonces era tan sólo un estudiante, pupilo de los Mendoza, que se abría a la vida con un libro en la mano; ahora soy un guerrero, un vasallo de la Reina -vuestra madre- que desea convertirse en caballero ante ella y, sobre todo, ante vos, mi pequeña infanta. ¡No quiero más auroras sin vos, no más noches estudiando las estrellas, porque no tengo la única que me importa, la única que encauza mis ansias y serena mis sentidos! Sólo pienso en vos, vivo en vos, sólo deseo ser en vos, aunque para ello tenga que renunciar a todos los propósitos. En poco entraré a pelear en Granada, aunque no sea ese el más vivo deseo de vuestra madre la Reina y el de mis padres. En mis brazos llevaré las armas, en mi pecho la armadura, pero en mi corazón sólo os tengo a vos como escudo. Vuestra madre tiene otros planes para sus hijas, pero si no puedo teneros, me entregaré a la Fortuna y a la Memoria”.
Quedó la Reina turbada y dice la leyenda que estos fueron más o menos sus pensamientos: “¡Qué deseos tan importunos! No me traicionaba mi instinto. He aprendido a renunciar al amor por el bien de mi Reino y no me será difícil esta vez; también mis hijas tendrán que aprender a desobedecer a los dictados del corazón por el bien de Castilla: ante todos sois hijas de Reyes. El destino os ha colocado en una misión a la cual las inclinaciones han de doblegarse. Y vos, mi joven vasallo, no sois aún un guerrero para mis capitanes, pero podréis ser un fiel gobernante para tierras musulmanas que pronto serán de Castilla. Creo que será lo mejor para todos: para vos, porque temo por vuestra vida, para mí, por la misma razón, y también para mi pequeña Isabel, cuya vida y título tienen otro destino: ¡no hay mejor manera de alejar la tentación que hacerla inalcanzable!”.
Y la Reina consultó a su esposo sobre el destino del joven Martín. Le puso al corriente de todo, o, mejor dicho,… de casi todo, y Fernando meditó un momento y sólo dijo: “¡A guerrear a Granada, a guerrear! Ese es mi deseo, Isabel, y si ello es posible, en primera fila”.
Y aquí acaba la leyenda, porque el final es de sobra conocido: las hijas de los Reyes fueron casadas con reyes y herederos de reinos, y el joven Martín Vázquez de Arce murió guerreando en la Vega de Granada en el año 1486. Sus hechos apenas merecen mención, pero su estatua es inmortal.
Madrid, 26 de septiembre de 2008.
FAUSTO, DON JUAN Y MARGARITA
Esta es, según mi abuelo, la leyenda original del Fausto. Decía él, desde su sempiterna pipa, que los germanos, celosos de sus tradiciones y leyendas, echaron a Don Juan -el Burlador de Tirso- a tierras meridionales porque soportan todos los mitos salvo el mito del… libertino. Al final de la leyenda se verá algunos comentarios de mi abuelo Berto. Así comienza la leyenda:
“¡Oh dioses del Olimpo, musas caprichosas! Tantos años dedicado al estudio de todas las artes y las ciencias y apenas soy el guijarro de Newton, el afán de Aristóteles, nada del genio de Gauss, una brizna de la valentía de Galileo, un aliento de Miguel Ángel, un suspiro de Leonardo, tan sólo una pincelada de Velázquez; todo lo cambiaría por ser el autor de un hexámetro del vate ciego, por un terceto del divino toscano, por un soneto del genial bardo, por un sólo personaje del inmortal manco, por una sola escena del áureo barroco. Nada he inventado o descubierto realmente valioso, aunque creo saber todo lo que se sabe y haber leído todo lo importante, todo aquello que debemos llevar en nuestro equipaje en el último trayecto. Todo lo que sé es un islote en el mar de lo desconocido. Esta historia siempre se repite, y, a la postre, tan sólo queda de nosotros –y en el mejor de los casos- una biografía que nadie leerá. Soy viejo y ya no tengo tiempo ni para hallar respuestas que me satisfagan y, menos aún, para las preguntas pertinentes. Si pudiera volver atrás, a la adolescencia, a los quince años, o quizá antes, cuando sólo me hacía preguntas que tenían respuestas; ahora, después de 70 años sin que halla pasado ni una hora sin estudio, sólo tengo respuestas para lo trivial, lo cotidiano, lo esperado, y estoy metido en la jaula del sentido común, de lo ortodoxo. ¿Cómo he llegado a esto? ¡Dame Satán la gran pregunta y déjame que busque y… muera dilucidando… la respuesta!”.
Así hablaba y sentía Fausto, el hombre del septentrión, allí, en teutonas tierras, allí, más allá del Danubio, donde se aúnan el bosque, el frío y la reflexión. Así reflexionaba el anciano profesor universitario desde su gabinete, desde donde veía a sus paisanos solazarse en parques cercanos, corretear a los niños, pasear a los mayores y sonreír de las picardías de los adolescentes: era un lugar de paz en medio del griterío. Fausto se consideraba afortunado por todo esto, pero sentía cercano su final, dudaba si había tenido sentido su vida y eso asolaba su alegría. Y de pronto algo rompió la monotonía de lo cotidiano, porque una luz rojiza apareció a su espalda y la estancia se lleno de un olor azufroso: sus ojos pudieron contemplar cómo un extraño personaje de capa negra y cara enrojecida decía estas inesperadas palabras:
“¡Sea, Fausto, soy el que soy!, siempre presente cuando se me invoca como tú lo has hecho: con sabiduría, templanza y oportunidad. Soy el gran apostador; soy el que nunca rehúye la pelea; el ladrón de la mentira; el que prefiere la guerra a la paz si sólo desean la paz quienes no pueden evitar la guerra; soy el maestro del odio cuando se encarcela el amor; el maestro del vicio cuando la virtud anda huérfana; y, sobre todo, soy la envidia, la envidia por encima de todo. La envidia es el carruaje que pasa a destiempo, pero que tarde o temprano, o lo tomamos o nos atropella. Mis vicios son las falsas virtudes de otros y mis virtudes son los vicios que los demás se niegan a sí mismos. El hombre es un espejo al que no queréis asomaros por miedo a reconoceros. Sé de tus deseos y los haré realidad durante un tiempo; conocerás las respuestas adecuadas a las preguntas pertinentes: a partir de ahí, investiga y dame respuestas. A cambio te daré la juventud mientras aprendes y te regalaré el amor con la persona que deseas. La palabra que se lee en tu frente –resignación- desaparecerá y otras vendrán a ocupar su lugar: pasión, ilusión, esperanza; volverás a ser joven durante un tiempo: más no te puedo otorgar. También volverás al amor, pero luego, a cambio, tendré tu alma, porque de estos robos yo me alimento. Quiero tu alma como compañera, porque estoy sólo, muy sólo en mi morada. Necesito un compañero con quien discutir, pelear, odiar y, quizá, temer: ¡prefiero el miedo a la soledad! ¡Nadie más propicio que tú en afanes y conocimientos! Medita mis palabras y si aceptas sellaremos con sangre y azufre nuestro pacto, que es como se hace en las tierras, o, mejor dicho, en los lugares de donde vengo. Perdonad, aún no os he dicho mi nombre: soy Mefistófeles, el Candente. Piensa y decide: tu alma por las grandes preguntas, la juventud de nuevo para las respuestas y el amor para evitar la melancolía”.
Y el personaje que decía llamarse Mefistófeles, el Candente, desapareció tras una nueva nube, pero esta vez dejó en su estela un agradable olor a incienso. Y Fausto salió del gabinete para incorporarse a la alegría de la campiña, pero se sorprendió con la energía con la que había salido de su casa y su alegría aún fue mayor cuando se le acercó una joven de no mucho más de veinte años y le habló en estos términos:
“Os he contemplado en otras ocasiones y nunca me he atrevido a presentarme: me llamo Margarita y soy alumna suya de Física. Estoy decidida a estudiar esa materia porque provocáis tal curiosidad en mí con vuestras explicaciones que apenas duermo esperando que llegue el día siguiente para conocer vuestras respuestas; maldigo la noche porque sustituye a la aurora, pero a la vez la amo porque es sólo su predecesora. Es un sentimiento contradictorio, para el cual seguro que vos tenéis respuesta. ¿Cómo sabéis tanto siendo aún joven? Desearía teneros como profesor de todas las materias, porque a su lado todos los demás profesores no salen de lo trivial, de lo esperado, y eso me aburre sobremanera. ¡Si tuviera dinero sería mi profesor particular! Si necesitáis ayuda o servicio llamadme y allí estaré. Ahora he de irme porque mis tíos, con los que vivo, son severos con las comidas y la puntualidad. Espero veros mañana en el aula”. Y Fausto siguió andando y de pronto se detuvo al recordar las palabras de la joven y meditó: “Ahora que caigo, creo recordar que me ha dicho que era muy joven para mi sabiduría, yo, el anciano resignado. Y además siempre me había visto joven, cosa imposible. Me acercaré al río para verme”. Y cuando esto aconteció tuvo que sentarse en la hierba y recuperar la respiración, porque el susto fue extraordinario y la sorpresa indescriptible: ¡era un joven de no más de 30 años! Sí, el extraño personaje había cumplido su palabra y en el inesperado monólogo anterior, la joven dejaba el camino allanado para que se cumpliera la palabra toda del rojizo personaje y se dijo: “¡Ten mi alma y da sentido a mi corpórea existencia!”. Entonces, preso ya de tanta emoción, se sentó en un banco donde había una persona enfundada en una túnica que le cubría todo el cuerpo y con una capucha que le tapaba la cara. Y no hubo pasado apenas unos segundos que le permitieran recuperar el resuello cuando el extraño personaje se dirigió a él antes de sentarse y le dijo: “Buen señor, soy un lisiado para este mundo, ayudadme a levantarme, tendedme la mano”. Y eso hizo Fausto, y cuando ambas palmas de la mano se juntaron, sintió que la suya, incluso el brazo, le quemaba. El extraño personaje se levantó y ya se alejaba mientras Fausto dirigió su mirada a la palma de la mano y allí, marcado y oliendo a azufre, se leía: “Esta es mi sangre, el pacto está sellado”. Fausto levantó la vista para buscar al extraño personaje, pero ya había desaparecido. No hacía falta porque Fausto sabía quién era.
Pero el día guardaba más sorpresas, aunque no del mismo calibre, porque una vez vuelto a su gabinete vio como alguien de su misma edad, pero impecablemente vestido, con botas hasta la rodilla, sombrero de ala, espada en ristre, moreno y algo estirado, se acercaba a la joven alumna que antes le había hablado. Fausto no pudo oír sus palabras a la joven, pero la leyenda dice que fueron más o menos estas:
“Ha tiempo que os contemplo con el cuidado necesario para no molestar vuestros encantos y con la distancia suficiente para no enturbiar vuestros pensamientos. ¡Sois tan hermosa que no puedo evitaros!, aunque sé que vuestro corazón se acompasa con el de otro que es joven a vuestros ojos y deseable a vuestro corazón. Debéis saber que las apariencias engañan y, a veces, engañan con estrépito. Vengo de tierras lejanas, de tierras meridionales donde el Sol baña los cuerpos desnudos y el mar los acaricia; de tierras donde Cupido tira a discreción sus dardos envenenados de… amor. Allí el amor y el hechizo son la misma cosa; allí los duendes y las brujas se bañan en el mismo líquido y beben de las mismas fuentes; de donde vengo sentamos a Satán en nuestra mesa con tal de que sea nuestro huésped. No puedo apartar mis ojos de los vuestros porque son luminarias de la enlutada noche y dan envidia al Sol en la aurora. ¡Oh noche de San Juan, mi personaje por una oportunidad! Sabed que no puedo volver con las manos vacías: ¡no puedo ser infiel a mi creador! ¡Mi alma por una cita!: ¿aceptáis?”. Y Margarita, saliendo de su sorpresa, se sentó en un banco con el atrevido desconocido y estas fueron sus palabras:
“Sé quién sois y la fama que arrastráis con vos, pero eso no es para mí objeción ni aliciente. Tenéis razón, mi corazón es de otro su compás, mis pasos tienen el trazo hecho, mis deseos marcado el vuelo. Ya conoceréis a Fausto, el joven sabio de esta comarca, tan septentrional para vos. Sin embargo, no por ello traicionéis vuestra fama de burlador, porque no quiero quitaros la esperanza si tan cerca de mí la depositáis: el atrevimiento merece su recompensa, aunque no sea siempre la esperada. Vos, más que atractivo, me resultáis divertido; me movéis a la risa, y es sabido –o eso dicen- que no hay mejor cebo para pescar en el corazón de una mujer que la risa. No sé la razón. Quizá porque la risa sea como el portillón de un castillo ante las flechas de… Cupido: perseverad en la risa, porque no pocos castillos se han rendido ante tales asaltos, meridional de negros ojos. Además, que no me resultéis atractivo no significa que no seáis guapo y valeroso. Ya sabéis, los gustos son como las pinturas de un museo: todas son valiosas, pero cada uno establece con ellas su propia jerarquía. Ahora me tengo que ir y ya sabéis: perseverad”.
Pasaron los días y no sabía Fausto como iniciar su duelo dialéctico con Mefistófeles porque se hacía las preguntas tradicionales: ¿quiénes somos?, ¿de dónde venimos?, ¿a dónde vamos? Y pensó Fausto que con esas dudas, expresadas de forma tan genérica, no daría un paso a las grandes preguntas que tienen significativas respuestas. Invocó entonces a Mefistófeles y este se avino a su llamada y le habló en estos términos:
“En efecto mi… joven amigo, para ser hondos en las respuestas, debemos ser precisos con las preguntas. Sois perspicaz, porque esas preguntas están formuladas desde la vaguedad y, ante ésta, las respuestas han de ser forzosamente anodinas. Ahí van tres preguntas para caminar por la senda de la sabiduría: ¿Puede existir un sistema de conocimientos donde todas las preguntas -tengan o no respuesta en cada momento- puedan tener solución sin caer en la contradicción? ¿Cuál es la frontera entre lo inerte y la vida? ¿Cómo saber si existe una frontera al conocimiento científico? Estudiad, meditad, perseverad y no os olvidéis dormir: limpiar vuestra mente con el sueño. Divertíos también, porque tenéis tiempo para todo, no hay plazo fijo: sólo cuando consideréis que tenéis las respuestas últimas me entregaréis vuestra alma. Me voy, que me espera mucho trabajo, porque la bondad cada vez se reparte más a quien no la merece, y así el mundo anda descarriado. Además, sospecho que tendré antes de lo esperado un encuentro desagradable. Adiós… joven profesor”.
Quedó Fausto intrigado por las últimas palabras y por eso siguió con la mirada a Mefistófeles. Para su asombro, vio a través de la ventana de su gabinete cómo saludaba a un moreno personaje, con espada al cinto y de actitud arrogante: era el mismo que hubo hablado con Margarita. Vio a continuación cómo ambos –el Burlador y el Candente- se subían a una barca del hermoso lago y se dirigían al centro; vio cómo ambos se erguían y parecían discutir. Fausto nunca supo su conversación, pero la leyenda dice que esta fue más o menos como sigue:
Mefistófeles- “Hace tiempo que llegó vuestra fama meridional a este septentrión. Iberos y germanos fueron pesadilla de Roma. Antes llevaba vuestras cuentas, maestrillo de burlas, amores y desafíos, pero ahora estoy ocupado en otros menesteres. Decid que os aflige”.
Don Juan- “No conozco la pena y como confesor os diré que sois una calamidad, porque para vos la palabra secreto es sinónimo de mostrenco. También sé yo de vuestro aleteo, comprador de almas. Sé que algo tramáis y he venido desde la sepultura donde descansa mi fama para impedíroslo, aprendiz de mago”.
Mefistófeles- “¡En verdad que sois atrevido! ¿Y con qué fuerzas contáis? ¿Cuáles son vuestros aliados? Sólo tenéis una vieja espada oxidada y aburrida de permanecer en la vaina desde la noche que matasteis al Comendador. Sois como la fama, un personaje de múltiples lenguas y oídos”.
Don Juan- “Dejémonos de valentonadas que tanto desentonan a nuestra edad. Sé que andáis detrás del alma de Fausto, el famoso profesor teutón. He venido a impedíroslo. Tengo carta del Hades, vuestro homólogo en el Olimpo griego y vuestro maestro y preceptor antes de que os hubieran cristianizado. Y si tengo que acabar con el cuerpo de Fausto para arrebataros su alma, lo haré: no dudaré ni un momento. Y eso está a mi alcance, rojizo hechicero, porque están trazados los planes y yo soy el instrumento. Mi cuerpo ha tiempo se pudrió, pero mi alma romántica se salvará por la inocencia de Doña Inés, contra la que no podéis nada porque aún no ha nacido. Tus artes brujeriles no me hacen mella, de la misma forma que mis deseos, con ser inmensos, no pueden volveros con Satán. Esto es lo que ocurrirá: el alma y el cuerpo de Fausto se separarán cuando así lo quiera la madre Naturaleza, que tiene sus leyes que no podemos cambiar. Volved con Satán, vuestro semejante”.
Mefistófeles- “¡Qué equivocado estáis de mi misión en la Tierra! Yo soy el mal necesario para que del bien no se alimenten los egoístas, los avaros, los ladrones, los envidiosos, los criminales, los falsos neutrales, los déspotas. Enseño, como Maquiavelo, a hacer de la política, no un ingenuo arte, sino una ciencia donde los buenos deseos de los más no descalabren por los egoísmos de los menos. Hago el mal donde el bien es injusto y, por eliminación, por oquedad, surge la justicia. Fausto quiere conocer las preguntas pertinentes para saber las últimas respuestas y ese deseo es más fuerte que su amor por su alma, que la considera condenada según la románica religión o, simplemente, inexistente. Él no es creyente y poco le importa perder en lo que no cree. A cambio le daré sabiduría y la posibilidad del amor. ¿Y eso es hacer el mal? La bondad, la belleza y la justicia están contadas, y darlos a quien no lo merece es quitarlos al meritorio. Esa es mi profesión, egoísta espadachín, que sólo pensáis en Fausto porque sois el complemento: vos valor y vida, él, estudio y reflexión. Andáis cojo de ilusiones y queréis la otra pierna para vos. ¡Fausto y Don Juan en un solo ser! Demasiado poder. Os vaticino que vos mismo, vuestra furia impedirá ese maridaje y me daréis el comodín para ganar la partida. Pronto nos veremos. Vos movéis. Adiós”.
Nada pudo saber Fausto de esta conversación por más que contemplara a ambos desde su gabinete como discutían acaloradamente, pero nunca sin descomponer la figura. Ya todo parecía en calma porque la noche se avecinaba y niños, jóvenes y mayores ya enfilaban a sus casas azorados por las horas y ateridos por el frío que parecía adueñarse de todo. Fausto se sentó de espaldas a la ventana, pero por un momento le pareció ver a la joven Margarita pasar veloz y desaparecer y pensó: “¡Ah deseos, como os presentáis tan alocados si sois tan efímeros! He visto lo que he querido ver, sin duda. La felicidad nunca es completa y por hoy no soporto más emociones. Iré a dormir”. Lo que no sabía el sabio es que no fue lo que vio una alucinación, sino que realmente Margarita se había propuesto entrar y declarar su amor, pero en el último momento se había arrepentido. Luego se sentó en su puerta y estas fueron sus reflexiones:
“¡Nereidas y Afroditas, os siento tan cerca y juguetonas! Al fin he encontrado cuando ya no buscaba y la melancolía me había cubierto. He pasado de la niñez a la adolescencia y de esta a la primera madurez con la vana esperanza de encontrar alguien en cuya presencia se erizara mi cabello y se agitara mi corazón, y cuando ya me había resignado ha aparecido lo destinado llamando a mi puerta. ¡Me habéis envenenado, desalmado Cupido, insaciable Venus! Soy su mitad. No era así como me lo había imaginado, porque parece faltarle decisión, como si guardara un secreto que le impidiera dar los pasos que han de darse, ¡pero es tan sabio y tan guapo! Quizá sólo sean meras sensaciones sin fundamento, o quizá sea unas de las características del enamoramiento: alojar en el otro tus propias inseguridades. ¡Diosa del Amor, no hagáis nunca que renuncie a mi dignidad por complaceros! Debo tener la cabeza fría en medio de este mar de sensaciones que todo lo niebla. ¡Sí, eso haré, malditas sirenas que tan bien cantáis y tanto arrastráis con vuestro canto! Caminaré descalza para que no me envuelva la nube y me levante: así sentiré la tierra, sus hierbas, sus piedras, sus imperfecciones. Hay tiempo, pero algo me dice que no está el camino despejado y acechan peligros que aún no puedo descifrar. Volveré mañana, hoy es tarde ya”.
Pasaron unos días sin nuevas visitas, sin nuevos sobresaltos, sin nuevas sorpresas y eso le permitió a Fausto reflexionar ante los problemas que le había planteado Mefistófeles, ese mago maloliente, quizá a pesar suyo, cuando hacía sus apariciones. Sí, porque Fausto aún no estaba convencido de que quién le visitaba fuera el enviado de Satán, el cristianizado Hades, el Osiris del desierto. Y meditó sobre los 3 problemas más o menos en estos términos:
“Tengo dudas acerca de ese rojizo ser que aparece y desaparece como por encanto, pero los problemas planteados no dejan de ser agudos y precisos frente a la generalidad con que los ha planteado siempre la progenie aristotélica y tomista: aquéllas que las ciencias aún –y quizá para siempre- no encuentran respuestas solventes. He meditado sobre el primer problema y tengo la intuición de que nunca habrá un sistema que todo lo explique y donde se resuelvan todas las dudas y problemas. La historia de la Ciencia, las Matemáticas y la Lógica así lo demuestran: las antinomias de Zenón, la inconmensurabilidad de la hipotenusa en un triángulo con un ángulo recto, la imposible resolución de las ecuaciones de quinto grado mediante el Algebra, las geometrías no euclídeas, las contradicciones de la Lógica, los falsos geocentrismos, lo errado del flogisto y del calórico, las contradicciones del binomio onda-partícula, y tantos otros. El segundo problema entraña una dificultad lógica insalvable y todo depende de lo que entendamos por vida e inerte: con unos criterios la frontera estará en un lugar, con otros, con otras definiciones, estará en otro. Ello depende de que no exista un salto desde la materia a la vida y de que ésta no haya sido creada de la Nada por un hipotético Ser Supremo increado, cosa en la que no creo, porque en ciencia creer y pensar son excluyentes. La Ciencia sí podrá algún día dilucidar ese salto porque es un problema científico, es decir es un problema de investigación, explicación teórica y contrastación empírica; en cambio la primera parte del segundo problema entraña una definición, cosa siempre arbitraria: la Ciencia no puede dilucidar un problema que le es ajeno. Del tercero está en juego la posibilidad del conocimiento, pero si la realidad última se nos escapa porque todo instrumento es limitado en su poder de observación y si la materia tiene un límite en su constitución inferior al que puede escrutar el instrumento, nunca podremos saber de que está hecha la materia y de qué estamos hechos nosotros, los petulantes humanos. Pero he de seguir indagando, porque mi insatisfacción ha aumentado con mis descubrimientos: eso era de preveer. ¡Ilumíname, dios Mercurio, dame tu fuego Prometeo, porque creo ahora saber menos que antes!”. Y Fausto, rodeado de aparatos, libros, papeles y legajos, se mesaba los cabellos, suspiraba y, a veces, quedábase inmóvil cual estatua. Por ese motivo, por su concentración y su inmovilidad habituales, le sorprendió el timbre de la puerta; abrió la criada y oyó como la persona que había llamado se presentaba de esta manera: “Buenos días señora, ruego mis excusas, soy Don Juan, el Burlador, porque así se me conoce, y quisiera hablar con el Dr. Fausto”. La criada le llevó al gabinete donde estaba el doctor y estas fueron las palabras de Don Juan:
“No os levantéis. Sé quienes sois y la blasfemia que estáis cometiendo. También sé que no lo sentís porque no sois creyente. Tampoco lo soy yo del dios católico y romano; mi Dios me lo he fabricado a mis hechuras y eso me sirve. Mi misión es salvar vuestra alma y para ello ha de permanecer con el cuerpo hasta que la Naturaleza obre su curso. Pero algo se ha torcido en todo esto, porque debéis renunciar a Margarita. Ella debe quedar fuera del pacto de sangre que habéis firmado con el Candente. No me importa lo que hagáis con vuestro cuerpo: sólo me interesa vuestra alma y Margarita”. A esto respondió Fausto de forma enérgica y desacostumbrada: “Perdisteis la vuestra por andar en pendencias y desafíos, y ahora venís a arrebatarme la mía, que está empeñada para el conocimiento y el amor. Es verdad todo eso es efímero, pero no más que todo lo mortal. No creo en la inmortalidad del alma, ni siquiera en su existencia. Yo soy un hombre de ciencia que tiene la oportunidad que jamás hombre alguno ha tenido: saber las últimas preguntas y sus respuestas, aquello por lo que bregaron Demócrito, Aristóteles, los alquimistas, Giordano Bruno, Copérnico, Galileo, Descartes, Newton, Leibniz, Gauss, nuestro contemporáneo Kant, y un largo etcétera; por todo aquello que sus formidables inteligencias apenas pudieron arañar. Y además tengo el amor de la juventud de nuevo -una segunda oportunidad- en la persona de Margarita, a la que venero como una diosa y deseo como hembra. Nada ni nadie me detendrá, y menos un espadachín de dudosa moralidad como vos. Volved a vuestro hogar si algo así tenéis”. A lo que Don Juan respondió lacónico: “Os veo convertidos en servidor del Diablo por un conocimiento imposible y por un amor efímero. Nos volveremos a ver, y esa vez será la última”. Y Don Juan, el meridional, salió de la casa y se perdió en la neblina del bosque sin dejar ni un momento su altivez, lo que para Fausto era insoportable arrogancia.
Pasaron días, meses y algún año de estudio, sin que la leyenda diga nada significativo de lo que aconteció a los personajes de nuestra historia, hasta que un día apareció Mefistófeles en el gabinete de doctor Fausto con la parafernalia habitual: envuelto en una nube, recogiendo su larga capa e inundando todo de ese olor azufroso insoportable. Pero Fausto estaba aherrojado en los brazos de Morfeo y el Candente no quiso enturbiar su sueño, por lo que dejó el siguiente escrito en su mesa con tinta rojiza:
“El tiempo avanza y espero que avancéis también en el conocimiento de lo que deseáis. Os conseguiré todos los instrumentos que necesitéis para escrutar lo más pequeño, lo que jamás ha visto hombre alguno con el más preciso de los instrumentos; también lo más grande, oteando las estrellas y más allá, el espacio infinito, aquello que ni siquiera con la imaginación ha visto ningún mortal: tanto en lo pequeño como en lo grande, la más desbordante imaginación será sólo un pálido reflejo de lo que os será dado contemplar. He leído vuestros pesquisas de los tres problemas y os adelanto que no andáis descaminado: del primero os diré que no tardará mucho que se demuestre que es un imposible plantear sistemas formales que puedan ser a la vez onmicomprensivos y no contradictorios; de lo segundo, que la vida ha surgido de lo inerte sin duda alguna a través de muchos millones de años de evolución y que estamos hechos todos, vivos e inertes, de los mismos materiales, del mismo polvo estelar; del tercero, se demostrará no pasando ni siquiera dos siglos que hay un límite al conocimiento en forma de incertidumbre en las variables de la Física. Sigue por ese camino y te será concedido el tiempo suficiente para lo que deseáis y todo ello será regado con la generosidad de Eros. Perseverad, seguid así porque hay límite en el tiempo, pero no plazos que cumplir”. Y cuando acabó de escribir meditó Mefistófeles aún sentado esbozando una socarrona sonrisa: “Seguid, perseverad, porque seréis el más sabio de mis tertulianos, pero siempre me deberéis haberos elegido, siempre seré vuestros predecesor, el que os dio las peguntas y los instrumentos”.
Pasó aún más tiempo y todo parecía como si el Candente se hubiera salido con la suya: Fausto estudiaba, investigaba, reflexionaba y, además, disfrutaba del amor de Margarita; Mefistófeles todo lo contemplaba desde lo oscuro sin importunar más al Dr. Fausto con sus visitas y sí lo hacía con notas y furtivas apariciones en la campiña, en clase, en un viaje en el carruaje que el doctor empleaba, disfrazado siempre de respetable ciudadano teutón que iba y venía de su trabajo o del mercado. Así fue hasta que un día hallábase Margarita montando en una barca en el lago de la ciudad -remar era un ejercicio del que disfrutaba-, cuando se le acercó un personaje en otra barca envuelto en una capa y la cabeza gacha, por lo que no pudo reconocerle: era Don Juan, el Burlador, del que no sabía nada hacía ya un tiempo. Don Juan, haciendo honor a la fama de intrépido, saltó a la barca de Margarita a la vez que descubría su cabeza y casi sin presentación le dijo en suave tono:
“Margarita, suma beldad, he estado un tiempo ocupado en otros menesteres porque había dado una oportunidad al destino, pero los plazos ya se han cumplido. Vengo del Infierno donde me mandó mi creador primero, el gran Tirso, al que no guardo rencor alguno porque al fin soy un hijo suyo. Me condenó a la conquista y ese es mi oficio, pero tengo también otros deberes que cumplir. Soy libre y puedo elegir: la eternidad al servicio del Hades o la libertad por la única cosa que merece cambiar lo infinito: el amor. Allí, en el inmenso oscuro, lo he aprendido todo, todo lo que ahora está descubriendo el Dr. Fausto. Y cuando las últimas preguntas y sus respuestas las tenga asidas como la red del pescador a sus capturas, perderá ambas: la libertad y el amor. Yo en cambio puedo elegir y todo lo cambiaría por vos, por la mirada de tus ojos, el perfume de tu cuello o el roce de tus labios. Seré lo que tú quieras que sea: es la única esclavitud que puedo soportar. Tan sólo me quedaré con mi dignidad, esa cualidad que diferencia a las personas de los juguetes, esa frontera donde el destino se despeña”. Asombrada quedó Margarita, pero pudo reponerse a tiempo y contestar no sin esfuerzo, pero sí con convencimiento:
“Ya no soy la que fui, y eso que la que fui repugnaba de amos, desconfiaba de maestros y era precavida de amoríos. Sois figura legendaria en apuestas, amores y desafíos; sí, en amores que duran lo que el olor de las rosas fuera del rosal. Pero no es eso lo que me molesta de vos, atrevido personaje, arrogante para otros, petulante quizá; lo que me molesta es que en vuestro afán de conquista nunca habéis dejado de ser el niño que no soportaba compartir un juguete con sus hermanos; que no regalaba besos sino que los apostaba; que el amor que sentíais -y quizá aún sentís a pesar de los años- es el de Narciso: nunca romperéis el espejo donde os reflejáis porque eso sería vuestra muerte en vida. Yo odio los espejos porque tienen memoria. Aún no eres un hombre, sino un personaje. Me alegro que podáis elegir, pero quedaos con vuestra biografía y volved con Satán, Mefistófeles, Hades u Osiris, que todos son lo mismo y vos su semejante. Pase lo que pase seréis un bello recuerdo, a pesar de todo. Que sea lo que tenga que ser. Yo sólo he nacido para el amor aunque sea efímero. Sí, eso es lo que he elegido, lo efímero, porque yo nunca he dudado entre el amor y la inmortalidad”. A lo que Don Juan contestó de nuevo de forma lacónica: “Podéis elegir tres de estas cuatro cosas: el amor, la dignidad, la libertad o la inmortalidad. Yo soy vuestro instrumento y puedo ser vuestro destino. Pensadlo”.
Y el final de la historia es de sobra conocida. Don Juan se llevó el cuerpo de Fausto a su morada y se fundió con él para aparecer de nuevo en el Romanticismo; Mefistófeles se quedó con su alma para tenerle de compañero de tertulia allí, en el inmenso oscuro; y Margarita… Margarita siguió buscando el amor, pero la leyenda no aclara si lo encontró o su recuerdo fue barbecho para nuevos amores. Por eso, quizá, desde entonces, los enamorados deshojan margaritas: pero esto no forma parte de la leyenda. Otras dicen que Don Juan retó y mató al Dr. Fausto por el amor de Margarita y por ello se quedó con su cuerpo, aunque el quería salvar su alma, tal y como apostó con el Candente.
En manos de un dramaturgo, el final de Margarita hubiera sido el suicidio. Afortunadamente, la historia de Fausto, Don Juan Y Margarita es sólo una leyenda, y en las leyendas el final puede ser descriptivo, a veces sorpresivos, incluso trágico, siempre moralista, pero nunca… conmovedor, porque la leyenda no aspira al aplauso ni a la sorpresa.
Aunque mi abuelo ya nos dejó, nunca olvidaré sus palabras sobre esta leyenda y de seguro que sorprenderán al lector: “Querido nieto, medita en estos personajes y verás que todos ellos son al final… el mismo personaje. Verás, Mefistófeles es el político, Don Juan es la pasión, Fausto la curiosidad; cada uno de ellos está dispuesto a perder su alma: Fausto por la ciencia, Don Juan por el amor, Mefistófeles ya la perdió por el poder; para todos ellos -y a pesar de sus palabras-, la mujer es un instrumento: para Don Juan, para alimentar su ego infinito, para Mefistófeles es un anzuelo para sus fines, para Fausto es un maravilloso complemento. Todos ellos son en verdad complementarios, rasgos exagerados y cercenados del mismo género: el del envidioso, petulante, engreído, ambicioso, egoísta, vengativo y desleal género humano”.
No quiero justificar a mi abuelo, pero ya quedó dicho que era radical, y lo fue desde sus juegos de infancia: según me contó, para él los indios eran los buenos y los conquistadores los malos. Nunca cambió de parecer.
Madrid, 7 de octubre de 2008
LEYENDA APÓCRIFA DEL NOPAL
Llevaba yo largo tiempo reflexionando sobre la diferencia que hay entre la justicia y la venganza, porque no siempre pensaba que la frontera estaba trazada con claridad. Yo quería aclararme por mí mismo, pero sabía que acabaría preguntando a mi abuelo Berto su opinión. Estaba claro que mi curiosidad superaba con creces la línea que separa las ideas de las convicciones y como no sabía cómo comenzar el interrogatorio, pregunté a mi abuelo si era un problema de buenos y malos. Era una simpleza, pero tuve respuesta: “Claro que no es un problema de buenos y malos, aunque así se presente siempre. La conciencia en la que estamos educados no soporta los claroscuros y necesitamos de los extremos como las aves necesitan del aire para su vuelo. La diferencia entre la justicia y la venganza no lo da lo que hagas sino en nombre de quién lo hagas. Sólo desde la soberanía de un Estado democrática pueden existir personas que tengan esa tarea. Cuando eso no se da, la calificación de buenos y malos permite a los justicieros ejercitar la venganza acallando las bocas de la conciencia con el vocablo justicia. Te contaré un relato que parece una cosa, pero es otra, porque el deseo de justicia hace buenos a los que ejercitan la venganza. Dice la leyenda que…
…cuando el que fuera considerado siglos después dios de la Guerra, el belicoso Huitzilopochtli, dejó abandonada a su hermana y esposa, la dulce Malinalxochitl, embarazada de su hijo Copil, el que fuera luego también guerrero. Y terrible fue porque no había afrenta mayor para el pueblo llamado por los conquistadores “aztecas” que el abandono de la mujer por su marido, y más aún entre la casta de los nobles. Y sin embargo, la dulce esposa tuvo la entereza de fundar todo un reino llamado Malinalco, a la par que criaba a su hijo en la idea de la justicia y no de la venganza, porque decía la esposa y madre -cuyo nombre significa flor de malinalli- “que la venganza lleva a la conciencia al pozo de las serpientes para el resto de las vidas”. Y la madre llevó a su hijo a la escuela llamada calmecac, y le educó como un noble en la tradición del pueblo tolteca, sin olvidar la historia y leyendas de los pueblos que le precedieron, los teotihuacanos y olmecas; recibió también formación en astronomía, mitología, religiones y en el arte del cultivo de la tierra. En todo destacaba, pero donde no tenía igual era en el arte de la guerra, tanto en la estrategia como en la pelea cuerpo a cuerpo, teniendo como armas y enseñas su escudo llamado chimalli y su maza provista de puntas, de nombre macana. Y siempre se preguntaba: “¿Qué razones tuvo mi padre para abandonarnos?”. El nunca las supo, pero dice la apócrifa leyenda que estos fueron los pensamientos de su padre, el que fuera adorado como dios de la Guerra, el gran Huitzilopochtli:
“Sé que los dioses Quetzalcoatl y Tezcatlipoca, antepasados míos y creadores del Universo Sagrado, no aprobarían mi conducta, pero esta tierra, hecha de mares y lagunas, me angosta y mi corazón sufre tras cada anochecer, y ni fiestas ni sacrificios colman mis deseos y llevan la paz a mi espíritu: me nacieron guerrero y estoy destinado a la conquista. Partiré a esa tarea sigilosamente cuando el Sol se esconda en el horizonte. A otros dioses se les ha otorgado el poder del fuego, a cuatro árboles sostener los cielos y la tierra, otros son los patronos de la vida, de la lluvia, del viento, de los alimentos, de la virilidad. Yo he sido destinado a la guerra y no puedo eludirla, y ni el amor a mi esposa y hermana, y al de nuestro común vástago me retendrá un día más; no estoy hecho para la administración de pueblos; tampoco para la vida familiar. Sé que nunca tendré su perdón y espero que sepa educar al hijo común en la comprensión de lo ocurrido”.
Pero dice la leyenda que el dios de la Guerra –que así se le conoció en el devenir de los siglos- fue un dios cruel, que asolaba ciudades, vidas y enseres allí donde pasaba; que quemaba bosques y desviaba ríos, y con ello hacía rendir a los habitantes de los pueblos por donde dejaba su huella. Todo ello llegaba a oídos de Copil, el hijo de ambos, y eso hacía crecer más el odio hacia su padre, que ya se había encargado su madre de inocularle. Y esto es lo que pensaba la madre cuando la abandonó encinta:
“¡Oh hermano y esposo, cuánto me has ofendido! Ahora que espero un hijo, que es fruto de tu simiente, dejas estas tierras, abandonas a este pueblo y a esta futura madre. No es bastante para ti la luz y el aire de estas tierras; tampoco es suficiente el amor de estas gentes que te consideran casi un nuevo dios, a pesar de que no andamos faltos de ellos. No podías compartir conmigo el trono en la Gran Pirámide y el sumo sacerdocio en el Templo Mayor, y vivir en paz con otros pueblos. La paz, cuando es posible, es fruto de la lucha interior entre la obligación de la dignidad que surge de la razón y el deseo de sobrevivir que nace del corazón. Pero tú, esposo y hermano, tienes el mismo corazón que los sacrificados en los templos: ninguno. Hiérvete la sangre cuando nadie la derrama, sea cual sea la causa; no conoces el descanso y la vida para ti es una sucesión de batallas: extrañas el amor, desprecias la amistad, no soportas la familia, confundes la justicia con la venganza. Como todos los guerreros, estás condenado a vencer siempre o desaparecer en la última batalla. ¡Dioses protectores de la Luna y el Sol, no permitáis que nos enfrentemos entre nos, porque no habría vencedor ni sobrevivientes!”.
Y el hijo, Copil, siguó creciendo en edad, tamaño y sabiduría, y un día que despertó agitado le dijo esto a su madre: “He tenido, madre, un sueño extraño; un sueño de esos que los brujos interpretan como premonitorios, y era que yendo de caza tras un venado al que había herido previamente con una lanza, se volvió contra mí; yo pude esquivarle, en cambio nada pude hacer con un extraño pájaro semejante al colibrí, pero con ojos humanos, que me atravesó el pecho y me salió por la espalda, porque llevaba un afilado pico de… obsidiana, a la par que decía: . ¿Crees madre que debería ir a un sacerdote o al chamán para que me dijera qué significa?”. Y la madre, sentándose en una silla de piedra que a pocos metros de su cabaña estaba, le dijo: “Los dioses juegan con nosotros a través de los sueños. A veces se comportan como niños porque su inmortalidad es alimento para el tedio y cuando se aburren se infiltran a través de nuestros oídos para burlarse de nosotros. No los tomes en serio y sigue el camino que has comenzado, porque estás llevado a grandes tareas dignas de dioses”. Copil quedó conforme, pero sus pensamientos iban en otra dirección y así lo cuenta la leyenda: “¡Dame fuerzas, Sol, dios de dioses, para cumplir lo que hay que cumplir! He sido educado por mi madre para la justicia, pero a veces esta se muestra tan huidiza que nos deja sólo el cortado camino de la venganza. Haré lo que tengo que hacer con la una o con la otra. Quiero que mi madre se sienta orgullosa de mí. Me he convertido en un luchador, pero sólo las batallas te convierten en un guerrero. Yo quiero ir más allá, ganar la guerra y gobernar la paz, y para esto no me han educado. Pero eso aún está lejos, y mientras tanto seguiré fortaleciendo mi cuerpo y mi mente para que cuando llegue el momento tenga decisión y habilidad”.
Pasó el tiempo y muchas escaramuzas se sucedieron entre los ejércitos de Huitzilopochtli y de Malinalxochitl sin que nada decisivo ocurriera, hasta que un día una avanzadilla del ejército del futuro dios de la Guerra dio con la retaguardia del ejército de la esposa con tan mala suerte que ella se encontraba allí y fue capturada. Entonces Huitzilopochtli habló a su esposa de esta manera: “No puedo olvidar que un día yacimos juntos, que aún eres mi esposa y que tenemos un común descendiente. Quiero la paz con vos, aunque no pueda evitar la guerra con los demás. Tampoco quiero pelear con vuestro hijo. Reconozco que sois una madre ejemplar porque pensáis en el futuro y no sólo en el presente; queréis mi muerte a manos de nuestro hijo y le habéis preparado para hacer del parricidio algo deseable; y todo ello para que pueda dormir sin que el dios de los sueños alborote su dormir y pueda sobrevivir al arrepentimiento. Sois a la vez dulce y fría, pasional a veces, calculadora otras. No os conozco, me resultáis extraña. Llamad a vuestro hijo para que pueda verle, porque nunca me ha sido dado contemplarle”. Y la madre y esposa le contestó: “Todo está profetizado y no tiene marcha atrás. Ahora es el tiempo monocorde de lo que está escrito en el día y la hora, y nada puede hacerse: sembraste vientos y te vuelven huracanes. Aún podrás ver por última vez a tu hijo, porque no quiero que lo que ha de hacerse no sea, parezca, ni tenga una brizna de venganza. Llamaré a nuestro hijo”.
Pero este fue el error de la madre y reina, porque cuando se hubo presentado el joven guerrero desarmado a ver a su padre, no tuvo este escrúpulos de apresarle diciéndole: “Hubiera querido que fueras mi huésped y no mi prisionero. Eres mi hijo, pero no puedo conquistar tierras y vencer en batallas pensando que tengo siempre un cuchillo de… obsidiana sobre mi pecho que en cualquier momento puede herir mi corazón. No quiero que seas más mi enemigo sino mi aliado en la conquista. No he nacido para sembrar el maíz o el frijol; tampoco para administrar en tiempos de paz. Mi oficio es la conquista y la guerra es el instrumento. No quiero que pelees a mi lado, sino que administres a los pueblos conquistados. Sé que te han educado para fines que no quiero pronunciar, pero aún eres joven y puedes cambiar”. A esto contestó el hijo y joven guerrero: “Yo también soy un guerrero, solo que yo no busco la conquista sino la justicia; la paz es el fin y la guerra el peor instrumento, aunque a veces sea inevitable; no quiero administrar haciendas, sino dirigir pueblos. Y para todo esto, aztecas como vos son el peor enemigo, porque nunca tenéis descanso, nunca acabáis y la guerra la convertís en instrumento y fin al mismo tiempo. No os reconozco ni como padre, ni como guerrero justo; sí como enemigo, sí como padre cruel. Todas la tierras, lagunas, mares y cerros que divisan nuestra vista y ocupan nuestros pensamientos no son bastantes para sobrevivir ambos. Debéis elegir”.
Cuenta la leyenda que pasaron soles y lunas y el joven guerrero seguía prisionero de su padre; que la madre hubo escapado y forjado un ejército que quería casi invencible por adiestramiento y número; que hubo un general llamado Tezcatlipoca que andando el tiempo se convirtió en un dios que fue conocido como el dios de la guerra nocturna, que dotó a los guerreros de la esposa, Malinalxochitl, de armas temibles, de tácticas eficaces y de sabios estrategas. Sin embargo, la esposa, que el tiempo la había hecho ganar en sabiduría y perder en dulzura, alargaba cada vez más el tiempo del enfrentamiento directo con el cruel esposo porque sabía de lo que era capaz con su hijo prisionero; cada vez que llegaba a esa posibilidad recordaba el sueño del colibrí de pico de obsidiana que su hijo le había contado y sabía –aunque no su hijo- que eso era precisamente lo que significaba Huitzilopochtli: colibrí. ¿Era el sueño de su hijo un deseo o una premonición? Pronto tendría la respuesta, porque estas eran las reflexiones del padre y captor de Copil: “Esta situación no puede durar mucho más. Tener prisionero a mi hijo no hace más que retardar mis conquistas y alargar el enfrentamiento definitivo con los ejércitos de su madre; dejarle escapar supondría estar en el futuro bajo la doble amenaza para mi vida y mi misión del hijo y de la madre: con ambos vivos nunca habrá una victoria definitiva, nunca una derrota suficiente. ¡Oh dioses del Inframundo, porqué me hicisteis libre y ahora no puedo elegir!”.
Pasaba el tiempo y los ejércitos de la madre de Copil iban cercando a los del cruel padre y éste tomó una decisión. Primero se vistió con sus atavíos guerreros: su escudo de plumas de águila, su lanza-dardos azul turquesa, pintó su cuerpo con franjas diagonales, fijó sus plumas en su cabeza y colocó sus sandalias de plumas en sus pies; luego subió las escaleras del Templo Mayor junto con su hijo y estos fueron sus pensamientos:
“¡Dioses Tezcatlipoca y Quetzalcoatl, ancestros míos! Me habéis entregado el poder de la vida y la muerte en la conquista. Mi oficio es la guerra y a ella estoy condenado: un dios condenado que no por ello deja de serlo. Antepasados míos, ¿por qué habéis puesto en mi camino a mi propio hijo? Dotado como estoy de la habilidad y sigilo de la serpiente, de la fiereza y precaución del jaguar, de la determinación y altivez del águila, mi corazón duda en este momento, y de nada me sirven esas habilidades para lo que ha de venir. Mi hijo, mi propio hijo se ha rebelado contra mí instigado por su madre, a la que un día amé. ¡Nunca imaginé que los propios dioses dudasen y sintieran escalofríos! La duda, sembradora del barbecho en las conciencias, es propia de los mortales; la acción sin reflexión lo es de quien no teme a la muerte. Ahora yo dudo. ¡Divinidades ancestrales, guiar mi mano y no dejad espacio al pensamiento!”. Y diciendo estas palabras levantó el cuchillo de obsidiana, lo hundió en el pecho de su hijo y le arrancó el corazón.
Fue su famoso general Tezcatlipoca el encargado de dar la terrible noticia a la reina en pleno campo de batalla, ataviada como estaba con el traje y plumas de guerrero. Estos fueron sus pensamientos:
“¡Dadme fuerzas, mis dioses Tiáloc y Coyolxauhqui! ¡Mi hijo muerto a manos de su progenitor! Aspirante a dios de la Guerra, ganador de batallas, habéis sembrado la semilla de la venganza y yo la recogo con gusto y haré que dé sus frutos. Nada puedo hacer contra un dios si ya es esa vuestra condición, pero todo cuanto toquéis, miréis u os dé sombra será arrasado a sangre y fuego; no habrá justicia, y el límite es el ensañamiento inútil. ¡Me distéis un hijo y ahora me lo quitáis! Si tú eres inmune, no lo son tus guerreros y seguidores, y ellos también tienen madres y hermanos. A todos buscaré y todos quedarán con la duda del porqué de su sacrificio”.
Y cuenta la leyenda que la madre, guerrera a pesar suyo, cumplió su palabra. Recuperó las cenizas de su hijo y las esparció en los llanos de Chapultepec. Con ello convirtió en una inmensa ciénaga las otrora fértiles tierras; luego atrajo a los guerreros de su marido, hermano y fraticida, y dejó que se hundieran a miles bajo gritos atronadores; a los que sobrevivieron los sacó los ojos para que deambularan por los cerros hasta que fueron devorados por las alimañas; a los sacerdotes del futuro dios de la Guerra les cortó la lengua y los enterró vivos debajo de la Gran Pirámide porque no podía matarlos; y a los familiares de los derrotados les hizo prisioneros y los entregó a sus soldados para que fueran sacrificados cuando la ocasión fuera propicia. Y donde fueron a parar las cenizas de Copil brotó una nueva planta: el nopal.
A otras leyendas han llegado más atenuados o trastocados los hechos. Todas son leyendas, pero las ciénagas de Chapultepec guardan su secreto. ¿Y qué fue de la madre guerrera?: nada, las leyendas guardan silencio, pero hay silencios que son un griterío”.
Madrid, 16 de octubre de 2008
HAMLET, SEGISMUNDO Y ROSAURA
por Antonio Mora Plaza
Era en vida mi abuelo Berto un pozo de sorpresas, pero ahora que él nos ha dejado y que estoy escribiendo su biografía he de decir que ese pozo se agranda y casi no se siente el fondo. Así, cuando un día estaba poniendo en claro mis notas sobre la historia de los brishanianos, tomé un conocido libro de Aristóteles sobre la poética y encontré escrito a lo largo de él la historia que ahora daré a conocer. He tenido que reconstruirlo, porque todo estaba en los márgenes del libro y con abundantes tachaduras. Tanto Shakespeare como Calderón escribieron sus obras inspirados en crónicas y relatos diferentes, pero mi abuelo, a lo largo de sus notas, parece indicar que alguna crónica hay olvidada y quizá… perdida que parece demostrar que ambos personajes, Hamlet y Segismundo, estaban mucho más cerca de lo que el genio bardo y el no menos genial barroco parecen indicar en sus obras. Así comienza…
… la leyenda. Segismundo, príncipe de Dinamarca, está preso en una cueva porque los hados han predicho a su padre, Basilio, rey de Polonia, que le matará y sembrará la discordia, incluso la guerra civil, en su reino. La razón de estado obliga al padre y rey a deshacerse del hijo porque no puede contradecir a los hados; por otro lado, su condición de padre le impide matar a su propio hijo. Segismundo ha nacido y vivido en la cueva y ha sido educado exquisitamente por Clotaldo, ayo y gran chambelán de Polonia. Segismundo se lamenta de la siguiente manera sin saber que tiene dos testigos:
“¡Cruel Hades, Hécate hechicera!, ¿porqué me habéis hecho vuestro compañero en todos estos años? ¡Injusta Temis, baja esa venda de tus ojos, pesa los actos en tus platillos y otorga tu juicio tras su pesada para que vuelva a creer en ti! Notables son tus errores, tus exageraciones, a veces tu liviandad. Conmigo has sido cruel porque nací condenado a vivir en esta cueva por un delito que desconozco haber cometido. Veo ante mí, no sin dificultad, a aves, fieras y peces que sortean peligros, volando, corriendo, nadando, esquivando, ocultándose; sus vidas parecen colgar de un hilo como esa araña en su red, de ese hilo que separa la vida de la muerte; acechan y son acechados, comen y son comidos, nacen y mueren. Sus vidas no son fáciles y, sin embargo, les envidio; envidio desde el más insignificante insecto a la fiera más terrible porque poseen sin saberlo el tesoro más preciado, la perla más hermosa: la libertad. ¡No hagas que reniegue de ti, Señor de todas las criaturas, y dame cuenta de mi delito antes de que la locura invada mis venas, se apodere de mis músculos, arquee mis huesos, insensibilice mi piel y mi corazón, y desate mi furia, alimentada de tantos años de prisión, y me quede sin padre, sea homicida de mis carceleros, vengador de mis jueces! ¡Dadme el porqué para que haya paz en este reino en el futuro! ¡Sí, la paz futura por la libertad ahora!”.
Quien oía a Segismundo era Rosaura, noble procedente del reino de Moscovia. Venía a Polonia disfrazada de hombre a vengarse de quien había recibido la mayor afrenta que puede sufrir una mujer. Oía a Segismundo sin saber quién era y se compadecía de él, y hubiera accedido a la cueva e intentado liberarle si no fuera porque un tercer personaje, alto y muy delgado, también había oído los lamentos de Segismundo, aunque ahora parecía absorto, ensimismado. Rosaura había cambiado de opinión y decidido presentarse al desconocido, cuando vio a otros 2 personajes, vestidos de guerreros que yacían en el suelo. Rosaura no entendía nada y cuando se aprestaba a retirarse de la escena pudo oír al personaje de estatura considerable pronunciar estas palabras:
“Esta era la misión de los esbirros de mi padrastro: entregarme al enemigo inglés con falsas acusaciones para llevarme al patíbulo. Habéis tenido suerte, porque vuestra muerte no ha sido instantánea y tiempo ha habido de retractaros de vuestras vidas homicidas; o quizá no, y el gran Satán os acogerá en su seno. Aparte de estos lamentos que acabo de oír, aquí todo parece en calma, pero es sabido que la calma chicha precede a la tormenta. Madre, ¿cómo habéis podido compartir el lecho con el asesino de mi padre? ¡Los mismos cómicos que plañeron en los funerales de tu marido, mi padre, han cantado en el banquete de vuestra boda! ¿Por qué me obligáis, olímpicos dioses, a la justicia cuando mi corazón se acompasa con la venganza? No puedo ser racional. Dadme ese dulce placer; descorreré la venda de tus ojos, desnivelaré los platillos, porque quiero el regocijo del recuerdo de los detalles que se avecinan; de la ocasión propicia cruelmente buscada. ¡Qué apetitosa miel, qué oloroso incienso, qué suave bálsamo para esta herida que atraviesa mi cuerpo y me lacera! Sólo quiero fijar en la memoria las circunstancias de tiempo, lugar e instrumento de la sabrosa venganza. El mismo Hades, la misma Temis que sale en forma de lamentos de esta cueva han de servir a mis deseos. Ahora todo lo que soy y he sido, mi infancia, mis años de estudios, mi corta experiencia política, todo al servicio de una acción que ha de tener la apariencia de justicia. ¡La suerte está echada y nada puede cambiar lo que el destino ha trazado!”.
Y Hamlet y Rosaura fueron a la par a liberar a Segismundo, al mismo fin pero por distintos caminos. Sin embargo, no estaba aún trazado el momento en el que el príncipe de Polonia pudiera saborear el placer de buscar la aurora y no esperar las migajas de Febo, y fueron apresados ambos por los guardianes de la corte del rey Basilio. Preguntados por el Rey, contestó Rosaura: “Vengo de Moscovia a reparar una ofensa terrible; también para descubrir quién es mi padre, que se dice en la tierra de donde vengo que se halla aquí. Traigo esta espada trabajada en la mejor fragua de la corte y en su empuñadura hay grabados estos signos de estrellas que sólo el causante de mis días puede entender”. Y mientras Rosaura así hablaba, Clotaldo, el gran chambelán de la Corte, guardaba silencio mientras un sudor frío recorría su frente. El rey Basilio se dirigía al otro personaje: “Y vos quién sois, qué buscáis y quiénes son esos guerreros que yacen cerca de donde habéis sido apresados”. Y Hamlet contestaba, no sin cierta dificultad por el desconocimiento del idioma: “Soy el príncipe de Dinamarca, y si estoy aquí es porque el dios Neptuno se ha mostrado esquivo a los deseos de mi padrastro, el Rey. Esos dos eran espías contra mi país y han tenido su justo castigo”. “Seré yo quien decida qué castigo es o no justo –decía el rey Basilio-. Vuestras acciones están castigadas con la muerte, pero de momento os espera la cárcel”. Y así ocurría mientras el chambelán Clotaldo pensaba para sus adentros:
“He servido hasta ahora al Rey con dedicación; he puesto en el oficio mis sentidos; mi vida en sus manos; mis deseos se han confundido con los suyos. Mi alma no ha cedido dignidad, pero no he sido libre. Todo lo he aceptado por mi Rey y por el reino al que sirvo, pero ahora una negra sombra ciega mi vista y anega mi alegría: la espada que porta este joven mancebo de cara afeminada es la misma que dí a mi hija en Moscovia, cuando era una niña, antes de partir a esta corte. Ahora puede ser condenado a muerte y soy yo, por mi cargo, quien ha de cumplir la condena. ¡Si me estuviera permitido volver atrás y ser un simple soldado, un arraigado agricultor o un tozudo comerciante; alguien que pudiera pasar desapercibido! He luchado por la felicidad de mis señores y por el camino me he dejado la mía, y ahora estoy en esta encrucijada. Sólo tengo dos caminos: la traición o el suicidio, y ambos llevan al mismo destino: ¡Hades, avaro, pronto seré tu compañero!”.
Y mientras Rosaura estaba en la cárcel, Hamlet desde la suya pensaba en Ofelia, pero…: “Ofelia, hija de Polonio, al que he dado por compañero de los gusanos, no le extrañarán porque ya lo fue en vida. Torpe él, ni siquiera supo esconderse: siempre estaba en el lugar equivocado. Ni siendo padre de élla siento lástima de él. Dulce y serena Ofelia, qué lejos te veo, perfumada flor de una corte vil, traicionera y corrupta, de un rey mendaz, esclavo de la lujuria, prisionero del poder. A lo mejor ya no os deseo, pero en cambio os deseo lo mejor, pero fuera de Elsinor, fuera de la Corte y fuera de Dinamarca. ¡Idos de Dinamarca, porque allí nada bueno os espera! Y ahora prisionero en Polonia, pienso en mi tarea pendiente y también en esta beldad de nombre Rosaura: ¡qué determinación en tan pocos años y que vigor en cuerpo tan endeble! Antes sólo pensaba en mí y en que mis próximos actos en el castillo de Elsinor fueran el principio del fin; desde que la conozco deseo que el fin sólo sea el principio: extraña mutación, impertinente retruécano; con ella hay un lugar para la esperanza si otros fueran mis planes y si el destino, esa diosa que nunca mira hacia atrás, pudiera hacer un guiño a los dioses y cambiar sus planes y… los míos”.
Y no muy lejos de ahí también ocupaba el tiempo Rosaura con estos pensamientos: “No creo que nos condene a muerte este rey. Parece un hombre que busca la justicia, aunque no siempre la encuentre. ¿Quién era el bruto de la cueva? Espero grandes acontecimientos porque hasta la lechuza no ha dejado oír sus graznidos. Es esta una paz extraña, un tormentoso sosiego, una espera que nada bueno anuncia. He de salir de aquí y buscar al duque Astolfo y darle aquello a lo que se ha hecho acreedor. Y de nuevo mis pensamientos vuelven al ocupante de esa extraña prisión y a sus palabras tan razonadas sobre los deseos de libertad. ¡Terrible ha debido ser su delito para que se halle en tal estado! Nunca estuve en prisión, privada de auroras y crepúsculos, del aire fresco y del libre encaminar de mis pasos. Tengo dos misiones: encontrar a mi padre y limpiar mi honor, y cuando los haya cumplido me iré de aquí, aunque presiento que no será fácil, porque extraños a mí se avecinan grandes acontecimientos con inesperados resultados: esto también lo presiento”.
También Basilio, el Rey, meditaba sobre sus próximos pasos: “Los hados dieron su testimonio, los Tiresias cumplieron su función, pero yo me he esclavizado a ellos y no he dado una oportunidad al libre albedrío. No tengo nada que perder. Probemos al destino. Dejaré libre a Segismundo, gobernando, y veré su reacción. Sólo así podré mitigar mi conciencia que me señala con dedo acusador como padre cruel. También le acompañarán los dos condenados. Sí, soy esclavo de un vaticinio, no soy libre. Debe haber un tercer camino entre la crueldad con el hijo y la posibilidad de la tiranía y la arbitrariedad. No sé como reaccionará Segismundo, pero al menos me quedará la libertad de elegir entre dos males. ¡Si pudiera encenegar mi conciencia, decidir sin escrúpulos, pensar sólo en el presente y negar el futuro! Está decido: ¡destino, albedrío, estáis a prueba!”.
Y cuenta la leyenda que cuando viose libre Segismundo tras un largo sueño, producto de una droga, en medio de la corte, su reacción no fue digna de un príncipe que aspira al gobierno de los asuntos de estado. Así, al jefe de ceremonias que continuamente le rectificaba su proceder le tiró por una ventana; a Basilio, su padre y Rey, le acusaba de su crueldad por los años de prisión; a Clotaldo, gran chambelán, que le recriminaba sus palabras con el Rey, a punto estuvo de atravesarlo con la espada de no ser por la intercesión de Rosaura, que intuía que ese era el padre que buscaba; y Hamlet evitó que matara a Astolfo por impertinente. Al fin los guardianes lograron reducir al príncipe y mandarlo drogado de nuevo a esa cueva, prisión y escuela que hasta entonces había sido para él.
Y Hamlet, una vez vuelto a la prisión, lo mismo que Rosaura, meditaba sobre lo visto, aunque su corazón viajaba al castillo donde un día contemplara al espectro de su padre. “Este Segismundo es la razón envuelta en brutalidad. No quisiera yo caer en la venganza sin recorrer los caminos de la justicia, a pesar de que mis motivos son al menos tan poderosos como los del príncipe de Polonia: ¡mi madre, casada con el asesino de mi padre, al que ha usurpado el trono cuando aún resonaban las plegarias de los funerales! Pero yo me aferraré a la diosa vendada para que pueda dormir el resto de mis días sin que ningún fantasma se apodere de mis sueños. He de aprender de todo esto, templar mi espíritu, enfriar la sangre que pide otra sangre; y siempre quedarán mis manos y mi espada para dar cumplimiento a lo que ha de hacerse por si a la ciega justicia se le cae la venda y el crimen queda impune o mitigado el castigo. ¡Segismundo, me cambiaría por vos! Tenéis un padre cruel y unos primos ambiciosos, pero yo convivo con un padrastro asesino que comparte el lecho con mi madre, de la que aún dudo si es ciega o consentidora; hay una dulce enamorada a la que he asesinado a su padre, el equivalente a Clotaldo en esta corte; tengo por enemigo al hermano de Ofelia que ha jurado venganza en comunión con el que me ha dejado huérfano. Y de lo que de ha venir depende el futuro del pueblo de Dinamarca. ¡Dadme fuerzas, dioses de las esferas, acompañadme con vuestros sones en la batalla que se avecina!”.
Todo parecía en calma, pero sólo era apariencia, porque un nuevo e inesperado actor se hacía presente: una revuelta de comerciantes y agricultores por las malas cosechas y los muchos impuestos se había declarado; a ellos se le habían unido soldados leales al príncipe: y todos ellos estaban a punto de asaltar la corte de Basilio y cambiar el curso de la historia. Pero aún habían de pasar algunos días. Entre tanto, a Segismundo le había servido de lección su estancia en la Corte y los hechos acontecidos, de los que había sido testigo y actor a la vez. Ahora meditaba en su prisión de esta manera:
“Vuelvo a esta cueva, matraz de mi alma, donde parece que fui nacido, vivido y educado; desde donde contemplo el volar de las aves, el pelear de las fieras, el nadar de los peces; desde donde se suceden las auroras y los ocasos con monocorde exactitud. Todo lo he aprendido de Clotaldo, que ha sido a la vez mi maestro y mi carcelero. Así, el movimiento de los astros, el fluir, latir y curar de los cuerpos, el conocer de las almas, el creer de las religiones, el misterio de los números, el arte del medir, el timbrar de los instrumentos y sus sones: todo lo he aprendido del sabio Clotaldo. Y ahora he soñado que estaba libre, que me sentía cual bruto; que defenestraba a un atrevido; que me mostraba insolente con Basilio, el Rey; que casi mataba a Clotaldo, el gran chambelán y maestro mío, por reprocharme mi comportamiento; y que lo mismo intentaba con Astolfo, mi primo y aspirante al trono; y que ambos se salvaban por mediación de los que eran hasta hace poco dos desconocidos: Hamlet y Rosaura. ¿O todo era un sueño y es ahora la hora del despertar? ¿O no lo era y el soñar es ahora? ¿Cómo distinguir lo vivido de lo soñado? ¿Tan pálida es la pincelada que confunde el vivir con el soñar? Ahora toca recuperar la libertad, sea cual sea lo soñado y lo vivido. Y están los hados, que se apoderan de los humanos hasta esclavizarlos con sus profecías. Sueño, libertad, destino: de esta urdimbre está hecho el futuro: que sea pacífico o sangriento no está escrito, pero no mucho más es elegible. Prudencia, Segismundo, para lo que se avecina; eso es lo que conviene, reflexión antes de obrar”.
Y la revuelta se hizo, y Segismundo, Hamlet y Rosaura fueron liberados, y en torno a ellos se formó un ejército que se opuso al de Basilio, Clotaldo y Astolfo. La batalla era cuestión de días. Y mientras se adiestraban los combatientes, se formaban los ejércitos y se predisponían las estrategias del dónde, el cuándo y el cómo, Hamlet daba rienda suelta a su corazón y se atrevía a decir lo que nunca se atrevió con Ofelia: “Hermosa Rosaura, hija de Clotaldo, tan atractiva sois a mis ojos y a mis sentidos, tanto vestida de engañoso joven como de sensual dama vos sois mi complemento: decidida en acciones y segura en convencimientos. Es verdad que mi corazón no es libre del todo, pero he dejado en Dinamarca más una mala conciencia que un amor insatisfecho. Venid a Elsinor conmigo y dadme la oportunidad de compartir el reino, que aún no es mío, con vos. Yo no soy un seductor y estoy lejos de ser un meridional con las artes de Cupido: sólo soy un príncipe que vive en la soledad de una multitud”. Y Rosaura contestaba con dulzura y decisión: “Gran honor es el que me hacéis. Yo vine a Polonia con la ilusión de curar una ofensa, que aún está pendiente, pero aquí creo haber encontrado otra ilusión, pero no sois vos, gentil príncipe: el corazón nos gobierna con sus vericuetos y su constante fluir. Es también un príncipe que pronto será rey. Vos sois cuanto una noble dama puede desear, pero mi corazón brinca con la mirada de otros ojos, con el olor de otro cuerpo, con el timbrar de otra voz. Siempre os llevaré en la memoria y os deseo sólo la suerte de la que sois acreedor. Nos queda aún una batalla que dar y unos enemigos a los que combatir. Mi corazón se parte al pensar que en ese campo está mi padre. Ha servido con fidelidad y con injusticia, sin poder elegir entre ambas. Es mucho su pecado, pero deseo su libertad y su vida a pesar de sus errores”.
Y cuenta la leyenda que la batalla fue sangrienta e indecisa hasta el último momento; que Rosaura acabó con Astolfo, su violador; que Hamlet hirió gravemente a Clotaldo, el Polonio de Polonia, pero sobrevivió, aunque perdió el cargo, sus prerrogativas y algo más; y que Segismundo luchó contra su padre Basilio, pero puedo evitar su muerte, y al final… estas fueron sus palabras:
“Padre, en verdad que no consiste vuestro error en proteger al pueblo de los designios, lo es dar a los designios el favor de la verdad; signos de estrellas carecen de intención, culpable sois de poner intención a las estrellas. ¿Cómo puede ser libre un pueblo si encarceláis a su príncipe, vuestro hijo, y sucesor? No os reprocho la crueldad de vuestro corazón, sino que deis a los prodigios el filtro del juicio y la razón. Mala elección hicisteis probando cual era mi condición porque no era libre, sino esclavo de los años que prisionero me tuvisteis. Como político, errado; como padre, injusto; como guerrero, perdedor. Y sin embargo, perdonado quedáis, porque no seré yo quién me contradiga a mi mismo y anteponga la razón, si la hubiera, al corazón, el juicio a la ética, el deseo a la justicia, la política al amor. Tendréis un retiro digno, aunque no pueda ser honorable. Clotaldo irá al destierro, porque no fue vuestro servidor, sino un lacayo sin criterio, un perro fiel que perdió a su amo: mejor fuera de Polonia”.
Dice también la leyenda que Segismundo prometió a Hamlet ir a Dinamarca, al castillo de Elsinor con sus tropas en cuanto hubiera puesto orden en su corte. Y eso hizo, pero cuando llegó, se encontró a Horacio sujetando el cadáver de Hamlet, con el padrastro, Claudio, muerto; con Gertrudis, su madre, muerta; con Laertes, el hermano de Ofelia, muerto; y con la misma Ofelia ahogada en las aguas de un río, con expresión serena y cubierta de guirnaldas. Segismundo había llegado tarde y estas fueron sus palabras:
“¡Oh príncipe noble! Vuestro recuerdo se quedará en Polonia hasta el final de los tiempos. ¡Qué atroz carnicería! Volvisteis para dar satisfacción a la justicia y sólo signos de venganza veo. Como maestro he sido un fracaso. Yo, el bruto que aprendió a reprimirse para impedir la venganza; vos, el educado noble que buscaba la justicia y no la habéis conseguido. ¡Me hubiera gustado tanto que asistierais a mi boda con Rosaura! Doblarán por vos todas las campanas de Polonia y tres días de luto serán declarados. Horacio, que de vos me habló Hamlet, cuidad su memoria y asegurad un entierro digno. Ahora he retirarme porque estoy avisado de que se acerca el ejército de Fortimbrás y no quiero disputas. ¡Salve noble Hamlet!”.
Y aquí acaba la leyenda de Hamlet y Segismundo. Shakespeare y Calderón construyeron sus inmortales tragedias cambiando algunas cosas y añadiendo muchas otras, pero en las brumas de Dinamarca y en las costas de Polonia dice la leyenda que todos los inviernos se visitan dos espectros de dos príncipes con distinta suerte, pero con igual nobleza.
Y la leyenda acaba, pero no las notas de mi abuelo. Yo las trascribo tal como el las dejó: “Hasta que inventaron los ilustrados del XVIII aquello del estado de derecho la dificultad de deslindar la venganza de la justicia era extrema. A la postre, la diferencia se sustentaba en el torcido bastón de un juicio moral, incluso cuando había una ley por medio, porque entonces surgían dos preguntas: ¿qué legitimidad tenía quién hacía la ley y qué legitimidad tenía quién la aplicaba? En un estado tirano, en una dictadura, antigua o moderna, en un gobierno de la aristocracia en sentido literal, pueden y suelen haber leyes, pero las instituciones que las fabrican y las personas que las aplican no están legitimadas, porque falta el principio de soberanía que los sustenten. Sólo con el advenimiento de los estados democráticos de derecho” se ha resuelto la cosa, al menos en el terreno de los principios. Hamlet y Segismundo buscan la justicia, quieren dar a cada uno lo que se merece, pero andan ciegos, con leyes ilegítimas aplicadas arbitrariamente –en el mejor de los casos- con la mejor de las voluntades. Al fin se convierten en justicieros a pesar suyo. Nadie se da cuenta de ello porque, a pesar de la inteligencia que demuestran y su esfuerzo reflexivo, no pueden salir del cascarón de su tiempo: ellos son a la vez legisladores y ejecutores cuando ello es posible. Sólo tienen la agarradera de la ética, que ya es bastante; una ética inevitablemente prekantiana. Hamlet, por más que el corazón le pida otra cosa, su juicio busca la justicia en el obrar; Segismundo es pura acción que le lleva a la venganza hasta que la prisión le fuerza a la reflexión. Y sin embargo, a partir de un momento, sus caminos se cruzan y se bifurcan; Hamlet se hunde en el lodazal de la venganza; Segismundo se reprime y ejercita la ilegítima justicia cuando rectifica. Shakespeare convierte a un noble mimado en un asolado justiciero; Calderón hace de un bruto brutal un gobernante mesurado. Ambos jugaron con el Jano de la tragedia: el binomio libertad/destino; ambos lo consiguieron por distintos caminos: el bardo inglés acumulando acontecimientos en torno a un personaje memorable; el áureo barroco intensificando la acción en torno a personajes que no parecen ser capaces de romper la maquinaria del destino. Shakespeare convierte un drama familiar en una tragedia; Calderón hace de una situación trágica un drama admirable. En la obra de Hamlet sin Hamlet no hay nada; en La Vida es Sueño Segismundo es la piedra angular de un edificio construido en torno a tres elementos: la arbitrariedad del poder, el binomio libertad/destino, la vida como un sueño. Shakespeare despliega su genio con generosidad en torno a un personaje; Calderón concentra el suyo en un perfecto drama, prisioneros sus personajes de su papel. Al final ambos rompen el cascarón del destino, ¿o quizá no?, ¿quién vence, los hados o el destino?...”.
Y aquí acaba lo legible. El texto seguía con las respuestas de mi abuelo a estas preguntas, pero yo no he sido capaz de descifrarlas; ahora le queda al lector responderlas.
Madrid, 25 de octubre de 2008