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Antonio Mora Plaza
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Un día que hube estado en Sigüenza contemplando sus monumentos y, claro está, especialmente el famoso Doncel que está en la iglesia de San Juan y Santa Catalina, pensé en la muy buena discusión que podría tener con mi abuelo Berto sobre la famosa estatua yacente que representa a Martín Vázquez de Arce, muerto en la Vega de Granada a manos musulmanas –otros dicen que se ahogó en la llamada “Acequia Gorda”- en el año 1486. Me había documentado bien, sobre todo desde el punto de vista histórico. Lo que me cansaba un poco era ese discurso constante de las armas y las letras que tanto dice y dicen representar la estatua y caballero. Así se lo comenté a mi abuelo. Yo me esperaba un comentario crítico de ese discurso y su valoración estética de la valía de la escultura; escultura anónima dicen, pero hecha en al taller de Sebastián de Almonacid. De nuevo mi abuelo me sorprendió, no porque no fuera crítico, como cabía esperar, sino por lo que sigue: “También me resulta antipático ese maridaje entre las armas y las letras que parece representar el pobre Martín Vázquez, pero es de tradición antigua; comienza con Hernando del Pulgar y sigue hasta el inefable Ortega y Gasset, aunque este ya decía que “este hombre – El Doncel- parecía más de pluma que de espada”. Pero el tópico del maridaje entre las armas y las letras es indesmontable por el momento y se ha asentado con el discurso de la dictadura; dictadura que ha asolado la dignidad de los vencidos y, con más razón, la de los vencedores. Para mí, la finura de los rasgos de la escultura, el aparente sosiego y calma que transmite su postura a pesar de su armadura y cota de malla, sus piernas cruzadas, la increíble delicadeza con que coge el libro, su mirada perdida y reflexiva, demuestran que es el nuevo hombre del Renacimiento envuelto en una armadura que le es ajena; frente a la razón de las armas, la razón de las letras; es el nuevo humanismo, el erasmismo que ya se adivinaba en el horizonte. Pero el tópico está arraigado y ya es tarde. A cambio, te contaré una leyenda del Doncel que me contó mi abuelo a su vez. Por su supuesto que es apócrifa, como todo lo valioso. Dice la leyenda…:
… Que en junio del año 1481 volvía Fernando, El Rey de Aragón y esposo de Isabel, Reina de Castilla, a Barcelona por asuntos de estado que ahora no vienen a cuento; que Isabel iba a reunirse con el Rey, y en el largo camino hasta Zaragoza –lugar de encuentro- se hospedó en el palacio del condestable Mendoza que tenía en la hermosa villa de Sigüenza, en Guadalajara. Iba acompañada de su hija Isabel, que tenía entonces la tierna edad de once años. Y cuenta la leyenda que cuando el Condestable recibió a la Reina le acompañaba uno de sus pupilos, hijo de Don Fernando de Arce y Doña Catalina de Sosa, llamado Martín. Hechas las presentaciones y ya con el pie en tierra -ayudada por los criados del Condestable-, la Reina se dirigió al joven Martín en estos términos: “Necesita mi Reino jóvenes como vos para pelear en Granada. Tanto mi esposo como yo estamos empeñados en acabar con el poder nazarí que dura ya demasiado. Si deseáis ese destino, hablad con mi capitán”. Y cuando el joven Martín no podía disimular las ganas por dar su beneplácito intervino el Condestable: “Mi reina, se de vuestros deseos y comparto vuestra opinión, pero este joven, hijo de los nobles Fernando y Catalina, está bajo mi cuidado y sólo está adiestrado en leyes y latines, y nada sabe de armas, y menos de guerrear. Pensad para él otras misiones cuando cumpla su formación y mi pupilaje, os lo ruego. Le quiero como un hijo y mandarlo ahora a la guerra contra el moro sería casi un suicidio”. El joven Martín parecía ahora distraído; tanto que fue la reina que le preguntó su opinión, a lo que el pupilo del Condestable contestó bajando su mirada: “Es mis deseo ser vuestro vasallo, mi Reina, tomar las armas y pelear como el mejor de los guerreros: ¿qué mejor adiestramiento que la guerra de Granada? Desde ahora soy soldado de vuestro ejército”. Pero cuando acabó de decir esto, el joven Martín no podía apartar la vista de Isabel, pero de Isabel la Infanta.
Llegó la noche y después de cenar en el palacio con la magnificencia de que hacía gala el Condestable, la Reina se hizo acompañar por el joven Martín y le habló en estos términos: “Si queréis servir a la Reina debéis dejar para siempre la tutela del Condestable y alistaros como ayudante del capitán Gonzalo de Córdoba, en el que tengo puestas grandes esperanzas. Podéis serle útil; es un gran guerrero, pero poco versado en leyes y letras. Veo que tenéis una herida en vuestra mejilla izquierda y en el labio, ¿qué os ha pasado?”. “Una disputa entre los compañeros de pupilaje; yo sostengo que el más grande historiador es Tucídides y mi compañero que Herodoto; que la más grande luminaria de la humanidad ha sido la Alejandría egipcia y mi compañero que la Atenas de Pericles; para mí, Virgilio es el más grande poeta de la antigüedad y para otros es Homero. Siempre estamos en esas peleas, y a veces llegamos a las manos: cosas de estudiantes”. Esto fue lo que contestó Martín, a lo que la Reina siguió: “Ahora podréis pelear como hombres contra el musulmán que ocupa tierras que han de ser cristianas y de Castilla. Discutamos las condiciones en mis aposentos, joven Martín”. Y el joven pupilo, con el habla muda y la boca casi desencajada contestó: “Yo no quiero importunar vuestra estancia en esta noble casa”. Y ya en la hermosísima Sala de Cazadores, obra debida a Juan Guas, famosa por sus techumbres, la Reina se sentó al calor de la lumbre e hizo sentar a Martín, y la velada acabó con estas palabras: “¿Porqué han de casar mal nobleza y oportunidad? Tenemos que hablar de vuestros deseos y… de los míos. Necesito también corregidores que gobiernen nuestras provincias para quitar tanto poder a alcaides y alguaciles, que siempre obedecen a los ricos y poderosos del lugar y no a los intereses del Reino. Necesito buenos y fieles gobernantes que respondan sólo ante mí, tanto en las tierras de Castilla como en las que faltan por conquistar. Mucho sufrimiento me ha costado llegar a ser Reina de Castilla y muchas renuncias. Mis esposo y yo hemos cumplido sólo una parte de nuestra misión: acabar con las guerras nobiliarias, acabar con las guerras por la sucesión de las coronas de nuestros reinos y conseguir que el poder del Rey esté por encima del más poderoso noble. Necesito guerreros, pero sobre todo necesito a hombres de leyes al servicio del Reino. Seréis corregidor tarde o temprano, aunque no podáis eludir el combate, pero habéis de prometerme que nunca en primera fila.” El joven Martín asintió con la cabeza mientras veía a los lejos a la hija de Isabel desaparecer por la puerta de la sala que da a los aposentos. Y la leyenda no dice más de esa noche de 1481.
Y al amanecer del día siguiente siguió la Reina su camino hasta Zaragoza para encontrarse con su esposo. ¿Y qué fue del joven Martín? La leyenda no dice mucho, pero sí se sabe que comunicó sus deseos por carta a sus padres y estos le contestaron más o menos en estos términos: “Nobles deseos son esos de servir a la Reina, pero los nuestros son que sigáis en Sigüenza completando vuestra formación. Sois nuestro único hijo y no habría peor tortura para nos que perderos, aunque fuera guerreando por una causa justa. Podéis servir también a la Reina en otras artes para la que os estáis instruyendo. No faltan guerreros y, sin embargo, hacen faltan hombres de leyes para los gobiernos del Reino. Ese es nuestro deseo, que por lo que nos habéis contado, tampoco descuadra con los deseos de la Reina. Seguid en Sigüenza”.
La Leyenda, como el Guadiana, desaparece hasta los comienzos del año 1486, en el que una carta dirigida a la princesa Isabel, que contaba ya con 16 años, fue interceptada por su madre. No era desde luego la primera que el joven Martín mandaba a la hija de la Reina. La carta decía lo siguiente: “Mi infanta, la primera vez que os vi erais aún una niña, pero ya entonces sentí cómo el amansado latir al que estaba acostumbrado me desbordaba todos los surcos y como un oleaje golpeaba mis sienes. Hasta entonces era tan sólo un estudiante, pupilo de los Mendoza, que se abría a la vida con un libro en la mano; ahora soy un guerrero, un vasallo de la Reina -vuestra madre- que desea convertirse en caballero ante ella y, sobre todo, ante vos, mi pequeña infanta. ¡No quiero más auroras sin vos, no más noches estudiando las estrellas, porque no tengo la única que me importa, la única que encauza mis ansias y serena mis sentidos! Sólo pienso en vos, vivo en vos, sólo deseo ser en vos, aunque para ello tenga que renunciar a todos los propósitos. En poco entraré a pelear en Granada, aunque no sea ese el más vivo deseo de vuestra madre la Reina y el de mis padres. En mis brazos llevaré las armas, en mi pecho la armadura, pero en mi corazón sólo os tengo a vos como escudo. Vuestra madre tiene otros planes para sus hijas, pero si no puedo teneros, me entregaré a la Fortuna y a la Memoria”.
Quedó la Reina turbada y dice la leyenda que estos fueron más o menos sus pensamientos: “¡Qué deseos tan importunos! No me traicionaba mi instinto. He aprendido a renunciar al amor por el bien de mi Reino y no me será difícil esta vez; también mis hijas tendrán que aprender a desobedecer a los dictados del corazón por el bien de Castilla: ante todos sois hijas de Reyes. El destino os ha colocado en una misión a la cual las inclinaciones han de doblegarse. Y vos, mi joven vasallo, no sois aún un guerrero para mis capitanes, pero podréis ser un fiel gobernante para tierras musulmanas que pronto serán de Castilla. Creo que será lo mejor para todos: para vos, porque temo por vuestra vida, para mí, por la misma razón, y también para mi pequeña Isabel, cuya vida y título tienen otro destino: ¡no hay mejor manera de alejar la tentación que hacerla inalcanzable!”.
Y la Reina consultó a su esposo sobre el destino del joven Martín. Le puso al corriente de todo, o, mejor dicho,… de casi todo, y Fernando meditó un momento y sólo dijo: ¡A guerrear a Granada, a guerrear! Ese es mi deseo, Isabel, y si ello es posible, en primera fila”.
Y aquí acaba la leyenda, porque el final es de sobra conocido: las hijas de los Reyes fueron casadas con reyes y herederos de reinos, y el joven Martín Vázquez de Arce murió guerreando en la Vega de Granada en el año 1486. Sus hechos apenas merecen mención, pero su estatua es inmortal.
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Madrid, 26 de septiembre de 2008.
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Un día que hube estado en Sigüenza contemplando sus monumentos y, claro está, especialmente el famoso Doncel que está en la iglesia de San Juan y Santa Catalina, pensé en la muy buena discusión que podría tener con mi abuelo Berto sobre la famosa estatua yacente que representa a Martín Vázquez de Arce, muerto en la Vega de Granada a manos musulmanas –otros dicen que se ahogó en la llamada “Acequia Gorda”- en el año 1486. Me había documentado bien, sobre todo desde el punto de vista histórico. Lo que me cansaba un poco era ese discurso constante de las armas y las letras que tanto dice y dicen representar la estatua y caballero. Así se lo comenté a mi abuelo. Yo me esperaba un comentario crítico de ese discurso y su valoración estética de la valía de la escultura; escultura anónima dicen, pero hecha en al taller de Sebastián de Almonacid. De nuevo mi abuelo me sorprendió, no porque no fuera crítico, como cabía esperar, sino por lo que sigue: “También me resulta antipático ese maridaje entre las armas y las letras que parece representar el pobre Martín Vázquez, pero es de tradición antigua; comienza con Hernando del Pulgar y sigue hasta el inefable Ortega y Gasset, aunque este ya decía que “este hombre – El Doncel- parecía más de pluma que de espada”. Pero el tópico del maridaje entre las armas y las letras es indesmontable por el momento y se ha asentado con el discurso de la dictadura; dictadura que ha asolado la dignidad de los vencidos y, con más razón, la de los vencedores. Para mí, la finura de los rasgos de la escultura, el aparente sosiego y calma que transmite su postura a pesar de su armadura y cota de malla, sus piernas cruzadas, la increíble delicadeza con que coge el libro, su mirada perdida y reflexiva, demuestran que es el nuevo hombre del Renacimiento envuelto en una armadura que le es ajena; frente a la razón de las armas, la razón de las letras; es el nuevo humanismo, el erasmismo que ya se adivinaba en el horizonte. Pero el tópico está arraigado y ya es tarde. A cambio, te contaré una leyenda del Doncel que me contó mi abuelo a su vez. Por su supuesto que es apócrifa, como todo lo valioso. Dice la leyenda…:
… Que en junio del año 1481 volvía Fernando, El Rey de Aragón y esposo de Isabel, Reina de Castilla, a Barcelona por asuntos de estado que ahora no vienen a cuento; que Isabel iba a reunirse con el Rey, y en el largo camino hasta Zaragoza –lugar de encuentro- se hospedó en el palacio del condestable Mendoza que tenía en la hermosa villa de Sigüenza, en Guadalajara. Iba acompañada de su hija Isabel, que tenía entonces la tierna edad de once años. Y cuenta la leyenda que cuando el Condestable recibió a la Reina le acompañaba uno de sus pupilos, hijo de Don Fernando de Arce y Doña Catalina de Sosa, llamado Martín. Hechas las presentaciones y ya con el pie en tierra -ayudada por los criados del Condestable-, la Reina se dirigió al joven Martín en estos términos: “Necesita mi Reino jóvenes como vos para pelear en Granada. Tanto mi esposo como yo estamos empeñados en acabar con el poder nazarí que dura ya demasiado. Si deseáis ese destino, hablad con mi capitán”. Y cuando el joven Martín no podía disimular las ganas por dar su beneplácito intervino el Condestable: “Mi reina, se de vuestros deseos y comparto vuestra opinión, pero este joven, hijo de los nobles Fernando y Catalina, está bajo mi cuidado y sólo está adiestrado en leyes y latines, y nada sabe de armas, y menos de guerrear. Pensad para él otras misiones cuando cumpla su formación y mi pupilaje, os lo ruego. Le quiero como un hijo y mandarlo ahora a la guerra contra el moro sería casi un suicidio”. El joven Martín parecía ahora distraído; tanto que fue la reina que le preguntó su opinión, a lo que el pupilo del Condestable contestó bajando su mirada: “Es mis deseo ser vuestro vasallo, mi Reina, tomar las armas y pelear como el mejor de los guerreros: ¿qué mejor adiestramiento que la guerra de Granada? Desde ahora soy soldado de vuestro ejército”. Pero cuando acabó de decir esto, el joven Martín no podía apartar la vista de Isabel, pero de Isabel la Infanta.
Llegó la noche y después de cenar en el palacio con la magnificencia de que hacía gala el Condestable, la Reina se hizo acompañar por el joven Martín y le habló en estos términos: “Si queréis servir a la Reina debéis dejar para siempre la tutela del Condestable y alistaros como ayudante del capitán Gonzalo de Córdoba, en el que tengo puestas grandes esperanzas. Podéis serle útil; es un gran guerrero, pero poco versado en leyes y letras. Veo que tenéis una herida en vuestra mejilla izquierda y en el labio, ¿qué os ha pasado?”. “Una disputa entre los compañeros de pupilaje; yo sostengo que el más grande historiador es Tucídides y mi compañero que Herodoto; que la más grande luminaria de la humanidad ha sido la Alejandría egipcia y mi compañero que la Atenas de Pericles; para mí, Virgilio es el más grande poeta de la antigüedad y para otros es Homero. Siempre estamos en esas peleas, y a veces llegamos a las manos: cosas de estudiantes”. Esto fue lo que contestó Martín, a lo que la Reina siguió: “Ahora podréis pelear como hombres contra el musulmán que ocupa tierras que han de ser cristianas y de Castilla. Discutamos las condiciones en mis aposentos, joven Martín”. Y el joven pupilo, con el habla muda y la boca casi desencajada contestó: “Yo no quiero importunar vuestra estancia en esta noble casa”. Y ya en la hermosísima Sala de Cazadores, obra debida a Juan Guas, famosa por sus techumbres, la Reina se sentó al calor de la lumbre e hizo sentar a Martín, y la velada acabó con estas palabras: “¿Porqué han de casar mal nobleza y oportunidad? Tenemos que hablar de vuestros deseos y… de los míos. Necesito también corregidores que gobiernen nuestras provincias para quitar tanto poder a alcaides y alguaciles, que siempre obedecen a los ricos y poderosos del lugar y no a los intereses del Reino. Necesito buenos y fieles gobernantes que respondan sólo ante mí, tanto en las tierras de Castilla como en las que faltan por conquistar. Mucho sufrimiento me ha costado llegar a ser Reina de Castilla y muchas renuncias. Mis esposo y yo hemos cumplido sólo una parte de nuestra misión: acabar con las guerras nobiliarias, acabar con las guerras por la sucesión de las coronas de nuestros reinos y conseguir que el poder del Rey esté por encima del más poderoso noble. Necesito guerreros, pero sobre todo necesito a hombres de leyes al servicio del Reino. Seréis corregidor tarde o temprano, aunque no podáis eludir el combate, pero habéis de prometerme que nunca en primera fila.” El joven Martín asintió con la cabeza mientras veía a los lejos a la hija de Isabel desaparecer por la puerta de la sala que da a los aposentos. Y la leyenda no dice más de esa noche de 1481.
Y al amanecer del día siguiente siguió la Reina su camino hasta Zaragoza para encontrarse con su esposo. ¿Y qué fue del joven Martín? La leyenda no dice mucho, pero sí se sabe que comunicó sus deseos por carta a sus padres y estos le contestaron más o menos en estos términos: “Nobles deseos son esos de servir a la Reina, pero los nuestros son que sigáis en Sigüenza completando vuestra formación. Sois nuestro único hijo y no habría peor tortura para nos que perderos, aunque fuera guerreando por una causa justa. Podéis servir también a la Reina en otras artes para la que os estáis instruyendo. No faltan guerreros y, sin embargo, hacen faltan hombres de leyes para los gobiernos del Reino. Ese es nuestro deseo, que por lo que nos habéis contado, tampoco descuadra con los deseos de la Reina. Seguid en Sigüenza”.
La Leyenda, como el Guadiana, desaparece hasta los comienzos del año 1486, en el que una carta dirigida a la princesa Isabel, que contaba ya con 16 años, fue interceptada por su madre. No era desde luego la primera que el joven Martín mandaba a la hija de la Reina. La carta decía lo siguiente: “Mi infanta, la primera vez que os vi erais aún una niña, pero ya entonces sentí cómo el amansado latir al que estaba acostumbrado me desbordaba todos los surcos y como un oleaje golpeaba mis sienes. Hasta entonces era tan sólo un estudiante, pupilo de los Mendoza, que se abría a la vida con un libro en la mano; ahora soy un guerrero, un vasallo de la Reina -vuestra madre- que desea convertirse en caballero ante ella y, sobre todo, ante vos, mi pequeña infanta. ¡No quiero más auroras sin vos, no más noches estudiando las estrellas, porque no tengo la única que me importa, la única que encauza mis ansias y serena mis sentidos! Sólo pienso en vos, vivo en vos, sólo deseo ser en vos, aunque para ello tenga que renunciar a todos los propósitos. En poco entraré a pelear en Granada, aunque no sea ese el más vivo deseo de vuestra madre la Reina y el de mis padres. En mis brazos llevaré las armas, en mi pecho la armadura, pero en mi corazón sólo os tengo a vos como escudo. Vuestra madre tiene otros planes para sus hijas, pero si no puedo teneros, me entregaré a la Fortuna y a la Memoria”.
Quedó la Reina turbada y dice la leyenda que estos fueron más o menos sus pensamientos: “¡Qué deseos tan importunos! No me traicionaba mi instinto. He aprendido a renunciar al amor por el bien de mi Reino y no me será difícil esta vez; también mis hijas tendrán que aprender a desobedecer a los dictados del corazón por el bien de Castilla: ante todos sois hijas de Reyes. El destino os ha colocado en una misión a la cual las inclinaciones han de doblegarse. Y vos, mi joven vasallo, no sois aún un guerrero para mis capitanes, pero podréis ser un fiel gobernante para tierras musulmanas que pronto serán de Castilla. Creo que será lo mejor para todos: para vos, porque temo por vuestra vida, para mí, por la misma razón, y también para mi pequeña Isabel, cuya vida y título tienen otro destino: ¡no hay mejor manera de alejar la tentación que hacerla inalcanzable!”.
Y la Reina consultó a su esposo sobre el destino del joven Martín. Le puso al corriente de todo, o, mejor dicho,… de casi todo, y Fernando meditó un momento y sólo dijo: ¡A guerrear a Granada, a guerrear! Ese es mi deseo, Isabel, y si ello es posible, en primera fila”.
Y aquí acaba la leyenda, porque el final es de sobra conocido: las hijas de los Reyes fueron casadas con reyes y herederos de reinos, y el joven Martín Vázquez de Arce murió guerreando en la Vega de Granada en el año 1486. Sus hechos apenas merecen mención, pero su estatua es inmortal.
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Madrid, 26 de septiembre de 2008.