26 sept 2008

El Doncel y la Reina

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Antonio Mora Plaza
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Un día que hube estado en Sigüenza contemplando sus monumentos y, claro está, especialmente el famoso Doncel que está en la iglesia de San Juan y Santa Catalina, pensé en la muy buena discusión que podría tener con mi abuelo Berto sobre la famosa estatua yacente que representa a Martín Vázquez de Arce, muerto en la Vega de Granada a manos musulmanas –otros dicen que se ahogó en la llamada “Acequia Gorda”- en el año 1486. Me había documentado bien, sobre todo desde el punto de vista histórico. Lo que me cansaba un poco era ese discurso constante de las armas y las letras que tanto dice y dicen representar la estatua y caballero. Así se lo comenté a mi abuelo. Yo me esperaba un comentario crítico de ese discurso y su valoración estética de la valía de la escultura; escultura anónima dicen, pero hecha en al taller de Sebastián de Almonacid. De nuevo mi abuelo me sorprendió, no porque no fuera crítico, como cabía esperar, sino por lo que sigue: “También me resulta antipático ese maridaje entre las armas y las letras que parece representar el pobre Martín Vázquez, pero es de tradición antigua; comienza con Hernando del Pulgar y sigue hasta el inefable Ortega y Gasset, aunque este ya decía que “este hombre – El Doncel- parecía más de pluma que de espada”. Pero el tópico del maridaje entre las armas y las letras es indesmontable por el momento y se ha asentado con el discurso de la dictadura; dictadura que ha asolado la dignidad de los vencidos y, con más razón, la de los vencedores. Para mí, la finura de los rasgos de la escultura, el aparente sosiego y calma que transmite su postura a pesar de su armadura y cota de malla, sus piernas cruzadas, la increíble delicadeza con que coge el libro, su mirada perdida y reflexiva, demuestran que es el nuevo hombre del Renacimiento envuelto en una armadura que le es ajena; frente a la razón de las armas, la razón de las letras; es el nuevo humanismo, el erasmismo que ya se adivinaba en el horizonte. Pero el tópico está arraigado y ya es tarde. A cambio, te contaré una leyenda del Doncel que me contó mi abuelo a su vez. Por su supuesto que es apócrifa, como todo lo valioso. Dice la leyenda…:
… Que en junio del año 1481 volvía Fernando, El Rey de Aragón y esposo de Isabel, Reina de Castilla, a Barcelona por asuntos de estado que ahora no vienen a cuento; que Isabel iba a reunirse con el Rey, y en el largo camino hasta Zaragoza –lugar de encuentro- se hospedó en el palacio del condestable Mendoza que tenía en la hermosa villa de Sigüenza, en Guadalajara. Iba acompañada de su hija Isabel, que tenía entonces la tierna edad de once años. Y cuenta la leyenda que cuando el Condestable recibió a la Reina le acompañaba uno de sus pupilos, hijo de Don Fernando de Arce y Doña Catalina de Sosa, llamado Martín. Hechas las presentaciones y ya con el pie en tierra -ayudada por los criados del Condestable-, la Reina se dirigió al joven Martín en estos términos: “Necesita mi Reino jóvenes como vos para pelear en Granada. Tanto mi esposo como yo estamos empeñados en acabar con el poder nazarí que dura ya demasiado. Si deseáis ese destino, hablad con mi capitán”. Y cuando el joven Martín no podía disimular las ganas por dar su beneplácito intervino el Condestable: “Mi reina, se de vuestros deseos y comparto vuestra opinión, pero este joven, hijo de los nobles Fernando y Catalina, está bajo mi cuidado y sólo está adiestrado en leyes y latines, y nada sabe de armas, y menos de guerrear. Pensad para él otras misiones cuando cumpla su formación y mi pupilaje, os lo ruego. Le quiero como un hijo y mandarlo ahora a la guerra contra el moro sería casi un suicidio”. El joven Martín parecía ahora distraído; tanto que fue la reina que le preguntó su opinión, a lo que el pupilo del Condestable contestó bajando su mirada: “Es mis deseo ser vuestro vasallo, mi Reina, tomar las armas y pelear como el mejor de los guerreros: ¿qué mejor adiestramiento que la guerra de Granada? Desde ahora soy soldado de vuestro ejército”. Pero cuando acabó de decir esto, el joven Martín no podía apartar la vista de Isabel, pero de Isabel la Infanta.
Llegó la noche y después de cenar en el palacio con la magnificencia de que hacía gala el Condestable, la Reina se hizo acompañar por el joven Martín y le habló en estos términos: “Si queréis servir a la Reina debéis dejar para siempre la tutela del Condestable y alistaros como ayudante del capitán Gonzalo de Córdoba, en el que tengo puestas grandes esperanzas. Podéis serle útil; es un gran guerrero, pero poco versado en leyes y letras. Veo que tenéis una herida en vuestra mejilla izquierda y en el labio, ¿qué os ha pasado?”. “Una disputa entre los compañeros de pupilaje; yo sostengo que el más grande historiador es Tucídides y mi compañero que Herodoto; que la más grande luminaria de la humanidad ha sido la Alejandría egipcia y mi compañero que la Atenas de Pericles; para mí, Virgilio es el más grande poeta de la antigüedad y para otros es Homero. Siempre estamos en esas peleas, y a veces llegamos a las manos: cosas de estudiantes”. Esto fue lo que contestó Martín, a lo que la Reina siguió: “Ahora podréis pelear como hombres contra el musulmán que ocupa tierras que han de ser cristianas y de Castilla. Discutamos las condiciones en mis aposentos, joven Martín”. Y el joven pupilo, con el habla muda y la boca casi desencajada contestó: “Yo no quiero importunar vuestra estancia en esta noble casa”. Y ya en la hermosísima Sala de Cazadores, obra debida a Juan Guas, famosa por sus techumbres, la Reina se sentó al calor de la lumbre e hizo sentar a Martín, y la velada acabó con estas palabras: “¿Porqué han de casar mal nobleza y oportunidad? Tenemos que hablar de vuestros deseos y… de los míos. Necesito también corregidores que gobiernen nuestras provincias para quitar tanto poder a alcaides y alguaciles, que siempre obedecen a los ricos y poderosos del lugar y no a los intereses del Reino. Necesito buenos y fieles gobernantes que respondan sólo ante mí, tanto en las tierras de Castilla como en las que faltan por conquistar. Mucho sufrimiento me ha costado llegar a ser Reina de Castilla y muchas renuncias. Mis esposo y yo hemos cumplido sólo una parte de nuestra misión: acabar con las guerras nobiliarias, acabar con las guerras por la sucesión de las coronas de nuestros reinos y conseguir que el poder del Rey esté por encima del más poderoso noble. Necesito guerreros, pero sobre todo necesito a hombres de leyes al servicio del Reino. Seréis corregidor tarde o temprano, aunque no podáis eludir el combate, pero habéis de prometerme que nunca en primera fila.” El joven Martín asintió con la cabeza mientras veía a los lejos a la hija de Isabel desaparecer por la puerta de la sala que da a los aposentos. Y la leyenda no dice más de esa noche de 1481.
Y al amanecer del día siguiente siguió la Reina su camino hasta Zaragoza para encontrarse con su esposo. ¿Y qué fue del joven Martín? La leyenda no dice mucho, pero sí se sabe que comunicó sus deseos por carta a sus padres y estos le contestaron más o menos en estos términos: “Nobles deseos son esos de servir a la Reina, pero los nuestros son que sigáis en Sigüenza completando vuestra formación. Sois nuestro único hijo y no habría peor tortura para nos que perderos, aunque fuera guerreando por una causa justa. Podéis servir también a la Reina en otras artes para la que os estáis instruyendo. No faltan guerreros y, sin embargo, hacen faltan hombres de leyes para los gobiernos del Reino. Ese es nuestro deseo, que por lo que nos habéis contado, tampoco descuadra con los deseos de la Reina. Seguid en Sigüenza”.
La Leyenda, como el Guadiana, desaparece hasta los comienzos del año 1486, en el que una carta dirigida a la princesa Isabel, que contaba ya con 16 años, fue interceptada por su madre. No era desde luego la primera que el joven Martín mandaba a la hija de la Reina. La carta decía lo siguiente: “Mi infanta, la primera vez que os vi erais aún una niña, pero ya entonces sentí cómo el amansado latir al que estaba acostumbrado me desbordaba todos los surcos y como un oleaje golpeaba mis sienes. Hasta entonces era tan sólo un estudiante, pupilo de los Mendoza, que se abría a la vida con un libro en la mano; ahora soy un guerrero, un vasallo de la Reina -vuestra madre- que desea convertirse en caballero ante ella y, sobre todo, ante vos, mi pequeña infanta. ¡No quiero más auroras sin vos, no más noches estudiando las estrellas, porque no tengo la única que me importa, la única que encauza mis ansias y serena mis sentidos! Sólo pienso en vos, vivo en vos, sólo deseo ser en vos, aunque para ello tenga que renunciar a todos los propósitos. En poco entraré a pelear en Granada, aunque no sea ese el más vivo deseo de vuestra madre la Reina y el de mis padres. En mis brazos llevaré las armas, en mi pecho la armadura, pero en mi corazón sólo os tengo a vos como escudo. Vuestra madre tiene otros planes para sus hijas, pero si no puedo teneros, me entregaré a la Fortuna y a la Memoria”.
Quedó la Reina turbada y dice la leyenda que estos fueron más o menos sus pensamientos: “¡Qué deseos tan importunos! No me traicionaba mi instinto. He aprendido a renunciar al amor por el bien de mi Reino y no me será difícil esta vez; también mis hijas tendrán que aprender a desobedecer a los dictados del corazón por el bien de Castilla: ante todos sois hijas de Reyes. El destino os ha colocado en una misión a la cual las inclinaciones han de doblegarse. Y vos, mi joven vasallo, no sois aún un guerrero para mis capitanes, pero podréis ser un fiel gobernante para tierras musulmanas que pronto serán de Castilla. Creo que será lo mejor para todos: para vos, porque temo por vuestra vida, para mí, por la misma razón, y también para mi pequeña Isabel, cuya vida y título tienen otro destino: ¡no hay mejor manera de alejar la tentación que hacerla inalcanzable!”.
Y la Reina consultó a su esposo sobre el destino del joven Martín. Le puso al corriente de todo, o, mejor dicho,… de casi todo, y Fernando meditó un momento y sólo dijo: ¡A guerrear a Granada, a guerrear! Ese es mi deseo, Isabel, y si ello es posible, en primera fila”.
Y aquí acaba la leyenda, porque el final es de sobra conocido: las hijas de los Reyes fueron casadas con reyes y herederos de reinos, y el joven Martín Vázquez de Arce murió guerreando en la Vega de Granada en el año 1486. Sus hechos apenas merecen mención, pero su estatua es inmortal.
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Madrid, 26 de septiembre de 2008.

24 sept 2008

Tres microrrelatos

por Antonio Mora Plaza
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LA TENTACIÓN DEL ALQUIMISTA
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En la bella ciudad de Toledo tenía a mi cargo un ayudante y un gato curioso. Un día le dije a mi ayudante: “tengo que hacer una visita a un noble toledano; guardaos de tocad el precipitado del matraz porque tiene una densidad y brillo desconocido”. Y eso hice, pero cuando volví pude comprobar que mi gato estaba muerto, mi ayudante ausente y las garras del minino convertidas en oro. Al día siguiente, una hoja local decía que un joven con las uñas de oro yacía muerto en la calle”. Era mi ayudante. Mi curiosidad me ha llevado a abrir al gato para saber la causa de su muerte y la sorpresa ha sido infinita: no sólo las uñas, sino todo el esqueleto era de oro.
Yo, el alquimista, llevó varios días sin dormir porque he podido averiguar donde está enterrado aquí, en Toledo, mi ayudante.
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Madrid, 15 de septiembre de 2008
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EL DONCEL Y LA REINA CATÓLICA
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“Mi bello doncel, paje del duque del Infantado, tomad vuestras armas y armadura e iros a pelear a la vega de Granada contra el rey de Granada Muley Hacén y rescatar a la Sultana, la madre de Boadill, que la tiene presa. Esta guerra entre musulmanes solo bien nos puede traer a nuestros reinos. Este libro de misa y oración os acompañará”.
Yo soy Martin Vázquez de Arce, castellano al servicio de los Mendoza de Guadalajara, y doy fe que estos fueron los deseos –para mí órdenes- de la Reina. Y eso hice, pero no quiso la fortuna que pudiera cumplir mi promesa, porque caí en la vega de Granada en el año del Señor de 1486. Antes de morir tomé el libro y leí mis últimas oraciones. ¡Dejazme de discursos sobre las armas y las letras: sólo soy un guerrero que cumplía órdenes!
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Madrid, 15 de septiembre de 2008
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EL SUEÑO DEL ABRECARTAS
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- Hoy te has levantado muy pronto. Tienes mala cara, hijo. Quiero aprovechar para contarte algo importante.
Sólo pensaba en el sueño horrible que tanto se repetía. Soñé que me levantaba con un abrecartas afilado y apuñalaba a mis padres mientras dormían, que la sangre fluía y no paraba, caía por las patas de la cama y lo inundaba todo. ¡Parecía tan real!
- Pesadillas, padre.
- Tenemos que hablar. Has cumplido 18 años y tienes que saber que te hemos criado como a un hijo y así te queremos, pero eres adoptado.
Tuve que sentarme para no caer.
- Y que pasó con mis padres.
- Es duro, pero tienes derecho a saberlo: tus padres fueron asesinados por unos supuestos ladrones mientras dormían.
- Estarán en la cárcel, supongo.
- Nunca fueron encontrados ni se llevaron nada.
- Qué instrumento usaron.
- Un abrecartas afilado.
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Madrid, 16 de septiembre de 2008
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15 sept 2008

Midas en el desierto

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Antonio Mora Plaza
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Un día, al salir del colegio de mis estudios de bachillerato, me dirigí a casa de mi abuela casi corriendo con la esperanza de encontrar a mi abuelo Berto, porque tenía una pregunta que se me hacía original y me martilleaba las sienes. Sin embargo, mi contento se vino abajo al instante y creo que nunca hice el ridículo como entonces: nunca una pregunta mía despertó tantas risas en mi abuelo. Cuando aflojó su risa, y viendo que yo no declinaba la mirada porque ya entonces afloraba en mí algo de soberbia, se calló de golpe y me contestó con un cierto balbuceo; luego, tragando saliva, me dijo lo que el lector comprobará. Ahí va la pregunta: “¿Abuelo, porqué las cosas valen lo que valen?”. Y esta fue su respuesta que transcribo literalmente: “¡Caramba, veo que no te conformas con aprender lo que te exigen en el colegio, sino que vas más allá! No vayas tan deprisa, porque por ese camino llegarás demasiado pronto a las preguntas que, o no tienen respuesta, o la tienen ambigua, o no la tienen desde el conocimiento, que es como decir que no la tienen, con la desventaja de que la mayoría de las personas creen tenerla sin saber precisamente que lo que tienen es mera creencia. A la postre, no es mala pregunta y no tengo respuesta solvente. No sé tanto como supones, pero sí lo suficiente como para saber que es un problema económico –quizá el problema económico por excelencia- que ha engendrada mas respuestas y ninguna definitiva. Para mí las cosas valen aquello por lo que estamos dispuestos a pagar por ellas, cueste lo que cueste hacerlas. Verás, nieto, tu pregunta es de esas preguntas que exige para hacerla una madurez por encima de sus plausibles respuestas. Con esta pregunta, si la has meditado, tengo que darte una mala noticia: has dejado de ser un niño. Pero más que una respuesta de historias y teorías te voy a contar una leyenda que, como decía el gran Don Miguel, “viene como de molde”:
Iba por el desierto un persa en su camello que arrastraba a su vez a 3 camellos cargados de té, tabaco, dátiles, arroz y seda para venderlo en Bagdad, la ciudad de los jardines, cuando fue asaltado por 3 árabes que le amenazaron con sus alfanjes y le dijeron: “Persa, detén tu marcha. Sólo queremos de ti lo necesario para sobrevivir en Bagdad una semana. No somos ladrones y si estamos en esta necesidad es porque ladrones de verdad nos han asaltado y nos han quitado todo; a cambio te damos esta botella mágica de la que decía su anterior poseedor que sólo ante la llamada de un persa el genio mostrará su humeante presencia”. No estaba convencido el persa de tener que recurrir al genio hasta que hizo recuento de lo que los ladrones de ocasión le habían dejado y se dijo: “No siempre la intención cuadra con los hechos, buen Zoroastro, pero esta vez nunca han estado ambos tan distanciados. Estos ladrones se han llevado demasiado como para vencer la tentación de llamarte, genio embotellado: ¡hazte presente y escucha mis deseos!”. Y el genio dejó su caparazón de vidrio y, cruzándose de brazos, dijo: “Espero que tus deseos hayan merecido el despertar de mi sueño centenario. Cumpliré con ellos siempre que no te perjudiquen a ti y al resto de los humanos que fatigáis en estas dunas”. Y el persa, sin meditar demasiado, le pidió que convirtiera en oro todo cuanto tocara para así resarcirse de las pérdidas que instantes antes había padecido. A ello el genio accedió, pero le advirtió: “Sea, se cumplirán tus deseos, pero no estoy seguro de que puedas cumplir las condiciones que te he puesto respecto al prejuicio tuyo y ajeno. Te concedo el don de midas, pero medita antes de obrar, mejor aún, aprende a renunciar y, todavía mejor, no renuncies a meditar”. Apenas entendía el persa las palabras del genio, que ahora volvía a la botella. Pensó que no había accedido a sus deseos, pero estaba equivocado, porque cuando fue a abrir la bolsa en la que llevaba los dátiles que los ladrones le habían dejado, comprobó que según rozaba el sabroso fruto con los dedos de su mano aquéllos se convertían en un oro puro; lo mismo ocurrió cuando tomó un puñado de arroz; y otro tanto cuando hizo lo propio con el té. Al principio sintió contento, pero este se acabó cuando le pudo el hambre y vio que no tenía nada para comer. Eso sí, ahora tenía muchas onzas de oro. El persa se arrodilló y encerró su cabeza entre sus brazos en señal de desesperación y cuando la levantó vio a su camello muerto: había bebido el agua que previamente él había tocado y se había convertido en oro líquido en el estomago del animal. Entonces calló en la tentación del suicidio, pero no podía por dos cosas: porque su religión se lo impedía y porque no tenía instrumento que sirviera para tal fin. Se tumbó en el desierto y rezó en arameo esperando que las dunas le llevaran al Paraíso de Zoroastro. Y cuando estaba en esa actitud aconteció que se acercó un beduino que iba en un camello del que colgaba ostensiblemente un pellejo de agua, y el persa, sacando fuerzas de flaqueza, se dirigió al árabe en estos términos: “Beduino, nómada de este desierto, te ruego por la ciudad de Petra que tanto estimáis, que me dejéis beber de ese pellejo hasta acabar mi sed y me llevéis con vos a cambio de todo este oro que veis relucir y que es suficiente para retiraros de las fatigas del trabajo, del vagar por estas tórridas arenas por el día y de dormir al raso en los fríos anocheceres. Además del oro que ahora podéis contemplar y tocar puedo daros tanto como queráis, porque un genio me ha otorgado el don de midas y puedo convertir en oro todo cuanto toco”. El beduino, sin bajarse de su camello le contestó: “Aunque nunca he oído hablar de ese don te concedo que la verdad esté contigo, pero el agua de mi pellejo sólo da para mí y para mi camello y para llegar a Bagdad, y necesitamos precisamente ahora beber ambos”. El persa, que por los efectos del calor y la falta de agua ya empezaba a alucinar, le contestó de esta desafortunada manera: “Llévame contigo, tú bebe lo necesario y la parte del camello dámela a mí a cambio de todo el oro que pueda cargar. Vayamos así hasta que tu animal resista y luego encaminémonos a pie a la ciudad. Es la mejor solución para ambos”. Miedo sintió el persa al ver al beduino bajar de su camello con un alfanje en la mano, un libro en la otra y los ojos ensangrentados. “Mi camello –dijo el beduino-, persa desalmado, no es sólo mi transporte, sino mi compañero. Me habéis propuesto una crueldad, porque no la hay mayor que dejar a un compañero que muera de sed. Si me hubierais propuesto matarle sin hacerle sufrir habría accedido; ahora sé que no os importa el sufrimiento ajeno y no me fío de vos como compañero de viaje. Tomad mi alfanje por si necesitáis del suicidio y este libro de oraciones por si también necesitáis poneros a bien con vuestro dios. Podría ahora daros unos sorbos, pero sería crueldad porque eso sólo supondría alargar vuestra agonía. Pensad en paraísos de oasis donde se bañan morenas mujeres de largos cabellos y ojos como dátiles, y la agonía se os hará más llevadera”.
Y dice la leyenda que en los desiertos de Arabia vaga entre las dunas, cual escarabajo egipcio, un esqueleto de oro de un persa desafortunado que suplica en las noches: ¡todo el paraíso de Zoroastro por un sorbo de agua, tan sólo por un sorbo… de agua!


Madrid, 14 de septiembre de 2008


Edipo y la Esfinge

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Antonio Mora Plaza
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Decía mi abuelo que todo lo significativo que le pasa a una persona podía ser contado en 3 o 4 centenares de palabras, y el resto es espuma y hojarasca. Y a continuación añadía: “… pero de esa espuma, fruto de la agitación de las almas, de esa hojarasca que deja al árbol desnudo, descarnado, están hechos los Hamlets, Antígonas, Segismundos, Electras, Faustos, Medeas, Quijotes, Semíramis, Prometeos, Celestinas, Climtenestras, y… Edipo”. Esto lo vi anotado por mi abuelo en un libro de Robert Graves que no recuerdo su título. Todo ello viene a cuento porque tengo en mis manos un relato del que nunca me habló mi abuelo. El gustaba de leyendas incas, babilónicas, árabes, indias…, siempre alejadas de nuestro próximo pasado griego y romano. En todo caso, no le hacía ascos a las provenientes de nuestra llamada piel de toro, o como decía él que decía un filósofo alemán, de ese pueblo “que ha querido ser demasiado”. Quizá era el respeto que le merecía los padres de nuestra civilización –según él-, o quizá, porque deseaba alejarse de lo inmediato, de lo trillado, de lo incuestionable. Mi abuelo decía que “sólo le merecía la pena lo heterodoxo, lo críptico, lo apócrifo, lo apostatado, lo condenado, lo derrotado, lo irreverente, lo insólito, lo insoportable,… lo olvidado, pero siempre que fuera verosímil. La verdad está ahí, sin la lógica de la historia que embadurnan los historiadores, en el inconsciente, en el instinto. La lógica es la urdimbre de lo inexplicado, de lo irracional, de lo aleatorio”. Queda dicho que mi abuelo era radical, pero tan sabio y coherente, que sólo ahora, cuando de él nos quedan –y nada menos- su memoria y sus escritos, me atrevo a emplear esa palabra, radical, con la tranquilidad de saber que para él y su biografía es lo contrario de… extremista: iba a la raíz como el árbol busca la tierra húmeda bajo su tronco. De Edipo dejó escrito: “A pesar de lo que diga el filósofo y filólogo alemán, la Tragedia, como género, nace con Edipo Rey, porque de ahí surge el dilema de la libertad: ¿somos libres de navegar por el mar de la libertad o son los vientos y corrientes los que nos zarandean, convirtiéndonos en espectadores de nosotros mismos? En Edipo Rey, Sófocles plantea el dilema, pero atenuado, porque actúa libremente pero fruto de su… ignorancia. Se presenta en escena con la tarea hecha y toda la obra gira en cómo va descubriendo la verdad: que ha matado a su padre, ha yacido con su madre y ha engendrado hijos que serán malditos por su culpa. Shakespeare y Calderón arreglarán el asunto siglos más tarde”. Yo ni quito ni pongo, sólo transcribo. Mi abuelo es autor de este relato que se aparta de la obra de Sófocles por lo que yo he podido comprobar. El decía “que la literatura es una degeneración de la tradición oral del relato; que la novela está hecha para alimentar al escritor y el teatro para forzar el silencio del espectador y luego su aplauso; y que la buena literatura es el cuento, la leyenda y la épica”. Lo que digo, era un radical. Sin más dilación expongo lo que dejó escrito mi abuelo del mito de Edipo. El lector que haya leído a Sófocles notará las diferencias.

Cuenta la leyenda que en Tebas, capital de las 100 puertas, bellísima ciudad de innumerables templos y palacios, confluencia de caravanas del desierto, de agricultores del Nilo, de comerciantes de Persia, testigo y destino de la vida y de la muerte, se declaró en fecha no aclarada una epidemia que asoló los campos, mató a los ganados, dejó yermos los vientres de las tebanas y diezmó a los vivos, de tal manera que ni las oraciones, ni los cantos religiosos de los sacerdotes a Amón, el dios de la ciudad, ni a otros dioses más antiguos pero tolerados, como Mut y Jonsu, lo evitaron. Consultados muchos oráculos y hechos muchos sacrificios, sólo uno llamó la atención porque era un enigma: era el oráculo de Delfos, dedicado al dios Apolo y decía:

¿Qué ser se apoya en 4 extremidades al amanecer, cuando Febo asoma por el horizonte;
tiene 2 al mediodía, cuando los rayos del astro muestran su tiranía;
y 3 en la noche, cuando la luna reina en su negrura?

Sobre la ciudad merodeaban multitud de rapaces esperando que los vivos sean cadáveres y con tal hambre por las muchas jornadas sin comer, que a veces no esperaban la muerte y picotean con sus afilados picos y desgarran con sus garras terribles a los vivos. Y de todas ellas una sobresale por su tamaño y agresividad: la esfinge, ser devenido en mitológico, que tiene el cuerpo de león, garras de águila y cabeza, dicen,… que de mujer. Este ser ha prometido que dejará la ciudad en paz si algún forastero descifra el enigma del oráculo de Delfos, pero que será condenado, cual Prometeo, a ser desgarrado y comido vivo si falla en su solución. Muchos príncipes y nobles de la ciudad han muerto en el intento porque no podían rehusar sus obligación de ser benefactores de la ciudad.
En esto que llegó un peregrino proveniente de la ciudad de Corinto que decía llamarse Edipo, que cojeaba ostensiblemente, y deteniéndose en la puerta grande de la ciudad destinada a Febo dijo:

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Asombrados quedaron los tebanos y desesperada la Esfinge, que no podía quedarse más en la ciudad porque el oráculo había sido descifrado y temía la ira del Olimpo. Entonces el monstruo se acercó a Edipo y le dijo: “Crees que has vencido, pero sólo has ganado una batalla, porque no sólo el hombre cumple el oráculo, y cuando Apolo y los demás dioses del Olimpo descuiden la protección de la ciudad, cuando el viejo dios Amón sólo sea un recuerdo, volveré de nuevo, con un nuevo ejército más hambriento y numeroso, y no quedará ser vivo que lo sea sobre la ciudad. Eso ocurrirá al menos que me digas cuál es ese otro ser que cumple a satisfacción el oráculo de Delfos. Y te digo aún más y grávate esto:

Tu padre no es tu padre;
tu madre no sólo es tu madre;
y no verás tu muerte, pero morirás”

Y la esfinge salió de la ciudad y con ella su ejército de rapaces, dejando apresuradamente restos de cadáveres entre sus garras.
Edipo fue recibido por la reina de la ciudad, Yocasta y le dijo: “Eres el Salvador que tanto esperábamos; descifraste el enigma y te enfrentaste a la Esfinge, y además eres príncipe de Corinto; eres joven, aunque no agraciado; estás dotado de la fe, voluntad e ingenio que nos ha faltado durante tanto tiempo. Tu recompensa es reinar conmigo en Tebas y yacer juntos para darme nuevos hijos que aseguren la descendencia. No soy tan joven como parezco porque por edad incluso podría ser tu… madre, pero espero serte agradable y compartir la corona y el lecho contigo”. Edipo contestó: “Gustoso acepto todo cuanto has dicho y velaré por la ciudad, para que no se repitan los pasados y tristes hechos”. Y los tebanos celebraron todo: la epidemia que se levantaba, las mujeres que volvían a parir, que los campos volvían a la cosecha y las ganaderías al pasto y al forraje.
Pero no quiere la diosa Fortuna extender su manto más allá de lo imprescindible porque, un día que Edipo se dirigía a Corinto a contar a sus padres su desposorio con la reina de Tebas, aconteció que se encontró con una caravana de 2 carros y casi una decena de jinetes a caballo que se detuvieron impidiendo su paso. Del segundo carro se bajó un hombre cubierto de un vestido de una sola pieza y le dijo: “Detén tu paso y baja de tu caballo. Sé quien eres y donde vas. Has salvado la ciudad de Tebas… temporalmente. Yo soy tebano y te estoy agradecido, pero debes dejar la ciudad, volver a Corinto para quedarte y olvidarte de la que ahora es tu esposa, porque no sólo es tu esposa. No quieras saber más, porque a veces la ignorancia nos hace más felices que la sabiduría. Los años, cargos, experiencias y estudios me han hecho coquetear también con ella y no conozco la dicha. No vuelvas a Tebas. No es una amenaza, es una advertencia, y no tengas miedo de mí porque yo soy algo más que un desconocido para ti, aunque no lo creas. Créeme y no preguntes. Ve a Corinto sin mirar atrás y no salgas de allí”. Pero Edipo, que a pesar de su cojera no conocía el miedo, le dijo: “No sé quién eres, me adviertes de peligros que no conozco, me aconsejas sin darme razones y te interpones en mi camino. No quiero matarte, pero no dudaré en hacerlo si sigues obstinado en lo uno y en lo otro: argumenta mejor o despeja el camino”. Y el extraño personaje le contestó: “Tampoco te deseo daño alguno y si supieras que no es la primera vez que nos hemos visto y en qué circunstancias, comprenderías porqué es ese mi deseo. Ahora no puedo darte explicaciones que no creerías. Ve conmigo a Corinto y repasemos el pasado, veamos a personas que hemos conocido y tu corazón verá la luz que tu razón te niega. Ve conmigo, no como prisionero sino como huésped”. Y Edipo, que tenía agotada la paciencia, le contestó encabritando su caballo y tensando su arco: “El rey de Tebas no es huésped de unos menesterosos y menos su prisionero. Eres un viejo educado, pero déjame seguir antes que acabe con tus huestes y tu oratoria”. El extraño personaje hizo una señal para que sus acompañantes apresaran a Edipo, pero éste, con la velocidad de Hermes y la puntería de Diana, disparó su arco 3 veces con 3 flechas cada vez y mató a los acompañantes; a continuación sacó una espada corta y amenazó al viejo. Este continuó con su pausado parlamento: “Veo que tu cojera no te impide ser veloz y preciso. Te contaré todo y toda la verdad. Yo soy Layo y tú no eres hijo de… ”. Y cuando esto decía vio el viejo a la Esfinge que tensaba un arco y se abalanzó sobre Edipo para protegerlo, pero se encontró con la espada del nuevo rey de Tebas cuando se prestaba a enfundarla, y el viejo murió en el acto. La Esfinge desapareció sin que Edipo la viera y creyó que había matado casi sin querer al viejo.
Edipo visitó Corinto, vio a sus padres y fue su huésped durante 3 días. Muchos corintianos se ufanaron de ver de vuelta al príncipe, pero el nuevo rey tebano debía cumplir las obligaciones de su cargo y volvió a Tebas. Y cuando divisaba la ciudad notó un olor desagradable y de nuevo las aves rapaces que revolotear. Entró en Tebas y se encontró a la ciudad igual que antes de descifrar el oráculo. Los tebanos estaban divididos en sus opiniones respecto al nuevo rey: unos decían que era la causa de la nueva epidemia; otros, que lo mismo que los había salvado de la anterior lo haría ahora. Vio a Yocasta, su mujer, y le preguntó el porqué y ella le dijo: “Ha vuelto la Esfinge protegida por el Hades e insiste que tú no descifraste del todo el oráculo porque no sólo es el hombre el ser que cumple lo dicho por el oráculo de Delfos”. Y Edipo le dijo: “Reúne a la gente en el ágora, frente al tempo de Diana”. Así hizo Yocasta, la madura mujer de Edipo y cuando la multitud desesperada, hambrienta y sucia estuvo en la inmensa explanada habló de nuevo Edipo:

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Y de nuevo la esfinge desapareció con su ejército, la heridas de los tebanos se cerraron, la mujeres encintas volvieron al alumbramiento y los campos y animales quedaron en su estado anterior. Y de nuevo hubo unanimidad: Edipo había salvado a la ciudad. Pero cuando todo parecía alegría y celebración, de nuevo el Hado se mostraba inoportuno: unos soldados que iban a Corintio habían encontrado el cadáver que en tal estado había dejado Edipo al viejo en el cruce de caravanas. Lo trajeron a Palacio y Yocasta que lo vio dijo apesadumbrada: “¡Oh negra noche, enlutada sin luna!, es Layo, mi antiguo esposo. Aunque se apartó de mí sin explicaciones, nunca le deseé ningún mal. Era sabio y generoso, aunque nunca comprendí porqué hizo lo que hizo. Quiero, esposo mío, que se le rindan honores de rey en los funerales. Si es tebano su asesino nos traerá desgracias a esta ciudad y no son pocas las que hemos soportado”. Edipo guardó silencio porque ahora se daba cuenta que su valor no estaba regado por la prudencia necesaria que hace crecer a un gobernante: demasiado impulsivo. Ahora recordaba que las palabras de la Esfinge y las de Layo concordaban demasiado.
Reunido el Consejo de la Ciudad acordaron llamar a Tiresias, el advino ciego, para indagar sobre el futuro de Tebas y de sus habitantes, y esto es lo que dijo: “Ilustres representantes de la ciudad, ciudadanos. Todos hemos celebrado la llegada de Edipo, el nuevo Rey. El ha levantado por 2 veces la maldición que pesa sobre nosotros, adivinando los enigmas con que los dioses nos han castigado por no se sabe qué culpas. Sin embargo, aconsejo y pido yo ahora que el nuevo Rey abandone la ciudad y vuelva a Corinto, porque pesa sobre nosotros una profecía aún más terrible que los acertijos de la Esfinge que dice:

Llegará un extranjero que no es hijo de quien es hijo;
tendrá a la vez hermanos e hijos;
y derrotará al enigma cuando no vea al enigma y morirá a sus manos

Debemos volver al culto de Amón y a los antiguos dioses de la ciudad que nunca mal nos hicieron y siempre nos protegieron de las pestes en esta ciudad, tan abierta al peregrino, al extranjero, destino de árabes del desierto, de negros del Alto Nilo y de comerciantes de Persia, de India y aún de lugares más remotos. Nuestras puertas nunca se cierran y por ello nuestros corazones deben permanecer abiertos también a la libertad de cultos. Soy tebano y mis ofrendas van para el dios Amón, pero de mis hijos son para otros sus rezos y de ello estoy orgulloso. Edipo, vuelve a Corinto y reemplaza al rey porque el rey ha muerto. Eso es todo”.
Quedó consternado Edipo por las palabras del vate ciego, sobre todo por las últimas, se preparó para su salida de la ciudad y dirigiéndose a su esposa Yocasta le dijo estas enigmáticas palabras: “Espera mi vuelta pero, en contra de la costumbre tebana, prepárate para gobernar sola. Me acompañará tu daga para defenderme de mis… fantasmas”. Y marchó a Corinto donde encontró a su padre moribundo, pero no muerto, y a tiempo de que el venerado Pólibo dijera a Edipo: “Querido y amado Edipo, ya no puedo guardar el secreto que tanto tiempo te he ocultado: en la otra vida sólo se descansa desnudo de mentiras, secretos y ambiciones de esta otra. Te he querido como un hijo, pero no eres mi hijo. Un pastor me entregó un bebé en el monte Citerón. Me dijo que a su vez se lo había entregado un sacerdote de la casa de Layo. Aquel debía matarlo, pero su conciencia no estaba hecha para un asesinato tan vil y pidió al pastor que lo criara y ocultara y que nunca supiera su identidad. Ese pastor lo era de mi ganado y murió al poco de recogerte. Ese niño eres –o eras- tú. Tu madre y yo te hemos criado como un príncipe y para mí eres el legítimo sucesor, pero tu verdadero padre es Layo, rey de Tebas, y del que desconozco su paradero. Sé que tu ahora ocupas su trono y no sé si algo… más. Ya no veo. Dime, príncipe y rey, si he obrado bien o soy el causante… “. Y el Rey Pólibo murió. Edipo, desesperado, le dejó en el suelo, se arrodilló, tomó la daga de su esposa y… madre y se sacó los ojos. Ciego y ensangrentado volvió a Tebas, y cuando entraba en la ciudad notó de nuevo el olor de la muerte y la enfermedad; oyó de nuevo a las rapaces graznar; y cuando hubo llegado a Palacio rodeado de una multitud enferma, sorprendida y acongojada, se dirigió desde la más alta escalinata -de más de 30 pies- a los cielos con estas palabras: “Dioses del Olimpo, sé que mi ofensa es terrible porque he matado a mi padre y desposado a mi madre, pero caiga sobre mí el castigo y no sobre Tebas y sus inocentes ciudadanos. No ha sido suficiente para ello descifrar los enigmas de Delfos, pero ahora me propongo acabar con la Esfinge, el monstruo que asola la ciudad, instrumento de mis pecados. Asoma por aquí fiel enemiga y enfréntate con este ciego que quiere redimirse”. Y en efecto, la Esfinge apareció y se acercó a Edipo con estas palabras: “Las profecías se han cumplido y todo lo que habéis hecho tú y tus allegados sólo han servido para atarlas aún más a su destino anunciado. He cumplido con Hades, mi señor, y tú cumple con los tuyos dejando de ser príncipe, rey, esposo e hijo a la vez y, por último, parricida. La altura es suficiente; cumple tu destino”. Y Edipo le contestó: “Sea, cumplamos” y se lanzó al vacío pero agarrando a la Esfinge con tal fuerza que no pudo eludirle; cayeron ambos y en tan corto tiempo, Edipo la clavó la daga en el pecho; Tiresias, el ciego, disparo su arco y le atravesó la cabeza; y Creonte, el hermano de Yocasta, la partió las extremidades con un hacha cuando ya besaban el suelo. La Esfinge había muerto y de nuevo las rapaces abandonaron la ciudad, los habitantes se sintieron aliviados y las negras nubes se difuminaron. La Reina, Yocasta, se dirigió a su hijo y esposo moribundo y Edipo le dijo sin esperar sus palabras: “madre, no hagas lo que está en tu mente. Gobierna esta ciudad mientras sus habitantes no te rechacen”. Y Edipo murió. Y dice la leyenda que eso hizo Yocasta, pero cuando un golpe de palacio le quitó el poder se fue al monte Citerón y se lanzó al vacío. Y dicen los que habitan las proximidades del monte que, a pesar de los siglos transcurridos, aún resuena el grito de una mujer, esposa y madre desesperada.


Madrid, 9 de septiembre de 2008






3 sept 2008

En el poblado de Huarochiri

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Antonio Mora Plaza

El día que descubrí que mi abuelo había sido espía para la causa de la República y más tarde a favor de los aliados, algo me impelió a decirle lo que sigue: “Abuelo, me gustaría llegar a viejo y tener la satisfacción de haber luchado por la justicia como tú lo has hecho, a veces con riesgo de tu vida. Creo entonces que se me pasaría esta sensación del miedo a la muerte que no logro librarme de ella. Sé que siempre te pido consejos y que para esto no hay solución, pero dime algo que me haga encontrar sosiego”. Mi abuelo se recostó con su pipa en su sillón de la biblioteca, se sonrió levemente, aparcó por un momento el libro de Robert Graves que estaba leyendo y me contestó de una manera que me sorprendió. Me dijo: “Nieto, te responderé a lo primero diciendo que no confundas justicia con un juicio justo. La justicia, o es mera definición, o mero deseo, o simplemente es una palabra goethiana, es decir, una de esas palabras que rellenan conceptos cuando estos son mera oquedad. A lo que debemos aspirar todos los seres humanos es a un juicio justo en un tribunal que surja de un Estado guiado por el principio de soberanía. Cuando esto no se da, surge el héroe justiciero que siempre es el síntoma del fracaso de una sociedad que no es capaz de luchar contra los que quieren acabar con la libertad. Hablo de sociedad por sintetizar, porque esta también es una palabra que nada dice, otra oquedad del lenguaje. En cuanto a lo segundo, el temor a la muerte, mejor primero te cuento un relato inspirado en una leyenda que me relató en mi viaje al Perú un inca que se decía descendiente de los mismísimos orejones, nobles de grandes lóbulos. Es esta una versión libre. Así empieza:

Cuenta la leyenda que, antes de que llegaran los españoles a la conquista de las tierras indias de Huarochiri, en la actual capital Lima, los indios que las habitaban guerreaban entre sí sin descanso, sin que la leyenda precise exactamente porqué lo hacían, más allá del veneno de la ambición o el dogmatismo de las creencias que todo lo inunda y a muchos excita. Sólo reconocían como gobernantes a los más ricos o a los más valientes, caldo de cultivo para héroes y justicieros sin promediar nunca la justicia y el juicio justo. De entre estos sempiternos guerreros nació un hombre humilde llamado Huatiacuri, pero que se decía ser hijo de Pariacaca, el dios inca que todos reverenciaban. Pariacaca había nacido de cinco huevos en el cerro de Condorcoto. También, como era de esperar, había un inca poderoso y de noble cuna que poseía un gigantesco rebaño de llamas y alpacas de todos los colores imaginables, lo que le confería la presunción de la riqueza en grado nunca visto. El fingía ser sabio, pero no lo era, porque el que se dedica a la riqueza –dice la leyenda- no tiene tiempo para otra cosa, y la sabiduría exige dar a lo material la consideración del despojo, de lo trivial, de lo sustituible. Se llamaba Tamtañamca.
Un día Tamtañamca cayó enfermo, sin motivo aparente, y parecía que todas las medicinas y empastes que conocían los indios fracasaban en su cura. Hasta un zorro locuaz se burlaba de él cuando estaba postrado en el lecho diciéndole: “Cómo siendo tan sabio y presentándote ante tus guerreros como un dios has enfermado y no eres capaz de curarte. Cómo van a confiar en ti a los que pretendes como súbditos si para ti de nada te vale tu sabiduría”. Así pasaron los días y las cosechas, hasta que una mañana de las que el cóndor bajaba de los montes a la planicie, se presentó Huatiacuri a la tienda del falso sabio y le dijo: “Yo sé como curarte, pero a cambio te pido que me des a tu hija menor en matrimonio”. Ni la hija menor de Tamtañamca, ni el propio Tamtañamca y, menos aún el cuñado -que estaba casado con la hija mayor-, querían ese desposorio, pero todos los remedios, antídotos, brujerías habían fracasado y todos pensaban que el falso sabio no iba a salir de esa y aceptaron el compromiso. Entonces Huatiacuri pidió tan sólo un espejo cóncavo y que le dejaran sólo con el enfermo toda la noche. Quedaron asombrados los miembros de su familia y su séquito, que lo tenía aunque sólo fuera un falso noble. El hijo de Pariacaca había estado observando unas huellas que aparecían todos los días en la tienda y fuera de ella, y eso le resulto suficiente para saber la causa y la solución de la enfermedad de Tamtañamca. Cuando llegó la noche puso el espejo al final de la huella que aún se dibujaba y esperó. Y cuando había pasado el tiempo suficiente para que dejara de ulular el viento en los nevados montes entró una serpiente para hacer lo que hacía todas las noches: hincar sus dientes y chupar la sangre a Tamtañamca en lugar de inocular un veneno, razón por la cual fracasaban todos los antídotos que la sabiduría inca había creado. Y cuando la serpiente se erguía para hacer lo habitual, se vio reflejada en el espejo cóncavo y su imagen aumentada, creyó que una serpiente mayor la atacaba y salió despavorida, deslizándose tan a gran distancia sin la debida precaución que el cóndor la vio, la atacó y la mató. Había También dos ranas chupadoras que hacían lo mismo que la serpiente, pero Huatiacuri también las estaba esperando porque sus huellas también las delataban; cuando entraron las dos ranas en la tienda volcó el espejo cóncavo hacia ellas con la concavidad hacia abajo y las capturó. Las ranas chupadoras de sangre sirvieron de alimento al halcón del cuñado, quien practicaba el arte de la cetrería, aunque de poco le había servido para curar a su suegro porque carecía de ingenio.
Fue así como se repuso Tamtañamca, pero en lugar de mostrarse agradecido sintió ofendido su orgullo porque un humilde, casi un pordiosero inca de la planicie, hubiera hecho lo que nadie había conseguido; y por si fuera poco, también le resultaba insoportable que entrara en la familia casándose con su hija. Lo mismo le sucedía al esposo de la hermana. Entonces, el falso sabio le dijo a su salvador: “Puedo agradecerte lo que has hecho por mí, pero no puedo consentir que te cases con mi hija por motivos obvios, por lo que te propongo unas pruebas, un desafío, y si me vences en todas ellas tendrás lo que anhelas, aunque quizá yo no pueda soportarlo”. El hijo de Pariacaca aceptó porque tenía guardado un as en la manga, como se dice en los juegos de cartas del Viejo Mundo, y añadió: “Te ruego que esperes más allá del final de lo que crees el final, porque hay un lugar para la sorpresa que ahora no puedes imaginar”. Y el falso sabio aún se irritó más, porque ahora, a la habilidad de su oponente en el desafío se añadía el misterio de lo que desconocía, él, tan sabio, noble, rico y poderoso, dueño de tantas llamas en las montañas y señor de tantos súbditos en el llano.
“Has pasado la primera prueba, pero aún quedan 3 pruebas más y recuerda que el acuerdo es tal, que de salir derrotado en una de ellas desistirás de casarte con mi hija menor” -dijo Tamtañamca a Huatiacuri-. “Ahora viene la del baile. Deberemos bailar hasta que Inti abra la negrura de la noche con sus primeros rayos. El que resista más bailando ganará”. Huatiacuri asintió con la cabeza y se dirigió a su padre Pariacaca elevando el ruego de su ayuda, porque sabía lo mal bailarín que era y la poca resistencia que tenía: “Padre, no sé cómo salir de esta, pero muestra tu sabiduría y poder concediéndome la victoria antes de que el Sol, Inti para los habitantes de Huarochiri, proyecte nuestras sombras en el suelo”. Y el padre de los dioses le contestó: “Sólo tienes que bailar y por más prodigios que veas y, aunque no los entiendas, no has de parar hasta que el Sol venza la blancura de las nevadas cumbres”. Llegó la noche y comenzó el baile. Al principio Tamtañamca se las prometía felices porque se había recuperado de su debilidad comiendo carne y se encontraba lleno de vida y motivación para dejar en ridículo a quien, según él, lo había ridiculizado. Sin embargo, no hubo pasado apenas una porción del tiempo estipulado cuando el falso sabio comenzó a tambalearse, a mantener el equilibrio con dificultad hasta caer una y otra vez al suelo, como si ya estuviera ebrio, que era en realidad la siguiente prueba. Los guerreros comenzaron a reírse, primero disimuladamente, mirando hacia el suelo y agachando la cabeza, como si no quisieran creer lo que estaban viendo; pero algo más tarde ya no podían evitar la risa, incluso la carcajada al ver a Tamtañamca bailar y caer tan patéticamente. Nadie se lo explicaba y, acabado el baile, los habitantes de Huarochiri dieran vencedor por unanimidad a Huatiacuri. Este invocó a su padre para una explicación de lo que había pasado y mostrarse agradecido. Entonces Pariacaca se le apareció sólo a su hijo y le dijo: “La explicación que buscas es muy sencilla: he provocado un terremoto insonoro sólo bajo los pies de tu oponente hasta que apenas pudiera mantenerse en pie”.
“Aún quedan dos pruebas más y si mi suegro no quiere tu boda con su hija, yo, que estoy casado con su hija mayor, aún lo deseo menos. Ahora te espera una dura prueba porque sé que eres abstemio”, dijo el yerno de Tamtañamca. Y en efecto, la prueba siguiente era una resistencia a la bebida y consistía en, al igual que la del baile, en medir el aguante al vino de cada uno de los contendientes. Dispusieron los habitantes del pueblo una mesa alargada, con dos líneas de vasos de vino que parecían interminables en lugar de la comida habitual. Y apenas hubo comenzado la nueva prueba, cuando ocurrió que una lluvia fina comenzó a caer del lado del hijo del dios y el vino se fue aguando hasta ser digerible por un niño sin menoscabo de su salud. Y cuando aún faltaba un tiempo para el amanecer, Tamtañamca, que de su lado no cayó una gota, él sí cayó al suelo ebrio y agotado: había perdido de nuevo y esta era la tercera prueba.
En la cuarta y última prueba Huatiacuri se arrodilló ante Pariacaca, su padre, y le dijo: “Sé que me has ayudado en las pruebas del baile y del vino cuando yo no podía imaginar cómo podría vencer a este impostor, pero la cuarta es aún más difícil porque hemos de construir una casa cada uno hasta su cerramiento y yo apenas sé amontonar piedras y clavar palos en el suelo: ¿qué he de hacer, padre? Y Pariacaca le contestó enojado: “No pretendas ser lo que no eres y construye tu casa con todas tus fuerzas, con todo tu ingenio y piensa que los dioses te contemplan”. Y así hizo, y ambos contendientes construyeron sus casas en tiempo impensado, y cuando los habitantes del pueblo parecía que apostaban por su ídolo, el falso sabio, un viento raseado tiró el techo de estuca que había construido Tamtañamca; y sin embargo nada de eso ocurrió con el techo de Huatiacuri, a pesar de que era peor. El falso sabio había perdido también la cuarta y última prueba.
Ocurrió que nada más acabar la prueba de la construcción, tanto Tamtañamca como su hija menor desaparecieron sin dejar rastro. Todos los habitantes del poblado quedaron consternados hasta que se presentó el vencedor de las cuatro pruebas –que así pasaron a llamarle- y les dijo: “Yo sé cómo encontrar a padre e hija y convencerles de que abandonen sus intenciones”. Quedaron asombrados e intrigados los habitantes de Huatiacuri por ambas cosas: por saber dónde estaban y presumir sobre sus intenciones. Brujos y chamanes del poblado aceptaron sus palabras y le desearon buena suerte. Y el hijo de Pariacaca se dirigió a su padre y le dijo: “Padre, de nuevo requiero tu ayuda, dame la visión del halcón y el poder de rastreo del zorro para encontrar a ambos suicidas, porque seguros son esas sus intenciones”. El padre le dijo: “Sea, ponte en marcha y sálvalos, y si no les convences quedarán convertidos en dos venados”. Huatiacuri los encontró en lo alto de las nevadas montañas a punto de lanzarse al vacío y les dijo: “¡Tamtañamca!, te ruego no agries mi victoria con el pesar de un suicidio que no deseo. Quiero decirte que sin la ayuda de mi padre, el dios Pariacaca, jamás te hubiera vencido; ¡hija menor de Tamtañamca!, si no es tu deseo casarte conmigo tampoco lo será el mío”. Las palabras del hijo del dios Pariacaca parecían haber causado efecto en padre e hija porque se disponían a abandonar la escarpada cumbre donde reposa el cóndor. Pero ocurrió que el hielo que bajo sus pies les sustentaba ya se había derretido casi del todo y su caída parecía inevitable; fue en ese momento que apareció el cóndor enviado por el dios de todos los incas, Pariacaca, sujetó a ambos con sendas garras y los dejó en la planicie. Y cuando aún no se habían recuperado del susto, ambos, padre e hija, se miraron y soltaron un grito aterrador: se habían convertido en dos venados, tal y como había prometido el dios y padre de Huatiacuri.
Pasaron los días y las noches y el hijo del dios no se atrevía a bajar al poblado temeroso de que sus habitantes le inculparan del final desdichado de Tamtañamca y su hija, porque a ambos adoraban, a pesar de la fanfarronería del primero. Pero esto fue un terrible error de Huatiacuri, porque los pobladores dieron por muerto a padre e hija y huido al hijo del dios Pariacaca y volvieron a las actividades de todos los días: a la agricultura en las escalonadas montañas, a la construcción de templos con piedras milimétricamente cortadas, a la orfebrería, al oficio religioso, al servicio del Estado para asegurar agua y comida a los más desfavorecidos, y muchos a la caza, como era el caso del yerno de Tamtañamca, casado con la hija mayor, y que tanto aborrecía a Huatiacuri. Y quiso la adversidad –que es una diosa con la cabeza vuelta- que en una mañana de caza el yerno disparara sus flechas sobre dos hermosos venados nunca vistos antes; y fue tan certera su puntería que a ambos les atravesó el corazón y murieron en el acto. Y ahora viene lo terrible para el yerno, porque, cuando se dirigía a cobrar las piezas, se habían convertido en su ser anterior y pudo contemplar como Tamtañamca y su hija menor habían muerto a sus manos. Aún resuenan en los valles andinos el grito aterrador de un desesperado que ni podía arrepentirse de sus actos recién pasados, ni esperar la paz de su conciencia en el futuro, y decidió sufrir el más terrible de los finales, la capacocha -aunque no fuera un niño-, es decir el enterramiento en vida. Huatiacuri, cuando supo de sus deseos, intentó convencerle de lo contrario con estas palabras: “Olvida que soy ese ser que tanto aborreces. Sé que tu pena es inmensa, pero no puedes sentirte culpable del destino adverso porque no era tu intención lo ocurrido, y sin intención el final que deseas es una blasfemia a los dioses. Arrostra tu error si así lo consideras y administra los bienes de los infortunados con generosidad hasta su extinción. Eso te reconfortará hasta que tu conciencia te permita cerrar los ojos en la noche sin sobresaltos”. El yerno de Tamtañamca no dijo nada y se fue. También se fue Huatiacuri con su dios padre Pariacaca para meditar sobre sus actos en el pasado reciente, porque no estaba seguro de haber obrado con la limpieza que la ocasión y el retador requería o si, por el contrario, se había dejado llevar por el pecado de soberbia, que es el pecado de los dioses. Y cuando habían pasado varias cosechas, volvió el hijo del dios al poblado de Huarachori para saber qué había sido del yerno y su mujer. Un día supo el final cuando vio a la hija mayor de Tamtañamca sentada a los pies de una tumba mirando a las nevadas montañas por donde despunta el alba: allí, en esa tumba, yacía su marido, y ya puedes imaginar cómo fue su final.
Y sin embargo, para los pobladores de Huarochiri esto sólo fue un adelanto de lo que les esperaba, sólo fue el inicio del final. Es cierto que habían perdido a un ídolo de barro, fanfarrón y falso sabio, pero al que adoraban por motivos que son largos de explicar; había muerto su hija menor, la más hermosa de la región; también el yerno, celoso de la jerarquía, pero administrador eficaz y servidor del Estado inca, cuyo fin era proteger a los más necesitados, a los arruinados por las cosechas, a los abandonados por la fortuna, a huérfanos y viudas sin medios de vida. Todo volvía a la rutina de la generosidad y la eficacia, cuando en el tercer decenio del siglo XVI unos hombres a caballo, con corazas y armas de fuego, aniquilaron a muchos incas con el uso de estos instrumentos de muerte; también por las enfermedades que portaban: eran Pizarro y los suyos, su hermano, Almagro, Hernando de Soto, Diego de Agüero y tantos otros, conquistadores unos por las armas, conversores por la cruz otros, ávidos de tesoros y fértiles tierras fabuladas en sus tierras de origen. Llegaron con estrépito y destrucción, porque eso fue la conquista: un inmenso estrépito, el ruido ensordecedor de un genocidio.

Cuando hubo acabado la narración, le pregunté a mi abuelo qué había de la segunda cuestión, bajando al mismo tiempo la mirada porque no me acostumbraba a hablar de ese tema de otra manera; no hubo respuesta: mi abuelo se había quedado plácidamente dormido en su sillón dado lo avanzado de la noche y quizá… de su edad. Le extendí la mantita barojiana y me fui a casa con un libro en la mano que hacía tiempo que me había recomendado su lectura: “La República”, de Platón. Y fue así como acabó la velada.
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por Antonio Mora Plaza
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Madrid, 31 de agosto de agosto de 2008

Peludo, hasta siempre

Peludo, hasta siempre

la luz es el optimismo de la razón

la luz es el optimismo de la razón

muros, ni para lamentaciones

muros, ni para lamentaciones

¿Por qué?

¿Por qué?

planchando la oreja

planchando la oreja

¿naturaleza muerta?

¿naturaleza muerta?

el mamífero perfecto

el mamífero perfecto