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Antonio Mora Plaza
Como ya es sabido, Valentina y Laurita eran dos gemelas de nueve años que gustaban mucho del paseo por el bosque. Correteaban, saltaban, recogían flores, las deshojaban, imitaban el trinar de los pájaros y, a veces, se subían a los árboles si no eran muy altos. Lo que no sabían ellas era que con ello las flores morían, los pájaros se veían burlados y los árboles sufrían sintiendo que podían caerse. Sí, porque los árboles sienten y padecen, aunque los humanos no nos lo podemos ni imaginar. Un día, en unas de sus correrías, cuando hacía viento y cerraban los ojos para evitar lo importuno de su acción, cayeron en una cueva. Y sintieron caer en blando a pesar de que perdieron la noción del tiempo de caída porque se les hizo eterno. La cueva estaba llena de espejos y galerías, de tal forma que parecía un laberinto; un laberinto, pero sin ninguna geometría, de forma caótica, como trabaja la naturaleza cuando no la desvirtúa la mano del hombre. Notaron ambas que cada galería por la que se internaban olía a perfumes que nunca habían olido; también, que en los recovecos de las galerías habían innumerables anillos, collares, pulseras y piedras preciosas de tales colores, brillos y transparencias que nunca habían visto. Todo les resultaba como en un sueño. Sin embargo, cuando fueron a coger alguna piedra preciosa, algún collar, no notaban el tacto y eso las asustó. Pero hubo una excepción, porque Valentina tomó un anillo que fulguraba en extremo, se lo colocó en su dedo corazón y lo sintió pesado. Y así pasaron el día, trotando, probándose y vuelta a quitar todos los anillos, collares, pulseras y piedras preciosas que encontraban a su paso, hasta que, agotadas, se quedaron dormidas.
Y entonces… se despertó Laurita. Sí, todo había sido un sueño, pero cuando se iba a dar la vuelta para agarrar de nuevo el sueño miró a la cama de su hermana; vio que la colgaba el brazo derecho y, a continuación, el corazón le dio un vuelco porque vio también que del dedo también corazón de su hermana estaba anudado un… anillo: era el mismo anillo que el del sueño. No podía creerlo. Despertó a su hermana y la dijo:
-Valentina, debemos volver a la cueva de los sueños porque te contaré lo que he soñado.
Y cuando hubo contado a su hermana su sueño, Valentina replicó asombrada:
-No ha sido un sueño, porque si lo fuera yo no hubiera soñado lo mismo que tú, y eso es lo que me ha pasado a mí punto por punto.
Entonces Valentina se percató de lo del anillo y le dijo a su hermana:
-Y esta es la prueba de que algo de realidad tuvo lo soñado, porque de lo contrario yo no tendría este bonito anillo en mi mano, que debe costar una fortuna.
Laurita quedose meditando porque no sabía qué hacer, y dudaba si existía la cueva o era producto de la imaginación o de los sueños. Incluso ahora dudaba si lo imaginado y lo soñado no eran acaso la misma cosa. Pero la curiosidad venció al miedo como suele ocurrir cuando se es tan joven y ambas hermanas se dirigieron a las cueva que ya habían bautizado como “la de los sueños”. Fueron, en efecto, pero allí no hubo nada. No había entrada, ni cueva, ni piedras preciosas: sólo una hermosa alfombra verde que todo lo cubría y unos árboles de ramas bajas que parecían protegerlas del viento y del Sol. También contemplaron una urraca que merodeaba por allí. Y entonces se quedaron dormidas.
Y así, se encontraron de nuevo en la cueva, con sus piedras preciosas, sus anillos, sus collares y sus pulseras, con los espejos de múltiples colores que ahora parecían cambiados de sitio; todo de tal forma, que no reconocían ningún lugar donde habían estado anteriormente. Pero vieron algo nuevo. Sí, era la urraca que habían visto antes, y parecía indicarlas que debían seguirla. Eso hicieron y lo que encontraron fue algo horrible: vieron a sus padres esclavizados por el casero, limpiando un establo de caballos y dando de comer a los cerdos en una pocilga cercana, y el casero gritando:
-No me cuenten lo de las malas cosechas. Tienen que cumplir con lo acordado y ya es el tercer mes que me deben: o me pagan o les cobraré en servicios que nadie quiere hacer, pero que son tan dignos como otro cualquiera.
Valentina y Laurita intentaron correr hacia sus padres para liberarlos, pero ni estos ni el casero les veían, y sus manos no notaban el contacto con los hierros que les sujetaban a una columna que en el centro de la estancia había. Nada podían hacer. Entonces Laurita se echó a llorar desconsoladamente. Valentina, más entera, dijo:
-No llores, hermana, porque tengo la solución.
Asombrada quedó Laurita, pero Valentina prosiguió:
-Volvamos por donde hemos entrado, tomemos cuantas piedras preciosas, anillos, collares y pulseras que podamos y tendámonos a dormir. Cuando despertemos estaremos de nuevo en casa y luego te contaré.
Laurita replicó que no sabía si podía dormir con el disgusto que se había llevado, pero al fin ambas se tumbaron y soñaron. Sí, de nuevo soñaban con un monstruo de patas de cabra, cuerpo de lagarto, cara humana y boca desdentada que les resultaba familiar; soñaban que las perseguía hasta su casa y que, para poder correr más deprisa, abandonaban todo cuanto habían cogido. Entonces se despertaron de nuevo en casa.
-Valentina, ¿qué hacemos ahora? ¿Cuál era tu plan? –preguntó Laurita a su hermana.
-Sé que hemos perdido todo, mejor dicho, casi todo en nuestra huida de ese monstruo, pero aún nos queda algo. Iremos a ver al casero.
Esa fue la réplica de Valentina y eso hicieron. Entonces Valentina le ofreció el anillo que aún tenía del primer sueño. Estas fueron las palabras del casero:
-Es verdad que he reclamado a vuestros padres el alquiler, pero no sabía que vosotras lo sabíais porque ellos me han dicho que yo no lo contara a nadie, y eso he hecho. En cualquier caso, lo mandaré tasar, pero creo que con esto tendréis pagado el alquiler por lo menos de un año, si no más. No sé de dónde lo habéis sacado, pero no os lo preguntaré porque a veces saber las cosas trae más disgustos que alegrías.
Y Valentina le dijo al casero que no dijera nada de ello a sus padres porque pensarían que lo habían robado y no las dejarían utilizarlo como pago. El casero, con una sonrisa taimada, se despidió de las niñas y se fue por donde había venido. Entonces Valentina le propuso a su hermana volver al lugar de la cueva de los sueños.
-No hermana, a mí ya me da miedo.
-¿Qué tenemos que perder? Hemos resuelto un problema gordo a nuestros padres y no por un momento desagradable hemos de renunciar a la aventura.
El caso fue que Valentina convenció a su hermana y volvieron al lugar donde soñaban -¿o no era un sueño?- y se quedaron dormidas. Y de nuevo en la cueva vieron que la urraca del sueño anterior revoloteaba como despavorida. Allá, en un corredor ornado de espejos, se podía ver como su padre y el casero se disputaban una caja mortuoria, que el casero salía vencedor de la lucha, que se montaba en la caja y se alejaba por un lago, que antes de desaparecer la caja se convertía en un velero, que oían al casero riéndose a carcajadas, y que, cuando iban a desaparecer velero y tripulante, aparecía un sol radiante que quemaba al velero y al viajero.
-Vamos, alejémonos de aquí y tumbémonos para dormir y despertar porque este sueño –o lo que sea- es peor que el anterior –dijo Laurita a su hermana.
Y eso hicieron y despertaron de nuevo en su casa. Entonces se levantaron y oyeron cómo hablaban sus padres desde su habitación.
-María, tengo que contarte un suceso trágico: la casa del casero ha sido asaltada por unos ladrones, la han quemado y el casero ha desaparecido. De esto hace una semana y ni rastro de él. Parece cosa de magia –decía el padre de las niñas a su esposa.
-No me alegro de la desgracia ajena, pero así nos dejará en paz por una temporada. Algunas veces he soñado que me perseguía un monstruo de patas de cabra, cuerpo de lagarto y cabeza humana: la de él. Durmamos de nuevo –le replicó la madre.
Valentina y Laurita quedaron asombrados por todo: por lo soñado anteriormente, por lo sucedido al casero y por el sueño de su madre; entonces volvieron a su habitación y se durmieron.
Y de nuevo soñaban que estaban en la cueva de los sueños. Ahora nada parecía inquietarlas. Reconocían que era un sueño, pero tan felices se sentían que no tenían ganas de despertar. Además, veían ahora a sus padres a lo lejos, en su casa, sentados a la luz y lumbre de la chimenea, reposando la comida y satisfechos. Valentina se probaba todo cuanto pillaba y Laurita ahora jugueteaba con la urraca de la que ya se había hecho amiga. Hasta el árbol grandón que protegía la entrada de la cueva se había adentrado en la misma y las susurraba, las canturreaba, silbaba y bailaba, aunque muy lentamente, cosa propia de las especies arbóreas. Y de repente, cuando nada podía mejorar porque no había más, vieron que su casa se quemaba víctima del mismo Sol fulgurante que había quemado el barco del casero en el anterior sueño. Las niñas intentaron acercarse, pero el árbol las sujetó con sus ramas en forma de brazos para impedir que se quemaran. Se desmayaron las niñas y cuando volvieron en sí, le dijo Laurita a Valentina:
-Hermana, hemos de despertarnos para ver que ha sido de nuestros padres.
Valentina se quedó pensando y le dijo a su hermana:
-Sigamos aquí para siempre, hermana.
-¿Cómo dices eso? –replicó Laurita.
-Aquí todo es un sueño, pero fuera está la realidad. Prefiero no saber que fue de nuestros padres a tener la certeza de que nunca les volveremos a ver. Tenemos a la urraca, al árbol. Aquí podremos excavar la tierra, escudriñar pasadizos, hacer amigos y jugar para siempre; nunca enfermaremos, no envejeceremos, cosa propia de los sueños. Y a ellos siempre les tendremos en nuestros recuerdos. Hermana, sigamos soñando para tenerles siempre.
Este fue el cuento que improvisó mi abuelo al son de los dos anteriores míos. Decía mi abuelo que: "no es que la vida sea un sueño, sino que dentro del sueño que es la vida, a veces despertamos: eso es lo que entendemos por vigilia". Cuando me hubo contado este relato le pregunté cómo acababa, cuál fue la decisión de las niñas. No hubo respuesta: mi abuelo se había quedado dormido en la butaca, con la pipa en la mano y una taimada sonrisa en sus labios. Ya sabía él que mi respeto hacía él soportaría mi curiosidad. Que cada lector acabe el cuento: creo que es lo mejor.
El cuento ya acabó, pero aún quedaba algo de interés, porque antes de que se durmiera mi abuelo yo le dije que prefería lo vivido a lo soñado porque en los sueños no hay libertad, nos vienen dados; en la vida, en cambio, algún margen de libertad nos queda. Tampoco tuve contestación, pero observé cómo garabateaba en una cuartilla unas letras con su sempiterna pluma estilográfica. Esto es lo que decía:
“La diferencia entre la vida y los sueños es el tacto. Dad el tacto, el olor y la pesadez a los sueños y no distinguirás lo vivido de lo soñado. Además, si los deseos son la forja de los sueños, soñando seremos inmortales porque los deseos no mueren nunca, sino que transmigran. Eso son la almas: perpetuos deseos. Nacemos deseando volver al ingrávido lugar donde todo mal, todo infortunio no es ajeno, y morimos añorando nuestra infancia, a nuestros primeros recuerdos, donde sólo deseamos existir, sin más. La vida son deseos que sólo se cumplen en el mundo de los sueños, que son trama, urdimbre y máscara de ella misma. Lo que tu llamas vida es sólo un aterrizaje forzado a la realidad, donde todo pesa, sabe y huele”.
Aún seguía el texto, pero el resto es ininteligible.
Madrid, 29 de junio de 2009
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