12 sept 2009

Laurita y el castillo de chocolate

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Antonio Mora Plaza

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Todos los castillos de lejos parecen iguales y, a medida que te acercas, se ven las diferentes formas de sus formas, lo escarpado de sus almenas, el contorno de sus murallas, la altivez de sus torres, de tal manera que sin dejar de ser un castillo, ya no es un castillo cualquiera, sino uno que no es el imaginado. Pero observó Laurita que había una diferencia que era diferente de todas las diferencias: su color. Sí, el castillo era de color oscuro, casi negro, como el color del… chocolate. Laurita, se me olvidaba, era una niña de nueve años, un poco cañamón, avispada como nadie, locuaz cual guacamayo, inquieta cual colibrí, que gustaba de dar saltos, hacer cabriolas, ejecutar volteretas y dibujar gráciles volatines en el aire, y un día se adentró por un sendero que no era el habitual y anduvo sin descanso hasta darse de bruces con ese extraño castillo. Pero había más cosas que le resultaron más extrañas a la vivaz Laurita. Por ejemplo, que el castillo tenía forma de barco, con su proa puntiaguda, su popa encastillada y dos torres altas y estrechas en el centro que asemejaban los mástiles de un velero; también que de lejos parecía navegar en un mar amarillo ribeteado de rojas pinceladas; y era así porque en torno al castillo crecían innumerables margaritas y amapolas. Cuando Laurita se paró al pie de lo que parecía la entrada se dijo: “Aquí deben hacer chocolate porque huele tanto que se me ha abierto el apetito”. Y ocurrió entonces que se apoyó en la muralla y esta parecía hundirse más allá de la muñeca, y cuando intentó limpiarse se le ocurrió lamer su mano y vio que aquello, no es que tuviera el color del chocolate, ¡es que era riquísimo chocolate! Y no sólo había chocolate, sino que, como incrustado en el mismo, surgían miríadas de pequeñas piedras, de formas regulares, brillantes, de múltiples colores, que reflejaban la luz; unas estaban dentro del chocolate y otras aparecían tímidamente en su superficie. Laurita fue feliz como nunca: no sentía la prisa de los día de cole, nadie le mandaba, comía cuanto chocolate quería y miraba los cielos y a unos pájaros de fuertes graznidos. Y cuando así estaba, tumbada e imperturbable, se abrió las puertas del castillo y un gordo y barbudo señor que a Laurita le resultaba familiar, salió del mismo dirigiéndose a élla en estos términos:

-¡Vaya!, otra niña que pretende formar parte de mi séquito. Para ello sólo se exige que bailes como sepas, pero con armonía, y que te guste el chocolate. ¿Qué dices?

Y Laurita, sin pensarlo dos veces porque no encontraba inconveniente, aceptó, pero le hizo una extraña pregunta.

-Acepto, señor del castillo, si me dices que aves son esas que nunca he visto y que graznan tan desesperadamente que aturden el sueño.

Y si la pregunta era extraña porque no parecía ni una objeción, ni una condición que tuviera que ver con la proposición del barbudo personaje, la respuesta dejó extrañada a Laurita y, más aún, al lector de este cuento:

-Son hambrientas gaviotas, pequeña. Por cierto, aquí necesitarás un nombre artístico. Dime cual te gustaría.

Laurita se encogió de hombros y no dijo nada, a lo cual habló el señor del castillo:

-Entonces te llamaremos “La niña cañamones”.

Y ambos se adentraron en el castillo y ambos fueron recibidos por todos sus habitantes, hombres y mujeres bien trajeadas, sin mancha alguna a pesar de que por dentro de las murallas había barro, ropas tendidas secándose al sol, juguetones perros -simpáticos pero no demasiado limpios-, cerdos, tenderetes, telas enchurretadas que guardaban las ventanas del Sol y de la… indiscreción. Vamos, lo habitual en un castillo medieval. Al menos así lo veía Laurita. Pero hubo una cosa que le llamó la atención cuando su curiosidad se satisfizo y su inquietud dejó paso al sosiego: que sólo había niñas y todas parecían tener la misma edad que ella, y se dijo: “No puede ser; es más, esto es un imposible. Aquí algo raro ocurre, porque si no hay niños pequeños, ¿cómo puede haber tantas niñas de la misma edad? ¿Cómo se llega a esa edad sin pasar por la más tierna infancia? ¿Y cómo sólo niñas? Esto no me huele nada bien, y eso que huele a chocolate. Indagaré”. Pero a los pocos días tuvo una alegría tan grande que parecía olvidar sus interrogantes. Me explicaré. Todos los meses se organizaban bailes para celebrar “La edad dulcínea”, que así llamaban la festividad, sin que Laurita entendiera el porqué de tan meloso nombre. El caso es que uno de los concursos que se celebraba era un baile. La favorita era, sin duda, otra niña llamada Valentina, que se hizo muy amiga de Laurita porque se parecían tanto que se diría que era hermanas; más aún, se diría que eran gemelas. Pero el día anterior al concurso, Valentina se cayó del caballo –y eso que era una excelente amazona- y se torció un tobillo. Laurita no quería presentarse al concurso, pero Valentina la convenció en estos términos:

-Yo no puedo ir al baile y no me gustaría que lo ganara otra que no fuera mi… hermana.

“¿Mi hermana?”, pensó Laurita, pero no dijo nada y fue al patio que un día fuera de armas para entrenarse, pero se dio cuenta que se encontraba muy torpe y casi no podía dar los pasos de danza sin caer; entonces se miró en un hermoso espejo y vio que había engordado de tanto comer chocolate y delicias del castillo y se dijo: “¿Qué hago? ¿Me privo de estas delicias para ir al baile o renuncio a él y como lo que más me gusta? ¿Por cierto, dónde están mis padres? ¿Porqué se parece tanto Valentina a mí y me llama hermana?” Y en ese momento… se despertó.

Sí, todo había sido un sueño y vio que otra niña de espaldas a ella dormía en otra cama. Se levantó, la dio medio vuelta y la sorpresa fue mayúscula: era Valentina, su hermana gemela, la misma que la del sueño. Y ahí no acabó la cosa, porque abrió la puerta un señor que era clavado al señor del castillo y les dijo:

-Hijas a levantar, que llegáis tarde al cole.

Y fue Valentina la que contestó:

-Papi, déjanos un poquito más, que estaba soñando con un castillo encantado donde se bailaba y se montaba a caballo.

Quedó asombrada Laurita de las palabras de su hermana y se arrebujó entre las sábanas porque ya no sabía si soñaba ahora o el sueño fue lo de antes. Y ahí no se quedó la cosa, porque al ver el reflejo de las luces de la calle en la habitación y de cómo se deformaban las imágenes, se le ocurrió la solución al dilema del baile: podría danzar a la luz de unos grandes velones que en las estancias de la esposa del Señor del Castillo había porque las imágenes, en la noche, quedarían deformadas y sus movimientos, aunque más lentos por el exceso de chocolate, parecerían gráciles en los reflejos de la luz de las velas en los espejos. Y tanto se convenció de ello que ahora danzaba sin parar en el patio de armas, a la luz de la luna, rodeada de espejos y de la luz de los velones; y oía los aplausos de los habitantes del castillo, de las cientos de niñas de 9 años, de los mayores, incluso, del Señor y su Esposa. Un coro de niñas cantaba:

Asoma, asoma

y refleja sin miedo

la luz de las velas,

que llorar no quiero.

Sea sueño, sea veras,

sólo danzar deseo,

así se apaguen las velas

aunque al mirar no veo.

Asoma, asoma,

no tengas miedo,

aunque despertar no puedas,

esto sólo es un sueño

del que siempre despiertas,

aunque no lo quiero.

Despiértate tú, hermana

que yo ya no puedo.

Asoma, asoma

………………………………………….

Y así pasó buena parte de la noche Laurita, danzando y cantando hasta que una desgracia ocurrió: un fuerte viento vino de improviso, apagó las luces y los espejos se rompieron. Quedó Laurita a la vista de todos, danzando torpemente de tanto chocolate que había comido y, como no podía seguir el ritmo de la música, se echó a llorar. Entonces salió corriendo al patio para huir del castillo, pero notaba que no avanzaba, que no notaba lo pedregoso del suelo, ni el peso de su cuerpo; que una gaviota la perseguía a la par que cantaba la canción: “asoma, asoma…”.

De nuevo se despertó. “Vaya, otra vez el sueño”. Sí, de nuevo se había quedado dormida. Lo extraño era que aún era de noche, que su hermana dormía a pierna suelta y el pájaro que tenían en la habitación en una jaula seguía tapado con un trapo para que durmiera; y era extraño porque no entendía porqué su padre las había despertado antes para ir al cole. Además era un día de fiesta. “Bueno -se dijo- a lo mejor eso también era un sueño”, y se quedó mirando la ventana. Veía una inmensa luna, la misma luna del sueño que parecía presidir el salón donde danzó, cantó y…, bueno, ya sabe el lector lo que pasó. Y de pronto la luna se hizo más y más grande, avanzó hacia la ventana como queriendo entrar en la habitación y rompió los cristales. Entonces Laurita pestañeo y la Luna desapareció. “Vaya susto”, se dijo, “otra vez el sueño. Esto es una pesadez. Volveré a dormirme y me olvidaré de todo: ni hay luna grande, ni ventana rota, ni cristales por el suelo, ni nada de nada: todo eso lo he imaginado o lo he soñado, que para el caso es lo mismo”.

Cuando se despertó de nuevo, lucía un sol radiante, su hermana aún dormía y Laurita se estiró diciendo: “Al fin todo ha pasado, ¡menuda pesadilla! ¡Qué rabia que se haya acabado!, porque al principio era todo tan bonito, con el castillo de chocolate, el campo como un mar de margaritas y amapolas, los amables habitantes del castillo, ¡tantas amigas! Todo se ha acabado”. Un portazo rompió las meditaciones de Laurita: era su padre que había abierto la puerta, que entraba a la habitación y les decía:

-¿¡Pero qué habéis hecho!? ¿No veis que están los cristales de la ventana rotos?.

Y aquí acaba el cuento, pero no algunas incógnitas, ¿no es cierto?

Pues este es el cuento que me encontré en un ajado papel metido en un libro de filología alemana de los hermanos Grimm. Yo no sé porqué tenía tanto pudor mi abuelo en reconocer que había escrito auténticos cuentos para niños. Entonces, aprovechando casi un descuido, comencé el siguiente diálogo:

-Abuelo, he leído el cuento de “Laurita y el castillo de chocolate” y me ha parecido que cumple tu ilusión: está exento de moraleja. Yo me pregunto el porqué tu aversión a la moraleja cuando otros cuentos de otros autores parecen destinados a ella.

Era claro que mi deseo último era conducir la conversación a mi primera intención, pero que no me atrevía abordarlo directamente; la cuestión de la moraleja era sólo un subterfugio, una maniobra de distracción. Sin embargo, la astucia de mi abuelo le exoneraba siempre de caer en las trampas de la doble intencionalidad y su manera de demostrarme que yo sería el entrampador entrampado fue soltarme el siguiente discurso sobre la moraleja:

-Querido nieto, nunca cedas a la moraleja porque ella es siempre víctima del sentido común, es decir de la trivialidad, y eso es fatal para el relato y, en general, para el arte. La moral –progenitora de la moraleja- nos quiere hacer creer que es la conductora de nuestros actos cuando es sólo el calmante de nuestra mala conciencia. A lo más que podemos aspirar es a que moraleja y moral sean el sirviente bueno del instinto. La irracionalidad invade nuestros poros y somos tan petulantes que, en lugar de reconocerlo, inventamos coartadas: este es el nacimiento de las religiones. Éstas son la coartada y el ropaje con que vestimos y justificamos lo que tenemos de animales en lugar de aceptar que lo somos.

Siguió mi abuelo con su discurso, pero yo me había quedado tan sorprendido que no pude seguir tomando nota de lo que decía. Y este fue el final de mi estancia en la librería ese día en casa de mis abuelos y el final del cuento. Aquí he procurado ser un fiel amanuense. Espero que el lector saque más provecho que yo mismo.

Madrid, 12 de junio de 2009

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