5 jun 2009

Mikel, Lucho y el hada de los bosques

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por Antonio Mora Plaza
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De mi anterior relato titulado “Geraldy, la pizpireta” recuerdo que mi abuelo me previno de creerme ser un escritor de la siguiente manera: “Un breve y hermoso primer relato no te hace escritor, porque eso puede ser fruto de esa chispa, de esa musa caprichosa que de vez en cuando nos visita a quienes hemos convertido la lectura en una necesidad más que en un placer. Debes escribir aún un segundo relato, y todavía más, un tercero. El segundo puede ser fruto del primero, de su recuerdo y quizá la analogía te lleve a repetir su bondad; el tercero, en cambio, es otra cosa, porque tanto la chispa como el recuerdo desfallecen por agotamiento si sólo poseemos inteligencia para comprender. Para el tercero necesitamos talento para ordenar y algo de genio para crear. Vas por buen camino, pero ahora tendrás a la vez que caminar y trazar el camino. Tienes la máxima libertad, pero también la máxima… angustia. Nada está hecho y sólo hay un hacedor: tú mismo. Suerte”. Este es el segundo relato enteramente mío. Dice que…

…por tierras centroamericanas iba al colegio un niño de 10 años que se llamaba Mikel. Era aplicado, limpio y puntual. Además sacaba buenas notas. Y era feliz; mejor dicho, hubiera sido totalmente feliz si no fuera porque un compañero –que lo era poco- se divertía tirándole disimuladamente y de vez en cuando unos piñones que todos los días recogía de un hermoso y altivo pino que había en mitad del patio del colegio. Un día Mikel se quedó dormido en la clase porque el día anterior había pasado la noche pensando en cómo arreglar el asunto de las piñonadas de Lucho, que ese era el nombre del fastidioso compañero. Y ese día tuvo el más extraño sueño, aunque el pensaba que aquello fue algo distinto que un mero sueño por lo que luego se verá. Soñó que era un hermoso pino, altísimo como una secuoya y frondoso como un sauce; que tenía piñas tan grandes como melones; que esparcía los piñones a su antojo y con tal fuerza que algunas caían fuera de los linderos del bosque. Soñó –si es que era un sueño- que no estaba en un bosque sin más, porque sus compañeros de arbolada, no es que fueran altos como secuoyas, es que eran las más altas secuoyas conocidas, de cientos de metros; junto a ellas había sauces tan grandes que bajo su manto de ramas y hojas podían cobijar todo un campamento de gritones e incansables colegiales; y así multitud de especies, como encinas, olmos, chopos, abedules y más aún, con toda mezcla de climas y latitudes. Mikel era feliz y además estaba orgulloso de ser el único árbol de su especie y con esa fuerza para sembrar las semillas a su antojo. Pero un día se dio cuenta que tenía una cualidad que, a pesar de serlo, no le hacía feliz y era que podía pensar y recordar como un colegial. Y ello porque sabía que la raza de los humanos a veces cortaban los árboles para quemarlos y dar calor o fuego, otras lo hacían por capricho y otras alimentaban la codicia de sus propietarios, porque a veces valía más el suelo donde arraigaban sus raíces que sus frutos. Todo esto le produjo tal angustia que comenzó a mustiarse, a no sentir la savia subir por sus raíces, a tiritar en el invierno y sudar en el verano, cosas todas ellas impropias de las especies arbóreas y se dijo: “No quiero ser más un ser con raíces que no pueda moverme. Tengo todas las cualidades de los de mi especie, pero me sobra la humana del pensar”. Sucedió entonces que pasó a su lado un ser que los humanos llaman hada, que es un ser mágico hecho a base de ramas y frutos, y que convierte en realidad los deseos de los próximos. Y así ocurrió que Mikel se despertó convertido en un… girasol.

Sí, estaba en una llanura o meseta rodeado de una cantidad ingente de girasoles. Y Mikel se preguntó si esa hada de los bosques había cumplido su promesa porque no tenía piernas. Pasaban las horas y no percibía ningún movimiento. Bueno, no lo percibía porque se fijaba en sus compañeras, pero cuando alzó la vista vio que las montañas y las nubes giraban muy despacio en dirección contraria al Sol. Entonces no echó de menos su capacidad humana de pensar y se dijo: “Ya lo entiendo. Los girasoles se llaman así porque giran en torno al Sol. No son pues las montañas lejanas ni las altas nubes las que se mueven, sino que soy yo y todas mis compañeras las que seguimos al Sol y lo que percibimos es el efecto relativo del movimiento”. Por un momento se sintió feliz, pero de nuevo se arrepintió de la capacidad humana de pensar y de preveer –si es que no es lo mismo- y la siguiente reflexión le llevó de nuevo a la tristeza y a la angustia: “Se por mi pasado escolar humano que los agricultores arrancan los girasoles para sacar las pipas y producir aceite y es muy probable que este sea mi destino. No deseo ser un girasol por más que me satisfaga el calor y el color del Sol”. Entonces imploró a la arbórea hada de los bosques y ella apareció revoloteando de entre los girasoles como un grácil colibrí, le tocó con su rama mágica y transformó a Mikel de un aterrado girasol en un orgulloso… clavel reventón.

Sí, el hada le había convertido en un oloroso y rojizo clavel. Además era el centro de todas las miradas de rosas, violetas, orquídeas, margaritas y otras muchas flores; también la envidia de algunos tulipanes que no muy lejos danzaban febrilmente (es un decir). Y como Mikel estaba entrando en la etapa de la adolescencia, empezó a notar que se ruborizaba cuando le miraban sus florestas compañeras, pero que no sólo no le resultaba desagradable, sino que le hacía erguirse, estirarse y parecer más alto que los mismísimos altivos tulipanes. Entonces sintió la felicidad como nunca la había sentido: no tenía que trabajar, no tenía que ir al cole, no tenía que esperar a la comida cuando tenía hambre porque el suelo era su despensa, no tenía que lavarse ni vestirse. ¡Qué más se podía pedir! Mikel se dijo: “Este es el destino nunca soñado y de esta especie no he de moverme, y cuando pase el hada convertidora me haré el remolón y procuraré no pensar en nada negativo para que no se fije en mí. Es más, procuraré no pensar nunca más, porque cada vez que pienso me lleno de una angustia insoportable”. Y Mikel, así convertido, fue feliz durante un tiempo. Sí, durante un tiempo, porque no habían pasado unos meses cuando vio que se acercaban algunos campesinos con unos instrumentos afilados que servían para… cortar. Entonces no fue la angustia que otras veces le embargaba lo que notó, sino la desesperación porque pensó –otra vez- en el final que le esperaba y dijo para sí dado que no tenía garganta para gritar: “¡Buena hada de los bosques, ven a socorrerme porque no saldré de esta y si me cortan, tarde o temprano moriré de hambre y sed mientras adorno alguna mesa de esas donde se alimentan los humanos!”. Y el hada apareció y esta vez le habló: “Me invocas con demasiada frecuencia y yo sólo atiendo a los deseos de los próximos en mi imprevisto deambular. Esta vez, y será la última, te convertiré en algo sin gracia, sin belleza, flexible para que no te partas con el aire; no estarás orgulloso de serlo, pero vivirás mucho más porque nadie se fijará en ti; morarás al lado de los ríos y sobrevivirás a los humanos, a las tormentas, a los calores y a los inviernos”. Y el hada le convirtió en un simple… junco.

Y así vivió Mikel, convertido en un desapercibido junco, flexible sin doblegarse, inhiesto sin altivez, liviano pero bien arraigado, y con el pan (es un decir) asegurado. Es verdad que nadie se fijaba en el porque era igual por fuera que el resto de sus compañeros, pero ahora podía pensar sin angustia y ver pasar las estaciones sin preocupaciones. ¡Ahora sí era feliz!... Bueno, ya se sabe que la felicidad no es eterna, porque un día que estaba sumido en estas meditaciones… se despertó y se encontró rodeado de sus compañeros y con el profesor que le preguntaba: “Mikel, ¿acaso has dormido poco esta noche?”. Mikel le dijo que así era y que sentía haberse dormido. Pero notó algo más; mejor dicho, no notó algo, y era que nadie le tiraba piñones. Miró tras de sí y el pelma de su compañero Lucho no estaba. ¡Respiraba tranquilo! Y más aún cuando al preguntar a otro compañero sobre Lucho le contestó: “No sabemos nada de él; de pronto un día desapareció y sin noticia. Mejor así, porque era insoportable”. Y esto no lo decía por lo de las piñonadas porque, por extraño que pueda parecer, nadie sabía de su afición a molestar con tal fruto del pino. Llegó el descanso y salió al patio. Allí se sentó debajo del frondoso pino, cerró los ojos y se sintió feliz y se dijo: “No se si ha sido un sueño, pero ha sido emocionante conocer a tantas especies del reino vegetal, saber como sienten y piensan -¿o sólo pensaba yo? De todas las maneras ahora me siento feliz, y más con la ausencia para siempre de Lucho, el pelma”. Y cuando estaba pensando eso notó que le había caído un piñón del pino. Miró hacía arriba y le cayeron dos más, apartándose justo a tiempo porque en ese momento cayó una piña entera. Y cuando el resto de sus compañeros se acercaron a recoger las piñas caídas, Mikel miró a la copa del pino y le pareció que entre sus ramas se dibujaba una sonrisa y que las mismas formaban algo semejante a una cara: ¡era la de Lucho! Al menos eso le pareció a Mikel, y eso le aterrorizó. Luego, ya apartado del molesto pino, se dijo: “No sé si el hada de los bosques te ha visitado, impertinente Lucho, pero de ahí no te moverás, ni tus frutos entrarán en clase para apedrearme la nuca. Creo que el hada me ha hecho un último favor, quizá el único que me podía hacer”.

Y así termina el cuento, aunque Mikel arrastró toda su vida una duda: ¿fue aquel deambular por el reino vegetal un sueño o una realidad? ¿Hay alguna diferencia? ¿Importa que la haya? Nunca, claro está, tuvo respuesta, porque hay preguntas que aún no tienen respuestas y quizá… no las tengan nunca; quizás así la vida sea más interesante, ¿o no?

Madrid, 16 de abril de 2009

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