Antonio Mora Plaza
Esta vez me atreví. Recuerdo que cuando lo hube escrito me dirigí a casa de mis abuelos a todo correr: era mi primer relato a pesar de que había dejado hace algún tiempo la adolescencia. Hasta entonces había redactado, reescrito, adaptado, memorizado muchos cuentos y relatos, pero no eran míos: su inventor era mi abuelo Berto, pero este no, este era producto de mi sola fantasía. Cuando llegué no estaba mi abuelo y mi abuela Francisca me dijo: “Tu abuelo está con un asunto de los poligonales. Déjamelo, yo también lo leeré y se lo daré a leer cuando vuelva”. Eso hice. Dice el relato que…
… un día Geraldy, una niña de 8 años, se quedó dormida y se despertó convertida en un águila. Mostrose entonces alegre porque podía volar, mirar el paisaje desde las cumbres y aprovechar las corrientes cálidas para descansar; también posarse en cualquier rama o pedrusco y desde allí otear el horizonte, vislumbrar los valles y contemplar los cielos. Notó que tenía fuertes garras, un pico agudo que no le molestaba la visión y unos brazos que, cuando los extendía, aparecían unas alas que apenas podía mantener el equilibrio si soplaba el viento. Sin embargo y a pesar de todo, sentía que era la misma niña que hasta el minuto anterior iba al colegio, allá, por tierras centroamericanas. Sí, Geraldy se sentía como la más hermosa y fuerte de las rapaces a la vez que pensaba como una pizpireta niña de ocho años. Y cuando estaba sumida en estos pensamientos se dio cuenta de que tenía hambre, se impulsó con sus patas y sus brazos alados y levantó el vuelo. Volaba feliz, pero hambrienta, a la espera de encontrar algún roedor que llevarse a la…, perdón, al pico. Pero Geraldy buscó, escudriñó, avizoró, pero no encontró nada comestible y su hambre, sin dejar de serlo, se convirtió en tristeza. Afortunadamente para élla no se preguntó nunca cuál era su esencia, como hubiera hecho el estagirita o sus retoños creyentes, los escolásticos. Y cuando la tristeza estaba a punto de convertirse en desolación, se dio cuenta de que podía pensar y recordar y se dijo: “Es posible que en estas tierras, con sus valles y montañas de los que nunca he salido, no haya nada comestible propio de mi especie, pero quizá en otras tierras lejanas que yo he estudiado en el colegio en mi pasado humano sí lo haya, como por ejemplo, en los Andes”. Y allí se fue y encontró alimento sin tener que cazar, con restos de cérvidos caídos de las montañas que los lugareños llaman sierra. Y tanto comió Geraldy que se quedó dormida y cuando despertó se encontró nadando en un río: sí, se había convertido en un pez.
Geraldy nadaba y nadaba como lo que era: un pez. Notaba ella que no pesaba, que podía avanzar, ascender y descender en el líquido sin apenas esfuerzo; que podía comer todo tipo de alimentos con sólo abrir la boca, incluso peces más pequeños, y la alegría le hizo mover las… ¿aletas? y abrir las… ¿agallas? Sí, claro, ya no tenía esas hermosas alas que la sustentaban y ese fortísimo pico que apresaba y desgarraba, y casi la tristeza le invadió el corazón, pero entonces pensó: “Para que quiero alas si aquí no hay aire, y para qué las garras si nada hay que se deja agarrar con ellas; en cuanto al pico, es mejor esta boca llena de dientes para la comida que yo puedo obtener en este mar de… agua”. Se dio cuenta entonces que estaba pensando como cuando iba al cole y era una pizpireta: ¡sí, podía pensar sin dejar de ser un pez! Pero pensó aún más y cayó en lo siguiente: “Lo mismo que puedo comer peces más pequeños que yo, a mí me podrán comer peces más grandes: ¡mucho cuidado!”. ¿Pero cómo evitarlo? Y de nuevo pensó: “Sí, aunque soy un pez que he heredado no sólo la facultad humana de pensar, sino también la vista del águila que fui, lo que haré será vigilar e impedir que ningún pez o cualquier otro animal marino más grande que yo o que no conozca se acerque a menos de 20 metros: eso será suficiente para mantenerme a salvo”. Y así vivió Geraldy convertida en un pez, aprovechando sus cualidades rapaces y humanas y, aunque no recordaba lo inmediato -cosa propia de los peces-, nadaba, saltaba a veces fuera del agua, y comía. Pero un día comió tanto que se durmió a pesar de ser un pez, y cuando despertó se había convertido en… un ratón.
Sí, un día se encontró rodeada de tierra y a oscuras. Intentó extender las alas y no tenía, avanzar moviendo las aletas y tampoco pudo porque tampoco tenía aletas, y lo que había a su alrededor era una cosa dura, y cuando la angustia empezaba a invadir su corazón se dio cuenta que con las patas que tenía podía escarbar la arena; que aunque no tenía pico, tenía una fuerte boca y un olfato prodigioso y que podía escarbar la tierra guiándose por los olores y por unos pelillos que tenía en el hocico: sí, todo ello era adecuado para las cuevecillas que se encontraba a su paso y que recordaba -por su vida humana- que así se llamaban los recintos cerrados y subterráneos donde ahora habitaba. Y escarbando se encontró fuera de las cuevas, correteando, dando volteretas, olisqueando todo, incluso subiéndose a los árboles y se dijo: “Todo esto no está nada mal porque tengo memoria y cualidades ratoniles, pero es que además puedo ver como un águila, sin duda herencia de mi vida anterior”. Y una vez que estaba sumida en pensamientos tales vio de lejos un halcón que se dirigía veloz hacia ella creyendo que no podía verle; Geraldy, en cambio, con su vista aguilesca, le vio de lo lejos y se fue andando y silbando al refugio de donde había salido porque no necesitaba darse más prisa para ponerse a salvo. Y así, investida de tales cualidades, paseaba por la superficie, comía todo tipo de gusanos y frutos secos sin peligro alguno. Pero un día se sintió tan feliz y tanto comió que se durmió, y cuando hubo despertado se había convertido en una… gata.
Al despertar notó que tenía unas garras enormes para su tamaño y unos dientes afilados. Por si fuera poco, lo que más notaba del cambio era su vista, porque tenía la misma que la del águila que Geraldy recordaba de su vida anterior de la anterior de la anterior. Además, ¡eran magníficos los saltos que podía dar, los equilibrios que podía mantener, la velocidad que podía alcanzar en pequeños espacios! ¡Hasta podía capturar a los pájaros! Tal era así, que un día le llegó al hocico un fuerte olor a pescado y, aunque no lo veía, pudo seguir su rastro con su olfato. Allí dirigió sus pasos y encontró un pez recién frito dentro de una caja extraña. Su instinto le pedía entrar en ella y tomar tan delicioso plato, pero entonces su lado humano heredado –y que aún conservaba- le llevó a pensar: “Esa extraña caja no es obra de la naturaleza, sino de la mano del hombre y sé por mis estudios que se llama trampa y sirve para la captura de los animales en los que su instinto es más fuerte que su inteligencia. Me abstendré de comer porque es preferible el hambre a la cárcel: ya tendré otra oportunidad”. Y eso hizo, y Geraldy, convertida en una gatita, fue feliz porque la combinación de sus cualidades felinas y humanas le preservaba de todos los peligros. Otro día se encontró en medio del campo cercado por un enfurecido perro y dudó un momento: ¡no sabía que hacer!, y cuando todo parecía perdido y amenazada su vida, se puso a escarbar en el suelo, hizo un hoyo grande para élla pero pequeño para el perro y se metió en él. ¡Sí, aún conservaba las cualidades del ratón, su instinto ratonil, y eso la salvó!
Así pasó su vida Geraldy, convirtiéndose cada vez que comía mucho y se quedaba dormida profundamente en una majestuosa águila, luego en un juguetón pez, más tarde en un inquieto ratón, para acabar en una gata saltarina y dicharachera, y así repetirse el ciclo una y otra vez sin nunca envejecer, porque en cada reencarnación volvía a la adolescencia. Y este es el final del cuento.
De vuelta mi abuelo de sus andanzas poligonescas le espeté por su parecer acerca del relato y como siempre me sorprendió: “Es excelente para un principiante. Tiene fantasía y lo mejor, carece de… moraleja, y eso es más de lo que cabe esperar precisamente de un principiante, porque la moraleja persigue al neófito como el depredador a la presa. Así, al carecer de moraleja, nos libras de cualquier juicio moral, incluso si ese juicio es… kantiano”. Yo casi no le entendía, pero aproveché lo de kantiano para preguntarle sobre la filosofía de Kant y de nuevo la sorpresa: “Querido nieto, esa no es tarea de unas horas o de unos días, sino de toda una vida, al igual que la lectura del Quijote, el estudio de las geometrías, la música de Mozart, las pinturas de Picasso o las obras de Homero, Shakespeare o Calderón: sólo al final de la vida contemplarás sus bellezas por encima de su lógica o de su utilidad, sólo entonces endulzarás el anochecer con sus recuerdos”. Y mi abuelo se calló, tomó un libro de Spinoza que no recuerdo su título y se puso a leerlo. Yo le dejé sólo, en compañía de Lanas, su fiel can, y repasé el cuento. Nunca lo he vuelto a releer desde entonces: he dejado el juicio de su bondad a los lectores.
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