4 dic 2008

Las brujas de Macbeth

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por Antonio Mora Plaza
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A medida que mi abuelo se hacía mayor, muy mayor, fui cambiando de táctica para entablar conversación con él. No era fácil, porque él no hablaba de lo trivial, de lo trillado aunque no fuera trivial, de lo establecido, de lo tópico, de lo ortodoxo, de lo consabido, de lo manido, de lo difundido. Yo, claro está, estaba muy lejos de tener una preparación en algún tema que me permitiera, no opinar sobre el mismo, sino tan siquiera de ser capaz de hacer las preguntas pertinentes que despertaran su curiosidad y su ánimo para la respuesta. Tenía siempre la sensación de que nunca podría tener como el decía “el cincel con el cual interrogar la piedra de lo ignoto escrutable”. Cosas de sabios. Entonces, decía, cambié de táctica, y en lugar de ir a la biblioteca donde su presencia era sempiterna e interrogarle sobre cosas como aquello de “¿qué hay más allá de la muerte?”, “¿cuántas novias había tenido en el pasado?” o “¿qué es eso que llama la gente la felicidad?”, fui tomando el hábito de sentarme en el sofá que dejaba libre, coger un libro y comenzar a leerlo. Yo intuía que mi abuelo –que en el fondo no había dejado de ser un niño- tarde o temprano se fijaría en el título y me preguntaría sobre él. El autor no lo he mencionado porque mi abuelo sabía los títulos y sus autores, además de sus prólogos y ediciones de los 12.000 libros de que se componía su biblioteca. Había tomado pues el libro de Macbeth, “del divino William”, que así llamaba mi abuelo a su autor. Y en efecto, la cosa funcionó porque al poco me hizo la retórica pregunta de “¿qué leía?” a la vez que miraba su título pon encima de las gafillas de hipermétrope. Sí, mi abuelo ya usaba gafas porque la edad puede con todo aunque nos neguemos a reconocerlo. Entonces, aproveché la ruptura del silencio que él había provocado para sacar conversación de lo que mi curiosidad me picaba como un sarpullido. Todo ello era un inocente juego que me recordaba al director de orquesta que coge con dos o tres dedos esa “varita mágica” y da la entradilla a los músicos. Esta fue su respuesta: “Querido nieto, el bardo inglés es uno de los grandes. Junto con Calderón, el más grande en el terreno de la farándula, en el arte de Talía. El libro que tienes entre manos es la obra de la traición, la venganza y el destino. No es sin embargo perfecto por la artificiosa teatralidad de los golpes finales: la del caminante bosque de Birnam y la de la “impunidad” del protagonista ante cualquier mortal nacido de mujer. Como tragedia es profunda, rítmica, majestuosa; literariamente tiene momentos inolvidables; teatralmente es algo artificiosa. Yo mismo he investigado en el mundo gaélico de la Escocia del Medioevo, he reconstruido su leyenda y la he convertido en materia literaria. No tiene valor histórico ni filológico, porque a mí eso no me importa. Me importa sólo que el lector levante la cabeza cuando el libro pierde sus palabras, su verbo y la última hoja deviene en blanco; que el lector inspire con satisfacción, eche su cuerpo hacia atrás, levante la cabeza y cierre los ojos como para que no le moleste la visión trivial, cotidiana y esperada de las cosas de todos los días, y luego reflexione. Ese momento es mágico porque has alimentado tu cerebro con sueños, disparado la fantasía y el sosiego ha invadido tus vísceras. En ese momento has sido otro; que te dure mucho más es cuestión de perseverar. Así comienza la leyenda. Cuenta…”

… la leyenda que en Escocia, en el siglo XIV, en tierras gélidas, donde la bruma oculta el mar, tres brujas -las Hermanas Fatales-, hechiceras respetadas por lugareños y foráneos, danzan sin parar en torno a un caldero y cantan, cantan mientras una batalla entre escoceses no muy lejos tiene lugar:

Pérfida: Sapo y lagartija
Ambos en salmuera
Echa en el puchero
Todo lo que puedas
Maligna: Babas y esputos
Son esparcidos
En manos y pies
Del recién nacido
Horrenda: Escupe, víbora
Siempre maldita
Y acaba el hechizo
Hasta la próxima cita


Al finalizar la batalla en la que han vencido los partidarios del rey Duncam, sus generales Macbeth y Banquo han visto a las Hermanas Fatales y se acercan a ellas. Macbeth las interpela: “Hermanas, si sois capaces de profetizar el futuro decidnos cuál es el nuestro tras esta sangrienta batalla que pasado el tiempo nadie recordará”. Las brujas, las Hermanas Fatales, no les ven o hacen que no les ven porque, en cualquier caso, ellas viven en su mundo, mundo que está hecho de las sombras y deseos de los mortales. Ahora cantan de nuevo:

Todas: Discordia, discordia
Mentira, mentira
Sembremos, sembremos
hagamos una pira
Sólo la venganza
Alimenta la ira
Discordia, discordia
Mentira, mentira
Macbeth, Banquo
Ambos ambicionan
Pero sólo uno
Llevará la corona
Discordia, discordia
Mentira, mentira
Mueren reyes
Clavan puñales
Traidores, traidores
Sus generales
Discordia, discordia
Mentira, mentira
El hijo que nace
Al trono aspira
El que sea Rey
Sólo se queda
El hijo que vive
La Corona hereda
Discordia, discordia
Mentira, mentira


“Brujas malditas, qué barato resulta hacer pronósticos como si los deseos tuvieran el mismo sempiterno recorrido que el de los astros en sus círculos. Duncam es el Rey que ni excede en avaricia ni es parco en generosidad. La Corona tiene una buena cabeza y la cabeza está en un rey que manda sin exigir, decide sin imponer y recauda sin ajusticiar. Ninguno de nosotros lo haría mejor, ni con más arte, ni con tan comedido esfuerzo. ¿No es así, general Banquo?”. Estas eran las palabras de Macbeth a las que daba réplica Banquo: “Yo diría más: es un rey que ayuda sin recabar agradecimiento, que hasta el pecado de la soberbia lo esconde con la virtud de la dádiva hasta que la ocasión lo delata. Tenéis razón, cabeza y corona se amoldan como el guante a la mano; vive, pelea, come y duerme con ella. Dicen las malignas lenguas, pérfidas y horrendas como las brujas, que ya no le crece el pelo en los surcos que ha ocupado el precioso metal de que está hecha la corona: sería crueldad por este motivo arrancársela”. “Lo mejor será esperar a su muerte, es más cristiano” -decía Macbeth. Y las brujas, que habían desaparecido, vuelven otra vez, y lo hacen danzando y cantando:

Brujas: Espera, espera
Y no desesperes
Que la muerte acecha
Aunque no la quieres
Danza, danza
Bebe, bebe
Que en plena testa
Clavada la tiene
Clava, clava
Muere, muere
Hablan lenguas
Mienten, mienten
Nadie lo desea
Todos la quieren
Danza, danza
Bebe, bebe


Y las brujas desaparecieron como habían venido, con su fantasmal presencia y su hirviente caldero. Ahora ya sabemos que la brujería la convirtieron en herejía los Papas por conveniencia y que ese herético giro tuvo lugar en 1486 por medio de la Malleus Maleficarum por encargo del Papa Inocencio VIII- ¿Inocencio?-. Pero sigamos con nuestro relato porque tiempo habrá para esto. El caso es que el rey Duncam no parecía tan contento como sus generales de la victoria y así pensaba mientras contemplaba los restos de la batalla: “Sí, la victoria es nuestra, pero este hedor me repugna. ¡Qué matadero tan estéril! ¡Que la corona se asiente en una ciénaga de cadáveres nada bueno puede traer! Esto ha de acabar y en ello empeño mis privilegios, porque no está escrito que quiénes hoy son mis aliados lo sean en el futuro. ¡La ambición por el poder no conoce bandos y es un pastel demasiado sabroso para demasiados comensales! Aquí vienen mis generales y la bruma me impide ver sus rostros. Ahora he de ser justo sin daño, gobernar sin privilegios, querer la paz cuando el lenguaje de la ambición son las armas. Tiempo habrá para pensar en todo esto: ahora sólo deseo dormir, sólo dormir”. Y no eran precisamente inoportunos los pensamientos del rey victorioso, porque la leyenda dice que Macbeth hablaba así a su conciencia al día siguiente de la batalla, cuando el rey era su huésped y dormía en sus aposentos: “La tentación viene sembrando sueños irrealizables, pero la cosecha ya fue recogida. ¡Si pudiera gritar: conciencia, vuela, esfúmate!, y ser como el halcón al que se le tapa la cabeza antes de la caza. Me nacieron desequilibrado porque mis deseos son muchos pero mi determinación es parca en acciones. Las Hermanas han hablado: ¿sueños?, ¿mentiras?, ¿premoniciones? El rey duerme y están dados la ocasión, el arma y el fin, y sin embargo algo me retiene cuando miro mis manos y no las reconozco y siento golpear mi sangre. A pesar de todo, lo que ha de ocurrir ocurrirá”. A su lado estaba Lady Macbeth y ambos en su castillo. Lady Macbeth hablaba aparentemente dirigiéndose a su marido: “Sería faltar a la lógica que lo que ha de hacerse se dejara en barbecho. No importe que dudéis si esa duda es hija de la reflexión; importa si su madrastra es la cobardía, mi querido Macbeth. Un hombre irreflexivo que ha nacido para el poder es un suicida; en cambio, el cobarde que a él accede es más peligroso porque su estupidez le convierte en un arbitrario asesino. Tenéis razón: están dados la ocasión, el instrumento y el fin; desaprovecharlos sería traicionaros a vos, al destino y a nuestro… amor. Nada ha de quedar pendiente para la próxima aurora. Id y cumplid como lo que sois: un hombre que merece ser rey”. Y en el patio del castillo hay dos brujas danzando y cantando:

Brujas: Sueña, sueña
Duerme, duerme
Que la mano no sepa
Lo que el corazón teme
Hermanas, esa es la tecla
Clavar, clavar
lo que está inerte
Sueña, sueña
Duerme, duerme


La tercera bruja bajaba por la barandilla de la escalera al patio a reunirse con sus otras dos hermanas fatales y esto es lo que les decía mientras ríe: “Hermanas, he dibujado en el aire una daga, invoqué a Eolo y la daga guió a Macbeth hasta las reales estancias. ¡Qué imbécil! ¡Cómo discurseaba sobre el destino y qué metáforas!: que si el camino, que si el instrumento, que si Hécate, que si Tarquino, y cuando llega el momento fatal tiene que ser una Fatal la que culmine. ¡Sí, vuestra Maligna hermana ha matado al Rey mientras Macbeth hurgaba en su conciencia como quien se hurga en su nariz, conciencia cobarde, corazón de niño!”.
Pérfida.- “Yo he imitado al búho y al grillo”.
Horrenda.- “Yo he dormido a los guardianes y la Señora Macbeth ha hecho el resto. Cantemos”:

Todas cantan: Sueña, sueña
Duerme, duerme
El aprendiz de criminal
El examen suspende
Y será una Fatal
Quien todo lo enderece
Sueña, sueña
Duerme, duerme


Y tanto Macbeth como Lady Macbeth creen que el Rey ha muerto a manos del mismo Macbeth porque las brujas son invisibles a sus ojos. Y Lady Macbeth medita mientras Macbeth baja las escaleras: “Debería pediros perdón por haber dudado, futuro rey. No basta la ambición para cumplir lo predestinado. ¡Miles de puñales no son suficientes para matar a un hombre si el que lo empuña no le es! La duda no os ha atenazado. La duda es el reflejo de la ambición cuando equivocamos la meta. Sólo tenéis una y si los prejuicios os infestan como herida abierta yo os curaré. No debéis dudar porque si ambos os despojáis de títulos sólo sois dos hombres, y uno de ellos ha matado al otro”. Pero Macbeth, que lleva el puñal en la mano aunque no lo ha utilizado, no escucha a su mujer y ve con sorpresa que el Rey está muerto: “¿Duncam, qué prisa teníais en llegar a vuestro funeral cuando apenas esa daga que señalaba el camino había llegado a su destino? Si es así me sentiré menos culpable por haberos liberado de ese cuerpo ajado y cuarteado por el vino, el frío, la lluvia, los años. No recuerdo haber tenido piedad, pero tampoco siento satisfacción en todo esto; vuestro pecado es el del estorbo y de nada han servido todas vuestras virtudes para cambiar lo que han predicho las Hermanas. Si sois creyente sólo espero que hayáis muerto en el arrepentimiento porque nada mal deseo a vuestra alma”.

Sin embargo ha habido al menos un testigo de todo ello sin que Macbeth y Lady Macbeth se hayan percatado: es Banquo, que cree que Macbeth ha matado al Rey y, como quiera que ve a las brujas en el patio del castillo, decide hacer chantaje a Macbeth: el trono por el silencio. Ahora se dirige a ellas en estos términos: “Proféticas hechiceras, tengo una embajada digna de vuestra maldad, pero espero que sea provechosa para ambas partes. Decid al Duque de Glamis, el general Macbeth, que hay un testigo de su crimen que puede hacer saber su obra hasta la última piedra de Escocia; hacedle saber que puedo unir mis fuerzas con las del Rey de Inglaterra y aplastarlo como la vaca aplasta al despistado polluelo. No ha de tener prisa en ceñir corona”. Las brujas no contestan pero cantan en torno al caldero:

Todas: Mochuelo, mochuelo
Que nada se pierde
Con agitar el caldero
Danos lechones
Danos corderos
Que todo vale
Para este puchero
Lechones, lechones
Corderos, corderos
Sólo así ganamos
Con estos acuerdos
Que tampoco sabe
Que su hijo ha muerto
Ganamos si ganamos
Perdemos si perdemos
Lechones, lechones
Corderos, corderos

Pero aquí no acaban los testigos, porque Malcom, uno de los hijos del Rey ha observado todo: la muerte de su padre, a Macbeth intentando ser su asesino, a las brujas girando en torno al caldero y a Banquo negociando con ellas. Malcom toma su caballo y mientras se dirige a Inglaterra piensa sin mirar atrás, no vaya ser que los pensamientos cabalguen hacia el castillo de Macbeth: “Mi padre muerto. Aquí la traición huele y pesa y las razones son hueca palabrería que llenan los huecos que deja la mentira. Soy el futuro Rey y sólo pienso en la venganza: ¡mal empiece para ganarme la Corona!”.

Como puede observar el lector, la leyenda de Macbeth difiere cada vez más de la obra del divino William porque el dramaturgo busca el aplauso, juega con los sentimientos del espectador, reclama su atención a veces, otras busca su silencio. En el drama sólo importan las pasiones y las sensaciones. Ahí la lógica hace aguas y el autor busca la emoción como el líquido elemento el curso del menor esfuerzo. Pero vayamos a la leyenda, porque no hemos hecho más que empezar. Macbeth no ha olvidado las palabras de las Hermanas y por eso sabe que aún queda un problema que se le hace irresoluble y le dice a Lady Macbeth: “Querida esposa, ahora no me será difícil conseguir el apoyo de los nobles de Escocia para ser Rey. Era el general favorito de Duncam y los nobles de esta tierra no desean a su heredero natural, su hijo Malcom, porque es partidario de establecer alianzas con el Rey de Inglaterra. Pero yo no he hecho lo que hecho sólo para llegar al trono sino para asegurar que nuestros hijos lo alcancen también como corresponde a la tradición de los reyes de Escocia. Y aquí es donde una sombra oscurece mi sonrisa y fatiga mis párpados. Has de saber que las brujas de Escocia, las Hermanas Fatales, han pronosticado que nuestros descendientes no serán ninguno reyes de Escocia y, menos aún, padres de hijos de reyes de Escocia; de Escocia, este país por el que regaríamos sus surcos con nuestra sangre si ello asegurara su libertad e independencia de la pérfida Inglaterra, foco de maldad y tiranía. Si esto es así, prefiero renunciar a la Corona a que se cumplan los vaticinios de las Hermanas”. Lady Macbeth, asombrada, contestaba a su esposo de esta manera: “No os reconozco, ¿cómo sois capaces de hacer lo que habéis hecho y sin embargo tembláis por las palabras de unas hechiceras que sólo ven quienes les faltan determinación para convertir sus temores en acción? Tranquilizaos, porque las dudas que ahora tenéis no menguan vuestro valor por lo hecho. Algo de femenino hay en vos, querido esposo, que os impide culminar los propósitos hasta darlos fin. Yo acabaré lo que vos no podéis acabar y el hijo de Banquo, el joven Fleance, tendrá el mismo final que los que velaban por el sueño del Rey. Somos complementarios, querido Macbeth, y yo pondré la hombría que os falta para que cuando seáis rey se pueda decir: si soy rey, y si antes he sido un guerrero es porque aún antes fui un hombre. Dejad a las brujas en su mundo que en pocos días tendréis otro que gobernar”.

Ya lejos del castillo, al pie de los acantilados desde donde se adivinan las costas de Noruega, las Hermanas hablan al unísono: “Todo está sembrado: tenemos un rey muerto por nuestras manos; a un futuro rey que ha creído haber matado a su predecesor o que engaña con ello, que para el caso es lo mismo; tenemos a su esposa que ha manchado sus manos con sangre de los veladores del sueño del viejo rey; tenemos a Banquo disputando la corona a Macbeth; a su hijo con todo a su favor para dejar este mundo; y al hijo de Duncam, Malcom, buscando venganza y la corona de su padre. Y todo ha sido por nuestro arte. Ahora creen en nuestros vaticinios y no podemos defraudar: lo vaticinado será cumplido o nadie creerá en nosotras. Bailemos, cantemos”. Y las brujas bailan y cantan:

Brujas: Cumplamos, cumplamos
Pasó el tiempo de los vaticinios
Bebamos, comamos
Ahora toca cumplir los designios
Nuestras obras dedicamos
A nuestro esposo, el Maligno
Velamos
Decimos
Vayamos
Cumplimos
Que en juego se hayan
Los nuestros designios


Banquo está camino de Inglaterra y antes de llegar a la corte inglesa se encuentra con las brujas, porque en el mundo de la hechicería, el tiempo y el espacio tienen incontables direcciones, muestran insospechados encuentros, hayan espacios en los espejos, hogares en las grutas y descanso en los aires. Las brujas hablan con Banquo –o al menos eso cree él- y este medita en su montura de esta forma: “Dicen las brujas que Malcom está preparando un ejército para acabar con Macbeth y es aquí donde el corazón se muestra encontrado entre afectos y razones, lógica y deseos. ¿Qué es menos deseable, que mantenga la corona un traidor asesino o que los odiados ingleses hollen suelo escocés aunque sea por una buena causa? De otro lado no se que deseo menos, que mantenga la corona Macbeth mientras pueda mantener la cabeza que la sostiene o que la alcance Malcom como legitimo heredero y que tenga que decir: Adiós Banquo, tu ambición se perdió en las brumas de unos acantilados donde unas brujas jugaron contigo al gato y al ratón. Ahora me veo en el espejo y veo otro Macbeth que mata a otro Duncam. ¡Macbeth mata a otro Macbeth!”. Pero Banquo, mientras cogía su cabalgadura para ir en dirección de Malcom y unirse a su ejército, oye de nuevo cantar a las brujas y su canto le horroriza:

Brujas: Corre y corre
Muchacho tierno
Que alguien quiere
Mandarte al Averno
Huyamos, corramos
Persiguen puñales
Huyen caballos
Testigos son tales
Cortan los tallos
Enemigos reales
Corramos, huyamos
Adiós al infante
Banquo será rey
Pero ya no es padre
Huyamos, corramos
Testigos son tales


“Estas no son profecías, sino hechos: . ¡Adiós a la reflexión, adiós a mitigar el odio, adiós a refrenar la venganza para que tenga la apariencia de la justicia! ¡Hécate furiosa mata a Tamis y tráeme su venda! Mi alma se ha fundido y es sólo una roca vomitada por un volcán. No es bastante tu muerte, Macbeth: quiero tu sufrimiento; romperé todos tus huesos y seguirás vivo, y no tendrás ocasión para el arrepentimiento, para que tu alma sea una tea ardiendo en casa del Maligno. Y ahora quiero la locura para que la conciencia no me acobarde. ¡Fleance, hijo mío, no me esperes, que mi destino es el mismo que el de Macbeth!
Pero Fleance no ha muerto porque ha logrado huir de los esbirros de Lady Macbeth, aunque su esposo cree lo contrario y esto es lo que piensa Macbeth: “No me alegro del final del lechón; no fue ese mi deseo, ni esas fueron mis órdenes, pero lo hecho, hecho está. Ahora sólo quedan Banquo y Malcom. A Malcom le diré que yo no maté a su padre, que fueron sus guardianes y que matándolos se hizo justicia. ¡Bien saben los seres que habitan en los círculos celestiales que yo no deseaba su muerte y que mi ambición no traspasaba esos límites! Le cederé la corona aunque ello signifique el fin de mi esposa. En cuanto a Banquo, que le conozco como a un hermano, me temo que seremos el uno para el otro el Caín y el Abel. He de hablar con mi esposa”. Macbeth llama a un guardián para que la localice y este señala en lo alto de una almena a Lady Macbeth que canta con voz infantil:

Vuela paloma
Desde la almena
Acecha el halcón
Qué pena, qué pena
Para la dulce viuda
El amor ha pasado
Dicen que dice
Que ha dicho el hado
Que el amor que pasa
Pasa a deshora
Y a veces anida
Hora tras hora


“¡Que acabe el día, que se oculte el Sol para que no vean mis manos que emanan sangre y no encuentran la herida! ¡Un médico para este prodigio! El aire pesa y mancha la ropa; los espejos reflejan extraños seres deformes. ¡Quiero un peine, traedme un peine, damas mías! Un escalón, sólo hay un escalón entre la cumbre y la gruta, de donde salimos todos. ¡Oh, aquí hay palomas que aletean atravesadas por dardos! Volad, no muráis en tierra, que vuestro hogar es el aire: yo os acompañaré aunque corto sea el vuelo”. Y Lady Macbeth desapareció de la almena a la vista de su esposo. Este sólo dijo: “Fue y ya no es, eso es todo”. Y lejos de allí, las brujas cantan y danzan con locura:

Todas: El final se acerca
Y todo está al final
No importa el orden
Al final, matar, matar
Sorpresas aguardan
Esperar, esperar
El aire se espesa
Hermanas, danzad
La sangre ya brota
Sangrar, sangrar


Y ahora ya estamos en el campamento del ejército inglés al frente del cual están los hijos del asesinado rey, Malcom y Donalbain, y el general que los manda, Macduff. Es de noche y Malcom ha salido de la tienda de campaña. Hace un frío espantoso y la bruma no ha hecho más que comenzar. Malcom oye una canción a lo lejos del campamento y se acerca al lugar de donde salen las voces:

¿Por qué huyes?
¿De qué temes?
De mujer nacido
Enemigo no tienes
No huyas, no corras
¿Dónde vas?
¿Qué debes?
Nada has de temer
Si el bosque no viene
No huyas, no corras
Enemigo no tienes

Y Malcom, a medida que se disipa la bruma, ve un caldero que le es familiar porque ya lo ha visto antes: corresponde al de las brujas, pero estas no aparecen. Malcom se acerca más y cuando prácticamente se asoma al contenido del caldero, surge de repente y flotando en un mar de sangre la cabeza de su padre, el rey asesinado Duncam; Malcom, horrorizado, sale corriendo al campamento sin que pueda evitar oír la canción acompañada ahora de risas y tambores, a la vez que una voz que parecía provenir de todas partes y que le recuerda a la de su padre, repite machaconamente:

“Deshecha la apariencia, busca entre la bruma
Venganza, toda; justicia, ninguna”.

Malcom quedará anulado para la batalla que se avecina.

Las tropas que han de asaltar el castillo están ya preparadas y ocultas en el bosque de Birnam. Están mandadas por el mejor general inglés, Macduff, y por el hijo menor del asesinado rey, Donalbain. Macbeth espera en su castillo escocés a pie de la muralla en la torre del homenaje, con la mitad de su ejército, puesto que la otra mitad ha desertado al saber que los ingleses están acampados a menos de una milla. Y sin embargo no saben el efectivo inglés puesto que está oculto en el bosque. Macbeth habla para sus adentros: “Soy un guerrero y no rehúyo el combate, pero esta guerra es un absurdo: la patria dividida, mancillada la tierra por un ejército inglés al servicio de hermanos escoceses que me han declarado enemigo por causas que no me son imputables, aunque no puedo negar que no reniego de sus consecuencias. De nada han servido que mis emisarios tuvieran instrucciones de negociar todo esto, incluso el depositario de la Corona. ¡Una guerra por un equívoco, por una mentira! Quizá no sea inocente por mi ambición, pero tampoco soy culpable por mis acciones: a nadie he matado, nada he prometido que no cumpliera; tuve una terrible tentación, pero la guardé en el zurrón y ahí quedó. Soy culpable de aprovechar la ocasión como la urraca hace en sus visitas, pero si deseáis la guerra aquí está, nadie como yo disfruta con ella, ninguno mejor guerrero en el combate cuerpo a cuerpo; tampoco estoy falto de estrategia. La hora de las lenguas y sus parloteos han acabado: ahora hablarán las armas”. Y nada más acabar Macbeth, una sombra recorre la torre, el viento se levanta y el frío visita los huesos y las piedras, y el espectro de Lady Macbeth se pasea por la almena próxima a Macbeth y le habla de esta manera: “Mitigad vuestro espanto al verme de esta manera. Sí, soy vuestra esposa tras mi visita al Hades. Hay más allá, pero para vos es aún pronto. La causa de vuestro temor se debe a que nada os ha satisfecho en vida salvo lo que ahora se avecina: el combate. Sois un guerrero, pero sólo un guerrero, ninguna otra virtud. Os traigo templanza a vuestro espíritu y sosiego a vuestra ambición. Vuestro castillo y vos mismo no correréis peligro alguno mientras el bosque de Birnam no se mueva de donde está y nadie que haya nacido de mujer atentará contra vos. Sois libre; nada os apremia para hacer lo que no deseáis ni a renunciar a lo que es posible: la victoria ha de ser vuestra. Yo he de volver con Hécate, que a su servidumbre me ha destinado mis pecados. Recordad: nadie me ofende impunemente”. Y dice la leyenda que Macbeth se despedía de su esposa, de su espectro, alargando la mano al aire y con estas palabras: “Magníficas noticias me trae ese humor acuoso que se desvanece como la bruma: ahora defenderé el trono a sabiendas de que sólo la vejez puede derrotarme”.

El divino William cambió la leyenda desde el principio: hizo de Banquo un angelical guerrero exento de ambición, de Macbeth un asesino embargado en las dudas; mató a Banquo y al hijo y a la esposa de Macduff, el general al servicio de Donalbain; Malcom sobrevivió y a las brujas las convirtió en andrajosas y enigmáticas pitonisas. Son prerrogativas de todo poeta, que convierte todo material histórico, filosófico, en instrumento literario para que el espectador –en el caso del teatro- pestañee cuando el poeta lo decida. Pero la leyenda tiende a la reflexión y a la moraleja como el salmón busca desovar en el nacimiento del río que le vio nacer. La parte débil de la obra del gran William es la que le ha dado más fama: la del bosque de Birnam y el del imposible nacimiento del que ha de acabar con él. El bardo inglés lo arregló como todo el mundo sabe con las ramas que cortaban los soldados ingleses para ocultar su cifra y avanzar sin ser vistos, y con el nacimiento de Macduff, el general del ejército de Donalbain, nacido de una cesárea con su madre ya moribunda: demasiado teatral. Eso no cuadra con ninguna leyenda que pueda relatarse como tal. Pero sigamos con ella, querido nieto, que yo he indagado en textos gaélicos de notable antigüedad. El caso es que nos hemos dejado a las brujas hace ya tiempo, las verdaderas artífices de todo este desaguisado. Fueron ellas las que movieron el bosque de Birnam con sus poderes para hacer cumplir sus propias profecías y uno de los generales del ejército inglés, por orden del aterrado Malcom, mató a Banquo cuando este subía a la torre del homenaje y así poder asegurarse la Corona: Malcom le libró del placer de una venganza que era una mentira, porque nosotros sabemos que el hijo de Malcom, Fleance, vive prisionero de las Hermanas Fatales. Al final Donalbain, el vivo sacado de la muerte, mató a Macbeth, aterrorizado al ver al bosque de Birnam moverse y saber por boca del mismo Donalbain lo singular de su nacimiento. Y la leyenda continua, porque en muy poco tiempo murieron sucesivamente Malcom y Donalbain, los hijos del desgraciado Duncam. Y cuenta que hubo una revuelta de nobles que eligieron Rey a Fleance, el hijo de Banquo, asesinado por orden de Malcom como ya queda dicho. Y de esta manera se cumplieron las profecías de las brujas. No se tiene constancia escrita de leyenda alguna que atribuya a las Hermanas Fatales los fallecimientos extraños y prematuros para la realeza de los hijos de Duncam, pero el lector que ha seguido esta historia tiene motivos para sospechar.

Cuentan los lugareños que en tierras brumosas del norte de Escocia, en las gélidas noches de invierno aún se oye esta canción sin que nadie sepa quien la canta:
Discordia, discordia
Mentira, mentira
Sembremos, sembremos
Hagamos una pira
Sólo la venganza
Alimenta la ira
Discordia, discordia
Mentira, mentira

Y aquí acabó la narración de mi abuelo. Yo, entonces, mirando el libro del gran William que tenía en mis manos le pregunté: “Abuelo Berto, me queda la duda de si en la leyenda o en la propia obra de Shakespeare indican algo de quiénes eran en realidad esas brujas, tan maltratadas por los Papas, las religiones cristianas; de qué estaban hechas: tienen sustancia, algo de realidad, o son meros sueños y deseos; o sólo fueron desgraciadas mujeres asesinadas por el miedo, la envidia, la codicia y las… instituciones religiosas y seculares”. Al comprobar que no obtenía pronta respuesta levanté la cabeza y encontré el porqué: mi abuelo se había quedado dormido. Sé que la pregunta era trivial y retórica, pero no se me ocurrió otra cosa. Por cierto: ¿dónde y cuándo había aprendido mi abuelo el gaélico?


Madrid, 26 de noviembre de 2008

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