4 dic 2008

El robo del fuego

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por Antonio Mora Plaza
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Un día que estaba sobre la pista del relato “La pupila de la aurora” en la biblioteca que fue de mi abuelo porque me intrigaba sobremanera si la persona que conocí en su entierro era sólo Guillermina y no la auténtica Margaretta, la que fuera Mata-Hari, me encontré un texto escrito en las últimas páginas del Prometeo que poco tenía que ver con el relato. Dice así el texto: “Todas las culturas tienen en común el mito del nacimiento del fuego: los investigadores eurocéntricos han depositado en el cambio del nomadismo al sedentarismo el momento del nacimiento de las civilizaciones; otros lo han hecho en el habla, en la comunicación verbal”. Mi abuelo sostenía que eso es un deformación intelectual reciente, que el verdadero cambio, el salto de un estado primitivo a otro que posibilita el nacimiento de una civilización es el fuego, pero que la machacona insistencia de los mitos en ello ha tenido un efecto perverso. Sigo con el texto de mi abuelo: “… y la razón es que el fuego encierra todos los elementos: lo simbólico, como el nacimiento de la luz; lo mágico, como la erupción de los volcanes; lo realista, como instrumento de cocción; el fuego es a la vez la serpiente vibrante que se eleva, el alma que se cimbrea cuando abandona el cuerpo, la luz del final del túnel, la noticia del enemigo, el calor llevado en volandas, el amor que caliente e ilumina”. Luego el texto remitía a un libro de Faustino Cordón. Lo busqué y allí estaba esta leyenda que dice que…

…cuando los tabaosimos -el Consejo de Ancianos azteca- estaban reunidos, una bola de fuego humeante atravesó los cielos y se perdió más allá de las montañas. Entonces decidieron los ancianos que una expedición de guerreros iría allá, a las montañas, a buscar ese extraño, volante y rojizo objeto, con el fin de saber si era un enviado del dios solar Huitzilopochtli, si era un castigo, o si algo bueno podía surgir de ese ser volante. Y la expedición se puso en marcha, pero cuando atravesaron las primeras montañas vieron que los rastros de la bola de fuego iban más allá, a la siguiente hilera de montañas, y allá fueron; y cuando allí llegaron de nuevo el rastro seguía adelante, hasta otra nueva hilera. Los valientes guerreros, que no conocían el miedo ni el cansancio, siguieron el rastro, pero cuando llegaron a las nuevas montañas el rastro continuaba más allá aún. El caso fue que cuando hubieron atravesado la quinta cordillera, las huellas del fuego se perdían en el horizonte, y los guerreros, más desanimados que agotados, decidieron volver a su población conscientes de que no serían bien recibidos por su pueblo, y menos aún por el Consejo. Una vez que supo el jefe de los Ancianos la noticia, dice la leyenda que estas fueron sus palabras:

“¡Oh diosa de la Tierra, temible Coatlicue, danos tu perdón por haber fracasado en nuestra misión y danos a tu hijo llameante para que podamos tener calor en las noches de los inviernos! Haremos cuantos sacrificios pidáis, sea de animales o de humanos, sea caminando en las frías auroras, sea navegando en tus lagunas cuando el Sol es cruel, sea recorriendo los cerros en los crepúsculos, donde acechan las bestias de ojos sin párpados”. Dice la leyenda que al acabar estas palabras un fortísimo viento surgió de entre templos y pirámides que se convirtió en sonidos ululantes, y que el chamán-jefe lo interpretó de esta manera:

“Pueblos azteca y tarasco, tendréis el fuego que tanto anheláis,
pero la tea que os traiga el fuego será a la vez
principio y destino, medio y fin, causa y efecto, pecado y castigo”.

Asombrados quedaron los ancianos por esas enigmáticas palabras y las grabaron en piedra, sin saber si eran una profecía, una amenaza, un deseo cumplido, o todo a la vez. Y cuando más consternados estaban los pobladores y sus miradas se elevaban a las nubes y montañas en ademán de súplica, vino al poblado azteca un forastero, un tiacuache, cargando una bolsa enorme a sus espaldas y dirigiéndose al Consejo de Ancianos que en el Templo Mayor estaban les dijo estas esperanzadoras palabras:

“Yo se cómo obtener el fuego permanente que os hará recuperar las ilusiones y satisfacer necesidades, pero ello no se consigue sin sacrificios. Estas son mis condiciones para toda la población, incluidos, claro está, el Consejo, chamanes, astrólogos y escribanos: deberéis ayunar cinco días al mes; deberéis absteneros de hacer sacrificios humanos y de animales jóvenes; deberéis depositar vuestras joyas y adornos de oro, de plata y piedras preciosas en una sala del Templo Mayor; sólo cazaréis los necesario para vivir, pero nadie vivirá para cazar; daréis de comer a niños, ancianos y mujeres encintas y a cuantos no puedan valerse por sí mismos; no conquistaréis otros pueblos, no haréis prisioneros y ni esclavos, y sólo os estará permitido el uso de armas de guerrear en defensa propia; habrá jueces para juzgar conductas; por último, la ley escrita estará por encima de costumbres y deseos de los juzgadores”. El Consejo de Ancianos en un principio rechazó tan peregrinas e inéditas condiciones, pero entonces Yaushu les lanzó el carnero asado que llevaba en la enorme bolsa y les dijo: “A eso es a lo que renunciáis”. Comieron los miembros del Consejo y la población allí congregada, y no pasó mucho tiempo cuando aceptaron las condiciones del tiacuache. De nuevo les habló: “Si cuando tuvierais el fuego no respetarais esas condiciones, el fuego se extinguirá como la luz se apaga cuando el Sol descansa de su fulgor, no sin antes hacer un enorme estropicio”.

Y Yaushu partió a donde no habían llegado los guerreros aztecas y se llevó un pellejo de pinone, comida que estaba hecha por los brujos del poblado a base de harina de maíz, canela, plantas aromáticas y alcohol destilado de arroz. Y cuando hubo andado muchas jornadas sin descansó llegó hasta los cerros -desde donde se veía el mar-, encontró una gruta y en ella a un viejo vestido con cuatro harapos y -lo que era más importante- se hacía acompañar siempre por una tea que ardía sin consumirse. Al principio Yaushu fue recibido con hostilidad por el viejo porque estaba muy celoso y orgulloso de su fuego, pero entonces el enviado del Consejo le acercó el pellejo con el pinone y el viejo lo bebió, primero con precaución, pero luego lo fue acabando con deleitación. Entonces se animó el viejo y le habló a Yaushu con una frialdad y entereza que el enviado del Consejo no esperaba: “Forastero, si el cansancio te abruma, descansa; si el sueño te vence, duerme; si tu misión es recoger plantas medicinales y semillas, hazlo, que aquí hay de todo eso y en abundancia, pero nunca has de tocar esa tea ardiente porque sólo desgracias puede traerte a ti y a los que te han enviado, y no preguntaré tu verdadera misión porque no quiero que ensucies tu conciencia con la mentira”. A esto contestó Yaushu, el enviado: “Mi deber es ayudar a mi pueblo sin molestar a los dioses; mi deber es dar la felicidad sin quitársela a nadie; mi obligación es velar por la paz y procurar que los que quieren la guerra no tengan poder suficiente para imponerla a los que quieren la paz. En poco tendré una habitación llena de adornos de oro y plata, y también de piedras preciosas, las adorables lágrimas de los dioses. Todo será tuyo si cambias de opinión y compartes el fuego conmigo y mi pueblo”. Fue entonces que el viejo se levantó braceando y con los ojos enrojecidos y estas fueron sus palabras que salían como silbadas de su boca desdentada: “Jamás os llevaréis el fuego porque eso es una promesa a los dioses; porque todos los fuegos son hijos de Huitzilopochtli, el dios solar. Lo que intentáis es equivalente al secuestro de sus vástagos, y ya conoces el producto de su ira que a todos alcanza: bolas candentes que atraviesan los aires, montañas que vomitan fuego, sombras en los cielos, en la tierra mantos de ceniza, vientos irresistibles, torrenciales lluvias, destrucción y muerte por doquier, porque por ese pecado los dioses no buscan la justicia sino la venganza. Estás advertido: no toques el fuego”. Yaushu se sentó, calló y observó.

Al poco tiempo quedó el viejo dormido por el mucho alimento y el no menos alcohol ingerido, y Yaushu aprovechó la ocasión para robarle la tea ardiente y salir corriendo en plena noche. Al principio parecía fácil la empresa, pero a medida que corría, el viento se hacía más fuerte y la tea o antorcha ardía más y el fuego se hacía más grande, y Yaushu se dijo: “Si me paro el fuego consumirá la tea y si corro lo consumirá más deprisa por la acción del viento y, en ambos casos, no llegaré al poblado con la misión cumplida”. Y cuando estaba en esa tesitura vio que el viejo corría tras sus pasos con otra antorcha ardiente y pensó: “Si consigo la otra fundiré ambas antorchas, la suya y la mía, y llegaré al poblado a satisfacción de todos”. Entonces se le ocurrió que en lugar de esconderse del viejo debía correr todo lo que pudiera, pero dejando las pistas necesarias para que el viejo le siguiera. Y así ocurrió, pero el viejo -como había previsto Yaushu- no pudo resistir el ritmo de la persecución y cayó extenuado, momento que aprovechó el enviado de los Ancianos, tomó la antorcha del moribundo y, entre ambas, logró hacer una lo suficientemente grande como para llegar al poblado azteca, pero también demasiado grande como para no impedir que el fuego se extendiera a su brazo e indumentaria; y así, exhausto y casi ardiendo, pudo llegar al Templo Mayor, depositar el fuego en la sala hipóstila y despedirse del mundo de los mortales.

Cuenta la leyenda que durante muchos meses lunares y muchas estaciones, aztecas y tarascos -antes de las guerras civiles que les llevaron a separarse y considerarse enemigos- guardaron el fuego en templos y pirámides e hicieron de Yaushu un héroe. Sin embargo, es sabido que el tiempo relaja las costumbres, equivoca la memoria, olvida las promesas y cambia las tradiciones, y los pobladores aztecas -junto con sus ancianos y chamanes- relajaron las obligaciones y promesas contraídas con su ahora héroe, y las joyas y piedras preciosas dejaron de llegar, se olvidaron de los ayunos, se recuperaron los sacrificios -incluso humanos-, se volvió a las armas y a la guerra de conquista, y todo, todo lo prometido… se olvidó. Y ocurrió lo que cabe imaginar: que el día en el que la sala de los tesoros estuvo vacía por las pocas entradas, por los muchos robos y por los no menos regalos fruto de la corrupción, un viento huracanado apagó todas las antorchas y ahogó todos los fuegos; a continuación, el volcán que presidía la cumbre de la montaña -a cuya falda estaba el poblado- entró en erupción vomitando fuego, lava y ceniza. Dice la leyenda que una bola de fuego cayó sobre el Templo Mayor cuando estaban reunidos el Consejo de Ancianos y algunos de los chamanes, y derribó la techumbre y atascó las puertas, y todos los que estaban dentro se convirtieron en poco tiempo en teas humeantes entre pavorosos gritos. Todo cuanto hicieron los pobladores por apagar el Templo fue inútil. Se dice que aún continúa ardiendo, aunque sólo los espectros de los que murieron en él pueden verlo. También dicen los visitantes del poblado que un espectro entra y sale con una antorcha en la mano y grita: “Soy Yaushu, el Enviado”. Pero esto último es sólo la leyenda de una leyenda, es decir, sólo es viento, humo, sombra…, nada.



Madrid, 11 de noviembre de 2008

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