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Antonio Mora Plaza
Antonio Mora Plaza
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Decía mi abuelo que todo lo significativo que le pasa a una persona podía ser contado en 3 o 4 centenares de palabras, y el resto es espuma y hojarasca. Y a continuación añadía: “… pero de esa espuma, fruto de la agitación de las almas, de esa hojarasca que deja al árbol desnudo, descarnado, están hechos los Hamlets, Antígonas, Segismundos, Electras, Faustos, Medeas, Quijotes, Semíramis, Prometeos, Celestinas, Climtenestras, y… Edipo”. Esto lo vi anotado por mi abuelo en un libro de Robert Graves que no recuerdo su título. Todo ello viene a cuento porque tengo en mis manos un relato del que nunca me habló mi abuelo. El gustaba de leyendas incas, babilónicas, árabes, indias…, siempre alejadas de nuestro próximo pasado griego y romano. En todo caso, no le hacía ascos a las provenientes de nuestra llamada piel de toro, o como decía él que decía un filósofo alemán, de ese pueblo “que ha querido ser demasiado”. Quizá era el respeto que le merecía los padres de nuestra civilización –según él-, o quizá, porque deseaba alejarse de lo inmediato, de lo trillado, de lo incuestionable. Mi abuelo decía que “sólo le merecía la pena lo heterodoxo, lo críptico, lo apócrifo, lo apostatado, lo condenado, lo derrotado, lo irreverente, lo insólito, lo insoportable,… lo olvidado, pero siempre que fuera verosímil. La verdad está ahí, sin la lógica de la historia que embadurnan los historiadores, en el inconsciente, en el instinto. La lógica es la urdimbre de lo inexplicado, de lo irracional, de lo aleatorio”. Queda dicho que mi abuelo era radical, pero tan sabio y coherente, que sólo ahora, cuando de él nos quedan –y nada menos- su memoria y sus escritos, me atrevo a emplear esa palabra, radical, con la tranquilidad de saber que para él y su biografía es lo contrario de… extremista: iba a la raíz como el árbol busca la tierra húmeda bajo su tronco. De Edipo dejó escrito: “A pesar de lo que diga el filósofo y filólogo alemán, la Tragedia, como género, nace con Edipo Rey, porque de ahí surge el dilema de la libertad: ¿somos libres de navegar por el mar de la libertad o son los vientos y corrientes los que nos zarandean, convirtiéndonos en espectadores de nosotros mismos? En Edipo Rey, Sófocles plantea el dilema, pero atenuado, porque actúa libremente pero fruto de su… ignorancia. Se presenta en escena con la tarea hecha y toda la obra gira en cómo va descubriendo la verdad: que ha matado a su padre, ha yacido con su madre y ha engendrado hijos que serán malditos por su culpa. Shakespeare y Calderón arreglarán el asunto siglos más tarde”. Yo ni quito ni pongo, sólo transcribo. Mi abuelo es autor de este relato que se aparta de la obra de Sófocles por lo que yo he podido comprobar. El decía “que la literatura es una degeneración de la tradición oral del relato; que la novela está hecha para alimentar al escritor y el teatro para forzar el silencio del espectador y luego su aplauso; y que la buena literatura es el cuento, la leyenda y la épica”. Lo que digo, era un radical. Sin más dilación expongo lo que dejó escrito mi abuelo del mito de Edipo. El lector que haya leído a Sófocles notará las diferencias.
Cuenta la leyenda que en Tebas, capital de las 100 puertas, bellísima ciudad de innumerables templos y palacios, confluencia de caravanas del desierto, de agricultores del Nilo, de comerciantes de Persia, testigo y destino de la vida y de la muerte, se declaró en fecha no aclarada una epidemia que asoló los campos, mató a los ganados, dejó yermos los vientres de las tebanas y diezmó a los vivos, de tal manera que ni las oraciones, ni los cantos religiosos de los sacerdotes a Amón, el dios de la ciudad, ni a otros dioses más antiguos pero tolerados, como Mut y Jonsu, lo evitaron. Consultados muchos oráculos y hechos muchos sacrificios, sólo uno llamó la atención porque era un enigma: era el oráculo de Delfos, dedicado al dios Apolo y decía:
¿Qué ser se apoya en 4 extremidades al amanecer, cuando Febo asoma por el horizonte;
tiene 2 al mediodía, cuando los rayos del astro muestran su tiranía;
y 3 en la noche, cuando la luna reina en su negrura?
Sobre la ciudad merodeaban multitud de rapaces esperando que los vivos sean cadáveres y con tal hambre por las muchas jornadas sin comer, que a veces no esperaban la muerte y picotean con sus afilados picos y desgarran con sus garras terribles a los vivos. Y de todas ellas una sobresale por su tamaño y agresividad: la esfinge, ser devenido en mitológico, que tiene el cuerpo de león, garras de águila y cabeza, dicen,… que de mujer. Este ser ha prometido que dejará la ciudad en paz si algún forastero descifra el enigma del oráculo de Delfos, pero que será condenado, cual Prometeo, a ser desgarrado y comido vivo si falla en su solución. Muchos príncipes y nobles de la ciudad han muerto en el intento porque no podían rehusar sus obligación de ser benefactores de la ciudad.
En esto que llegó un peregrino proveniente de la ciudad de Corinto que decía llamarse Edipo, que cojeaba ostensiblemente, y deteniéndose en la puerta grande de la ciudad destinada a Febo dijo:
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Asombrados quedaron los tebanos y desesperada la Esfinge, que no podía quedarse más en la ciudad porque el oráculo había sido descifrado y temía la ira del Olimpo. Entonces el monstruo se acercó a Edipo y le dijo: “Crees que has vencido, pero sólo has ganado una batalla, porque no sólo el hombre cumple el oráculo, y cuando Apolo y los demás dioses del Olimpo descuiden la protección de la ciudad, cuando el viejo dios Amón sólo sea un recuerdo, volveré de nuevo, con un nuevo ejército más hambriento y numeroso, y no quedará ser vivo que lo sea sobre la ciudad. Eso ocurrirá al menos que me digas cuál es ese otro ser que cumple a satisfacción el oráculo de Delfos. Y te digo aún más y grávate esto:
Tu padre no es tu padre;
tu madre no sólo es tu madre;
y no verás tu muerte, pero morirás”
Y la esfinge salió de la ciudad y con ella su ejército de rapaces, dejando apresuradamente restos de cadáveres entre sus garras.
Edipo fue recibido por la reina de la ciudad, Yocasta y le dijo: “Eres el Salvador que tanto esperábamos; descifraste el enigma y te enfrentaste a la Esfinge, y además eres príncipe de Corinto; eres joven, aunque no agraciado; estás dotado de la fe, voluntad e ingenio que nos ha faltado durante tanto tiempo. Tu recompensa es reinar conmigo en Tebas y yacer juntos para darme nuevos hijos que aseguren la descendencia. No soy tan joven como parezco porque por edad incluso podría ser tu… madre, pero espero serte agradable y compartir la corona y el lecho contigo”. Edipo contestó: “Gustoso acepto todo cuanto has dicho y velaré por la ciudad, para que no se repitan los pasados y tristes hechos”. Y los tebanos celebraron todo: la epidemia que se levantaba, las mujeres que volvían a parir, que los campos volvían a la cosecha y las ganaderías al pasto y al forraje.
Pero no quiere la diosa Fortuna extender su manto más allá de lo imprescindible porque, un día que Edipo se dirigía a Corinto a contar a sus padres su desposorio con la reina de Tebas, aconteció que se encontró con una caravana de 2 carros y casi una decena de jinetes a caballo que se detuvieron impidiendo su paso. Del segundo carro se bajó un hombre cubierto de un vestido de una sola pieza y le dijo: “Detén tu paso y baja de tu caballo. Sé quien eres y donde vas. Has salvado la ciudad de Tebas… temporalmente. Yo soy tebano y te estoy agradecido, pero debes dejar la ciudad, volver a Corinto para quedarte y olvidarte de la que ahora es tu esposa, porque no sólo es tu esposa. No quieras saber más, porque a veces la ignorancia nos hace más felices que la sabiduría. Los años, cargos, experiencias y estudios me han hecho coquetear también con ella y no conozco la dicha. No vuelvas a Tebas. No es una amenaza, es una advertencia, y no tengas miedo de mí porque yo soy algo más que un desconocido para ti, aunque no lo creas. Créeme y no preguntes. Ve a Corinto sin mirar atrás y no salgas de allí”. Pero Edipo, que a pesar de su cojera no conocía el miedo, le dijo: “No sé quién eres, me adviertes de peligros que no conozco, me aconsejas sin darme razones y te interpones en mi camino. No quiero matarte, pero no dudaré en hacerlo si sigues obstinado en lo uno y en lo otro: argumenta mejor o despeja el camino”. Y el extraño personaje le contestó: “Tampoco te deseo daño alguno y si supieras que no es la primera vez que nos hemos visto y en qué circunstancias, comprenderías porqué es ese mi deseo. Ahora no puedo darte explicaciones que no creerías. Ve conmigo a Corinto y repasemos el pasado, veamos a personas que hemos conocido y tu corazón verá la luz que tu razón te niega. Ve conmigo, no como prisionero sino como huésped”. Y Edipo, que tenía agotada la paciencia, le contestó encabritando su caballo y tensando su arco: “El rey de Tebas no es huésped de unos menesterosos y menos su prisionero. Eres un viejo educado, pero déjame seguir antes que acabe con tus huestes y tu oratoria”. El extraño personaje hizo una señal para que sus acompañantes apresaran a Edipo, pero éste, con la velocidad de Hermes y la puntería de Diana, disparó su arco 3 veces con 3 flechas cada vez y mató a los acompañantes; a continuación sacó una espada corta y amenazó al viejo. Este continuó con su pausado parlamento: “Veo que tu cojera no te impide ser veloz y preciso. Te contaré todo y toda la verdad. Yo soy Layo y tú no eres hijo de… ”. Y cuando esto decía vio el viejo a la Esfinge que tensaba un arco y se abalanzó sobre Edipo para protegerlo, pero se encontró con la espada del nuevo rey de Tebas cuando se prestaba a enfundarla, y el viejo murió en el acto. La Esfinge desapareció sin que Edipo la viera y creyó que había matado casi sin querer al viejo.
Edipo visitó Corinto, vio a sus padres y fue su huésped durante 3 días. Muchos corintianos se ufanaron de ver de vuelta al príncipe, pero el nuevo rey tebano debía cumplir las obligaciones de su cargo y volvió a Tebas. Y cuando divisaba la ciudad notó un olor desagradable y de nuevo las aves rapaces que revolotear. Entró en Tebas y se encontró a la ciudad igual que antes de descifrar el oráculo. Los tebanos estaban divididos en sus opiniones respecto al nuevo rey: unos decían que era la causa de la nueva epidemia; otros, que lo mismo que los había salvado de la anterior lo haría ahora. Vio a Yocasta, su mujer, y le preguntó el porqué y ella le dijo: “Ha vuelto la Esfinge protegida por el Hades e insiste que tú no descifraste del todo el oráculo porque no sólo es el hombre el ser que cumple lo dicho por el oráculo de Delfos”. Y Edipo le dijo: “Reúne a la gente en el ágora, frente al tempo de Diana”. Así hizo Yocasta, la madura mujer de Edipo y cuando la multitud desesperada, hambrienta y sucia estuvo en la inmensa explanada habló de nuevo Edipo:
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Y de nuevo la esfinge desapareció con su ejército, la heridas de los tebanos se cerraron, la mujeres encintas volvieron al alumbramiento y los campos y animales quedaron en su estado anterior. Y de nuevo hubo unanimidad: Edipo había salvado a la ciudad. Pero cuando todo parecía alegría y celebración, de nuevo el Hado se mostraba inoportuno: unos soldados que iban a Corintio habían encontrado el cadáver que en tal estado había dejado Edipo al viejo en el cruce de caravanas. Lo trajeron a Palacio y Yocasta que lo vio dijo apesadumbrada: “¡Oh negra noche, enlutada sin luna!, es Layo, mi antiguo esposo. Aunque se apartó de mí sin explicaciones, nunca le deseé ningún mal. Era sabio y generoso, aunque nunca comprendí porqué hizo lo que hizo. Quiero, esposo mío, que se le rindan honores de rey en los funerales. Si es tebano su asesino nos traerá desgracias a esta ciudad y no son pocas las que hemos soportado”. Edipo guardó silencio porque ahora se daba cuenta que su valor no estaba regado por la prudencia necesaria que hace crecer a un gobernante: demasiado impulsivo. Ahora recordaba que las palabras de la Esfinge y las de Layo concordaban demasiado.
Reunido el Consejo de la Ciudad acordaron llamar a Tiresias, el advino ciego, para indagar sobre el futuro de Tebas y de sus habitantes, y esto es lo que dijo: “Ilustres representantes de la ciudad, ciudadanos. Todos hemos celebrado la llegada de Edipo, el nuevo Rey. El ha levantado por 2 veces la maldición que pesa sobre nosotros, adivinando los enigmas con que los dioses nos han castigado por no se sabe qué culpas. Sin embargo, aconsejo y pido yo ahora que el nuevo Rey abandone la ciudad y vuelva a Corinto, porque pesa sobre nosotros una profecía aún más terrible que los acertijos de la Esfinge que dice:
Llegará un extranjero que no es hijo de quien es hijo;
tendrá a la vez hermanos e hijos;
y derrotará al enigma cuando no vea al enigma y morirá a sus manos
Debemos volver al culto de Amón y a los antiguos dioses de la ciudad que nunca mal nos hicieron y siempre nos protegieron de las pestes en esta ciudad, tan abierta al peregrino, al extranjero, destino de árabes del desierto, de negros del Alto Nilo y de comerciantes de Persia, de India y aún de lugares más remotos. Nuestras puertas nunca se cierran y por ello nuestros corazones deben permanecer abiertos también a la libertad de cultos. Soy tebano y mis ofrendas van para el dios Amón, pero de mis hijos son para otros sus rezos y de ello estoy orgulloso. Edipo, vuelve a Corinto y reemplaza al rey porque el rey ha muerto. Eso es todo”.
Quedó consternado Edipo por las palabras del vate ciego, sobre todo por las últimas, se preparó para su salida de la ciudad y dirigiéndose a su esposa Yocasta le dijo estas enigmáticas palabras: “Espera mi vuelta pero, en contra de la costumbre tebana, prepárate para gobernar sola. Me acompañará tu daga para defenderme de mis… fantasmas”. Y marchó a Corinto donde encontró a su padre moribundo, pero no muerto, y a tiempo de que el venerado Pólibo dijera a Edipo: “Querido y amado Edipo, ya no puedo guardar el secreto que tanto tiempo te he ocultado: en la otra vida sólo se descansa desnudo de mentiras, secretos y ambiciones de esta otra. Te he querido como un hijo, pero no eres mi hijo. Un pastor me entregó un bebé en el monte Citerón. Me dijo que a su vez se lo había entregado un sacerdote de la casa de Layo. Aquel debía matarlo, pero su conciencia no estaba hecha para un asesinato tan vil y pidió al pastor que lo criara y ocultara y que nunca supiera su identidad. Ese pastor lo era de mi ganado y murió al poco de recogerte. Ese niño eres –o eras- tú. Tu madre y yo te hemos criado como un príncipe y para mí eres el legítimo sucesor, pero tu verdadero padre es Layo, rey de Tebas, y del que desconozco su paradero. Sé que tu ahora ocupas su trono y no sé si algo… más. Ya no veo. Dime, príncipe y rey, si he obrado bien o soy el causante… “. Y el Rey Pólibo murió. Edipo, desesperado, le dejó en el suelo, se arrodilló, tomó la daga de su esposa y… madre y se sacó los ojos. Ciego y ensangrentado volvió a Tebas, y cuando entraba en la ciudad notó de nuevo el olor de la muerte y la enfermedad; oyó de nuevo a las rapaces graznar; y cuando hubo llegado a Palacio rodeado de una multitud enferma, sorprendida y acongojada, se dirigió desde la más alta escalinata -de más de 30 pies- a los cielos con estas palabras: “Dioses del Olimpo, sé que mi ofensa es terrible porque he matado a mi padre y desposado a mi madre, pero caiga sobre mí el castigo y no sobre Tebas y sus inocentes ciudadanos. No ha sido suficiente para ello descifrar los enigmas de Delfos, pero ahora me propongo acabar con la Esfinge, el monstruo que asola la ciudad, instrumento de mis pecados. Asoma por aquí fiel enemiga y enfréntate con este ciego que quiere redimirse”. Y en efecto, la Esfinge apareció y se acercó a Edipo con estas palabras: “Las profecías se han cumplido y todo lo que habéis hecho tú y tus allegados sólo han servido para atarlas aún más a su destino anunciado. He cumplido con Hades, mi señor, y tú cumple con los tuyos dejando de ser príncipe, rey, esposo e hijo a la vez y, por último, parricida. La altura es suficiente; cumple tu destino”. Y Edipo le contestó: “Sea, cumplamos” y se lanzó al vacío pero agarrando a la Esfinge con tal fuerza que no pudo eludirle; cayeron ambos y en tan corto tiempo, Edipo la clavó la daga en el pecho; Tiresias, el ciego, disparo su arco y le atravesó la cabeza; y Creonte, el hermano de Yocasta, la partió las extremidades con un hacha cuando ya besaban el suelo. La Esfinge había muerto y de nuevo las rapaces abandonaron la ciudad, los habitantes se sintieron aliviados y las negras nubes se difuminaron. La Reina, Yocasta, se dirigió a su hijo y esposo moribundo y Edipo le dijo sin esperar sus palabras: “madre, no hagas lo que está en tu mente. Gobierna esta ciudad mientras sus habitantes no te rechacen”. Y Edipo murió. Y dice la leyenda que eso hizo Yocasta, pero cuando un golpe de palacio le quitó el poder se fue al monte Citerón y se lanzó al vacío. Y dicen los que habitan las proximidades del monte que, a pesar de los siglos transcurridos, aún resuena el grito de una mujer, esposa y madre desesperada.
Madrid, 9 de septiembre de 2008
Decía mi abuelo que todo lo significativo que le pasa a una persona podía ser contado en 3 o 4 centenares de palabras, y el resto es espuma y hojarasca. Y a continuación añadía: “… pero de esa espuma, fruto de la agitación de las almas, de esa hojarasca que deja al árbol desnudo, descarnado, están hechos los Hamlets, Antígonas, Segismundos, Electras, Faustos, Medeas, Quijotes, Semíramis, Prometeos, Celestinas, Climtenestras, y… Edipo”. Esto lo vi anotado por mi abuelo en un libro de Robert Graves que no recuerdo su título. Todo ello viene a cuento porque tengo en mis manos un relato del que nunca me habló mi abuelo. El gustaba de leyendas incas, babilónicas, árabes, indias…, siempre alejadas de nuestro próximo pasado griego y romano. En todo caso, no le hacía ascos a las provenientes de nuestra llamada piel de toro, o como decía él que decía un filósofo alemán, de ese pueblo “que ha querido ser demasiado”. Quizá era el respeto que le merecía los padres de nuestra civilización –según él-, o quizá, porque deseaba alejarse de lo inmediato, de lo trillado, de lo incuestionable. Mi abuelo decía que “sólo le merecía la pena lo heterodoxo, lo críptico, lo apócrifo, lo apostatado, lo condenado, lo derrotado, lo irreverente, lo insólito, lo insoportable,… lo olvidado, pero siempre que fuera verosímil. La verdad está ahí, sin la lógica de la historia que embadurnan los historiadores, en el inconsciente, en el instinto. La lógica es la urdimbre de lo inexplicado, de lo irracional, de lo aleatorio”. Queda dicho que mi abuelo era radical, pero tan sabio y coherente, que sólo ahora, cuando de él nos quedan –y nada menos- su memoria y sus escritos, me atrevo a emplear esa palabra, radical, con la tranquilidad de saber que para él y su biografía es lo contrario de… extremista: iba a la raíz como el árbol busca la tierra húmeda bajo su tronco. De Edipo dejó escrito: “A pesar de lo que diga el filósofo y filólogo alemán, la Tragedia, como género, nace con Edipo Rey, porque de ahí surge el dilema de la libertad: ¿somos libres de navegar por el mar de la libertad o son los vientos y corrientes los que nos zarandean, convirtiéndonos en espectadores de nosotros mismos? En Edipo Rey, Sófocles plantea el dilema, pero atenuado, porque actúa libremente pero fruto de su… ignorancia. Se presenta en escena con la tarea hecha y toda la obra gira en cómo va descubriendo la verdad: que ha matado a su padre, ha yacido con su madre y ha engendrado hijos que serán malditos por su culpa. Shakespeare y Calderón arreglarán el asunto siglos más tarde”. Yo ni quito ni pongo, sólo transcribo. Mi abuelo es autor de este relato que se aparta de la obra de Sófocles por lo que yo he podido comprobar. El decía “que la literatura es una degeneración de la tradición oral del relato; que la novela está hecha para alimentar al escritor y el teatro para forzar el silencio del espectador y luego su aplauso; y que la buena literatura es el cuento, la leyenda y la épica”. Lo que digo, era un radical. Sin más dilación expongo lo que dejó escrito mi abuelo del mito de Edipo. El lector que haya leído a Sófocles notará las diferencias.
Cuenta la leyenda que en Tebas, capital de las 100 puertas, bellísima ciudad de innumerables templos y palacios, confluencia de caravanas del desierto, de agricultores del Nilo, de comerciantes de Persia, testigo y destino de la vida y de la muerte, se declaró en fecha no aclarada una epidemia que asoló los campos, mató a los ganados, dejó yermos los vientres de las tebanas y diezmó a los vivos, de tal manera que ni las oraciones, ni los cantos religiosos de los sacerdotes a Amón, el dios de la ciudad, ni a otros dioses más antiguos pero tolerados, como Mut y Jonsu, lo evitaron. Consultados muchos oráculos y hechos muchos sacrificios, sólo uno llamó la atención porque era un enigma: era el oráculo de Delfos, dedicado al dios Apolo y decía:
¿Qué ser se apoya en 4 extremidades al amanecer, cuando Febo asoma por el horizonte;
tiene 2 al mediodía, cuando los rayos del astro muestran su tiranía;
y 3 en la noche, cuando la luna reina en su negrura?
Sobre la ciudad merodeaban multitud de rapaces esperando que los vivos sean cadáveres y con tal hambre por las muchas jornadas sin comer, que a veces no esperaban la muerte y picotean con sus afilados picos y desgarran con sus garras terribles a los vivos. Y de todas ellas una sobresale por su tamaño y agresividad: la esfinge, ser devenido en mitológico, que tiene el cuerpo de león, garras de águila y cabeza, dicen,… que de mujer. Este ser ha prometido que dejará la ciudad en paz si algún forastero descifra el enigma del oráculo de Delfos, pero que será condenado, cual Prometeo, a ser desgarrado y comido vivo si falla en su solución. Muchos príncipes y nobles de la ciudad han muerto en el intento porque no podían rehusar sus obligación de ser benefactores de la ciudad.
En esto que llegó un peregrino proveniente de la ciudad de Corinto que decía llamarse Edipo, que cojeaba ostensiblemente, y deteniéndose en la puerta grande de la ciudad destinada a Febo dijo:
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Asombrados quedaron los tebanos y desesperada la Esfinge, que no podía quedarse más en la ciudad porque el oráculo había sido descifrado y temía la ira del Olimpo. Entonces el monstruo se acercó a Edipo y le dijo: “Crees que has vencido, pero sólo has ganado una batalla, porque no sólo el hombre cumple el oráculo, y cuando Apolo y los demás dioses del Olimpo descuiden la protección de la ciudad, cuando el viejo dios Amón sólo sea un recuerdo, volveré de nuevo, con un nuevo ejército más hambriento y numeroso, y no quedará ser vivo que lo sea sobre la ciudad. Eso ocurrirá al menos que me digas cuál es ese otro ser que cumple a satisfacción el oráculo de Delfos. Y te digo aún más y grávate esto:
Tu padre no es tu padre;
tu madre no sólo es tu madre;
y no verás tu muerte, pero morirás”
Y la esfinge salió de la ciudad y con ella su ejército de rapaces, dejando apresuradamente restos de cadáveres entre sus garras.
Edipo fue recibido por la reina de la ciudad, Yocasta y le dijo: “Eres el Salvador que tanto esperábamos; descifraste el enigma y te enfrentaste a la Esfinge, y además eres príncipe de Corinto; eres joven, aunque no agraciado; estás dotado de la fe, voluntad e ingenio que nos ha faltado durante tanto tiempo. Tu recompensa es reinar conmigo en Tebas y yacer juntos para darme nuevos hijos que aseguren la descendencia. No soy tan joven como parezco porque por edad incluso podría ser tu… madre, pero espero serte agradable y compartir la corona y el lecho contigo”. Edipo contestó: “Gustoso acepto todo cuanto has dicho y velaré por la ciudad, para que no se repitan los pasados y tristes hechos”. Y los tebanos celebraron todo: la epidemia que se levantaba, las mujeres que volvían a parir, que los campos volvían a la cosecha y las ganaderías al pasto y al forraje.
Pero no quiere la diosa Fortuna extender su manto más allá de lo imprescindible porque, un día que Edipo se dirigía a Corinto a contar a sus padres su desposorio con la reina de Tebas, aconteció que se encontró con una caravana de 2 carros y casi una decena de jinetes a caballo que se detuvieron impidiendo su paso. Del segundo carro se bajó un hombre cubierto de un vestido de una sola pieza y le dijo: “Detén tu paso y baja de tu caballo. Sé quien eres y donde vas. Has salvado la ciudad de Tebas… temporalmente. Yo soy tebano y te estoy agradecido, pero debes dejar la ciudad, volver a Corinto para quedarte y olvidarte de la que ahora es tu esposa, porque no sólo es tu esposa. No quieras saber más, porque a veces la ignorancia nos hace más felices que la sabiduría. Los años, cargos, experiencias y estudios me han hecho coquetear también con ella y no conozco la dicha. No vuelvas a Tebas. No es una amenaza, es una advertencia, y no tengas miedo de mí porque yo soy algo más que un desconocido para ti, aunque no lo creas. Créeme y no preguntes. Ve a Corinto sin mirar atrás y no salgas de allí”. Pero Edipo, que a pesar de su cojera no conocía el miedo, le dijo: “No sé quién eres, me adviertes de peligros que no conozco, me aconsejas sin darme razones y te interpones en mi camino. No quiero matarte, pero no dudaré en hacerlo si sigues obstinado en lo uno y en lo otro: argumenta mejor o despeja el camino”. Y el extraño personaje le contestó: “Tampoco te deseo daño alguno y si supieras que no es la primera vez que nos hemos visto y en qué circunstancias, comprenderías porqué es ese mi deseo. Ahora no puedo darte explicaciones que no creerías. Ve conmigo a Corinto y repasemos el pasado, veamos a personas que hemos conocido y tu corazón verá la luz que tu razón te niega. Ve conmigo, no como prisionero sino como huésped”. Y Edipo, que tenía agotada la paciencia, le contestó encabritando su caballo y tensando su arco: “El rey de Tebas no es huésped de unos menesterosos y menos su prisionero. Eres un viejo educado, pero déjame seguir antes que acabe con tus huestes y tu oratoria”. El extraño personaje hizo una señal para que sus acompañantes apresaran a Edipo, pero éste, con la velocidad de Hermes y la puntería de Diana, disparó su arco 3 veces con 3 flechas cada vez y mató a los acompañantes; a continuación sacó una espada corta y amenazó al viejo. Este continuó con su pausado parlamento: “Veo que tu cojera no te impide ser veloz y preciso. Te contaré todo y toda la verdad. Yo soy Layo y tú no eres hijo de… ”. Y cuando esto decía vio el viejo a la Esfinge que tensaba un arco y se abalanzó sobre Edipo para protegerlo, pero se encontró con la espada del nuevo rey de Tebas cuando se prestaba a enfundarla, y el viejo murió en el acto. La Esfinge desapareció sin que Edipo la viera y creyó que había matado casi sin querer al viejo.
Edipo visitó Corinto, vio a sus padres y fue su huésped durante 3 días. Muchos corintianos se ufanaron de ver de vuelta al príncipe, pero el nuevo rey tebano debía cumplir las obligaciones de su cargo y volvió a Tebas. Y cuando divisaba la ciudad notó un olor desagradable y de nuevo las aves rapaces que revolotear. Entró en Tebas y se encontró a la ciudad igual que antes de descifrar el oráculo. Los tebanos estaban divididos en sus opiniones respecto al nuevo rey: unos decían que era la causa de la nueva epidemia; otros, que lo mismo que los había salvado de la anterior lo haría ahora. Vio a Yocasta, su mujer, y le preguntó el porqué y ella le dijo: “Ha vuelto la Esfinge protegida por el Hades e insiste que tú no descifraste del todo el oráculo porque no sólo es el hombre el ser que cumple lo dicho por el oráculo de Delfos”. Y Edipo le dijo: “Reúne a la gente en el ágora, frente al tempo de Diana”. Así hizo Yocasta, la madura mujer de Edipo y cuando la multitud desesperada, hambrienta y sucia estuvo en la inmensa explanada habló de nuevo Edipo:
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Y de nuevo la esfinge desapareció con su ejército, la heridas de los tebanos se cerraron, la mujeres encintas volvieron al alumbramiento y los campos y animales quedaron en su estado anterior. Y de nuevo hubo unanimidad: Edipo había salvado a la ciudad. Pero cuando todo parecía alegría y celebración, de nuevo el Hado se mostraba inoportuno: unos soldados que iban a Corintio habían encontrado el cadáver que en tal estado había dejado Edipo al viejo en el cruce de caravanas. Lo trajeron a Palacio y Yocasta que lo vio dijo apesadumbrada: “¡Oh negra noche, enlutada sin luna!, es Layo, mi antiguo esposo. Aunque se apartó de mí sin explicaciones, nunca le deseé ningún mal. Era sabio y generoso, aunque nunca comprendí porqué hizo lo que hizo. Quiero, esposo mío, que se le rindan honores de rey en los funerales. Si es tebano su asesino nos traerá desgracias a esta ciudad y no son pocas las que hemos soportado”. Edipo guardó silencio porque ahora se daba cuenta que su valor no estaba regado por la prudencia necesaria que hace crecer a un gobernante: demasiado impulsivo. Ahora recordaba que las palabras de la Esfinge y las de Layo concordaban demasiado.
Reunido el Consejo de la Ciudad acordaron llamar a Tiresias, el advino ciego, para indagar sobre el futuro de Tebas y de sus habitantes, y esto es lo que dijo: “Ilustres representantes de la ciudad, ciudadanos. Todos hemos celebrado la llegada de Edipo, el nuevo Rey. El ha levantado por 2 veces la maldición que pesa sobre nosotros, adivinando los enigmas con que los dioses nos han castigado por no se sabe qué culpas. Sin embargo, aconsejo y pido yo ahora que el nuevo Rey abandone la ciudad y vuelva a Corinto, porque pesa sobre nosotros una profecía aún más terrible que los acertijos de la Esfinge que dice:
Llegará un extranjero que no es hijo de quien es hijo;
tendrá a la vez hermanos e hijos;
y derrotará al enigma cuando no vea al enigma y morirá a sus manos
Debemos volver al culto de Amón y a los antiguos dioses de la ciudad que nunca mal nos hicieron y siempre nos protegieron de las pestes en esta ciudad, tan abierta al peregrino, al extranjero, destino de árabes del desierto, de negros del Alto Nilo y de comerciantes de Persia, de India y aún de lugares más remotos. Nuestras puertas nunca se cierran y por ello nuestros corazones deben permanecer abiertos también a la libertad de cultos. Soy tebano y mis ofrendas van para el dios Amón, pero de mis hijos son para otros sus rezos y de ello estoy orgulloso. Edipo, vuelve a Corinto y reemplaza al rey porque el rey ha muerto. Eso es todo”.
Quedó consternado Edipo por las palabras del vate ciego, sobre todo por las últimas, se preparó para su salida de la ciudad y dirigiéndose a su esposa Yocasta le dijo estas enigmáticas palabras: “Espera mi vuelta pero, en contra de la costumbre tebana, prepárate para gobernar sola. Me acompañará tu daga para defenderme de mis… fantasmas”. Y marchó a Corinto donde encontró a su padre moribundo, pero no muerto, y a tiempo de que el venerado Pólibo dijera a Edipo: “Querido y amado Edipo, ya no puedo guardar el secreto que tanto tiempo te he ocultado: en la otra vida sólo se descansa desnudo de mentiras, secretos y ambiciones de esta otra. Te he querido como un hijo, pero no eres mi hijo. Un pastor me entregó un bebé en el monte Citerón. Me dijo que a su vez se lo había entregado un sacerdote de la casa de Layo. Aquel debía matarlo, pero su conciencia no estaba hecha para un asesinato tan vil y pidió al pastor que lo criara y ocultara y que nunca supiera su identidad. Ese pastor lo era de mi ganado y murió al poco de recogerte. Ese niño eres –o eras- tú. Tu madre y yo te hemos criado como un príncipe y para mí eres el legítimo sucesor, pero tu verdadero padre es Layo, rey de Tebas, y del que desconozco su paradero. Sé que tu ahora ocupas su trono y no sé si algo… más. Ya no veo. Dime, príncipe y rey, si he obrado bien o soy el causante… “. Y el Rey Pólibo murió. Edipo, desesperado, le dejó en el suelo, se arrodilló, tomó la daga de su esposa y… madre y se sacó los ojos. Ciego y ensangrentado volvió a Tebas, y cuando entraba en la ciudad notó de nuevo el olor de la muerte y la enfermedad; oyó de nuevo a las rapaces graznar; y cuando hubo llegado a Palacio rodeado de una multitud enferma, sorprendida y acongojada, se dirigió desde la más alta escalinata -de más de 30 pies- a los cielos con estas palabras: “Dioses del Olimpo, sé que mi ofensa es terrible porque he matado a mi padre y desposado a mi madre, pero caiga sobre mí el castigo y no sobre Tebas y sus inocentes ciudadanos. No ha sido suficiente para ello descifrar los enigmas de Delfos, pero ahora me propongo acabar con la Esfinge, el monstruo que asola la ciudad, instrumento de mis pecados. Asoma por aquí fiel enemiga y enfréntate con este ciego que quiere redimirse”. Y en efecto, la Esfinge apareció y se acercó a Edipo con estas palabras: “Las profecías se han cumplido y todo lo que habéis hecho tú y tus allegados sólo han servido para atarlas aún más a su destino anunciado. He cumplido con Hades, mi señor, y tú cumple con los tuyos dejando de ser príncipe, rey, esposo e hijo a la vez y, por último, parricida. La altura es suficiente; cumple tu destino”. Y Edipo le contestó: “Sea, cumplamos” y se lanzó al vacío pero agarrando a la Esfinge con tal fuerza que no pudo eludirle; cayeron ambos y en tan corto tiempo, Edipo la clavó la daga en el pecho; Tiresias, el ciego, disparo su arco y le atravesó la cabeza; y Creonte, el hermano de Yocasta, la partió las extremidades con un hacha cuando ya besaban el suelo. La Esfinge había muerto y de nuevo las rapaces abandonaron la ciudad, los habitantes se sintieron aliviados y las negras nubes se difuminaron. La Reina, Yocasta, se dirigió a su hijo y esposo moribundo y Edipo le dijo sin esperar sus palabras: “madre, no hagas lo que está en tu mente. Gobierna esta ciudad mientras sus habitantes no te rechacen”. Y Edipo murió. Y dice la leyenda que eso hizo Yocasta, pero cuando un golpe de palacio le quitó el poder se fue al monte Citerón y se lanzó al vacío. Y dicen los que habitan las proximidades del monte que, a pesar de los siglos transcurridos, aún resuena el grito de una mujer, esposa y madre desesperada.
Madrid, 9 de septiembre de 2008
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