Antonio Mora Plaza
Era un día de calor horroroso en la Mancha, pero las gemelas estaban a buen recaudo del terrible Febo porque ese día no habían salido de la Cueva de los Sueños. Valentina jugaba a las adivinanzas con Galapa, la tortuga. Le había puesto el acertijo clásico de “alto, alto como un pino y pesa menos que un comino”, porque pensaba la gemela racionalista que las tortugas no tienen una idea de las nubes por su dificultad de mirar hacia arriba, hacia el cielo, aunque en el frondoso bosque donde se encontraba la Cueva apenas las copas de los árboles dejaban ver más allá. Laurita, siempre más inquieta, saltaba con Marni, la urraca, intentando imitar su vuelo. Y en eso estaban cuando, como cayendo de los cielos -o de las copas de los árboles-, recogió un papel que parecía un carta.
- Mira Valentina, alguien ha escrito algo y el azar ha hecho que nos llegue. ¡Hace tiempo que quería emplear esa palabra, azar, que la leí en un libro de adivinanzas, de los que a ti te gustan!
- ¿Cómo sabemos que ha sido el azar? Léela primero y luego juzgaremos –replicó Valentina a la vez que recriminaba la ingenuidad de su hermana.
- ¡Tienes razón hermana, porque la carta va dirigida a nosotras! ¿Cómo sabrán ahí fuera donde vivi…, quiero decir, estamos?
- Lee -insistió Valentina.
- Allá voy: “En primer lugar querría haceros llegar mis saludos y respetos hacia vosotras y vuestros padres; también los del doctor Watson, mi compañero de andanzas y pesquisas detectivescas que ya conocisteis en aquella aventura del páramo. Os escribo desde este frío Londres de Baker Street porque tengo entre manos un caso que he retomado del pasado. Digo del pasado porque tuvo un final y un resultado en la Corte Penal de Londres, pero yo nunca me quedé satisfecho. Hubo un crimen, unos sospechosos, un juicio, pero no una condena a pesar de que todos los sospechosos tenían motivos suficientes como para matar a un juez, curiosamente, de esa misma Corte. Sería para mí un honor y una satisfacción invitaros a té y pastas en Baker Street, en el 221, que ya conocéis. También estarían encantados de vuestra compañía mi sirvienta, el doctor Watson y su joven esposa, que pasan estos días conmigo. La delincuencia en Londres ha bajado y parece que nos ha regalado con unas cortas vacaciones. Sé que os preguntaréis qué podrías hacer vosotras investigando algo que pertenece al pasado y que no hemos conseguido solucionar el doctor Watson y yo mismo. No es, pues, un asunto vivo, sino algo muerto. Por eso mismo he pensado en vosotras, porque podéis viajar al pasado y también al futuro. La idea es que vayáis al mismísimo tren que iba de Manchester a Londres el día 1 de mayo de 1895 y os coléis en la misma cabina donde se cometió el crimen y, desde allí, observéis lo que pasó. Con vuestra inteligencia y dotes de observación estoy seguro que me ayudaréis a resolver el crimen y llevar a la justicia al culpable. Cuando estéis aquí -si decidís venir- os daré los detalles del caso. Por supuesto que requiero de vosotras el permiso previo de vuestros padres. Sabed que no corréis peligro porque el pasado no se puede cambiar y nada del pasado os puede afectar. Londres, en agosto de 1910. Firmado: Sherlock Holmes”.
- ¡Repámpanos, me he quedado estupefacta! ¿Cómo nos habrá localizado? La verdad es que el señor Holmes estuvo muy atento con nosotras, aunque sea algo seco, y la sirvienta y la esposa del doctor Watson nos trataron como nuestra madre nos trataba -dijo Valentina tomando la carta a su hermana para leerla ella misma como queriendo cerciorarse de que aquello era real y no inventado.
- Bien, pues cojamos lo necesario para pasar unos días en casa del señor Holmes y en el tren. Me gusta el tren, hermana, porque es el único sitio donde puedo estar quieta y no ponerme nerviosa. Quizá es que el traqueteo me duerme. ¿Traqueteo? Vaya palabra que me ha salido imaginando el viaje sin que sepa lo que significa. Además podemos llevarnos a nuestras amigas para que respiren otros humos. Por cierto, curioso refrán o lo que sea.
Como siempre, Laurita estaba dispuesta a viajar donde fuera, pero Valentina no lo veía tan claro.
- A mi también me gusta la aventura tanto como a ti, pero yo sopeso los riesgos, a diferencia de ti. ¿Sopeso? ¿De ti o de tú? ¡Caramba, no tengo claro cómo se dice!
- Hermana, sin riesgo no hay aventura. Además nosotras no envejecemos y no hay forma más rápida de envejecer que el morirse, por lo que no podemos morirnos. Nada nos puede pasar –dijo Laurita imitando en el razonamiento a su hermana.
- Me refiero Laurita a eso que dice el señor Holmes de “que el pasado no se puede cambiar y nada del pasado os puede afectar”. Parece lógico, pero si no podemos cambiar el pasado no sé qué podemos ver y hacer que pueda ayudar al señor Holmes. Digo que parece lógico, porque si pudiéramos viajar al pasado y cambiar las cosas, ahora mismo volveríamos al tiempo donde se quemó la casa de nuestros padres y evitarlo, y quizá al hacer esto ahora estaríamos con ellos porque estaríamos seguros de que vivirían. Y entonces todas nuestras aventuras no hubieran existido, lo cual es imposible porque ya las hemos vivido -comentó Valentina yendo como casi siempre un punto más allá que su hermana.
- O quizá hubieran existido sólo en nuestra imaginación y esa manera de cambiar el pasado haría eso: transmutar lo que es real en imaginado, sólo eso, y con eso, resuelto el imposible que dices. ¿Transmutar? Hoy se me viene a la mente más palabras raras que de costumbre.
Y Valentina miró asombrada a su hermana porque sentía que ahora era ella quien la sobrepasaba a la vez en lógica e imaginación. Siguieron discutiendo las gemelas y entraron en la discusión sus amigas y hasta Tronco, el árbol que habitaba en la Cueva con ellas, entró en la discusión. Y como quiera que la curiosidad podía más en ellas que la prevención, la aventura que cualquier medida del riesgo, decidieron ir Baker Street, al 221, al Londres de 1910.
- Bienvenidas, Laurita y Valentina. Perdonad mi acento, pero para mi vuestro idioma me resulta muy difícil. ¡Pero os habéis traído al zoo! Veo una tortuga, una urraca, una gata, una araña, una rana. Pero pasad, que cabemos todos a pesar de todo –dijo Holmes mientras les abría la puerta.
- Señor Holmes, son nuestras amigas Galapa, Marnie, Zinga, Patucas y Ojazos. El que no ha podido venir ha sido Tronco porque es un árbol y no se mueve. No es que le pase nada malo, sino que hunde sus raíces para alimentarse. Supongo que sabe lo que es un árbol, porque en la aventura del páramo había muchos. Tenemos otros amigas y amigos, pero estas están siempre con nosotras y nos acompañan en nuestras correrías. ¿Correrías? Sí, nunca mejor dicho, porque no paran de correr, saltar, volar –dijo Laurita y todos rieron por el juego de palabras.
- Pues bienvenidas todas. Observo que estás muy seria, Valentina, casi circunspecta. ¿Algún temor? –preguntó Holmes.
- Circunspecta no sé lo que es, pero ahora me he dado cuenta de que nuestras amigas no nos pueden acompañar porque no cabrían en la cabina del tren con nosotras. Son muy inquietas y en tan corto espacio podrían interferir…, quiero decir, molestar a nuestras observaciones. Lo siento, amigas. Bueno, Patucas sí porque siempre viaje en alguno de nuestros bolsillos.
Quedaron tristes las amigas de las gemelas, pero el doctor Watson, siempre al quite, intervino con humanidad.
- Eso no importa, porque aquí podemos jugar a las cartas o viajar al zoo, y podréis encontrar a compañeras con las que hablar. Mi mujer y ello os llevaremos.
Y la expresión de las amigas de las gemelas cambió de lo serio a una moderada sonrisa. Entonces Holmes invitó a las gemelas a su gabinete para exponerles los pormenores del caso.
- Veréis. Como os decía en la carta, este es un caso irresuelto para mí, no así para la justicia. El día 1 de mayo de 1895 se produjo un crimen en la tercera cabina del segundo vagón del tren que iba de Manchester a Londres y que había salido a las 11 horas en punto de la mañana. En la cabina iban un juez, su hijo, su esposa, su enfermera, su médico y un conocido ladrón. El juez lo era de la Corte de Londres, un conocido magistrado de lo Penal. Estas eran las personas que estaban en la cabina del vagón y que no salieron de allí en ningún momento, salvo una excepción: el ladrón. Tampoco entró nadie en ningún momento, salvo, claro, el revisor en algún momento, como es obligado. Según los papeles que tengo y los recortes de la prensa de la época, ocurrió que en un momento determinado se fue la luz en la cabina; mejor dicho, en el tren. Fue un momento, pero cuando volvió la luz el juez yacía muerto. Cuando se le hizo la autopsia se le encontraron restos de morfina en la sangre y un pinchazo reciente en la rodilla. El juez padecía hace tiempo de una enfermedad degenerativa en los huesos que le producía fortísimos, casi irresistibles dolores. Por eso hacía tiempo que siempre se hacía acompañar de su enfermera. Esta vez iba también su médico personal, cosa que procuraba en los viajes largos. Su esposa le acompañaba siempre, nunca le dejaba sólo, ni siquiera en el corto trayecto que separa la Corte de la casa que habitaban en Londres. También, como os he enumerado antes, iba un ladrón conocido que el mismo juez condenó a la cárcel en el pasado. Podemos considerarlo una casualidad, pero tampoco estoy seguro de ello, porque, repasando el caso, el ladrón fue condenado a 15 años por un robo que, según él, era el único del que se le acusaba que nunca cometió. ¿Alguna pregunta, mis jóvenes amigas?
- Sí –saltó de inmediato Laurita-. Se ha dejado o ha dejado de comentar una persona que iba en la cabina.
- Creo que no, ¿cuál? –contestó Holmes.
- Sí, el hijo del juez.
- ¡Es cierto, Laurita! Los años no pasan en balde y a veces tengo extrañas pérdidas de memoria. Siempre me ha pasado, pero antes eran fruto de mi cerebro selectivo y especializado, pero últimamente la cosa ha ido más lejos y a veces me olvido de comer. O algo peor para mí: me pongo a fumar sin haber cargado la pipa de tabaco. Y lo peor es que hecho el humo de los pulmones como si lo tuviera dentro: no noto la diferencia. Volviendo al caso, sí, el hijo del juez. Veréis. Ese día llevaban al hijo menor del juez a un correccional de Londres, pero a las afueras, porque difícilmente ha habido juez que haya tenido un hijo tan díscolo, pendenciero, irresoluto a pesar de su juventud, tahúr y hasta ladrón. Sólo su minoría de edad le había salvado de la cárcel hasta ahora, pero tenía todas las papeletas sin excepción para acabar allí si no lo remediaba su padre. El hijo, como puede suponerse, odiaba a su padre y hubiera hecho cualquier cosa para librarse de él.
Holmes hizo una pausa porque no quería atosigar a las gemelas porque se daba cuenta de que no podía hablar con el mismo tono, la misma gravedad, con el mismo ritmo a éllas que a las personas mayores. No porque no le entendieran, sino porque sabía, a pesar de su poca experiencia con la psicología infantil, que el mundo de los niños es distinto de el de los mayores, un mundo sólo paralelo al de sus ancestros. Sus puntos de vista, sus intereses, sus deseos, su atención, son distintos, más volátiles, menos juiciosos, más libres, más imaginativos, con menos prejuicios que los de los mayores. Para el famoso investigador de Londres, tratar con las gemelas era un reto aún mayor que el más difícil de los casos con los que se había topado, y por ello ponía tanto cuidado en las palabras, en la expresión, en el ademán; todo con el fin de hacer lo más agradable posible la estancia de las gemelas en su Londres querido. Para él era como nadar contra corriente. Holmes continuó.
- En realidad, todos tenían motivos para ver muerto al juez, y eso que era su familia. Investigando, llegamos a la conclusión de que la mujer del juez y el médico eran amantes, pero apenas podían verse precisamente por la cercanía de los tres. A veces la relaciones son más fáciles cuando hay espacio y tiempo de por medio. Ahora sois muy jóvenes para entenderlo. O quizá ya lo entendáis, porque vuestra inteligencia e imaginación puedan superar la corto de vuestra existencia. Lo que estaba claro es que la muerte del juez allanó sobremanera la vida amorosa de los amantes. En cuanto a la enfermera. ¡Pobre enfermera! Casi se había convertido en la esclava del juez, porque le tenía que atender a todas horas y en todos los menesteres, hasta los más desagradables. No quiero ser más explícito, pero creo que sabéis a que me refiero. La enfermedad le había convertido casi en un inválido. Y lo peor es el maltrato que recibía a cambio. Era juez, en efecto; impartía justicia, supongo, pero era un ser despreciable para todos los que le rodeaban. ¿Alguna pregunta?
- Si: ¿qué fue del ladrón? –preguntó Laurita.
- El ladrón. Sí, se me olvidaba también. El ladrón desapareció tras el apagón. Y al juez le desapareció un reloj de plata que llevaba colgado del chaleco. La conclusión es evidente. La duda es si fue él el criminal. Es verdad que pudo haber cogido en algún momento anterior al apagón alguna aguja y un frasco de morfina e inyectarlo tras el apagón para inmovilizar al juez y robarle. Es una posibilidad. Motivos tenía porque pasó 10 años en la cárcel por obra y gracia -¿se dice así en vuestra lengua, no?- del juez. Pero la ventana abierta y la dificultad de hacer lo dicho en 5 segundos parece indicar que hay una probabilidad altísima de que el ladrón fuera eso, un ladrón y que ejerció de tal, y que una vez que tuvo el botín en la mano saltó por la ventana. Y ya he retratado a todos los sospechosos, ¿no es así? ¿Alguna pregunta?
- Parece, señor Holmes, que todos tenían motivos para matar al señor juez. ¡Qué cosa tan horrible debe ser matar! Ya lo es morirse sin más. Alguien que sea capaz de hacer eso es que no se ha divertido cuando era pequeño –dijo Laurita contrariada-. Pero parece que ya no quedan más viajeros que sean sospechosos.
- Tú que opinas, Valentina –preguntó inquisitorialmente Holmes a la gemela.
- Sé que nos está poniendo a prueba, señor Holmes, a pesar del cuidado que pone –otra vez el mismo verbo- para parecer amable y cercano a nosotras. No hace falta que lo haga, porque no nos desagrada tal como es: serio, seco, directo. Y si lo pienso seguro que se me ocurre algún otro adjetivo. Pero quizá es que dedicándose a lo que se dedica no le queda otro remedio. Lástima que eso le perjudique para encontrar esposa. Quizá por eso aún está soltero. Pero yendo al grano, como a usted le gusta, le diré que se ha dejado en el tintero -¿qué expresión tan extraña?- un viajero que estuvo en la cabina y que sólo mencionó de pasada en la carta pero no aquí –respondió Valentina tumbándose en el sofá donde casi siempre lo hacía Holmes.
- ¿Y cuál es, Valentina? –dijo Holmes mientras se reponía asombrado de los comentarios personales de la gemela, pero sin evitar esgrimir una muy leve sonrisa.
- El revisor, señor, Holmes, el revisor.
- Muy astuta y buena memoria, Valentina. En efecto, el revisor, o al menos el que llevaba el vestido de revisor, era un condenado por juez. Había pagado su culpa con 20 años, pero él se consideraba inocente del crimen de su esposa que le llevó a la cárcel. La venganza y los celos son los motivos más habituales que llevan al crimen. También, es cierto y cada vez más, el dinero. Pero cada uno tiene su liturgia. Perdón, quiero decir, que cada uno es diferente en sus formas y maneras. El problema del revisor –del falso revisor- es que no hay manera de imaginar cómo pudo entrar en la cabina, coger la aguja y el frasco de morfina, cargarlo en la aguja e inyectarla en la pierna o en el cuello del juez en tan poco tiempo. Además, la cabina estaba al completo puesto que iban 6 personas, que es el máximo. Y todas eran personas gruesas, salvo el hijo, lo cual añadía dificultad de movimientos. Y para más dificultad, entre la puerta de entrada a la cabina y el juez había tres personas al menos: el médico, la enfermera y la esposa, la dos últimas en el mismo banco que el juez y el médico en frente. El apagón apenas duró más de 5 segundos. Muy difícil. Tal es así que quedó absuelto a pesar de que se le detuvo e identificó como el condenado tiempo atrás por el juez a 20 años.
- Entonces no hubo juicio y nadie fue condenado –preguntó Laurita contrariada.
- Sí a lo primero, pero no a lo segundo. Fue el médico, porque se estimó que, dadas las circunstancias, era el único que pudo haber cargado la morfina en la aguja y pinchado al juez en tan poco tiempo. Pero surgió una sorpresa. Según el médico-forense que le hizo la autopsia -¿sabéis lo que es, no?- las dosis de morfina eran insuficientes para matarlo. El fiscal adujo la enfermedad del corazón del juez, pero la morfina es un tranquilizante y sólo en dosis altas puede llevar a la parada cardíaca. No era el caso. Por ello fue absuelto y el crimen quedó impune y yo fracasé como detective. Creo que fue mi mayor fracaso.
- ¿Y qué podemos hacer nosotras si el mejor detective de Londres fracasó, señor Holmes? –dijo Laurita con sorna.
- Me lo tomaré como un cumplido, Laurita, a pesar de que el tono desmienta lo literal. La dificultad del caso es que los datos que tenemos no son suficientes para reconstruir con exactitud el escenario del crimen. Perdón por la terminología detectivesca, pero si no entendéis algo me lo hacéis saber. Todos tenían motivos, pero no sabemos cómo se hizo. Por eso os he escrito. Vosotras podéis ir al pasado y situaros en la misma cabina, en el lugar del crimen, y vivirlo como si fuera real y ahora. Quizá algún detalle que pasó desapercibido pueda ayudarnos. Tú, Laurita, tienes dotes de observación y entiendes de sentimientos; tú, Valentina, te va más el raciocinio. Entre ambas –entre todos- resolveremos el misterio. Y en todo caso, procuraremos divertirnos en Londres, aunque esto no sea comparable a las maravillas de vuestras tierras meridionales, donde el clima y el arte parecen dones de la naturaleza.
De esta manera, no falsa pero con un punto de exageración, quiso regalar a los oídos de las gemelas el detective de la pipa para que las dificultades del caso no mermaran su ánimo. Y eso hicieron desde la misma casa de Baker Street. Tomaron las gemelas sus manos, con Patuca en el bolsillo de Laurita, cerraron los ojos y pensaron: tren, Manchester, Londres, 1 de mayo de 1895, crimen, juez.
- ¡Oh, qué maravilla, estamos en la cabina, en el lugar de los hechos! Hemos retrocedido con exactitud, porque podíamos haber acabado en otro vagón u otro sitio –le dijo susurrando Laurita a Valentina.
- Creo que podemos hablar con normalidad, Laurita. Tenía razón el señor Holmes. Ellos no nos pueden ver, ni oler, ni sentir. Tampoco podemos influir nosotras porque yo acabo de darle una patada al juez que le tengo enfrente y no se ha inmutado. Haz tu lo mismo con el que tienes a la izquierda que debe ser el médico.
- Cierto, Valentina. Yo lo he sentido, pero él no. Debemos esperar al apagón. Mientras, paciencia y barajar.
- ¿Qué es eso de paciencia y barajar, Laurita? Creo que ya lo has dicho en otra ocasión y no sabemos lo que es.
- No sé, pero me gusta, Valentina. Me gusta decir cosas que no sé para observar la reacción de los mayores y así aprender de ellos. Así sabremos, sin preguntar, qué significa. Ahora debemos tomar nota de la disposición de los sospechosos. Fíjate: en frente nuestra está el juez; a su derecha nuestra, perdón, quiero decir, a la izquierda suya está el más joven de todos, por lo que deber ser el hijo; a la derecha del juez está su esposa, puesto que le tiene cogido del brazo; a la derecha a su vez de la esposa está la enfermera porque es más joven que la anterior; a mi izquierda y ya en nuestro lado del asiento, está el médico, y a tu derecha está ese desarrapado que debe ser el ladrón. ¡Desarrapado! Cómo me gusta esa palabra y estoy segura que esta vez significa lo que creo que significa. Fíjate el pobre que pinta tiene. En el fondo me da pena porque no creo que los ladrones disfruten con su oficio.
- No te compadezcas tanto. Mira, se me ha ocurrido un sinónimo para desarrapado: desaliñado. Aunque, ahora que lo pienso, no estoy segura que sea tan sinónimo, porque desaliñado parece menos grave. No sé si me entiendes, Laurita, pero yo sí me entiendo a mí misma. Bueno, esta última frase es una redundancia. ¿Redundancia? Qué palabra más fea, suena mal.
Y Valentina siguió con sus disertaciones cuando se produjo el apagón. Duró, en efecto, no más de 5 segundos. Cuando volvió la luz abrió el revisor por segunda vez, pero no pasó de la puerta. Esta estaba del lado de la enfermera y el médico. Laurita notó como que un cuerpo se abalanzaba sobre ella y lo mismo la ocurrió a Valentina. Eran el médico y el ladrón respectivamente. Pero Valentina notó una patada en la espinilla mientra el revisor saludaba a los presentes cuando volvió la luz. Y lo que vio les dejó asombradas: el ladrón había desaparecido. Además, ahora el juez yacía muerto. Todo como lo había relatado Holmes. Y así le comentó Laurita a Valentina.
- No, Laurita. Creo que nuestra visita al tren no ha sido en vano. Tenemos que volver a casa de Holmes para relatarle los detalles nuevos, sobre todo uno de ellos.
- Pues yo no veo ningún nuevo detalle. Yo he notado como alguien se echaba de mi lado. Ha sido el médico que ha sacado la aguja de su maletín que lleva encima con la mano metida en el mismo y se lo ha clavado en la rodilla; tú, por tu parte, me has contado que la misma sensación has tenido. Y eso es seguro que el ladrón que está a tu derecha se ha levantado y ha arrancado el reloj de plata del chaleco del juez. Lo difícil de explicar es cómo ha desaparecido. Quizá ha saltado por la ventana porque iba abierta y el tren no iba muy deprisa. Y no parece que el resto de los candidatos al crimen, es decir, la esposa, la enfermera y el hijo hayan tenido tiempo suficiente para matar al juez. El caso está resuelto tal como nos dijo el señor Holmes.
- No, Laurita, porque hay dos detalles que has pasado por alto y que el señor Holmes no los sabía porque es imposible saberlos sin estar presente. Uno de ellos es que hay en el suelo un frasco de morfina; el otro es que hemos visto la cara del revisor, cosa que no vimos la primera vez que entró a la cabina. Entonces no le dimos importancia porque era cuando comenzaba el tren a marchar: entonces no le vimos la cara.
- ¿Quieres decir que era otro y alguien se ha vestido con su traje? Aún así, eso no afecta al caso, porque el revisor no ha pasado de la puerta en ninguna de las dos visitas.
- En efecto, eso no afecta, y podemos considerar que es el mismo, pero la cuestión es por qué la primera vez no le vimos la cara y la segunda vez, tras el apagón, sí se la vimos, Laurita. Pero ahora volvamos con Holmes porque el caso para mí esta resuelto a la mitad. Ya sé quién asesinó al juez.
- Me dejas asombrada, Valentina, pero para mí es el médico, porque nadie pudo hacerlo salvo él.
- Sólo ten en cuenta estos dos detalles: el comentado de por qué no vimos la cara del revisor la primera vez y el frasco de morfina en el suelo. Nada de ello nos contó el señor Holmes. Volvamos a casa del detective, Laurita y allí lo vemos con detenimiento.
Y eso hicieron las gemelas. Juntaron sus manos y pensaron: Holmes, Baker Street. No necesitaban más. Y allí aparecieron. Allí las esperaban todos: Holmes, Watson, su mujer, sus amigas y hasta la sirviente, que Holmes la había invitado a asistir a la reunión porque la consideraba y trataba como de la familia. La primera en hablar fue Laurita, como casi siempre.
- Hemos podido contemplar, señor Holmes, lo que ocurrió en mayo de 1895 y a mí me parece que lo que ocurrió es lo que usted nos ha contado. Es verdad que lo hemos contemplado en directo y podemos añadirle algún detalle que no figura en lo que nos relató. Por ejemplo, que vimos un frasco en el suelo tras el apagón. Pero salvo eso, todo lo que hemos visto es como si lo hubiéramos vivido por segunda vez, porque es lo que nos relató. Ambas sentimos cómo el médico se abalanzaban sobre el juez en el momento del apagón y también el ladrón. Este desapareció. Y nada más volver la luz abrió la puerta el revisor y dijo sólo: “supongo que están ustedes bien”. A mí me asustó al verle la cara porque era feo y tenía una cicatriz. La voz era desagradable. No me gustó su aspecto, pero no pasó de la puerta.
- Cuéntame tu versión, Valentina, ¿algún detalle que hayas percibido y que no me haya contado tu hermana? –preguntó Holmes.
- Ninguno. Bueno, hay algo que a mí me llamó la atención. La primera vez que entró el revisor no le vimos la cara y la segunda vez sí. Yo pensé que el problema es que no nos habíamos fijado, pero luego llegué a otra conclusión.
- Y fue –preguntó Watson con impaciencia.
- Pues que la primera vez entró con la gorra calada -¿se dice así?- hasta las cejas y nadie pudo observar su cara; en cambio, la segunda, tras el apagón, tenía la gorra levantada y se le veía completamente la cara. Era un tipo de los más desagradable, tal como ha contado mi hermana. Mi conclusión es que fue el revisor el que mató al juez.
- ¿Y cómo puedo hacerlo a distancia si ni siquiera pasó del umbral de la puerta? En eso tiene razón tu hermana –dijo Watson todo intrigado-. ¿Qué piensas de ello, Holmes?
- Ya dije que este caso es muy interesante porque unos mismos hechos pueden tener interpretaciones diferentes, pero a medida que aparecen nuevas pruebas, nuevas circunstancias, las posibles interpretaciones se esfuman hasta quedar corpórea la única, lo que pasó en realidad. En efecto, el detalle del frasco de morfina en el suelo no aparece en el atestado de los hechos. Y tampoco era posible que aparecieran las observaciones de Valentina sobre el revisor. Yo me decanto por lo que dice Valentina, pero a élla y a todos nos falta una explicación: ¿por qué inyectó morfina el médico al juez cuando ya estaba muerto?
- Querido Holmes, creo que ahora me he perdido, porque yo siempre entendí que la causa de la muerte fue la morfina, aunque el detalle de su escasez hizo que el médico saliera inocente del juicio. Siempre se pudo justificar que las dosis de morfina en su cuerpo, aunque mayores de lo habitual, no eran suficientes para causar la muerte. Todo esto lo puedo corroborar como médico que soy –dijo Watson sorprendido.
- Además, si no fue la morfina la causa de que muriera el juez: ¿cuál fue? –preguntó Laurita.
- Valentina, es tu turno –dijo Holmes con satisfacción y cortesía.
- El miedo, el pavor. La causa de la muerte fue que se le paró el corazón al juez cuando vio al revisor la segunda vez. Al igual que todos, sólo la segunda vez pudo verle la cara y le reconoció como el hombre al que condenó a 15 años de cárcel y que había prometido venganza. Intuyó que de allí no saldría vivo y que sus familiares, el médico, la enfermera, no le iban a ayudar. Ya en el apagón le había desaparecido el reloj y lo siguiente sería el mismo. El revisor se cuidó de que no le viera la cara la primera vez; fue el que provocó el apagón para crear intranquilidad y reaparecer por segunda tras el fin del apagón. El juez y su débil corazón no lo pudieron resistir: el apagón, el robo que quizá creyera que era algo más y la aparición súbita tras en apagón del revisor. En realidad estaba en la misma puerta cuando aún estábamos oscuras. No es que viniera tras el apagón: estaba allí unos segundos antes de que volviera la luz. Todo para aumentar la teatralidad y causar más impacto. A mí me dio un susto de muerte verle a la puerta cuando no esperábamos que estuviera, con esa cara tan desagradable. En realidad tuvo suerte, porque cometió un crimen sin cometerlo. No sé si me explico.
- Todo eso es lo más plausible. Gracias, Valentina. Tu perspicacia es encomiable, lo mismo que las dotes de observación tuya, Laurita. Pero ahora falta lo inexplicable que parecía explicado. En realidad todos habíamos supuesto que el médico se abalanzó sobre el juez en el momento del apagón y le inyectó morfina en ese momento. Pero sólo es verdad lo primero. Lo que ocurrió en realidad es que al médico, en su intento de pinchar el frasco de morfina con la aguja se le cayó y lo buscó por el suelo. Eso es lo que le dio la impresión a Laurita de que se abalanzó sobre el juez cuando todo estaba a oscuras. No ocurrió eso. Sucedió lo contado por Valentina. Al volver la luz, todos se dirigieron la mirada a la puerta y vieron al revisor. Por eso no pudieron contemplar cómo el juez se desvanecía por un fallo cardíaco. Por ello no pudieron ni el fiscal ni el juez de la causa relacionar al revisor con la víctima. Bueno, todos no, todos menos uno: el médico. ¿Sabéis quién?
- Sí, lo sabemos –saltó como el rayo Valentina-: el médico.
- Así fue –siguió Holmes-. Quizá por deformación profesional, el médico se fijó en su paciente y en décimas de segundo se le vino a la mente algo que impera en la justicia, que es ley: que nadie puede ser juzgado por el mismo delito dos veces. Por ello, cuando ya el juez llevaba muerto unos minutos, recuperó el frasco de morfina del suelo sin que nadie se percatara de ello y con las manos metidas en su maletín, fuera de la vista de los presentes, cargó la aguja con la dosis precisa. ¿Qué dosis? La suficiente para que fuera acusado, pero no la suficiente como para que fuera condenado. Un experto como él sabía la dosis precisa. De esa forma podría ser acusado del delito pero, una vez absuelto –cosa que sabía que ocurriría- nadie podría acusarle de nuevo. No se fiaba de que el fiscal diera con la verdadera causa de la muerte tal y como dijo Valentina: el susto, el terror. Y por ello en el atestado no aparece ese frasco: porque lo recuperó el propio médico sin que nadie de los ocupantes de la cabina se percataran. Perdón, creo que eso ya lo he dicho. El médico pudo inyectarle la morfina en cualquier otro momento posterior a su muerte porque todo el mundo vería natural que un médico de cabecera no se apartara del juez hasta casi la misma autopsia.
- Y por ello, señor Holmes, le pidió a Laurita y Valentina que fueran al lugar de los hechos –señaló Watson ya más convencido.
- Pero no sólo había que estar allí, sino que había que tener las dotes de observación de Laurita y el raciocinio de Valentina. Por muy empirista que se sea, al final lo hechos exigen una interpretación. Y la dificultad es que a veces unos mismos hechos pueden ser interpretados de forma diferente, pero cuando los hechos, las circunstancias, las pruebas, se acumulan, lo dicho: las interpretaciones se esfuman. Al final sólo una media naranja casa con su otra media –dijo Holmes sentándose en una butaca de orejeras y sacando su pipa del chaleco con la intención de cargarla de tabaco y dar unas satisfactorias caladas.
Valentina seguía tumbada en el sofá, Watson se dirigió al piano a tocar alguna sonata y Laurita, la esposa de Watson, la sirvienta y las amigas de las niñas comenzaron a jugar al corro de la patata. En un momento determinado, Laurita se apartó del grupo y se dirigió a su hermana y le preguntó.
- Valentina, he observado que no has contado lo de la patada que alguien te dio cuando se apagó la luz. ¿Y si eso tuviera alguna importancia?
- ¿Porqué te crees que no me he levantado? No sé cómo casar ese hecho. Coincidió cuando el ladrón que estaba a mi derecha que se abalanzó sobre el juez y le robó el reloj. Quizá fue ese hecho el que mató al juez y no el susto del revisor, y eso hizo que, como se suele decir, estirara la pata y yo recibiera la patada. En realidad fue un susto también, pero las cosas cambian. Tampoco entiendo cómo se atrevió el ladrón a saltar por la ventana con el tren en marcha. Y cabe una tercera interpretación de los hechos, Laurita. Verás, siempre hemos supuesto que el ladrón le robó el reloj y saltó por la ventana porque la ventana estaba abierta, pero eso pudo ser una artimaña -¡vaya palabra!- para desviar la atención y de que le acusaran de un delito menor como es el robo. En realidad el ladrón pudo abalanzarse sobre el médico, quitarle la aguja una vez cargada la morfina y clavársela al juez. Por eso sentimos a los dos como si se echaran encima de nosotras, que estábamos justo en medio de los dos. Luego pudo salir por la puerta de la cabina antes de que llegara el revisor y volviera la luz. Tampoco es descartable que revisor y ladrón se conocieran y se pusieran de acuerdo.
- O lo que es lo mismo: pudieron ser tres los asesinos –dijo Laurita contrariada.
- No Laurita. Asesinos pudieron ser todos, recuerda, porque todos tenían motivos, pero sólo tres pueden concordar con los hechos. ¡Los mismos datos y tres interpretaciones! Por cierto, Holmes no nos ha dicho nada de qué le pasó al ladrón. Se lo voy a preguntar.
- Nada de eso, Valentina. Holmes está tan contento y ahora todos somos felices. Y nada cambiaría. Piénsalo. El médico está libre y el ladrón ha desaparecido. Al menos que sepamos. Ahora, hermana, a bailar y cantar. Por cierto, lo de las pastas, ni las pruebes, porque no saben a nada; es como si no masticaras nada.
- Esa es otra. ¿No te das cuenta de lo que eso significa, Laurita?
- Pues será que he perdido el sabor –contesto extrañada Laurita de la extrañeza de Valentina.
- Nada de eso. Nadie ha caído en la cuenta –ni siquiera el señor Holmes- que por la misma razón que nosotras no podíamos interferir en los hechos del vagón del crimen en 1895 viniendo desde el siglo XXI, tampoco podemos interferir en el año que estamos ahora en casa del detective, que es, si no me equivoco, 1910, que es la fecha de la carta. De nada ha servido nuestra visita al tren porque si el señor Holmes quisiera cambiar las cosas y castigar al supuesto y verdadero culpable, es decir, al revisor, tampoco podría hacerlo, porque el pasado no puede cambiarse y para nosotras, hermana, tan pasado es 1895 como 1910.
- Parece profundo lo que dices. ¿Y eso no lo sabe el señor Holmes? Y si lo sabe, ¿para qué nos ha invitado a resolver un problema que ya no tiene solución?
Y mientras se desarrollaba esta interesante disertación de las gemelas el resto del grupo había permanecido algo alejado de ellas: la sirvienta en la cocina preparando algunos postres, la esposa de Watson charlando con las amigas de las gemelas, especialmente con Zinga, la gata, que era muy dicharachera; mientras, cerca del escritorio, conversaban Watson y Holmes, aunque el detective no quitaba ojo a las gemelas y a pesar de que no pudiera oírlas por su lejanía. O al menos eso pensaban las gemelas. En ese momento dejó el grupo Holmes y se dirigió a ellas que ya habían dejado la cháchara entre ellas.
- Sé que deberéis volver a vuestras tierras meridionales, a esas Lagunas de Ruidera de las que tanta maravillas cuenta Cervantes en El Quijote, pero podéis considerar esta nuestra casa de Baker Street como vuestra segunda casa. Lo digo en mi nombre, pero también en el de todos nosotros. Quizá no podamos coger ahora al culpable, pero al menos sabemos quién lo fue, y ese es un consuelo nada desdeñable, aunque sólo sea un consuelo –dijo Holmes casi a modo de comentario, sobre todo por las últimas palabras. Pero Laurita, que ahora se sentía en cierta manera engañada por el detective porque en la carta que llegó a la Cueva de los Sueños se pedía ayuda para “llevar a la justicia al culpable” y no iba a ser ese el resultado final, se plantó ante Holmes y en tono desafiante le dijo.
- ¿Y por qué no va a buscar al culpable, el revisor, y lo lleva a la justicia?
- Porque tempus fugit, como decían los clásicos y no hay ritornello, como dicen los italianos, herederos de los clásicos –dijo Holmes dando una educada chupada a su pipa.
- No entiendo lo que dice, señor Holmes. Puede explicarse –replicó Laurita mirando fijamente a los ojos al más famoso detective londinense a la vez que se cruzaba de brazos.
- Sí me entiendes, y tu hermana también, sobre todo tu hermana. Es verdad que a veces alimento mi ego en exceso, pero esta vez los bueyes de vuestra compañía han ido por delante del carro de mi curiosidad. Digamos que la carta que os envié era a la vez invitación, señuelo y disculpa. Pero si os habéis sentido molestas por mi actitud, os ruego mil disculpas y os prometo que os recompensaré en la medida que pueda.
Laurita había permanecido muy seria mientras hablaba Holmes, pero poco a poco, a fuerza de sostener la mirada, ambos pasaron de la adustez a la sonrisa, de esta a la risa, para acabar en la carcajada. Entonces se incorporó Valentina a la conversación y preguntó a Laurita el por qué de tanto escándalo y Laurita contestó.
- Porque le acabo de propinar una patada en la espinilla al señor Holmes y ni se ha inmutado: ha sido un golpe desde el futuro –contestó Laurita y todos rieron a mandíbula batiente. Luego cantaron y bailaron, incluso el seco Holmes que, como experto en artes marciales, era un buen bailarín malgré lui.
Madrid, 1 de julio de 2011.