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Antonio Mora Plaza
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- Mira Valentina que casa tan enorme sale en este libro. Está llena de ventanas pintadas de colores. ¡Y qué altura! No he visto cosa igual. Me gustaría visitarla, ¿no te parece? -preguntó Laurita mientras Valentina jugaba a las palmas con la gata Zinga-.
- ¿Qué libro es ese? -preguntó a su vez Valentina mientras dirigía su vista al libro que Laurita sostenía con esfuerzo entre sus dos manos y sus piernas-.
- No lo sé porque está escrito en otro idioma, pero está lleno de estampas. Aparece una chica muy guapa con un vestido como de volantes; también un señor un poco raro porque siempre está entre sombras y no se le ve la cara. Parece siempre encogido. ¡Anímate y vamos a visitar esa casa y llevamos a nuestras amigas Zinga y a la rana Ojazos que estarán por ahí. Patucas está conmigo y dice con la cabeza que quiere venir -dijo Laurita entusiasmada-.
- Parece que no le tienes miedo a nada, porque ignoramos qué sucede en esa casa y no podemos saberlo porque está escrito en otro idioma, pero el dibujo del chico no me da buena espina -le contestó Valentina mientras se quedó pensando en la expresión buena espina-.
- ¡Pero Valentina, si fuera malo el señor oscuro no estaría siempre tan sonriente la chica! Además sabemos el nombre de la chica porque está escrito en nuestro idioma: se llama Esmeralda. Yo aquí me aburro y si sigo así me vendrá las ganas de volver con nuestros padres aunque no sepamos si viven.
- Si volvemos envejeceremos -le advirtió Valentina a su hermana-
- Pero si no hacemos nada, todo será siempre igual y al menos si envejecemos, cambiamos y eso también es entretenido -contestó Laurita como sorprendida por su propio descubrimiento-.
- Yo no quiero envejecer porque luego ya sabes lo que pasa -dijo Valentina-.
- Y yo no quiero aburrirme -replicó Laurita-.
- Está bien, Laurita, pero mucha prudencia.
- Vale, tú pon la prudencia y yo pondré la aventura -de nuevo insistió Laurita y ambas rieron-.
Entonces formaron un círculo las gemelas y sus amigas, pusieron las manos sobre el libro, cerraron los ojos y se cogieron de las manos. De pronto las gemelas, Zinga, Ojazos y Patucas aparecieron en una explanada grande, rodeada de dos ríos y una inmensa casa grande enfrente con tres entradas a falta de una.
- ¡Oh, qué hermosura de edificio! Es más bello que en las estampas. ¡Seguro que dentro correremos alguna aventura que podamos escribir en nuestros diarios! Mira, Valentina, tiene muchas estatuas pegadas a la pared -dijo Laurita casi chillando-.
- Antes de entrar creo que debemos dar una vuelta al edificio para saber cómo es por fuera -replicó Valentina a su hermana como para mitigar los deseos temerarios de su hermana-.
- ¿Y porque sepamos cómo es por fuera sabremos cómo es por dentro?
- Tienes razón, Laurita, pero aún así me daré una vuelta. Espérame en la puerta de en medio sentada debajo de esos arcos... ojivales.
- ¿Ojivales? En mi vida he oído esa palabra -le dijo Laurita a su hermana mientras ambas se dirigían con sus amigas a la puerta principal -.
- Yo tampoco, pero ya sabes que a veces nos vienen palabras que nunca hemos oído o que no nos acordamos haberlas oído -se justificó Valentina-.
Y cuando las gemelas y sus amigas estuvieron en la puerta, Valentina se fue para ver el exterior del inmenso edificio. Laurita y sus amigas se sentaron a la entrada de la puerta principal, pero dejando libre la entrada. Al otro lado de ella había un señor sentado, envuelto en una capa enorme y raída, con un plato en el suelo con algunas monedas. Ocultaba su rostro tras unas gafas raras para la época. Es decir, rara para la época de las gemelas. Esperaron un buen rato y comprobaron Laurita y sus amigas que al entrar de tarde en tarde alguna que otra persona le dejaban alguna moneda en el plato, el cual hacía mucho ruido al contacto de las monedas. Laurita, que no podía guardar silencio, le preguntó al pedigüeño.
- ¿Es usted pobre?
El pedigüeño le contestó algo molesto.
- Sí, yo lo soy.
- Yo no tengo monedas, pero le puedo dar algún bocadillo porque hemos traído muchos y no pensamos estar más de una semana. De donde yo vengo no necesitamos dinero para vivir.
- ¿Hemos? ¿Es que viene alguien más contigo? ¿Quién os manda? -preguntó el mendigo-.
- ¿Qué pregunta tan extraña es la última, señor mendigo? Nadie, porque no estamos con nuestros padres y no vamos ahora a la escuela porque es vacaciones. Nadie nos puede mandar. Venimos de la Cueva de los Sueños, donde los deseos casi siempre se hacen realidad. También la llamamos Cueva de los Espejos porque las paredes están hechas de espejos de diferentes colores. Entramos en ella cerrando los ojos porque no tiene puerta de entrada ni de salida. ¿Le pasa algo en la garganta porque yo le entiendo, pero habla como cuando mi padre estaba constipado y no se le entendía bien? Para eso también hemos traído algún remedio -le contestó Laurita queriendo agradar-.
- Querida niña, no siempre las cosas son lo que parecen, pero lo que tú dices es muy extraño. Has de saber que no es conveniente hablar con desconocidos. Aún así, creo que dices lo que crees que es la verdad.
- Es la verdad, yo nunca miento -replicó Laurita enfadada-.
Se quedó pensativo el mendigo y a los pocos segundos contestó.
- Respeto tu verdad porque es tuya, no porque sea posible. Ahora dejemos la charla que si hablamos los devotos de la Señora no se mostrarán generosos.
Laurita calló y pensó para sí: “es un mendigo, pero habla como mi profesor de Lengua. ¿Quién es esa señora y qué es un devoto? Este señor dice también palabras extrañas como mi hermana”. Guardaron todos silencio y cuando hubo pasado un largo tiempo volvió Valentina.
- Ya sé lo que es esto, Laurita, aunque no me puedo acordar su nombre. Todo está rodeado por dos ríos que en realidad es uno. El edificio por detrás parece en obras porque está sujeto por vigas inclinadas. Estamos como en una isla.
Al oír a Valentina el mendigo se echó a reír. Valentina le miró y el mendigo calló la risa, pero le dijo a Valentina.
- No está en obras, pequeña, es que esas columnas inclinadas, que se llaman arbotantes, sujetan las paredes. No se puede negar que sois hermanas porque os parecéis como una gota de agua a otra. Sin embargo, lo de los dos ríos que en realidad es uno es una buena observación, lo que demuestra que tienes dotes de observación. Eso es bueno, porque si vais a entrar lo necesitaréis. Tener cuidado, porque las cosas no son lo que parecen y ahí dentro lo son menos.
Pero mientras esto decía el mendigo, Valentina observaba las tres puertas de la entrada y esto comentaba.
- Curioso. Hay siete puentes que unen esta isla con el resto de la ciudad y esta puerta de en medio tiene siete arcos; hay también cinco puertas en este edificio y los arcos de las entradas de los lados tienen cinco arcos. ¿Esto es una casualidad?
- No sé quienes sois porque no podéis ser quienes decís quienes sois, pero ahí dentro hay más que casualidades. Deberíais volver a la cueva esa de vuestros sueños. Mejor con vuestros padres, que os estarán esperando -dijo el mendigo-.
- Tú tampoco pareces un mendigo, pero hemos venido hasta aquí para ver esta casa y no nos iremos sin verla -replicó Valentina mirando a su hermana-.
- Catedral, pequeñas, es una catedral y estáis en Paris, como debéis saber .
- No lo sabíamos -dijo Laurita irguiéndose y atusándose la falda-.
- Olvidaros de la Señora -dijo el mendigo mientras agachaba la cara como para iniciar un sueño-.
- ¿Quién será esa señora, Valentina?
- Quizá esté dentro del edificio -dijo pensativa Valentina-.
- Entremos pues.
- Hoy es ya es tarde. Mejor regresamos a casa y volvemos mañana de la misma forma que hemos venido. ¿Te parece, Laurita?
Y Laurita asintió con la cabeza, aunque de mala gana. Cenaron ya en casa. Y al día siguiente volvieron a la catedral porque Valentina no pudo convencer a Laurita de los peligroso que podría ser. El Sol se estaba poniendo, pero por esa razón se le veía más grande. Llovía intermitentemente. Una vez al pie de la fachada de las tres puertas, Valentina, que tenía ojos de lince, le dijo a su hermana.
- No mires hacia arriba, pero alguien nos observa desde arriba y no puedo ver quién es. Además, parece que nos echara agua -dijo Valentina a Laurita en un último intento de disuadirla de entrar-.
- Claro, es que llueve -replicó Laurita-.
- Sí, pero en las esquinas parece que cayera a chorros, Laurita.
- Más razón para entrar, ¿no te parece hermana?
Y ambas entraron con Zinga, Patucas y Ojazos. Lo que vieron les deslumbró. Era una nave larguísima, altísima y llena de columnas. Había también bancos para sentarse y al fondo una especie de mesa de mármol con una escultura y una cruz. Toda la nave -las naves, porque eran tres paralelas- estaban iluminada desde múltiples lugares y los reflejos eran infinitos y con infinitas también combinaciones de colores.
- Mira Valentina a lo alto. Qué colores llegan de arriba, de esas ventanas. Están como pintadas.
- Sí. Hay como tres pisos y el de en medio está lleno de balcones. Yo tengo la sensación de que nos vigilan -dijo Valentina algo miedosa-
- ¿A nosotras? ¿Para qué? Somos dos niñas que no hacemos mal a nadie ni podemos dar esa impresión. Tampoco llevamos nada valioso -replicó Laurita para dar ánimos a Valentina-.
- Laurita, eres muy inocente. Tienes razón, pero hay gente que puede hacer el mal sin razón, o con razones que nosotras no podemos entender. Las personas mayores tienen otras razones y buscan cosas que nosotras no comprendemos porque no se divierten jugando. Quizá es que les sobra tiempo, aunque siempre aparentan estar ocupadas.
- Sí, tienes razón. Se aburren porque no tienen curiosidad y siempre hacen las mismas cosas. Ni siquiera nuestros padres eran como nosotras. Siempre decían que no tenían tiempo y cuando lo tenían no tenían ganas de hacer nada -dijo esto Laurita al mismo tiempo que habían llegado a una estatua que les llamó la atención-.
- Mira Laurita, qué me dices de esta estatua que en realidad son dos.
- Pues es una señora con su hijo en brazos. Veo que tiene una gran corona y le mira. No se le ven los ojos y sin embargo parece que le mira. Eso resulta extraño.
- Muy bien observado, Laurita. Desde luego la corona es enorme, pero yo me he fijado en dos cosas más. Las cejas parece como si no fueran suyas, como las de esas señoras que se las pintan por encima de las suyas -observó Valentina-.
- Tienes razón, Valentina, y pasa lo mismo con la mirada, porque como es una estatua sin colores no podemos saber cómo tenía en realidad los ojos la señora. ¿Seguimos, hermana?
- Espera, que hay algo más. ¿Qué edad dirías que tiene el niño? -preguntó Valentina a su hermana mesándose el cabello-.
- ¡Atiza, es verdad! El niño visto sólo parece de más de cinco años, pero por el tamaño debería ser más pequeño -contestó asombrada Laurita-.
- Además ni siquiera nuestra madre, que era muy fuerte, nos podía subir así en brazos a esa edad.
- Quizá es que el que hizo la estatua no tenía niños -dijo Laurita y ambas hermanas se rieron a gusto de la ocurrencia. Pero la risa se les cortó de raíz cuando algo cayó de lo alto entre la estatua y las dos hermanas y produjo un sonido terrible, con un eco que parecía no acabarse nunca.
- ¡Vaya susto! ¿Cómo habrán colocado esa piedra o lo que sea para que se cayera? -dijo Laurita-.
- No sabemos, hermana, si se ha caído o la han tirado. Se ha hecho añicos.
- ¿Qué significa añicos, Valentina?
- No lo sé, pero me ha salido la palabra sin querer, sin pensar. Pero ahora eso no importa. Creo que deberíamos salir de esta catedral o lo que sea.
- Valentina, siempre piensas que nos van a hacer daño. Ha sido un accidente. Mira, vayamos pegadas a los muros y columnas y así, si cae algo, no nos dará. Estos sitios antiguos a veces se desmoronan.
- ¿Desmoronan? Ahora eres tú la que dices cosas raras -dijo Valentina y ambas volvieron a reírse a pesar del susto-.
La curiosidad pudo más que el miedo y siguieron avanzando por el interior de la catedral pegadas a columnas y paredes. Y cuando llegaron a una zona que ponía “Tránsito”, Valentina se paró y le dijo a su hermana.
- Mira Laurita, ahí están las otras dos entradas que vi por fuera.
- Sí, son iguales, pero son distintas. A mí me gusta la de ahí -dijo Laurita señalando la de la entrada derecha según se entra a la catedral por la entrada principal-. La otra es más sosa, como si no hubieran tenido tiempo de acabarla.
- Bien observado, Laurita, pero a mí hay algo que no me cuadra. Ya sé que es rara la palabra. Tú has dicho que son iguales, pero yo juraría que no lo son. Voy a contar la distancia de un lado y otro -dijo Valentina dirigiéndose primero al lado derecho de la nave donde estaba la entrada secundaria derecha; luego hizo lo mismo con el lado izquierdo. Mientras tanto Laurita seguía extasiada con las vidrieras que ella llamaba ventanas coloreadas porque ni había visto nunca una igual, ni nadie le había dicho que así se llamaban. Terminada la comprobación de la distancia, volvió Valentina toda ufana.
- Tenía yo razón. El lado derecho es medio paso más ancho que el izquierdo. Lo he contado dos veces. ¡Es increíble que se equivocaran los que hicieron este edificio! Si hubieran utilizado escuadra, cartabón y compás como hacemos nosotras en el colegio no habría pasado -dijo Valentina como cabreada-.
Entonces Laurita, que se había sentado en el suelo a pesar de lo frío que estaba, pensó como en voz alta.
- Y sin embargo desde donde está la mesa de la estatua y la cruz se ve tan recta. Porque si eso fuera así, debería estar torcida toda la nave. Sí, se llama nave porque lo he leído en un cartel que ponía “nave principal”. A lo mejor te has equivocado al contar los pasos, Valentina.
- Podría ser -replicó Valentina-. Ambas siguieron recorriendo las naves, observando las estatuas una por una y cuando hubieron examinado todas, dijo Laurita.
- Son bonitas, pero se repiten un poco, ¿no crees, hermana?
Pero Valentina seguía absorta pensando en lo de la distancia de la llamemos nave trasversal. No se había quedado satisfecha porque estaba segura que había contado los pasos bien y daba la razón a su hermana: la nave principal se veía recta, recta. De pronto se le iluminó la cara.
- Hay otra posible explicación, Laurita.
- Sigues con lo de antes.
- Sí. Puede ocurrir también que las distancias entre columnas de un lado de la nave no sean las mismas que las del otro lado.
- Puede ser, Valentina, pero olvida eso y mira tantas cosas bonitas que cada vez entra menos luz natural por las vidrieras.
- Lo mejor sería irnos y si acaso volver otro día -dijo Valentina-. Laurita asintió con la cabeza porque veía a su hermana algo nerviosa porque aún no se le había pasado el susto de la piedra -o lo que fuera- que cayó tan cerca de éllas. Pero cuando se dirigieron a la puerta, la puerta estaba cerrada.
- ¡Vaya, ahora no podemos salir! Tendremos que pasar la noche en esta casa tan grande. ¿No tienes miedo, Laurita?
- No, lo que tengo es frío y hambre. Nos sentamos y comemos en esos asientos de madera tan bonitos que están en mitad de la nave y que ponía “sillería”. ¿Te parece?
Asintió ahora Valentina también, se sentaron y comieron un bocadillo. Llevaban siempre varios en sus mochilas porque lo que no les gustaba por encima de todo era pasar hambre. Llevaban un rato comiendo y bebiendo agua entre bocado y bocado cuando una voz proveniente de no se sabe dónde dijo.
- Queridas niñas, tengo hambre. ¿Podrías darme de comer? No os haré ningún daño. Soy el guardián de la catedral, pero hoy no tengo nada para comer.
El susto fue morrocotudo y se levantaron las gemelas en un santiamén. Pasaron unos segundos y se hizo el silencio. Nadie aparecía y, sin embargo, observaron o creyeron ver alguna sombra en el segundo piso, ese que decía Laurita que era como de balcones. No hablaron las hermanas muertas de miedo. De nuevo se oyó la voz. Era grave y producía un eco casi insoportable.
- Sé que tenéis miedo, pero nada os haré. Sólo tengo hambre. Tampoco quiero que me veáis. Dejad algo de comida en el altar principal, yo lo cogeré y me iré.
Recuperadas del susto, Laurita, más entonada que su hermana, preguntó.
- ¿Dónde está eso que dices que es el altar principal?
- Habéis pasado por él. Está a vuestra derecha al fondo. Hay una estatua y una cruz. Yo aún estoy en el segundo piso. Podéis ver la luz de una candela. Permaneceré aquí hasta que depositéis en el altar la comida y luego bajaré. Iré por detrás del altar y desapareceré -dijo la voz-.
- Eso haremos. Pero quiero haceros una pregunta: ¿Cómo es que sois el guardián de la catedral y no tenéis para comer? Yo no guardaría nada de los demás si al menos no me dieran de comer -dijo Valentina mientras ambas se dirigían al altar principal.
- Tenéis razón en dudar. En realidad no soy el guardián, pero no por ello dejo de guardarla. Parece un contrasentido, pero es así. Quizá os lo pueda explicar algún día. Solo os adelanto que fue a causa del amor y la honra.
Y la voz calló. Las gemelas depositaron dos bocadillos y una botella de agua en el sitio convenido y se volvieron a la sillería donde estaban sentadas, pero en los dos últimos bancos del lado derecho, los más alejados del altar principal donde habían depositado la comida.
- Creo que tenías razón, Valentina. Debíamos habernos ido antes. Ahora hasta yo tengo miedo de pasar toda la noche aquí sin saber quién es este guardián que al final no es y que además no tiene para comer.
- Pues yo tengo ahora menos miedo que antes, porque nadie que quisiera hacernos daño se habría estado con tantos miramientos con nosotras. ¿Miramientos?, ¡vaya, palabra! -y tras esta reflexión continuó Valentina-. Había pensado en escondernos, pero si eso hacemos a lo mejor el que tiene miedo es el de la voz y se intenta defender. Mejor estar aquí a la vista. Además el de la voz debe conocer todos los escondites y si quisiera nos encontraría.
- Tienes razón. Además yo le he puesto doble ración de carne en los bocadillos y si tiene hambre se los comerá y seguro que se dormirá, como nos pasa a nosotras cuando comemos mucho.
De nuevo ambas rieron por lo del bocadillo, pero esta vez por lo bajo, para no molestar al de la voz. Y así pasaron unas horas. Nada pasaba, aunque las candelas encendidas por la noche y sin la luz del día atravesando las vidrieras daban múltiples sombras cambiantes y de tenues colores que hubieran asustado al más valiente. A veces se veía una luz más fuerte y de ello deducían las gemelas que ahí se encontraba el de la voz. Sin embargo, la luz nunca bajaba del piso de los balcones, aunque a veces subía más alto.
- Sabes Valentina que me intriga eso que ha dicho el de la voz de que está ahí por amor. La curiosidad me pica tanto que yo creo que deberíamos preguntárselo -dijo Laurita a la asombrada Valentina. Esta lo pensó y dijo a su hermana-.
- Creo que tienes razón. Así sabremos que sigue si sigue ahí arriba el de la voz. Claro que si no contesta puede ser porque se ha dormido o porque no quiere contestarnos. Pregúntale, Laurita.
Y eso hizo Laurita, pero no hubo contestación. Pero cuando habían pasado unos minutos, una bola de papel cayó desde el piso de los balcones. Tomaron la bola de papel, la estiraron y Valentina leyó lo que sigue.
“Queridas niñas. Este lugar, como tantas catedrales y edificios suntuosos, es muy codiciado por los ladrones. En tiempos eran muy frecuentes los robos, bien por la codicia de los que ya tienen pero no les parece suficiente, bien por la necesidad de los que no tienen ni siquiera para el sustento. Entonces, los padres de los padres de los padres de los padres, y así no se sabe desde cuando, inventaron la leyenda de que en esta catedral hay un ser monstruoso que castiga a los ladrones. Yo soy el último guardián de la catedral, aunque no lo sea oficialmente. Sin embargo, yo soy un impostor. El último guardián no fue un hombre bueno. Para mantener la leyenda, los guardianes no podían ser vistos ni dentro ni fuera de la catedral: sólo sus sombras. Pero todo guardián ha de comer y beber. Al último guardián le traía comida todos los días una bella, bellísima joven llamada Esmeralda. El guardián quiso abusar de élla. Quizá no sepáis exactamente lo que quiere decir abusar, pero en definitiva quería hacerla daño. Ese día tuve la suerte -la desgracia para mí- de que la acompañara y cuando vi aquello me interpuse con tan mala suerte de que el guardián cayera desde este segundo piso y muriera. Nadie me conocía a mí, por lo que usurpé su identidad. Desde entonces me escondo aquí. Además, yo no soy un hombre corriente, sino que he participado en la revolución, soy un hombre público y me persigue El Tenebroso. Ese si es una mala persona. Si me cogiera no dudaría en matarme si pudiera. A veces entra en la catedral con algunos guardias de la República, pero nunca me han encontrado. Ha jurado hacerlo. Le podréis reconocer porque tiene un tic nervioso en el ojo derecho, es delgado y alto, muy alto. Se llama Fouché. Cuidado con él. Volved cuando queráis. Normalmente no tengo problemas con la comida, pero algunos acontecimientos me han impedido tenerla a mano. Más no os puedo contar porque sería peligroso para vosotras saber más. Volved con vuestros padres al amanecer cuando abran las puertas. Os deseo que la felicidad que a mi se me ha negado os llegue a vosotras y a los animalitos que os acompañan. Por cierto, destruir ese papel. Si os cogieran con él no volverías a ver a vuestros padres, os lo aseguro”.
Así acaba el papel que parecía una carta o la carta que parecía tan solo un papel.
- Todo parece claro, ¿no, Valentina? He anotado algunas palabras que no entiendo como suntuoso, sustento, usurpé, pero entiendo lo que dice. Nunca había pensado que pudiera entender un texto tanto largo sin saber el significado de algunas palabras. Bueno, no importa. Cuando abran las puertas nos vamos y todo se acabará. Al final ha sido una aventura, aunque no como esperábamos, pero siempre pasa lo mismo.
- Debo preguntarle algo al señor de la voz -dijo Valentina y casi chillando preguntó.
- Señor guardián, ¿quién era Esmeralda y que ha pasado con ella?
- Era y es mi hermana y está a salvo. Pero yo he inventado la leyenda que recogió un escritor francés famoso de que yo estaba enamorado de ella y ella de mi. Lo hice para protegerla, porque no es lo mismo para mis perseguidores buscar a una hermana que a una enamorada.
- ¿Algo más, Valentina?
- Nada más, Laurita, pero tenemos por lo menos un problema gordo: ¿Qué hacemos con el papel? Si salimos con él, puede que ese tal Fouché que busca al de la voz grave nos esté esperando; y si lo dejamos aquí en algún lugar, cuando entre ese tan malo lo puede encontrar y no sabemos lo que sabe el Fouché de el de la voz. A lo mejor se cree lo de la leyenda o a lo mejor no.
Quedose pensando Laurita. Pasaron unos minutos y dijo.
- Tengo la solución. Dame el último bocadillo que tienes en la mochila.
- ¿No pensarás comértelo con el papel de el de la voz? -dijo Valentina asustada-.
Cerró los ojos Valentina durante un rato porque no quería ver la ocurrencia de su hermana. Oyó un ruido como de un golpeo y aún así siguió con los ojos cerrados hasta que su hermana volvió con élla.
- Ya está, Valentina. Te digo cómo lo he solucionado.
- Prefiero no saberlo porque miedo me das.
- ¿Pero aún te queda miedo después de lo de esta noche? -dijo Laurita a Valentina y las dos se echaron a reír. ¿Cómo solucionó Laurita el dilema del papel? ¿Qué hizo con él? ¿Dónde lo escondió? Eso queda para la imaginación del lector… de momento.
Amaneció y la puertas se abrieron. Salieron de la catedral y cuando hubieron andado unos metros se dirigió con la cabeza Valentina a Laurita y le dijo bajando la voz.
- Has observado que está el mismo mendigo del día anterior.
- Sí, pero no te vuelvas que no tengo nada para darle -dijo Laurita a Valentina-.
- Ya, pero fíjate que ahora está de pie y puedes ver de reojo lo alto y delgado que es. Viene hacia nosotras.
- ¿Corremos, Valentina?
- Nos cogería porque tiene unas piernas muy largas. Además nosotras no hemos hecho nada.
De este modo llegó el supuesto mendigo a la altura de las gemelas, tiró su capa raída tras la cual tenía un traje rojizo como de militar. También se quitó las gafas y Laurita exclamó al verle de reojo.
- ¡Vaya tic nervioso que tiene en el ojo! ¡Igual que el Fouché ese que nos ha advertido el de la voz!
- ¡Alto, pequeñas! Me llamo Fouché y soy la máxima autoridad policial en Paris. No temáis, pero dadme todos los papeles que tengáis. No os quiero registrar, pero me acompaña una mujer que si lo hará. No quiero otra cosa que todos los papeles que tengáis. ¿Entendido?
- No hay inconveniente, máxima autoridad, aquí tienes nuestras mochilas. Puedes quedarte con ellas. Nosotras nos vamos -dijo Valentina cogiendo a la gata Zinga, mientras Laurita se metía a la araña Patucas en el bolsillo de la falda y sujetaba con una de las manos a la rana Ojazos-.
- No seáis tan atrevidas, pequeñas, porque de Paris sólo sale la gente que yo decido que salga. ¿Comprendido?
- Estás en un error, porque para entrar no os hemos necesitado, luego para salir tampoco. Creo que sois malo. Seguro que no tienes esposa ni niños, porque si los tuvieras habrías jugado con ellos, y los padres que juegan con sus hijos no pueden hacer mal a otros niños. Adiós -dijo Laurita con un atrevimiento que asombró una vez más a su hermana-.
Y las dos hermanas se tomaron de las manos ante el atónito Fouché, cerraron los ojos y volvieron a la Cueva de los Sueños.
- Una curiosidad, Laurita, ¿qué hiciste con el papel?
- Fácil. Cogí el papel de el de la voz, envolví el bocadillo que nos quedaba y lo tiré al balcón de donde salía a luz al principio. No pasaron más que un par de segundos cuando vi la sombra y la luz, y supuse que el de la voz lo había cogido. Con él es como mejor está, porque para descubrir el papel tendrán que cogerle a él también y entonces de nada servirá a sus raptores el dichoso papel. He dicho ¿raptores?: curiosa palabra. Creo que debemos volver a esa catedral para asegurarnos la comida de el de la voz -dijo Laurita a su hermana-.
- Ni hablar, yo no vuelve, porque si nos coge ese Fouché cualquiera sabe -le contestó Laurita-.
- Pues volvemos a hacer lo mismo, y esta vez no necesitaríamos esconder ningún papel porque ya nos sabemos la historia -dijo Laurita y ambas hermanas, junto con Zinga, Ojazos y Patucas, se echaron a reír en un sin parar-.
- Yo, de todas formas no vuelvo, y tú tampoco deberías.
- Yo tampoco, pero lo he dicho para ver qué decías.
- Lo que no sabemos es como se llamaba el de la voz, porque el papel no estaba firmado -dijo Laurita como lamentándose, pero sin dejar de reír-.
- Sí lo ponía, pero lo ponía al dorso, porque se acababa el papel.
- ¿Al dorso? ¡Vaya palabra más rara! ¿Quieres decir por detrás, Valentina? Y cuál era -preguntó Laurita-.
- Era Quasimodo.
-¿Quasimodo? No me extraña que diera miedo. Si sé que se llama así a los mejor no me atrevo a lanzarle el bocadillo -dijo Laurita mientras ambas se reían junto con sus amigas.
Madrid, 21 de noviembre de 2010